mercoledì 24 agosto 2022

Siete semanas

 

Mi marido y yo llegamos a España a primeros de julio. Nos quedamos en Madrid tres semanas, en casa de nuestra hija, para ayudarle a cuidar a su bebé de ocho meses. Intenté ser una niñera de primera. A veces exageraba con tantos mimos y mi hija me reñía. Ella a los veinte años se fue a estudiar a España, donde encontró trabajo, se enamoró de un chico madrileño y allí se quedó.

En aquellos días hizo mucho calor en la ciudad, pero por suerte en los jardines del edificio del apartamento había dos piscinas comunitarias, donde yo iba cada mañana con mi nieto. Solía bajar con nosotros mi consuegro, a quien, como a mí, se le caía la baba, bañando al nieto. Conocí a muchas personas simpáticas e interesantes. Me hice amiga de una pareja de abuelos jóvenes que se habían mudado allí recientemente, también de una mujer vasca, la madre de una chica que vivía en el octavo piso y que tenía un bebé de la misma edad que el niño.

Congeniamos mucho con nuestro yerno y también con sus padres, que vivían en un edificio cercano. Fueron muy amables invitándonos a comer varias veces en su casa. Con ellos también salimos alguna noche a tomar una cerveza y tapas. Cada vez nos íbamos conociéndonos más.

Uno de los últimos días en la piscina, conversé con una mujer francesa que llevaba un sombrero de paja, era alegre y dicharachera. Tenía dos hijos de casi cuarenta años, uno vivía en Londres, el otro en Madrid. Me contó todas las peripecias de su último año de pandemia. En dos meses se le murió el marido y el padre. Además su hijo menor tuvo un grave accidente de coche. Fue muy duro para ella, sin embargo tuvo fuerzas para superarlo todo.  Cuando pensó que las desgracias habían terminado su cuerpo se derrumbó. Cayó por la calle, sus piernas le fallaron. Le diagnosticaron lesiones graves en las dos rodillas. Tuvo que operarse.

- Durante las largas semanas de rehabilitación pensé que necesitaba cambiar de aires, me he apuntado a un viaje al Japón, saldremos en octubre, me dijo contenta la mujer.

Al final de nuestra charla descubrimos que teníamos muchas cosas en común, las dos habíamos salido de nuestro país a los veinte años y seguíamos añorándolo, sin embargo cuando volvíamos cada año en verano nos sentíamos un poco extranjeras. Pero teníamos claro que no queríamos regresar, ahora que estábamos jubiladas, nos seguía gustando vivir en nuestra segunda tierra.

El veinte de julio nos despedimos de nuestros consuegros y nos fuimos todos al pueblo donde nací y donde aún viven mis dos hermanos con su familia. Allí también nos esperaba nuestro hijo que había volado de Firenze a Barcelona para pasar unos días con nosotros.

Mi pueblo hasta los años sesenta era una aldea agrícola con una grande explanada delante del mar, donde se cultivaban hortalizas. Sigue teniendo una playa larga y ancha, pero sólo delante de los campos se conserva un atisbo de ambiente natural.

La vía del tren pasa entre la playa y el pueblo, formando una barrera entre ambos lados. A veces pienso que muchos habitantes del pueblo no se acuerdan que la mar esté en frente. Jamás ha sido un verdadero pueblo de pescadores. Las pocas barcas que descansaban en la arena, las iban tirando con cuerdas para ponerlas y sacarlas del agua.

Mi hermana no suele ir nunca a la playa, a pesar de que vive a cuatro pasos del mar, pues está un poco delicada, sufre de dolores cervicales. A mi hermano y a mi cuñada sí que les gusta ir a bañarse, pero van, en coche o en bicicleta, en frente de los campos. En cambio a mí me encanta ir andando a la playa. No acostumbro a tomar el sol, me pongo bajo la sombrilla, leo un libro y sólo salgo de la sombra para darme un chapuzón.

