martedì 21 aprile 2020

Tiempo de espera (6) 18 de abril














Todos sabéis la importancia que tiene para mí la rutina, en cambio ayer, después de seis semanas de encierro, hice pocas cosas rutinarias.
Me desperté temprano, pero, cosa raraen mí, me volví a dormir. Me levanté un poco más tarde de lo que suelo hacer, con dos o tres imágenes instantáneas por mi cabeza:
Era una mañana soleada y mi hijo iba conduciendo una furgoneta-caravana con su novia al lado y dos chiquillos detrás, que se parecían a el mismo y a su hermana de pequeños. Los niños se asomaban por las ventanillas, reían y chillaban. Él manejaba despacio y yo no sé porqué  lo seguía en mi coche, un Renault 4 que tuvimos a principio de los ochenta. Creo que íbamos al mismo sitio. En un cruce en medio del campo él se paró de golpe y se bajó de la furgoneta con una pequeña maleta de ruedas.
- Me voy, dijo sonriendo.
Todos nos quedamos con la boca abierta mirándolo. Se alejaba en medio de los campos de trigo, caminando cerca de la cuneta de la carretera.
Pensé en que tenía que compartir aquel sueños tan raro con mi hijo, le envié un mensaje y en seguida me contestó diciéndome que le gustaba la imagen de él andando solo por la carretera.

Desayuné lentamente, pero en lugar de leer como siempre un artículo del periódico del día anterior, me puse a hacer el crucigrama de la última página. ¡Qué raro yo que nunca hago pasatiempos! Solo en verano, de vacaciones, cuando mi hija empieza un crucigrama intento llenarlo con ella.

Mientras enjuagaba la taza del desayuno me di cuenta de que el fregadero y la encimera estaban un poco sucios. Vi migas de pan y polvo por todas partes debido a que llevaba puestas las gafas de mirar de cerca.
Quien sabe que conexiones raras tuvieron mis neuronas para estimularme a que en seguida me pusiera a limpiar.
Empecé por los cristales de las ventanas de la cocina, luego los fogones, la encimera, los armarios y el fregadero.
Todo ello lo limpié con esmero mientras escuchaba la radio.

U. , mi marido, se levantó a las nueve y media y tuvo que calentarse el café en el microondas, pues la cocina estaba desmontada.
Una cosa lleva a otra, después de la cocina pasé al salón. Viéndome tan mañosa me mi marido me dijo:
- Si quieres, yo puedo pasar el aspirador.
- Perfecto, luego yo fregaré el suelo.
Mientras él con cuidado aspiraba el polvo de todos los rincones de la casa, yo empecé a limpiar a fondo el cuarto de baño.
Hacia las doce la casa estaba reluciente, sólo faltaba sacar brillo a las baldosas de barro cocido del suelo. Normalmente lo hace la chica de la limpieza y desde que no puede venir, por el confinamiento, yo paso solo la fregona por toda la casa, sin aplicar cera.
Para abrillantar el pavimento primero hay que limpiarlo perfectamente, luego con un producto apropiado se tiene que pasar cera líquida, con un palo de fregar y una bayeta húmeda.
Mientras fregaba el suelo del salón me vi cuarenta años atrás haciendo la misma tarea:

