domenica 1 settembre 2019

Marchar y volver - Partire e ritornare








Los dedos de Ada iban perdiendo fuerza. De golpe oyó el ruido del libro al chocar al suelo. Abrió los ojos y poco a poco se desperezó.
Se había tumbado en el sofá del salón con la intención de empezar a leer una novela que acababa de comprar. Aquella tarde estaba sola en casa, su marido se había ido unos días con un amigo a dar una vuelta en bicicleta por el norte de la Toscana. Recogió el libro, lo dejó encima de la mesita redonda. Se echó de nuevo en el sofá, cerró los ojos e intentó recordar la última imagen que su cabeza había retenido: la de una niña de unos cuatro o cinco años vestida de blanco, con trenzas cortas un poco despeinada a causa de sus cabellos finos que se le sueltan de las gomas; la niña está sentada en una sillita de paja, en un patio amplio, jugando con una muñeca.
- ¡Soy yo ! Exclamó acordándose de una vieja fotografía
Entonces recordó que de pequeña pasaba muchas horas en el patio de su casa, a veces cerraba los ojos y le gustaba imaginarse cómo sería ella misma cuando fuera vieja. Se veía con el pelo blanco recogido en un moño, con  mechones sueltos, sentada en un sillón en el patio, contando una historia a unos niños.
- ¡Me he visto niña y vieja al mismo tiempo! ¿Y qué les estaría yo contando a esos niños? Se preguntó.
Siguió pensando y se dijo:
- Me acuerdo de un sillón de mimbre, donde se sentaba mi abuelo, en la parte umbrosa del patio de la vieja casona, yo me ponía a jugar silenciosa a su lado cuando él se apartaba a dormir la siesta.
Ada no tenía casa en el pueblo, la casona de sus antepasados ahora pertenecía a otra familia. Alquilaba un apartamento cada vez que volvía. A veces pensaba que un día encontraría una casa que tuviera un patio con el suelo de ladrillos, parecido al de su niñez y allá quizás pasaría sus últimos veranos. Alguna que otra tarde llamaría a los chiquillos, quienes se sentarían en corro a su alrededor y ella empezaría la historia de marchar y volver:

Volver ¿Qué quiere decir?
- Pues que primero hay que marchar de un lugar y luego regresar a él.
A los dieciocho años me fui del pueblo, me matriculé en la Universidad de Barcelona. A los ventiuno me marché de España, mis padres no estaban de acuerdo, sin embargo logré convencerles a que me dejaran. Acabé la carrera en Italia, donde fui por amor. Luego me casé y por suerte conseguí ser profesora  en un Instituto, que es lo que me gustaba. Tuve tres hijos, pero esa es otra historia que os voy a contar otro día.
A partir de cuando murieron mis padres, fui regresando menos a la aldea, a pesar de que me encantaba el mar y echaba de menos a mis hermanos, primas y amigos.
Un verano volví al pueblo, después de mucho tiempo que no lo hacía. Bajé del tren y lo primero que noté fue que algunas casas antiguas eran más altas, las habían subido de uno o dos pisos y por supuesto había cantidad de edificios nuevos. Luego paseando, descubrí enteras calles con viviendas adosadas estrenadas o por estrenar. En el centro, cerca de la iglesia, muchas tiendas y comercios habían cerrado o se habían convertido en garajes. En la parte norte habían construido un supermercado enorme y un gimnasio con una piscina pública. En la zona de playas sobresalían nuevos hoteles, que en verano estaban repletos de turistas, pero allí yo ni acerqué.
Otro día fui andando al viejo cementerio que antes estaba en las afueras del pueblo y que por aquel entonces ya estaba englobado en la aldea. Fui a visitar la tumba donde están enterrados mis padres. Noté que alguien, quizás uno de mis hermanos, había puesto flores, pero que ya estaban un poco marchitas. Mientras estaba arreglando los jarrones sobre la lápida de mármol apareció un primo mío, no un primo hermano sino uno más lejano.
- ¿Juan, no me reconoces? Le pregunté
- Perdona, estaba distraído, dijo él.