A lo largo de los años mi marido y yo hemos ido descubriendo y recorriendo localidades de la costa mediterránea y también algunas islas hermosas, pero en agosto la playa de mi pueblo es la que preferimos. Es la menos concurrida y la más tranquila. No hay tumbonas de alquiler, ni establecimientos balnearios. La arena de la playa es gruesa y basta, el mar rudo y pocas veces manso.

El sector turístico se ha desarrollado en la parte sur del pueblo, con hoteles, camping, restaurantes y discotecas, donde los turistas se aglomeran. El pueblo se ha ido quedando desnudo de tiendas y demás actividades comerciales. Se ha convertido en una aldea tranquila, sin bullicio ni griteríos, donde viven personas mayores y parejas jóvenes con críos.

La cocina de la casita donde nos alojábamos era pequeña y al no tener lavavajillas era un poco engorroso lavar los platos. Sin embargo cada día comíamos en casa cuando volvíamos de la playa,  mi marido se iba antes para preparar la comida, alguna que otra noche nos fuimos a cenar a una terraza de la plaza del pueblo donde había un poco de ambiente.

Fueron días bonitos, incluso logramos reunirnos todos los familiares para una comida en un chiringuito en frente del mar. Mi hermana aquel día se encontraba muy bien y estaba radiante de alegría.

Al cabo de diez días, los hijos, el yerno y el niño se marcharon y nos quedamos solos mi marido y yo. Echábamos de menos al niño, del que nos habíamos enamorado, sin embargo reconocíamos que un poco de soledad y descanso nos sentaría bien.

Por la mañana, cuando yo salía con la mochila y la sombrilla, él se solía quedar en el jardín o se iba a la plaçeta con un libro, algún que otro día iba conmigo, pero sólo se quedaba en la playa una hora.

Como os iba diciendo  alquilamos por un mes la casita de mi cuñada que está muy cerca de la plaçeta y a diez minutos andando de la playa. La casita tiene un pequeño jardín donde hay plantas ufanas, un banco de piedra y en el fondo, cerca de la puerta, una mesa y dos sillas. Es un lugar encantador para leer o escribir, lástima que al atardecer haya tantos mosquitos. La azotea es muy grande y con buena vista, pero en agosto es imposible sentarse en ella, hace demasiado calor.

Mi hermano y su mujer con la niñas vivieron quince años en la casita, antes de trasladarse a la casona que construyeron en la plaçeta, justo a dos pasos de su antigua vivienda. Durante una larga temporada mi cuñada alquiló la casita a veraneantes, pero los varios inquilinos la trataron bastante mal. Luego la dejó de alquilar y se cerró. Sin embargo ya hace tres veranos que la casita ha vuelto a abrir puertas y ventanas.

Nos acomodamos bien en ella. Las noches fueron bochornosas, la brisa de la noche no lograba refrescar nuestros cuartos. Para poder dormir, dejábamos las ventanas abiertas de par en par y conectábamos el ventilador. Cada mañana nos despertaba la primera luz del alba y no teníamos más remedio que madrugar. Por la tarde solíamos echar una siesta.

Hacia las siete de la tarde, solíamos ir a la plaçeta a leer un buen rato. Levantábamos de vez en cuando la vista del libro para observar a los transeúntes que iban y venían. Al anochecer conversábamos con los vecinos que salían a tomar el fresco.

Adela, la modista nonagenaria, salía de casa empujando su caminador, cruzaba la calle y llegaba lentamente a la plaçeta. Primero daba dos o tres vueltas por la plaza, quería hacer gimnasia antes de sentarse, decía ella. Santiago, un hombre setentañero, llegaba moviendo la silla de ruedas donde estaba sentada Anita, su esposa. Anita  hacía años que se había enfermado de Alzheimer. Cuando le hablábamos o sonreíamos ella no movía ni un músculo facial y su cuerpo se quedaba inmóvil como una estatua. Su mirada vacía es lo que más me entristecía.

Conocimos a Santiago el año pasado, en seguida nos cayó bien y nos pusimos a charlar con él. Mario, otro tertuliano del verano pasado, murió en octubre, pocas semanas después de que su amada mujer falleciera.

