giovedì 20 dicembre 2018

Los jugadores de cartas - I giocatori di carte











Faltaba sólo un par de días para Navidad, la mañana en que me desperté contenta, pues había dormido la mar de bien, eso hacía tanto que no me ocurría. En seguida pensé,  no sé porque, en Miguel, el viejecito a quien Dulia, la cuidadora de mi padre de aquella época, le hacía compañía todas las noches, quizás porque había soñado con él.

En aquel entonces dos mujeres cuidaban a mi padre: Blanca de noche y Dulia de día.
Blanca tenía unos sesenta años, su cuerpo era menudo y sutil, por el que asomaba una cara muy delicada. Su voz melosa, con el deje de Buenos Aires, delataba en seguida su buen carácter. De pequeña emigró con sus padres de Zamora, su ciudad natal, a Argentina, donde se casó muy joven y trabajó en la empresa de cartones que regía su marido con otros socios. Después de la muerte precoz de su cónyuge, los socios la estafaron y por eso decidió volver a España con sus hijos adolescentes. Tuvo que arreglárselas como pudo. Al principio fue muy duro para ella, pues debió adaptarse a trabajos humildes. Después de algunos años, consiguieron comprarse un piso gracias a su tenacidad, a un poco de suerte y sobre todo a un buen préstamo bancario.
Al cabo de poco tiempo pusieron en venta su apartamento para comprar otro más pequeño, pues los hijos se iban casando o se fueron  a vivir con su pareja a otra ciudad. Todo les fue bien hasta que la crisis del 2007 los alcanzó de lleno y por un pelo no lograron vender su vivienda, después de haber comprado ya  otro departamento más pequeño. Para pagar las dos hipotecas, Blanca tenía que trabajar de noche cuidando a mi padre y de día depilando a las chicas del pueblo.
Miguel, me contaba Dulia, era un hombre a quien le gustaba dormir como a un bebé. Se acostaba al anochecer y se despertaba a la mañana siguiente, hacia las nueve. A veces después de desayunar volvía a la cama, aún caliente, para leer el periódico que su nuera le traía cada mañana. Durante el día hacía muchas cosas solo: se aseaba poco a poco, calentaba la comida que le traían y en los días soleados iba a pasear con su bastón por el paseo, a lo largo de la playa. Su hijo tenía en el pueblo una pequeña librería, por lo tanto cuando cerraba, al mediodía y por la noche, iba a verlo.
Conocí poco a Miguel, pero las historias que me contaban mi padre y Dulia, contribuyeron a que me cayera bien.
Algunos años atrás mi padre me dijo triste:
- Tots els meus amics es moren. De la meva quinta ja no queda ningù.
Efectivamente, todos los quintos del 1919, los jóvenes que fueron a la mili antes de haber cumplido los veinte años y que combatieron en la guerra civil, estaban muertos.
Pero un día, volvió a casa contento diciendo que había conocido a Miguel, un viejecito de Zaragoza, quien desde hacia poco tiempo se había trasladado a nuestro pueblo.
Reía cuando nos contaba que los dos habían nacido el mismo día, el seis de enero de 1919. ¡Qué coincidencia!
El señor Miguel, se había quedado solo, porque su mujer había perdido poco a poco la cabeza y hacía pocos meses había fallecido en una clínica geriátrica, donde habían tenido que ingresarla. Había luchado contra la enfermedad de su esposa, que lentamente le devoraba trocitos de cerebro.
Habían sido tiempos muy duros, pero luego a los noventa años, tuvo que empezar de nuevo o mejor terminar su vida en un pueblo casi desconocido para él.
Una tarde, paseando por el barrio antiguo, descubrió un café donde algunos jubilados jugaban a cartas.
El no era capaz con las cartas, pero le gustaba mucho mirar a los jugadores, algunos viejos como él, otros más jóvenes. Se sentaba cerca de las mesas de juego, para observar mejor los movimientos de sus caras: ojeadas simbólicas, signos y otras formas de comunicación secreta. Llamaban al juego, la butifarra, se jugaba en parejas.
No tuvieron mucho tiempo para hacerse amigos, pues al cabo de pocas semanas mi padre tuvo un ictus, del que por suerte se recuperó, pero desde entonces no pudo volver al centro recreativo a jugar a cartas.
Dulia, por aquel entonces tenía unos cuarenta años y un cuerpo redondito. Era una buena cocinera, sin embargo comía poco, porque estaba a régimen perenne. Pero era muy golosa, como mi padre. Los dos, cada tarde, se deliciaban con meriendas muy dulces. A pesar de sus esfuerzos la balanza de Dulia no lograba bajar mucho. Pero ella siempre estaba contenta, cantaba mientras limpiaba y bromeaba a menudo, a pesar de todos los problemas que tenía.
- Tengo a dos hombres, los dos nacieron el día de los Reyes, uno lo quiero de día y otro de noche, nos dijo bromeando, una tarde mientras jugábamos a domino los tres, para pasar el rato.

