sabato 10 agosto 2019

Brigitte y los paraguayos


















Ni el bochorno nocturmo ni el ruido de algún que otro trasnochador que pasa por la calle logran despertar a Nina. Duerme de un tirón hasta el amanecer. No sabe donde se encuentra. Abre los ojos y ve la luz a rayitas que se filtra por la persiana de la ventana, poco a poco reconoce la habitación y recuerda que está en su pueblo. Tiene una palabra en la punta de la lengua. No es la primera vez que se despierta con una frase o una imagen que le da vueltas por la cabeza.
Deja a su marido dormido y se dirige hacia el balcón, se sienta en una tumbona y observa los terrados de las casas del pueblo con detenimiento, donde se refleja la luz mortecina del alba, es entonces cuando piensa que su pueblo podría ser una aldea del norte de África. Se prepara una taza de té, vuelve a la terraza y sigue sin poder sacarse de la cabeza la dichosa palabra, que no le sale, pero  al cabo de pocos minutos  la pronuncia:
- Brigitte, Brigitte.
De repente recuerda de donde ha salido aquel nombre de mujer, pero empezemos la historia por el principio.
El viaje que emprendieron Nina y su marido fue largo, divisaron el pueblo al atardecer. Llegaron por detrás, por la carreterera nacional del Montseny, cosa rara pues solían entrar en el pueblo por la costa.  
A Nina le gusta viajar para descubrir nuevos lugares, encontrarse con viejos amigos, conocer a gente nueva, descubrir tradiciones y costumbres, sin embargo la carretera le agobia un poco. Le encanta ir en tren, para poder mirar por la ventanilla y leer un montón. Pero ya se sabe, entre marido y mujer hay que encontrar en todo un acuerdo entre los dos, por eso una tarde de primavera Nina le dijo al marido:
- Ya que este verano no quieres ir a España en avión, he pensado en el recorrido en coche que ayer me propusiste, quince días de ruta por el Norte de la península pasando a través del sur de Francia. Me parece bien, sobre todo si terminado el viaje, la última quincena de agosto, nos quedamos en mi pueblo descansando. Mi prima me ha dicho que nos podemos alojar en un apartamento amueblado, que lo tiene desalquilado. ¿Qué te parece?
- Me gusta la idea, dijo él.
Unos días antes de salir Nina fue a comprar una guía y mapas de Francia y España, pues en el coche tenían unos muy antiguos. Una tarde se sentaron y planearon juntos el recorrido. Para que el viaje fuera más variado, además de visitar ciudades, la costa cantábrica y la costa gallega, decidieron que harían dos etapas naturalisticas en las montañas asturianas.
Condujo el coche el marido, Nina hizo de copiloto, mirando y remirando los mapas que tenía en el regazo. Algunas veces cuando perdían la ruta se ponía nerviosa. Si no estaba cansada intentaba dominarse y le decía al marido:
- Están muy mal señalizadas esas carreteras, espera, a ver si me ubico en el mapa.
Otras veces sufría sintiéndose desorientada y su ansiedad crecía y crecía. Entonces su marido le decía sonriendo:
- Tranquila confía en mí. Y si nos perdemos tenemos siempre el GPS del móvil, ya sé que no te gusta pero a veces es muy útil.
Entonces Nina se esforzaba en relajarse y dejarse llevar por el marido, pensando en lo positivo de aquella hazaña: 
- Si no hubiera sido por él nunca hubiera emprendido ese tipo de viaje on the route. Es verdad, quizás sea agotador hacer y dehacer maletas pero es una maravilla ir descubriendo cada día lugares distintos, se decía Nina. 
Aquella tarde tras divisar el mar de su infancia suspiró y le dijo a su marido, rascándose el brazo: 
- Tengo ganas de bañarme en el mar. 
- No sé si lograremos hacerlo hoy, pero mañana a primera hora seguro que iremos a la playa, le dijo él. 