El segundo día Santiago se presentó con un acompañante, un hombre de unos cincuenta años. Me asombré al ver a una persona tan joven y robusta con bastón. Al principio no hablaba, parecía tímido, pero día tras día empezó contarnos su vida.

Pronunciaba alguna frase en catalán, pero enseguida pasaba al español, su lengua nativa. Nos dijo que tenía alergias a muchas cosas, entre ellas a la penicilina, pero que su salud había sido siempre muy buena, hasta que llegó el dichoso virus. Tuvo que jubilarse prematuramente, tras ponerse la vacuna contra el Covid. A raíz de los efectos secundarios de la vacuna perdió la movilidad de las piernas. Le temblaban y se le adormecían a cada rato. Casi no podía andar, un día cayó y se rompió un pie. Al principio pensó que era una cosa pasajera, pero no fue así.

Estaba desesperado, sin embargo intentaba ponerle buena cara a su esposa. Ella era una mujer nerviosa e insatisfecha, pero su malestar empezó a crecer el día en que tuvieron que guardar cuarentena. Encerrados en casa, ella comenzaba a pelearse con él sin ningún motivo. Se quejaba por cualquier cosa, a pesar de que su marido fuera cariñoso con ella e intentara hacer las tareas de casa. Era un hombre mañoso que se pasaba el día arreglando los desperfectos y averías del piso. Trabajaba de electricista con un socio. Ella había sido peluquera pero, cuando su marido ganó un buen sueldo, dejó la peluquería.

Con la pandemia los ingreso nimbaron de golpe y tuvieron que suprimir muchos gastos. Pocos días después de la vacunación la mujer desapareció, se fue a vivir a Andalucía, con la excusa de ir a cuidar a su hermana que había caído enferma. Después de la pandemia no volvió, a pesar de que su marido se había quedado inválido y la necesitaba. Tampoco quiso hablar con él por teléfono.

- Mi mujer al irse de casa me rompió el corazón y el alma, dijo el hombre del bastón.

Los vecinos se portaron muy bien con él, le llevaban comida y lo ayudaban para la compra. Él lo pasó mal, se volvió huraño y triste. Echaba de menos a su mujer y no entendía porque no regresaba, sin embargo al cabo de un año asumió que se había convertido en un hombre solo y cojo.

En invierno un vecino le regaló tacos de leña para la chimenea y él se entretenía, horas y horas, entallando esculturas. Poco a poco iba forjando maderos artísticos. Los regalaba a los vecinos y a los pocos amigos que le quedaban.

Un día un primo suyo le llevó algunos cosas de su difunto padre, entre ellas un bastón. No tardó mucho en hacerle un mango nuevo. Aquel bastón le dio fuerzas para perder el miedo de salir a la calle. Santiago, en primavera se empeñó en sacarle de casa para dar una vuelta por la plaçeta.

Santiago y el hombre de bastón, se volvieron inseparables. La charla, la sonrisa y los gestos amables y risueños de Santiago iban compensando, día tras día, la escasez de vitalidad de Anita y la tristeza del hombre cojo.

Nuestras vacaciones estaban llegando a su fin y nosotros empezamos a preparar las maletas. Llevábamos tiempo fuera de casa y ya teníamos ganas de regresar. El día en que nos despedimos de mi hermano y de su mujer nos demoramos en la plaçeta. A la hora de siempre llegaron los tertulianos. Santiago nos abrazó emocionado y el hombre cojo nos dijo:

- Encantado de haberos conocido. A mí me ha ido la mar de bien hablar con vosotros. Mientras os contaba mis desventuras me he dado cuenta de que todo era agua pasada y de que había llegado el momento de empezar de nuevo.

Antes de que el avión despegara iba reflexionando sobre las personas con quienes había trascurrido las últimas siete semanas. Pensé largo rato en el niño, sin embargo mientras se me cerraban los ojos se me apareció el hombre del bastón que sonreía sentado en una tumbona  y a lo lejos vi a una mujer con un sombrero de paja.