mercoledì 22 luglio 2020

Los pies de Juana

Nunca me han dolido los pies. Tampoco es que en mi vida  haya andado mucho. Me gusta pasear o salir a caminar, para hacer actividad física, pero nunca he exagerado. Sin embargo, después de los cincuenta años, llevando, alguna que otra vez, zapatos ajustados, me han surgido pequeños callos que poco a poco se me han ido curando.


Mi padre en cambio se cuidaba mucho sus pies esbeltos y largos. Calzaba un cuarenta y cinco. Estaba orgulloso de la forma y medida de sus pies, decía que eran bellos, a pesar de que a veces se quejara de las plantillas que tenía que ponerse, porque los tenía planos y a veces le dolían. Eso sólo le ocurría cuando estaba muchas horas seguidas de pie.

Los pies de mi madre eran, según mi mi padre, feos, pequeños y rechonchos. Ella no se los cuidaba, pues nunca había sufrido de dolor de pies. Mis padres eran opuestos en todo, incluso en la temperatura de su cuerpo, él era de pies fríos y ella de pies calientes.

Recuerdo que mi padre  en verano, los sábados por la tarde tomaba un baño, se lavaba, frotaba y se quedaba en remojo en la bañera largo rato, luego se ponía el albornoz, se sentaba en el porche en un taburete y se cortaba las uñas de los pies.
A veces cuando yo pasaba a su lado, arrastrando mis chanclas, él me miraba, levantado la cabeza con los ojos sobre las gafas graduadas y me decía:

- Los dedos de tus pies y los de tu hermana son bonitos como los míos, en cambio los de tu hermano son gruesos y cortos como los de tu madre.

El mueble zapatero que había al lado del cuarto de baño estaba lleno de sus innumerables pares de alpargatas, mocasines, zapatillas, botas, etc. Los demás teníamos nuestros zapatos en un armario del primer piso, cerca de los dormitorios.

Cuando mi padre cumplió ochenta años se dio cuenta de que no conseguía cortarse las uñas de los pies, eran demasiado gruesas, por eso decidió ir cada quince días a que Laura, su podóloga,  se las cortara. A él le gustaba mucho ir paseando al consultorio donde visitaba la especialista, primero iba erguido andando, luego hacia los noventa caminaba apoyándose a su bastón y al final la mujer que se ocupaba de él lo tuvo que acompañar en coche.
La podóloga era una chica joven y amable, que además de cortarle las uñas le arreglaba los dedos artríticos. Con mucho cuidado también le ponía un separador, una pequeña prótesis de silicona, entre el dedo gordo y el segundo.

Hace cuatro años dejé de ir al gimnasio y al atardecer me acostumbré a salir a caminar, a lo largo del río. Por aquel entonces cumplí sesenta años y empecé a notar que los zapatos ceñidos en el empeine y los de tacón alto, me apretaban y si los llevaba mucho tiempo, me dolían los pies; al cabo de varios meses vi que en la parte lateral de mi pie derecho, donde nace el dedo gordo, me iba saliendo un bulto y en el empeine un hinchazón. No sé si tuvieron la culpa los recorridos de dos horas que hacía o era debido a la genética. El caso es que desde aquel entonces  me di cuenta que mis pies se  parecían realmente  a los de mi padre.

Hacía años que no oía la palabra juanete, hasta que un día, Carmen, una de mis amigas que caminaba conmigo, me dijo:
- Déjame ver tu pie, que raro que te duela caminando, quizás te hayan salido juanetes.
- ¿Juanetes?
- Si, cuando el dedo gordo del pie se inclina hacia adentro, en la raíz del dedo sale un bulto o hacia afuera, que es el hueso. Lo sé porque mi marido desde hace tiempo tiene este problema, me explicó con paciencia Carmen.

- ¿Son juanetes? Le pregunté yo mirando mi pie descalzo
- No, aún el hueso sobresale poco, solo tienes un poco de hinchazón, pero podría empeorar si no te cuidas. Si quieres te doy el número del podólogo de mi marido, respondió Carmen.

Mientras escuchaba a Carmen, que seguía contándome todos los pormenores de los juanetes de su marido, se me aparecieron los pies delgados de Juana, una mujer murciana que vivía al lado de la casa donde nací y trascurrí mi infancia y adolescencia.

Juana era alegre y dicharachera. Era viuda y vivía con dos hijos solteros, dos hijas casadas, los dos yernos y cinco nietos. Había llegado al pueblo en 1911, como muchas familias murcianas. Todos ellos eran oriundos de Mazarrón, un pueblo minero, ya desde la época romana, a tres kilómetros de la costa y no muy lejos de Cartagena. Juana tenía once años cuando llegó a Cataluña, era hija y nieta de mineros.