Me levanté despacio y mientras estaba preparando el desayuno no paraba de pensar en los dos viejecitos.
Imaginé que aquella mañana Miguel, se habría despertado alegre, sabiendo que Dulia, le habría preparado una buena taza de café con leche. Mi padre en cambio aún estaría durmiendo, se habría levantado a media mañana, pues solía  acostarse muy tarde. Primero Blanca y luego Dulia lo habrían atendido con cariño, pensé.
Mi marido aún estaba en la cama cuando sonó el móvil. Se levantó deprisa. Era su amigo, quien le llamaba para invitarle a dar una vuelta en bicicleta, ya que hacía un día soleado.
Desayunamos juntos aquella mañana plácida y hablamos largo rato de mi padre, de Miguel y de su fiel  e incansable cuidadora.
Mi marido se levantó de la mesa y empezó a arreglarse para salir, yo me  quedé inmóvil,  con la taza de té entre las manos, mirando  sus idas y venidas. 
Al cerrarse la puerta oí el ruido que hacían los enganches de sus zapatos de ciclista bajando por las escaleras.
Todavía no me había vestido, seguía en camisón, por eso me metí  de nuevo en la cama,  aún  calentita  y tomé mi  ordenador portátil. Las sábanas estaban  arrugadas, me senté y  mientras arreglaba  la ropa de la cama  y me estremecí pensando de nuevo en los jugadores de cartas; encendí el ordenador e hice una lista de todas las cosas que tenía que hacer, faltaban sólo dos días para Navidad.



I giocatori di carte

Mancavano solo due giorni per Natale, la mattina in cui mi ero svegliata felice, avevo dormito placidamente, come da tanto non succedeva. Mentre mi alzavo ho pensato, chissà perché, a Miguel, il vecchietto, al quale Dulia, la badante di mio padre, faceva compagnia tutte le notti, forse lo avevo sognato.