La prima los estaba esperando. Las dos se pusieron muy contentas pues hacía mucho tiempo que no se veían. Se abrazaron y se alagaron mutuamante diciéndose que a pesar de los años no habían cambiado ni pizca. 
- ¡Cuántas picadas que tienes! ¿Te duelen? Le preguntó la prima mirándola de cerca. 
- Si, llevo ya días con este esozor, no sé si son picadas de mósquitos o de tábanos, le contentó Nina enseñandolo las piernas y los brazos, salpicados de granitos enrojecidos.
- Tengo una planta de aloe que es milagrosa, te voy a dar un trocito,  frótate el líquido del interior de la hoja dos veces al día, le aconsejó la prima. 
- Gracias, le dijo Nina sonriendo, agradecida.
Nina estaba agotada, pero se sentía mimada por el marido y por su prima. Se ducharon y se instalaron en el apartamento, ubicado en el segundo piso del mismo edificio donde vivía la prima. Deseaban cenar en casa, por suerte aquella misma mañana habían hecho la compra y en un momento prepararon un plato sencillo. 
- ¡Qué delicia comer una tortilla y arroz! Ya estaba harta de tanto restaurante, le dijo Nina al marido. 
- ¡Qué exagerada que eres, Nina! Pero quizás tengas razón, yo también aprecio mucho esta cena tan casera. 
Después de cenar se fueron hacia el paseo marítimo. Caminaron disfrutando de la oscuridad y del silencio. El pueblo estaba desierto, porque los turistas desde hacía algunos años se concentraban en la zona nueva, la de los hoteles, donde había numerosos bares y restaurantes. El agua estaba mansa al no soplar viento, cosa rara en aquel pueblo que solía ser ventoso todo el año. Al día siguiente fueron a la playa. Tuvieron una gran sorpresa, el mar estaba liso como una tabla, parecía una piscina. 
- Hace años que no veía una mar tan plana, cada año en agosto cuando venimos hace mala mar.
- Ya puedes estar contenta, incluso el mar te ha recibido bien, le dijo él. 
Fueron unos días muy amenos, Nina y su marido salieron con sus hermanos, primas y amigos. Su hermana estaba un poco delicada, sufría de dolores cervicales, sin embargo cada día iba ir a caminar porque no quería atrofiarse encerrada en casa. Nina fue con ella alguna mañana y mientras andaban charlaban. Con su hermano también se llevaba muy bien, por eso cuando Conchita, su cuñada, los invitó a cenar en su casa estuvo muy contenta.
La cena fue deliciosa y todos disfrutaron hablando y riendo, cuando llegaron los postres empezaron a contarse anécdotas curiosas, de algún que otro viaje, de amigos, de cuando eran pequeños, de compañeros de trabajo, en fín de gente rara.
 - ¿Queréis que os cuente la historia de Brigitte y los paraguayos? Les preguntó el hermano de Nina a los comensales. 
- Sí, cuéntanosla, dijeron todos.
Se hizo silencio y él empezó su relato:
Conchita conoció a Brigitte muchos años atrás en la oficina de información y turismo. Por aquel entonces Brigitte era una joven guía alemana a quien le encantaba el mar, la gente, el clima, la comida, las costumbres, o sea todo lo relacionado con la costa catalana. Brigitte le contó a Conchita que llegó a España a finales de los años sesenta, cuando empezaban a verse turistas por el pueblo y desde entonces se quedó a vivir allí. Año tras año, en verano siguió haciendo de guía, en inverno se las arreglaba con algunas clases de alemán.
Se casó con un paraguayo a finales de los años setenta. Ella muy rubia y él moreno. Brigitte esbelta y el paraguayo macizo. Hacían buena pareja, se les veía felices. Iban siempre a su aire, no se relacionaban mucho con la gente del pueblo y no les importaba nada lo que los demás mumuraran de ellos. El paraguayo tenía un hermano y ambos para ganarse la vida tocaban la guitarra y cantaban canciones de su tierra por los restauntes y bares de la zona.