U. y yo teníamos poco más de veinte años cuando nos mudamos a una casa rural, a unos 15 km de Florencia. Éramos seis, los inquilinos y teníamos entre todos tres coches viejos: un Seat cinquecento blanca, un Reanault 4 marrón y un Ford fiesta verde.
S.Polo, el pueblo donde íbamos a comprar víveres estaba a muy cerca de casa. Sin embargo pocas veces íbamos andando, pues, al volver, cargados con las bolsas de la compra, la cuesta final nos mataba. 
En S. Polo había solo una calle con una diminuta oficina de correos, una escuela rural, una peluquería, un colmado y la sucursal de una oficina bancaria. A la salida del pueblo había un restaurante y una gasolinera.
Fuimos a vivir allá porque las viviendas eran mucho más baratas que en la ciudad y las casas eran inmensas, la nuestra tenía, además de una  cocina  enorme y   los antiguos establos en la planta baja, en el primer piso, cinco dormitorios y una buhardilla.
Nuestra habitación era grande y llena de luz. Asomándose  la ventana a poniente, al atardecer nos recreábamos a  mirar la puesta de sol.
Los compañeros de vivienda, una pareja de suizos, una chica americana y una alemana eran medio artistas, todos ellos estudiaban en Florencia restauración de pintura o de muebles.
Había pocos autobuses al día que llevaran a la ciudad, eso era un poco incómodo, pero nos las arreglábamos con nuestros coches destartalados o haciendo autoestop. En verano U. cogía la motocicleta.
Yo trabajaba por las tardes en una academia de idiomas y por las mañanas intentaba ir a la facultad que estaba ubicada en el centro de la ciudad, en la plaza San Marco. Dejaba el coche en el barrio de Gavinana y luego cogía un autobús.
Llevaba una vida bastante frenética, pero en primavera y verano, en los días que no trabajaba, disfrutaba sentada en el jardín o paseando por el bosque que lindaba con la casa.
Recuerdo que en los inviernos, después de cenar nos poníamos todos dentro de la gran chimenea que había en la cocina. A los lados había unos bancos de madera, donde nos sentábamos cerca de fuego, que nos calentaba sólo la parte delantera del cuerpo, nuestra espalda seguía helada. Antes de acostarnos bebíamos vino tinto y fumábamos algunos pitillos. Entablábamos largas conversaciones sobre la situación política italiana, tan difícil en aquel entonces, por los actos de terrorismo que se iban desencadenando. Pero también reíamos, hablando de arte, cine, música y sobre todo de tonterías. A menudo había un amigo o un amigo de un amigo que alguien había invitado.
Yo casi siempre llevaba dentro del hogar un libro, una novela o un texto universitario para repasar, pero la mayor parte de las veces lo dejaba cerrado en mi regazo y participaba en la tertulia.
Cuando se acercaban los exámenes dejaba a la pandilla dentro de la chimenea y subía a nuestra habitación, donde habíamos encendido una estufa de leña y me ponía a estudiar.
El mismo día en el que daba un examen, la primera cosa que hacía al llegar casa era limpiar a fondo el cuarto.
Las baldosas eran de barro cocido y muy descuidadas. Para realizar la limpieza tenía que frotar mucho. Iba cambiando a menudo los cubos de agua sucia y enjabonaba cada vez la bayeta para sacarle la suciedad. Restregaba con todas mis fuerzas con el cepillo del palo, a veces incluso arrodillada, cómo hacía mi madre cuando yo era pequeña. Pero lo más entretenido era aplicar cera.
En aquella ocasiones, U. ,cuando volvía de Florencia, me ayudaba a que recuperaran brillo las baldosas antiguas. Había una parte del piso que quedaba bien encerada, en cambio la parte del fondo, donde teníamos la librería, cerca de un armario empotrado, nos costaba mucho sacarle brillo. Allí el piso no era del todo plano, había baldosas agrietadas, de distintos grosores y muy gastadas, pero no se movían. Decían que era debido al calor del horno de leña que estaba exactamente debajo.
A pesar de que la limpieza del suelo fuera agotadora, creo que eso era lo que necesitaba después de tanto estudiar. Tenía que desahogarme con una actividad física que contribuyera a que nuestro cuarto luciera y fuera acogedor.

- Es una tarea que, aunque me lleve algo de tiempo, merece la pena realizar. Me da alegría, es como si cuidando los ladrillos me hubiera sacado de encima pesadumbres y angustias aprisionadas dentro de mí, le decía cada vez a U.

Ayer después de la gran limpieza me duché y mientras el agua caliente se deslizaba por mi cuerpo me sentí satisfecha como antaño: como si fregando las baldosas me hubiera sacado los estorbos de encima y  a la vez me hubiera  cuidado  a mí misma.








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