Mio padre in quell'epoca veniva accudito da due badanti: Blanca di notte e Dulia di giorno.
Blanca aveva una sessantina d'anni, di corpo sottile e di viso delicato. La sua dolce parlata di Buenos Aires contribuiva a farci scoprire il suo buon carattere. Quando era piccola, emigrò con la sua famiglia da Zamora, nel cuore di Castiglia, all'Argentina, dove si sposò molto giovane e lavorò nella ditta di imballaggi, che il consorte dirigeva con alcuni soci. Ma dopo la morte precoce del marito, i soci della fabbrica la truffarono, liquidandola con quattro soldi. Decise di ritornare in Spagna con due figli ormai grandi, dove, finito il denaro, dovette arrangiarsi. I primi tempo per loro furono molto difficili, svolsero lavori umili e spesso mortificanti, ma mai si persero d'animo. Dopo qualche anno riuscirono a racimolare un po' di soldi per comprarsi un appartamento in un quartiere nuovo del paese. I figli in seguito andarono a vivere per conto proprio e Blanca decise di vendere la casa e di comprarne una più piccola. Prima di tutto comprò una vecchia abitazione vicino alla stazione, pensando di aver fatto un buon affare, ma dopo non riuscì a vendere la sua, dato che la crisi del mattone la prese in pieno. Con due mutui da dover pagare, si trovò a lavorare di notte da mio padre e di giorno depilando le ragazze del paese.
Miguel, mi raccontava Dulia, era un uomo mite che amava dormire come un piccolo bambino. Si addormentava all'imbrunire e si svegliava la mattina verso le nove. A volte, dopo aver fatto colazione, tornava al letto, ancora caldo, per leggere il giornale, che sua nuora gli portava tutte le mattine. Durante la giornata faceva tutto da solo, con molta lentezza: si riscaldava il cibo che gli aveva portato sua nuora, si lavava e andava a passeggiare lungo il mare, con l'aiuto del suo bastone. Suo figlio, da diversi anni, aveva una piccola libreria in paese, e quando chiudeva, per la pausa di pranzo o la sera, passava a trovarlo.
Conoscevo poco Miguel, ma dai racconti di mio padre e da quelli della loro badante mi ispirava molta tenerezza e simpatia.
Qualche anno prima mio padre mi disse:
- Tots els meus amics es moren. De la meva quinta ja no queda ningù. 1
Effettivamente, i ragazzi del 1919, quelli che furono chiamati alla leva a 18 anni, per poi combattere durante la guerra civile, erano tutti morti.
Mio padre un giorno, tornò a casa contento dicendo che aveva conosciuto Miguel, un anziano di Zaragoza, che da qualche anno si era trasferito nel nostro paese. Rideva quando raccontava che era nato lo stesso giorno di lui, il giorno della Befana del 1919: era un piccolo miracolo.
Miguel era rimasto da solo, perché, da quasi un decennio, sua moglie aveva perso la testa ed in seguito era morta in una clinica geriatrica, dove si era visto obbligato a ricoverarla. Aveva lottato con la malattia della moglie, che ogni giorno le divorava un pezzettino di cervello. Erano stati tempi difficili, per poi trovarsi a novant'anni a dover ricominciare da solo, o meglio a finire la sua vita in un paese quasi sconosciuto.
Un pomeriggio Miguel, passeggiando per il centro del paese scoprì un circolino dove alcuni anziani giocavano a carte. Lui non ne era capace, ma gli piaceva molto guardare i giocatori, uno di quelli era mio padre. Si sedeva a poca distanza dai tavoli da gioco, per osservare meglio i movimenti buffi dei pensionati: occhiate incrociate, segni col viso, messaggi gestuali e ogni altra forma di comunicazione. Giocavano  a un gioco  chiamato butifarra 2
Non ebbero molto tempo di fare amicizia, dato che poche settimane dopo la loro conoscenza mio padre ebbe un ictus, dal quale lentamente si riprese, ma da quel momento dovete camminare con un girello e non potè più recarsi al circolo ricreativo.
Mio padre che fino a quel momento aveva avuto bisogno della compagnia di Blanca solo per la notte, dovette cercare una badante di giorno. Il caso volle che fosse Dulia.
Dulia aveva una quarantina d'anni ed era piuttosto robusta. Essendo una magnifica cuoca e in più una buona forchetta, era sempre a dieta, ma il suo peso non calava di un grammo. Spesso cantava mentre svolgeva le faccende domestiche, ed era sempre allegra nonostante le difficoltà che la vita le aveva portato.
Dopo pochi mesi che lavorava per mio padre, si sparse la voce nel paese che Dulia era molto brava e inoltre, avendo la patente, poteva portare a passeggio con l'automobile i vecchietti che custodiva.
Miguel, si sentiva solo la notte e chiese a Dulia se gli poteva fare compagnia. La badante di mio padre accettò, anche se quel doppio lavoro voleva dire non vedere la sua famiglia, ma aveva proprio bisogno di guadagnare qualche soldo, dato che il sussidio di disoccupazione, che percepiva suo marito ogni mese, si stava esaurendo.
Alcuni lunghi pomeriggi invernali, mentre a casa giocavamo al domino con mio padre, Dulia diceva ridanciana:
- Tengo a dos hombres , los dos nacieron el dia de los Reyes, uno lo quiero de día y otro de noche 3.

Mi sono alzata  con calma e mentre preparavo la colazione continuavo a pensare a Miguel, immaginavo che lui, quella mattina, si doveva essere svegliato allegro, sapendo che Dulia gli avrebbe preparato una bella tazza di caffellatte. Mio padre invece, nottambulo di natura, avrebbe aperto gli occhi a mezza mattina, ma avrebbe sempre goduto delle cure, prima di Blanca e poi di Dulia.
Mio marito era al letto quando è suonato il suo cellulare. Si è alzato in fretta e furia. Un suo compagno di pedalate lo chiamava per coinvolgerlo a fare un bel giro in bicicletta, dato che la giornata era molto bella.
Abbiamo fatto colazione insieme,  parlando a lungo di mio padre, di Miguel e della loro badante. 
Mentre tenevo ancora la tazza di tè tra le mani ho salutato lui che stava uscendo.
La porta si era chiusa e, mentre lui spariva per le scale, mi era arrivato il ticchettio delle sue scarpe, quelle con gli agganci che si attaccano ai pedali delle biciclette da corsa.
Ero ancora in camicia da notte, quando ho preso il computer portatile e mi sono infilata di nuovo nel letto,  ancora caldo.
Seduta sul lettone, un po' sgualcito e mentre sistemavo le lenzuola con le mani, ho sentito un brivido di nostalgia ripensando ai giocatori di carte;  dopo  ho acceso il computer e ho cominciato a  una lista  di tutte le cose che volevo fare, mancavano solamente due giorni per Natale.