Alquilaron un piso con una gran terraza en un barrio de las afueras, a medida que los años fueron pasando la barriada quedó englobada en el pueblo. Ninguno de los dos volvió nunca más a su país. Brigitte se jubiló a los 65 años y el paraguayo dejó de tocar la guitarra al fallecer su hermano. Disponían de poco dinero, pues no habían podido ahorrar casi nada y sus pensiones eran muy pequeñas. Se distraían cuidando las plantas, flores e hierbas medicinales de su balcón y paseando por los montes. Nunca habían tenido animales, pero tras la muerte del hermano heredaron Asunción, una gata blanca  con grandes motas negras.
Asunción era una gata cariñosa, en seguida los dos se enamoraron de ella. La mimaron durante largos años, cuando Asunción murió los dos cayeron en una tristeza profunda. El veterinario les dijo que podían incinerar a la gata, pero ellos lloraban y lloraban, pues no querían quemar a su fiel amiga.
La pusieron en una caja de cartón y llamaron a Conchita, para desahogarse y contarle su desgracia. Mi mujer hacía años que no tenía contactos con la pareja, pero los sintió tan afectados que decidió ayudarles para que Asunción acabara debajo de la tierra.
Conchita me llamó y me rogó que hiciera lo posible para que Brigitte y el paraguayo enterraran a su gata en un pedacito de nuestro campo aquella misma tarde. Yo acepté a pesar de que estaba cansado, sólo quería volver a casa, pues eran casi las ocho de la tarde; llamé a Agi, el negrito que me ayuda en las faenas del campo, él también estaba a punto irse pero vino en seguida.
Brigitte y el paraguayo llegaron puntuales. Bajaron de un coche granate bastante destartalado con su caja marrón. Brigitte no paraba de llorar y el paraguayo tenía los ojos hinchados.
Agi cogió una pala e hizo un hoyo profundo cerca del camino que separa las huertas, riendo como solía hacer siempre y diciendo:
- Basura, basura, en mi país no se entierran a los gatos, se echan a los estercoleros.
Depositamos la cajita en el hoyo y la pareja dejó de llorar sólo cuando empezaron a tirar en el agujero  algunos  utensilios  de la gata. 
- Nunca más tendremos otro gato, se sufre demasiado cuando muere, nos dijo el paraguayo.
Agi y yo con una pala íbamos cubriendo la cajita con arena y ellos nos miraban sin decir nada. Encima del montón de tierra pusieron varias piedras que habían recogido en la playa.
Luego Brigitte se arrodilló, cerró los ojos y empezó a recitar una poesía en alemán. El paraguayo cogió su guitarra del coche y tocó una canción.
Yo pensaba que no lograríamos sacárnoslos de encima, ya me los veía cada domingo visitando la tumba de su gata. Sin embargo nunca más volvimos a verlos.










sabato 3 agosto 2019

Insalata di farro con zucchine e pomodorini - Ensalada de espelta con calabacines y tomates



Receta de ensalada de espelta con calabacines y tomates

- En una olla grande, con bastante agua, cocina la espelta o escanda ( es un cereal, una especie de trigo) durante unos 20/25 minutos.
- Escúrrela con un colador, lavándola  bajo un chorro de agua fría.
- Raya  cuatro calabacines  pequeños o dos si son muy grandes y sálalos.
- Pon en una sartén aceite y ajo, sofríe los calabacines rayados. Déjalos unos 5 minutos para que cojan el sabor.
- Corta en trozos pequeños bastantes tomates (cherry), ponlos en un bol grande y alíñalos con aceite y sal.
- Añade los calabacines rayados en el bol y mézclalos con los tomates.
- Junta la espelta y mezcla todos los ingredientes bien.
- Déjalo en la nevera unas horas.
- Antes de servirlo añade unas hojas de albahaca.
- Es muy bueno también al día siguiente.
- Se puede congelar para que dure más días.