Juan era un artista, un escultor. De joven vivió unos años en París, pero volvió con los bolsillos vacíos. Luego se casó con una chica aragonesa ceramista. Siguió llevando un modo de vida bohemio, pero sin salir jamás del pueblo. La gente hablaba mal de él, porque los trabajos le duraban poco. Mi madre me contaba que sus padres le querían mucho, nunca se quejaron de él y que lo acogieron, con la mujer y sus tres hijos, cuando los echaron de su vivienda, porque no pagaban el alquiler.
A Juan le encantaba trasnochar, por eso se levantaba tarde, su mujer se ocupaba del hogar sin abandonar jamás su horno y sus vasijas de cerámica. Ella tenía mucha paciencia con él y con los niños.
- ¿Qué tal te va la vida? Le pregunté yo.
- Dentro de poco me voy a jubilar.
- ¡Qué bien! ¿De qué trabajabas últimamente?
- Después de una temporada larga de mala racha, me llegó la suerte. ¿Te acuerdas de que hace unos veinticinco años abrieron un clínica geriátrica en el pueblo? Pues un tío  médico de mi padre,  me hizo saber que buscaban cuidadores para vigilar a que los enfermos no se levantaran de la cama por la noche. Tuve que seguir un curso y luego me contrataron. Me contó Juan.
- ¡Ay! ¡Cuánto me alegro!
- Ahora más que vigilar hago compañía a los viejecitos que han perdido la cabeza. Trabajo muchas horas seguidas, pero luego tengo dos días libres para mis esculturas, no me puedo quejar.
Juan, al que todo el mundo criticaba, se ganaba bien la vida y era feliz. También me dijo que él mismo había esculpido el bajorrelieve de la sepultura de sus padres y que cada semana iba a regar la planta que crecía tupida  en la maceta que había puesto encima de la losa.
A veces en los pueblos se le critica a la gente por envidia. El pobre Juan fue acribillado por las habladurías, pero ahora les ha dado una buena lección a los chismosos, él hace lo que realmente le gusta y en cambio muchos de ellos no.
Por las calles pocos me reconocían, pues yo como ellos también había envejecido. De vez en cuando descubría unos ojos vivarachos conocidos en una cara desconocida. Eso me sucedió con Rosalía, quien,  una tarde  en la que paseaba por el casco antiguo, me llamó y me dijo:
- Hola  Ada, soy Rosalía Crespo ¿Te acuerdas de mí? Hicimos los tres últimos cursos de primaria en la misma clase.
- Claro que me acuerdo de ti, te llamábamos Rosa cuando llegaste al pueblo. Me gustaba jugar contigo en el patio, me fascinaba el hecho de que vinieras de otra parte de España y de que me hablaras en castellano. 
- Pues nunca me hubiera imaginado, que de pequeña alguien me admirara por ser hija de emigrantes. Al principio en Cataluña nos sentíamos extranjeros, sin embargo poco a poco nos fuimos integrando, yo dejé de estudiar a los  quince años y me casé muy joven. Desgraciadamente no tuvimos hijos, esta ha sido siempre mi pena. Me separé el año pasado y ahora llevo pensando en volver a Sevilla, donde tengo aún una tía, que me quiere realquilar una parte de su casa. No sé que hacer.
- Podrías ir por una temporada y luego decidir. Seguro que hacer maletas y empezar en otro lugar te va a enriquezer. Le dijo Ada, pensando en sus primer viaje a Italia.
- Te tengo que confesar que yo también te envidiaba un poco, porque tu habías nacido en el pueblo, pero sobre todo porque te fuiste al extranjero.
Yo me asombré escuchando sus palabras, pues siempre había pensado en que todos nuestros parientes y conocidos murmuraban de mí, diciendo que había huido del pueblo, abandonando a mi familia, quizás porque era eso lo que mi madre me decía.
Otro día mientras paseaba con mi hermana me encontré al marido de mi prima Raquel, quien nos saludó diciéndonos que iba a comprar una bebida para el canario.
- El canario es muy pillo, quiere sólo Coca Cola sin azúcar, siguió diciendo.
- ¡Ah! Dijo mi hermana.
- Yo cuando no tengo, intento darséla azucarada pero él lo nota en seguida y la rechaza, dijo el esposo de mi prima.
- Si que es exigente el canario, dije yo.
- ¡Me voy corriendo, están cerrando la tienda! Nos dijo, despidiéndose de nosotras, mientras entraba  en un pequeño supermercado de barrio.