 1. Tutti i miei amici stanno morendo. Dalla mia leva non rimane nessuno
 2. Gioco di carte, molto popolare nella Catalogna, nel quale quattro giocatori giocano a coppie
 3. Ho due uomini, entrambi nati il giorno delle Befana. Uno lo voglio di giorno e l'altro di notte





lunedì 10 dicembre 2018

La lamparita



La iluminación de una habitación a veces  nos puede cambiar de humor, en eso pensó Inés aquella mañana gris de diciembre, entrando en su cuarto.
A la derecha había una lámpara de pared un poco mortecina, la encendió a pesar de que la persiana de la ventana estuviera subida. En seguida tuvo una sensación de desconsuelo y recordó el caserón frío y húmedo de su infancia. Luego encendió la lamparita de la mesilla de noche y el dormitorio de golpe le pareció más acogedor.
Inés de pequeña dormía con su hermana, en el cuarto no tenían lamparita en la mesita, sólo una lámpara central, un bombilla cubierta por globo de vidrio verdoso, que daba muy poca luz. Las camas eras dispares y casi se tocaban, sólo un pequeño pasillo las separaba, había una ventana alta que daba a la escalera, donde había una gran claraboya. Una primavera, a mitades de los años sesenta, les renovaron los muebles. Pusieron una cómoda con varios cajones, un perchero, cambiaron las camas viejas y la mesita de la abuela por dos camitas iguales con una mesilla de noche de conjunto, todo ello de madera clara, con bordes más oscuros. A las dos hermanas les compraron también una lamparita. Llamaron al colchonero del pueblo para que rehiciera los colchones. El hombre trabajó todo un día con esmero sacando, peinando, cepillando y cardando la lana vieja del colchón, luego añadiendo lana nueva que había traído consigo. Todo ello en la terraza del primer piso, para evitar que toda la casa se llenara de polvo. Aprovechó la tela descolorida para reforzar las esquinas, cosiendo con una aguja grande y gruesa, pero la mayor parte la cubrió con una nueva funda de algodón  de  rayas blancas y azules. Los colchones quedaron como nuevos. Por supuesto las niñas también estrenaron sábanas y cubrecamas. Las mantas eran de lana, algunas, las más viejas habían sido de los abuelos o de alguna tía soltera, otras  con los bordes de un tejido más fino,  las  habían comprado años atrás en Barcelona. Para calentar los pies les pusieron dos pequeños edredones de plumas.
Inés por aquel entonces tenía unos ocho años. Carla, quien ya se sentía toda una mujercita, hacía poco que había cumplido quince. En verano, los fines de semana, Carla solía invitar a dormir a Isabel, una de sus amigas. Se metían las dos en la misma cama, con la cabeza llena de rulos y cuchicheaban horas y horas. A veces la pobre Inés se despertaba y desde la otra camita les decía:
- Hablad más flojo o mejor apagad la luz de una vez, por favor.
- Qué pesada que eres, ya te voy tapando la lamparita, si te molesta tanto. Déjanos en paz, le contestaba Carla.
Inés no entendía porque tenían que charlar tanto, a pesar de que hubiera pasado cantidad de tiempo desde aquel entonces aún recordaba que el tema de conversación de las dos muchachas, era siempre el mismo: que si a mí me gusta ese chico, que si él va detrás de otra, que si aquél otro pelma me sigue a todas partes y no logro sacármelo de encima, que si la rosca que me enseñaste no va con mi pelo, que no me acaba de convencer la nueva depiladora, que si tengo pocas caderas y demasiadas tetas, que me veo horrorosa con esos granitos, etc.
Inés se volvía a dormir, pero se despertaba de nuevo al cabo de un rato, pues las dos cotorras seguían y seguían hablando hasta el amanecer.