En los montes, en la parte norte de mi pueblo, había yacimientos de hierro. La historia de estas minas de hierro fue breve pero curiosa: de 1911 a 1914 la explotación funcionó gracias a los esfuerzos de una empresa francesa, que construyó un teleférico para transportar el material de la montaña a los barcos. Los buques echaban anclas junto a una plataforma marina donde recogían el hierro para llevárselo.
Cuando las minas fueron abandonadas, los mineros murcianos se quedaron sin trabajo, pero no volvieron a Mazarrón, sino que buscaron empleo en las empresas textiles de la zona o en los campos de regadío, que se extendían entre el mar y los montes.
Juana como todos los murcianos siguió hablando castellano con su familia y sus paisanos, pero rápidamente se integró con la comunidad local. Tenía muy buena relación con la vecinas. Sus hijos y nietos aprendieron enseguida el catalán, a ella le costó mucho más y a menudo mezclaba los dos idiomas

Los murcianos fueron como un imán para sus compaisanos, que poco a poco fueron llegando a Cataluña con la esperanza de encontrar trabajo. A finales de los años cincuenta llegó la segunda oleada de emigración, pero esta vez llegaron muchas familias andaluzas y extremeñas.
Los hombres encontraron con facilidad trabajo como albañiles, debido a la gran demanda de mano de obra que había en el sector de la construcción. Por las noche y en los día de fiesta, esos mismos hombres, que de día trabajaban en la obra, iban levantando, en la parte alta del pueblo, a veces sin permiso, sus viviendas humildes. A principios de los años sesenta cerca de las minas abandonadas nació un nuevo barrio.

En verano al atardecer, Juana salía a la calle con una silla y se ponía a desvainar, habas, guisantes, alubias u otras semillas. Iba vestida de negro, con un pañuelo en la cabeza, como todas las mujeres viudas. A veces cantaba haciendo alguna que otra tarea domestica. Luego preparaba la cena para todos y ponía la mesa en el patio, ubicado en el fondo de la casa. Después de cenar salía otra vez a la calle, como todos las vecinas. Se ponían en corro y sentadas en sus sillas charlaban y reían. A media noche llegaban los hombres, que regresaban del café donde iban a jugar a cartas.
Un día una vecina empezó a contarle a la viuda que sus juanetes le hacían la vida imposible.
- ¿Quiénes son los juanetes? Pregunté yo, que estaba sentada cerca de Juana, esperando que mi prima saliera de casa para ir a jugar con otros niños a la plaza de la iglesia.
Mi madre me contestó un poco nerviosa:
- Antes de preguntar piénsatelo dos veces. ¿Qué van a ser los juanetes si duelen?
Uno de los hijos solteros de Juana, que casi nunca salía de casa, porque estaba muy delicado de salud, llamó a la madre. Juana tuvo que entrar en casa y yo me quedé sin saber lo qué eran los dichosos juanetes.
Recuerdo que tras la respuesta de mi madre me quedé un poco chasqueada y no pregunté nada más.

Al día siguiente por la tarde mientras todo el mundo dormía la siesta fui, como casi cada tarde, a casa de los vecinos. Juana nunca se echaba en la cama para dormir la siesta, sin embargo después de comer se sentaba en el patio y daba cabezadas, durmiéndose pocos minutos. Sus nietos y yo jugábamos un rato a parchís y luego le pedíamos que nos contara un cuento murciano.
En todos sus relatos, un poco autobiográficos, un poco inventados, salían: el hambre que pasaban los mineros, la casucha en la que vivían,  los niños enfermos, los desprendimientos de tierra en las minas y los mineros que morían, las brujas buenas y las malas, sin embargo no se olvidaba nunca de contar anécdotas sobre lo mucho que se ayudaban entre ellos, a pesar de la gran misera. También le gustaba hablar de las plantas medicinales que su abuela cultivaba en el huerto para curar a los enfermos de todo el pueblo.

- Médicos médicos no había en mi pueblo, sólo curanderos, nos decía Juana.

Aquella tarde, antes de que siguiera contándonos el relato de cómo su abuela había aprendido a reconocer las plantas curativas, le pregunté:

- Juana, dime qué son los juanetes.
Juana se sacó una zapatilla y me enseñó su pie, luego me indicó el dedo gordo.
- Son unos bultos que salen en el borde externo  y que duelen mucho. Yo a mi edad me voy cuidando los pies para que no me salgan juanetes.
- ¿Y qué haces para que no te salgan? Le pregunté yo sin temer que se enojara, cómo hacía mi madre, cuando le pedía demasiadas cosas.
- Cada día me hago un masaje en los pies, sobre todo en los dedos gordos. Mira te enseño come se hacen, para que cuando seas vieja como yo no te salgan juanetes.

Desde que descubrí el hinchazón en el pie, por la noche, mientras leo o miro la televisión en el sofá, me hago masajes en los pies y sonrío pensando en Juana y en los mineros que en 1911 llegaron a mi pueblo.