Mi hermana se quedó pasmada. Ya se estaba imaginando a un canario o mejor, luego me dijo, a una especie de lorito que bebía la Coca Cola que le ponían en un platito dentro de la jaula.
Nos pusimos a reír como locas cuando le dije que el canario era una persona y no un pajarito. Era Jaime, un  viejo amigo suyo de las Canarias, lo sabía porque mi prima Raquel me había escrito recientemente diciéndome que habían invitado a Jaime a pasar unos días en su casa. A mi prima y a su marido les chiflaba viajar y al estar recién jubilados habían decidido ir a Las Canarias a pasar un par de meses. Allí habían reencontrado a Jaime.
Fue tan gracioso que después de reír  largo rato, a mi hermana y a mí se nos pasaron todos los males.
Durante mi estancia aproveché y saboreé una de las cosas que más me gusta del pueblo: el mar.
Cada mañana me levantaba  temprano e iba a la playa. A las nueve y media plantaba mi sombrilla en la arena y después de nadar largo rato me tumbaba  y me dejaba acariciar por los rayos débiles del sol. Poco a poco iba llegando gente, entonces  ponía  la toalla  muy cerca de la orilla, para ver sólo la mar, cada vez que giraba la páginas del libro que llevaba siempre en mi mochila. 
Un día fui a Blanes, un pueblo de la Costa Brava, con Carla, mi prima más pequeña, la que es para mí como una hermana. Me presentó a un grupo de nadadores empedernidos que se reunían, poco después del amanecer en la playa de Les Roquetes. En verano iban sólo los días laborables, en  las demás estaciones de lunes a domingo. No fallaban ni un día. Iban equipados para nadar: gafas, tubo, patos y un cuchillo atado en la pierna, por si les atacara una criatura marina.
Era un grupo de personas estrafalarias, con historias fuera de lo común. Aquella mañana sentada en la arena hablé con ellos y me di cuenta de que era buena gente y de que, además de compartir su afición,  se ayudaban y se respetaban.
Inés la más guapa y llamativa del grupo, era una chica de unos cuarenta años, iba muy tatuada, había sido química en una empresa de Barcelona, pero había dejado el trabajo y se había transladado con su marido e hijos a vivir allí todo el año.
- Me voy a la peluquería a que me rapen, nos dijo con su voz dulce.
Llevaba el pelo muy corto, casi a cero, parecía extraño que quisiera cortárselo todavía más, pensé que igual de esa manera se le destacaban más los tatuajes de cráneo.
Olga era más joven y también atractiva, pero era muy delgada, de adolescente había sufrido disfunciones alimentarias, me dijo luego mi prima. También me contó que la habían operado dos veces de cancer de mama y que no había querido que le pusieran prótesis.
A Olga no le daba vergüenza ir destapada enseñando su pecho moreno y plano. Ella también se había marchado de la ciudad hacía varios años y  desde entonces vivía en Blanes.
Ramón, un señor muy simpático de unos ochenta años,  trascurría con su  mujer  seis meses en Barcelona y seis en Blanes, pero desde que se quedó viudo, pasaba todo el año en la costa. Había sido restaurador y le encantaba la historia de arte. Me contó largo rato anécdotas de la vida de Michelangelo y de Leonardo, al final me dijo que soñaba con hacer un viaje por Italia.
Mientras hablábamos oímos  a lo lejos los gritos de sus nietos:
- Avi, avi, gritaban desde el paseo los  gemelos.
También me quedó grabada una pareja de unos sesenta años. Ella era de piel clara y él muy moreno.
 - Te presento a Soledad y a Luis, dijo mi prima
 Los dos hablaban con un acento francés muy marcado.
- Somos hijos de españoles emigrados a Francia en los años sesenta. Los dos nacimos en la Mancha, en dos pueblos de la provincia de Ciudad Real a poca distancia, sin embargo nos conocimos en Toulouse. Dijo ella.
- Vivíamos en un barrio donde casi todos éramos españoles, me dijó él antes de zambullirse.
Noté que a ella el agua le gustaba menos que a su marido, porque  salió en seguida, él en cambio desapareció  rápidamente nadando mar adentro.
Mientras ella recogía sus cosas para irse me siguió contando que justo el año pasado habían decidido vender su vivienda de Toulouse e instalarse en Blanes. Habían dejado a dos hijos y a tres nietos en Francia.