Una noche le despertó un olor de plástico quemado. Carla e Isabel estaban dormidas y no se habían dado cuenta de que el traje de baño que habían puesto sobre la lamparita se había calentado tanto que empezaba a echar humo.
Inés sacó en seguida el bañador de la lamparita y sonrió viendo que la parte postiza de plástico del sujetador se había estropeado, un pecho era puntiagudo y el otro chato. Ya se imaginaba a Carla refunfuñando cuando lo hubiera visto, ella que tenía un pecho tan bonito y que estaba tan orgullosa de él.
- Nadie tiene la culpa, lo importante es que mamá no se entere, se dijo.
La madre les tenía prohibido leer antes de dormirse, pero a ambas les gustaba esconder un libro bajo la almohada. Cuando ya no se oían los ruidos y voces de la cocina, quería decir que sus padres se habían sentado en el sofá de la salita para mirar la televisión que hacía bien poco que habían comprado; entonces volvían a encender la lamparita y sólo la apagaban al oír los pasos o las voces de madre  por el pasillo; pues sabían que cada noche, antes de subir las escaleras para ir a acostarse, ella iba a echar el cerrojo de la puerta de entrada principal de la casa. Era una vieja puerta de madera que la madre abría de par en par cada mañana, para que entrara la luz de la calle. Tras un pequeño zaguán cubierto con azulejos, había otra puerta de cristales opacos que estaba siempre cerrada. Era muy cómoda, pues si alguien tocaba el timbre en seguida se podía adivinar quien era la persona que llamaba, por la sombra que dejaba traslucir por la vidriera
Inés no entendía porque les habían prohibido una de las cosas que más le gustaba; y pensar que la madre, a quien de joven le encantaba leer novelas de amor, les había contado que su abuela hacía la misma cosa con ella,  apagando la luz le decía:
- A la cama se va para dormir y no para leer
La madre estaba delicada de salud y a pesar de que con su marido se llevara bien, estaba a menudo enfadada, quizás porque criar tres hijos era mucho trabajo para ella, pues nadie la ayudaba en las labores de casa. Lo que más le agobiaba era hacer la comida y la cena día tras día. A menudo, después de cenar, se pelaba con Carla, mientras fregaban los platos. Inés no soportaba las riñas y malhumores, por eso desaparecía de la cocina. Iba a su habitación, encendía la lamparita, cogía  un  libro de cuentos y se ponía a leer, luego, cuando oía que se habían apaciguado, volvía a la cocina.
El cuarto de las niñas en invierno era frío, la estufa de leña estaba en la cocina y por supuesto el calor no llegaba a la primera planta, donde estaban ubicados los dormitorios. Para calentar las sábanas húmedas de las camas, la madre les preparaba bolsas de agua caliente. Los primeros que subían las escaleras para ir a la cama eran  los pequeños, Inés cogía de la mano a Tomás, su hermanito. Carla siempre se acostaba un poco más tarde, pues antes se encerraba en el cuartito de baño y se ponía con esmero rulos en la cabeza para dar forma a su melena.
Durante los días más fríos Inés no leía en la cama, pues era incómodo sacar las manos fuera de la montaña de mantas que la madre les ponía. Pesaba tanto la ropa de la cama que al entrar en ella Inés se quedaba quieta, hasta que no se dormía. A menudo le salían sabañones en las manos y se rascaba tanto que se le hacían llagas y costras. En cambio durante las demás estaciones las dos hermanas cada noche leían en la cama a escondidas.
La sensación de bienestar tras encender la lamparita, a pesar de que hubieran pasado más de cincuenta años y de que se encontrara a mil kilómetros de distancia del viejo caserón, a Inés le pareció la misma que la que sentía de niña cada vez que se refugiaba en su cuarto y prendía la lucecita.












domenica 2 dicembre 2018

El chiringuito cerca del rio










 