El más raro era Rius, ese era su apellido y de esa manera lo llamaban todos, un barbudo de unos setenta y pico de años. Llevaba un bañador descolorido y tenía la piel curtida por inumerables horas pasadas en la intemperie. Además de la barba blanca, en su cara destacaban sus largas patillas y su melena lacia y canosa. Era enjuto, pero fuerte y vigoroso.
No se sentaba nunca en la arena, de pie no paraba de contarnos aventuras de sus viajes desde cuando a los quince años se había enrolado como marinero en un  barco mercante.
- ¡Si supierais cuántas tierras lejanas he divisado! He cruzado todos los mares y he atracado en  tantos puertos que no puedo ni contarlos. Y seguía diciendo
-  He vivido en Australia, América del Sur, África, Canadá, China, Japón y muchos países más. Con el afán de descubrir lugares, gentes y cosas no volví jamás al pueblo, eso sí les escribía largas cartas a mis padres, sin embargo nunca les contaba mis hazañas y desventuras para que no sufrieran. Les escribía que vivía en Argentina y les enviaba cada dos por tres dinero. Volví cuando supe que estaban enfermos, pero no llegué a tiempo.
Nos despedimos del grupo de nadadores y volviendo a casa le dije a mi prima que dentro de pocos días me  marcharía, pero que iba a volver pronto.

- ¡Bueno chicos! ¡Vamos a merendar, por hoy hemos terminado la historia de marchar y volver! Les diría Ada a los niños sonriendo.


Partire e ritornare
Le dita di Ada stavano perdendo forza, all'improvviso sentì il rumore del libro che cadeva sul pavimento. Aprì gli occhi e si stiracchiò lentamente.
Si era sdraiata sul divano con l'intenzione di iniziare a leggere un romanzo che aveva appena acquistato. Quel pomeriggio era a casa da sola, suo marito era andato con un amico a fare un giro in bicicletta per il Nord della Toscana. Raccolse il libro e lo lasciò sul tavolino rotondo. Si distese di nuovo, chiuse gli occhi e cercò di ricordare l'ultima immagine che la sua mente aveva conservato: quella di una bambina di quattro o cinque anni vestita di bianco, con trecce, un po' spettinate a causa dei capelli fini che si erano sciolti dagli elastici; la bambina giocava con una bambola seduta su una sedia di paglia in un ampio cortile.
- Sono io! Esclamò Ada ricordando una vecchia fotografia.
Poi le venne in mente che da bambina trascorreva molte ore nel cortile di casa, a volte chiudeva gli occhi e le piaceva immaginarsi come sarebbe stata lei stessa da vecchia. Si vedeva, con i capelli bianchi raccolti in una crocchia con alcune ciocche che le cadevano, perché passava molte ore appoggiata allo schienale della poltrona nella zona ombrosa del giardino, mentre raccontava una storia a dei  bambini.
- Mi sono vista da ragazza e da anziana allo stesso tempo! Cosa stavo raccontando a quei bambini? Si domandò.
Continuò a pensare e disse a se stessa:
- D'estate ogni pomeriggio, dopo pranzo andavo a giocare nel cortile nella parte ombreggiata, mentre mio nonno faceva un pisolino. Ricordo la poltrona di vimini, dove  si sedeva il nonno.
Ada in paese non aveva un posto suo dove andare, la casa dei suoi antenati da tempo apparteneva a un'altra famiglia. Affittava un piccolo appartamento ogni volta che ritornava. Le piaceva pensare che un giorno avrebbe trovato una casa con un cortile simile a quello della sua infanzia, dove avrebbe trascorso l'estate. Di tanto in tanto Ada avrebbe chiamato i bambini del vicinato, i quali si sarebbero seduti per terra e lei avrebbe così iniziato la storia delle partenze e dei ritorni:

Cosa vuole dire ritornare?
- Beh, prima si deve lasciare un posto per poi ritornarci.
A diciotto anni partii dal paese per andare a studiare in città. A ventuno ho lasciato la Spagna, i miei genitori non erano d'accordo, ma sono riuscita a convincere loro di lasciarmi andare via. Ho finito gli studi universitari in Italia, dove mi sono trasferita per amore. Poi mi sono sposata, per fortuna dopo aver vinto un concorso sono riuscita a fare l'insegnante, cosa che mi è sempre piaciuta. Ho avuto tre figli, ma questa è un'altra storia che vi racconterò un altro giorno.
Da quando i miei genitori sono morti, sono ritornata poche volte al paese, nonostante ogni tanto avesse nostalgia del mare e dei mie fratelli,  delle cugine e di alcuni  cari amici.
Un'estate ho deciso di andarci dopo tanto tempo che mancavo. Scendendo dal treno la prima cosa che notai fu che alcune vecchie case era più alte, le avevano elevate di uno o due piani e ovviamente mi colpirono anche i numerosi edifici nuovi. Poi, camminando, ho scoperto intere strade con villette a schiera, alcune ancora da rinnovare. Nel centro, vicino alla chiesa, molti negozi e fondi commerciali erano stati chiusi o trasformati in garage. Nella parte nord avevano costruito un enorme supermercato e una palestra con una piscina pubblica. Nella zona delle spiagge spiccavano nuovi alberghi, immaginavo stracolmi di turisti, ma io non mi sono avvicinata a quelle parti.
Un altro giorno ho fatto una passeggiata fino al vecchio cimitero che una volta si trovava fuori del paese e che a quel tempo era già stato inglobato nel villaggio.
Sono andata a visitare la tomba dove sono sepolti i miei genitori. Ho notato che qualcuno, forse uno dei miei fratelli, aveva messo dei fiori, ormai appassiti. Mentre sistemavo i vasi sulla lapide di marmo, è apparso Joan, un mio cugino alla lontana.
- Joan, non mi riconosci? Gli domandai.
- Scusa, ero distratto, mi disse.
Joan era un artista, uno scultore. Da giovane aveva vissuto a Parigi  diversi mesi, ma ritornò presto con le tasche vuote. Dopo sposò una ragazza ceramista. Per molti anni ha seguitato a condurre uno stile di vita bohémien, ma senza mai lasciare il paese. La gente parlava male di lui, perché cambiava spesso di lavoro e passava lunghi periodi senza far niente. Mia madre mi diceva che i suoi genitori stravedevano per lui e lo aiutavano economicamente molto volentieri, non si sono mai lamentati di lui e lo hanno accolto con la moglie e i loro tre figli quando sono stati sfrattati, perché non avevano pagato l'affitto.
Joan era nottambulo, quindi la mattina si alzava verso mezzogiorno, la moglie si occupava della casa senza mai abbandonare il suo mestiere: il forno per la ceramica era sempre acceso e tutti giorni sfornava qualche oggetto, che poi vendeva a un negozio vicino. Lei aveva molta pazienza con lui e con i bambini.
- Come va la tua vita? Gli domandai.
- Bene, presto andrò in pensione.
- Fantastico! A cosa ti dedicavi ultimamente?
- Dopo una lunga serie di guai, la mia fortuna è arrivata. Ricordi che circa trent'anni anni fa hanno costruito una clinica geriatrica in paese? Bene, uno zio di mio padre, che era dottore, mi ha fatto sapere che cercavano personale per la notte, il cui compito era quello di controllare che i malati non si alzassero dal letto. Ho dovuto seguire un corso e poi mi hanno assunto, mi ha raccontato Joan.
- Oh! Sono così felice per te!
- Adesso, assisto gli anziani che hanno perso la testa. Lavoro molte ore di seguito, ma poi ho due giorni liberi per le mie sculture, non mi posso lamentare.
Joan, colui che tutti avevano criticato, si era guadagnata una bella stabilità e ne era felice. Mi disse inoltre che lui aveva scolpito il bassorilievo della tomba dei genitori e che ogni settimana andava ad annaffiare la pianta che cresceva rigogliosa nel vaso che aveva posto sulla lastra di marmo.
A volte nei paesini le persone vengono criticate per invidia. Il povero Joan era soggetto a chiacchiere, ma lui era riuscito a dare una lezione a i pettegoli: Joan faceva quello che gli piaceva davvero e la maggior parte di loro se lo sognava.
Poche persone mi riconoscevano per la strada, perché anche io, come loro, ero invecchiata. Di tanto in tanto mi colpivano gli occhi vivaci di un viso sconosciuto.
- Ciao, sono Rosalia Crespo, ti ricordi di me? Abbiamo fatto gli ultimi  tre anni delle scuole elementari.