Cuando Isabel quiere salir del ajetreo de la ciudad y no tiene ni tiempo ni ganas de ir la bicicleta o en coche, va andando a largo del río, hasta el puente S. Niccolò. Tras cruzar unos semáforos, la vereda se ensancha entre el parque y el río; es allí donde hace pocos años que pusieron unas cuantas mesas y sillas de exterior, color verde oscuro, todo bastante sencillo. A pocos metros de la orilla, un poco más hacia el interior, hay un chiringuito. Lo llevan unas chicas que no se dan prisa para servir, al contrario si uno no va a buscarse la bebida, nadie se la trae.
Durante las mañanas soleadas del domingo, hay bastante gente, sobre todo parejas con niños que juegan, van en triciclo o duermen en los cochecitos. También hay mesas con dos o tres amigos que hacen tertulia, discutiendo de política o de fútbol, sin parar de fumar y de echar tacos; pero lo que más abunda son hombres solos. Suelen tomar un aperitivo o una cerveza con patatas fritas, cacahuetes o aceitunas, depende de la temporada. Algún que otro parroquiano toma una taza de café, pero sin falta todos beben, leyendo el periódico. Esos hombres solitarios nunca tienen prisa, porque saben que para ellos es mejor ir a casa lo más tarde posible, cuando sus esposas hayan terminado de guisar la comida dominical, después de haber trajinado toda la mañana por la cocina. A veces Isabel encuentra algún que otro conocido que le van diciendo que es tarde y que se tienen que ir a comer, porque su mujer lo espera, sin embargo no logra irse a casa hasta que la esposa no lo amenaza por teléfono, diciéndole:
- Siempre igual, ni un día que vuelvas puntual para poner la mesa, eres un desastre. Tu madre acaba de llegar con la cuidadora y ya me está dando la lata. Como no llegues en diez minutos vamos a empezar sin ti y no te vamos a dejar ni las migas.
Entonces el marido, a pesar de que se sienta maltratado, se marcha deprisa y corriendo.
En primavera, a principios de verano y en septiembre, al atardecer las mesas suelen estar abarrotadas de grupos de estudiantes, a veces Isabel sonríe observándolos mientras hacen problemas de matemáticas, química o estudian verbos latinos, literatura u otra asignatura; entonces piensa en que el ambiente fluvial debe de ser bueno para concentrarse.
Casi nunca hay forasteros, pues el lugar está bastante apartado de los circuitos turísticos.
Últimamente Isabel ha ido alguna vez entre semana, después de comer, hacia las tres y media, para aprovechar los últimos rayos de sol de las tardes de invierno. A Isabel le interesan más las personas que los lugares, por eso enseguida nota que en los día laborables hay gente más rara, hay pocas mujeres, abundan los hombres más bien mayores, o bien son jubilados o gente que trabaja poco.
Generalmente escoge una mesa en que toque el sol y donde la sombra llegue más tarde, se sienta y abre el libro que lleva en el bolso; de vez en cuando levanta la cabeza y se distrae mirando el río, donde el agua remansa y los pájaros acuáticos chapotean, buscándose algo para tragar. Eso la relaja cantidad.
A veces le llegan trozos de conversación de otras mesas, Isabel sin querer escucha.
Hay dos cinquentañeros a su lado o quizás tienen casi sesenta, pero a Isabel le parecen un poco más jóvenes que ella. Su aspecto es bastante anodino, uno es más bien gordo y completamente calvo, el otro es delgaducho, el cabello entrecano y lleva gafas muy graduadas. El corpulento, parece un poco mandón, pues todo el rato lleva la voz cantante. Están bastante cerca de ella, sin embargo Isabel no entiende bien lo que dicen, sólo algunas palabras sueltas. La voz que le llega es floja y melosa, como la de los clérigo rezando u oficiando una misa o tal vez un rosario.
Isabel reconoce la voz que le dice:
- Niña tienes que hablar, no te quedes callada, confiesa tus pecados.
Es la voz de un sacerdote que está sentado dentro de un confesionario, lleva una sotana negra con muchos botones y encima una casulla blanca.
Isabel está arrodillada con la cara pegada en la rejilla lateral y no logra abrir la boca. El cura enojado sale del confesionario, la coge por el pescuezo, la arrastra hasta la parte frontal del confesionario, la obliga a arrodillarse y le apoya bruscamente la cortina de terciopelo negro en la espalda. Luego él vuelve a entrar en el confesionario y enciende una pequeña bombilla que ilumina muy poco.