- Certo che mi ricordo di te, ti chiamavamo Rosa quando sei arrivata. Mi piaceva giocare con te durante la ricreazione, ero affascinata dal fatto che tu provenissi da un'altra regione della Spagna e che mi parlassi in castigliano. Ti ho un po' invidiata.
- Beh, non avrei mai immaginato che qualcuno mi avrebbe ammirata per essere figlia di emigranti. All'inizio in Catalogna ci sentivamo stranieri, ma presto ci siamo integrati. Ho smesso di studiare a quindici anni, poi mi sono sposata molto giovane. Purtroppo non abbiamo avuto figli, questo è sempre stato il mio cruccio. Mi sono separata l'anno scorso e adesso sto pensato di tornare a Siviglia, dove ho ancora una zia, che mi vuole affittare una parte della sua casa. Non so cosa fare.
- Potresti andare per un po' da tua zia e poi decidere. Sicuramente fare i bagagli e iniziare da qualche altra parte ti farà bene. Gli disse Ada, pensando al suo primo viaggio in Italia.
- Devo confessare che anch'io ti ho invidiata un po', perché sei andata via di casa.
Mi aveva molto stupito sentire le sue parole, perché avevo sempre pensato che tutti i nostri parenti e conoscenti sparlassero di me, dicendo che ero fuggita dal paese, abbandonando la mia famiglia, forse perché era quello che mi aveva detto sempre mia madre.
Un altro giorno mentre camminavo con mia sorella ho incontrato il marito di mia cugina Raquel, che ci ha salutate, dicendoci che stava andando a comprare delle bibite per il “canario1”.
- Il “canario” è molto vispo, vuole solo Coca Cola senza zucchero, ha continuato a dire.
- Ah! Mia sorella ha detto.
- Quando non ne l'ho, provo a darle Coca Cola zuccherata ma lui se ne accorge subito e  la rifiuta, disse il marito di mia cugina.
- Accidenti come è esigente il “canario”, ho detto io.
- Vado di fretta, stanno chiudendo il negozio! Ci disse mentre ci salutava entrando nel piccolo supermercato di quartiere.
Mia sorella era sbalordita. S'immaginava un canarino o meglio, poi mi disse, una specie di pappagallo che beveva Coca Cola di un piatto che gli mettevano all'interno della gabbia.
Abbiamo iniziato a ridere come due matte quando gli ho detto che il “canario” era una persona e non un uccellino. Era Jaime, un vecchio loro amico delle isole Canarie, lo sapevo perché Raquel mi aveva scritto di recente, dicendomi che avevano invitato Jaime a trascorrere alcuni giorni  da loro.
Sia a mia cugina che a suo marito piaceva molto viaggiare, dato che erano da poco in pensione avevano deciso di andare a le isole Canarie per trascorrere un paio di mesi. Lì appunto avevano incontrato Jaime.
Era molto che non ridevamo di gusto noi due insieme, è stato così divertente che a forza di ridere e piangere, sono spariti tutti i nostri  mali.
Durante il mio soggiorno ho assaporato una delle cose che più mi piacciono del mio paese: il mare.
Ogni mattina mi svegliavo presto e andavo in spiaggia. Alle nove e mezza sistemavo l'ombrellone nella sabbia; dopo aver nuotato a lungo, mi sdraiavo e mi lasciavo accarezzare dai tenui raggi del sole. Via via arrivava gente, allora mettevo l'asciugamano vicino alla riva, per vedere solamente il mare. Lo guardavo ogni volta che giravo le pagine del libro che portavo sempre con me nello zaino.
Un giorno sono andata a Blanes, un centro balneare della Costa Brava, con Carla, mia cugina più piccola, che è per me come una sorella.
Mi ha fatto conoscere un gruppo di nuotatori veterani, i quali dopo l'alba si davano appuntamento su una spiaggia chiamata Les Roquetes. In estate andavano solo nei giorni feriali, in inverno dal lunedì alla domenica. Non mancavano un solo giorno. Erano attrezzati per il nuoto: maschera, tubo, pinne e un coltello legato in una gamba, nel caso fossero attaccati da creature marine.
Era un gruppo di persone eccentriche, con storie insolite. Quella mattina ho parlato con alcuni di loro e mi sono reso conto che era brava gente, che si aiutava e si rispettava a vicenda oltre che a condividere lo stesso hobby.
Inés la più bella del gruppo, una donna sulla quarantina, era totalmente tatuata, aveva lavorato come chimica in un'azienda di Barcellona, ma aveva deciso di lasciare il lavoro, per trasferirsi, con suo marito e figli a Blanes.
- Vado dal parrucchiere per rasarmi, disse Inés con la sua dolce voce.
Aveva i capelli molto corti, tagliati quasi a zero, sembrava strano che volesse ritagliarli ancora di più, forse lo faceva perché i tatuaggi della testa si vedessero meglio.
Olga era un po' più giovane e anche lei attraente, era alta e magra, da adolescente aveva  sofferto di anoressia, mi disse più tardi mia cugina e mi raccontò anche che era stata operata due volte di tumore al seno , ma  non aveva accettato nessun tipo di protesi.
Olga non si vergognava di mostrare il suo petto piatto e abbronzato. Quando mi guardava, prima di  tuffarsi in acqua, mi ricordava un po' a un pesce flauto, occhi grossi e muso lungo con una bocca piccola.
Ramón, un signore gioviale di circa ottant'anni, dopo il bagno si sedette accanto a me e mi disse che prima della morte della moglie  trascorrevano sei mesi a Barcellona e sei mesi a Blanes, ma dopo si era trasferito definitivamente al mare. Il suo mestiere era restauratore, adesso che era in pensione era un appassionato di storia dell'arte. Mi raccontò aneddoti delle vite di Michelangelo e Leonardo, alla fine mi disse che prima di morire sognava di fare un viaggio in Italia.
Ramón si è alzato quando ha sentito la voce dei suoi nipotini mentre lo chiamavano: Avi, avi.
- Ecco Soledad e Luis, disse mia cugina  vedendo arrivare  una coppia di circa sessant'anni. 
Mi colpì il loro forte accento francese e il contrasto delle loro carnagioni, lei di pelle chiara e lui molto scuro.
- Siamo figli di spagnoli emigrati in Francia negli anni sessanta. Siamo nati entrambi nella Mancha, in due villaggi della provincia di Ciudad Real a pochi passi, tuttavia ci siamo incontrati a Toulouse, disse Soledad.
-  Abitavamo in un quartiere in cui quasi tutti eravamo spagnoli, mi disse Luis  prima di buttarsi in acqua.
Mi resi conto che a lei piaceva il mare meno che a suo marito, perché usci subito dall'acqua, invece lui con poche bracciate scomparì al largo.
Mentre Soledad stava andando via, mi disse che proprio l'anno scorso avevano deciso di vendere la loro casa di Toulouse per stabilirsi a Blanes e che avevano lasciato due figli e tre nipotini in Francia.
Il personaggio più bizzarro del gruppo era Rius, come veniva da tutti chiamato. Era un uomo barbuto sulla settantina. Indossava un costume da bagno piuttosto scolorito ed era abbronzatissimo a causa delle innumerevoli ore trascorse all'aperto. Oltre alla barba bianca spiccavano sul suo viso, due lunghe basette e una chioma di capelli brizzolati. Era magro, ma forte e vigoroso. Era sempre in piedi, non si era mai seduto sulla sabbia e non smetteva di raccontarci le storie dei suoi viaggi, quando lavorava come marinaio nei mercantili.
- Non potete sapere quante terre lontane ho conosciuto! Ho attraversato tutti i mari e attraccato in molti porti. Ho vissuto lungo tempo in Australia, Sud America, Africa, Canada, Cina, Giappone e molti altri paesi. Il forte desiderio di scoprire luoghi, persone e cose non mi ha fatto ritornare a casa, tuttavia non ho mai smesso di scrivere lunghe lettere ai miei genitori, ma non ho mai raccontato loro le mie disavventure, in modo che non soffrissero. Scrivevo loro che abitavo la maggior parte dell'anno in Argentina e inviavo loro ogni tanto del denaro. Sono ritornato quando ho saputo che erano malati, ma non ho fatto in tempo.
Abbiamo salutato i nuotatori e rientrando a casa ho detto a mia cugina che sarei partita  dopo qualche giorno ma che sarei  ritornata presto.

- Bene bambini! Facciamo merenda, per oggi abbiamo finito la storia delle partenze e dei ritorni! Ada avrebbe detto ai bambini sorridendo seduta nel cortile.

1 un canario  in spagnolo è un uccellino, un canarino, ma anche un abitante delle isole Canarie