- Ahora si que te veo bien, o me sueltas tus pecados o te vas a ir al infierno ¿Me entiendes o estás sorda? Le dice el clérigo.
Isabel tiene la cara del cura muy cerca de la suya, a pesar de la tenue luz del confesionario nota el color negruzco o más bien morado, de su enorme nariz chata, con la punta un poco aguileña, que contrasta con la piel clara salpicada de manchas y granos rojizos. Vislumbra enseguida sus labios finos siempre apretados, con una mueca de disgusto; también se da cuenta de que sus orejas son desproporcionadas, con pelos blancos que salen de ellas, pero lo que le infunde más miedo son sus ojos azules, saltones e impertinentes que la escrutan insistentemente. Empieza a temblar, se apuntala con las manos en el estante de madera y descubre que aún tiene un poco de fuerza para intentar alejarse de aquel hombre. A pesar de que sienta las piernas débiles, logra dar un brinco y apartar la lúgubre cortina para salir de aquel confesionario. Corre, hacia no sabe dónde, buscando una zona iluminada, pero sus ojos aún siguen en la penumbra del confesionario. Sale de la iglesia, a fuera es de noche y las farolas están apagadas. Corre un largo tramo de la calle principal, la que lleva hacia el mar, pero en un cierto momento siente los pies mojados y el ruido de las olas. Ya está en la orilla, a lo lejos ve una pequeña luz, es una barca que se está acercando. Se zambulle en el agua, antes de que el confesor logre agarrarla otra vez. Ahora se siente aliviada y segura, poco a poco va amaneciendo y las tinieblas y el terror del confesionario desaparecen.
Isabel abre los ojos y se da cuenta de se ha quedado dormida un rato.
- Mira por donde, se me ha aparecido el viejo párroco del pueblo, su rostro enojado lo conservo desenfocado, pero su voz desagradable no la olvidaré jamás; recuerdo que por aquel entonces tuvo que ser operado de las cuerdas vocales, por eso hablaba muy flojo, pero a los niños nos reñía, gruñendo y refunfuñando, con una potencia expresiva que asuntaba incluso a los mayores; fue él quien me confesó el día antes de la primera comunión, se dice a ella misma en voz baja, para que nadie pueda oírla.
Isabel se da la vuelta discretamente y ve que el hombre gordo está tirando las cartas de tarot al flaco. Acerca su silla a la mesa de los vecinos para que le toque mejor el sol, entonces oye su conversación:
- Hoy las cartas no son muy buenas, veo a una persona que te persigue y te hará sufrir, por suerte no logrará alcanzarte, pero tienes que estar alerta. Es alguien de tu familia o un conocido muy cercano. No te fíes de él o de ella. El otro día me dijiste que acababas de echarte novio, podría ser él quien te quiere hacer daño.
El flaco se levanta y le dice al mandón que que no quiere oír más tonterías, que su pareja es muy buena persona, el problema quizás sea la madre de él. Ella si que amarga al hijo y no lo deja vivir. Luego se vuelve a sentar.
- Pues aléjate de esa mujer, seguro que es ella la que quiere destrozar tu vida, para que no salgas con su hijo, dijo el adivino.
- Espero que esa bruja no averigüe donde vivo ¿Seguro que no me va a alcanzar? Dime la verdad.
- Tranquilízate, las cartas no se equivocan. No vayas nunca a casa de tu futura suegra, aunque te invite. Si te llama por teléfono con voz melosa, inventa cualquier escusa, que estás malo, que tienes una enfermedad contagiosa y que no puedes salir a la calle o algo así, para que no insista más. Hizo una pausa y luego dijo:
- No temas, pero sigue mis consejos. Bueno, se ha hecho tarde, dijo el gordo mirando su reloj de pulsera.
- ¿Nos vamos a ver el próximo martes a la misma hora? Espero que mi horóscopo sea mejor que el de hoy. ¿Cuánto te debo?
Isabel se levanta pues el sol se está poniendo, sus dos vecinos también se han abrochado los abrigos y se están despidiendo.
Mientras Isabel vuelve a casa, paseando lentamente, piensa en los confesores, en los brujos o adivinos que echan cartas, en los psicólogos, en los psiquiatras o demás personas que se dedican a escuchar a la gente para ayudarles; se para, antes de adentrarse hacia el centro de la ciudad, observa de nuevo el agua del río que corre, entonces cae en la cuenta de que el antiguo párroco de su pueblo no era uno de ellos, sino un pobre infeliz, quien no sabía o no quería ayudar a nadie, al contrario alguien hubiera tenido que darle una mano a él para lograr hacerle sonreír.