lunedì 25 gennaio 2021

Escribir una carta a mano

 


Hace unos dos años dimos de baja el antiguo garaje, que llevábamos alquilando desde hacía mucho tiempo. Lo vendían a un precio demasiado alto para nosotros.

Compramos otro más barato y más cerca de casa. En seguida empezamos a trasladar las bicicletas, las cajas llenas de libros y todo lo que habíamos acumulado a lo largo de los años. En esa ocasión, recopilé las innumerables cartas que había recibido en las últimas décadas. Las de mi madre eran los más numerosas, también había muchas de mi marido, antes y después de la boda y luego las de amigos y familiares.

Encontré también las que yo le había escrito a mi madre cuando me fui a vivir lejos de casa, a más de mil kilómetros de distancia. Las primeras eran de mediados de los setenta y las últimas de principios de los noventa. Las encontré después de su muerte, cuando vaciamos el viejo caserón,en un cajón de un mueble del comedor.

Durante la mudanza, mi esposo me entregó las muchas cartas que yo le había escrito, durante y después de nuestro enamoramiento. Las sacó de una vieja maleta de cuero, estaban atadas en manojos con una cuerdecita.

- Guárdalas , te gustará volver a leerlas, me dijo él.

Puse todas las cartas en tres cajas grandes de zapatos. Las dispuse en orden cronológico. En lugar de dejarlas en el trastero del garaje, las llevé a casa y las deposi en mi estantería con mis libros. De vez en cuando saco una y la leo.

El otro día cogí una carta de Montse, una chica que conocí en la facultad, con quien en seguida me hice amiga y fuimos a compartir un piso con otros estudiantes. Estoy buscando su dirección. Me encantaría enviarle una carta. En casa tengo sobres y sellos, todo lo que necesito es su dirección actual, pero creo que la conseguiré a través de su hermana, que recuerdo que era farmacéutica. Encontré la dirección del correo electrónico de su farmacia en Internet y le escribí un mensaje. Esperemos que me responda.

Aproximadamente una vez al mes le escribo una carta a mi hija que vive en Madrid. También ella me escribe cartas largas. Cada vez que me llega una carta suya soy muy feliz.

También me gusta escribir de vez en cuando a mis amigas del pueblo con quienes crecí y pasé mi juventud; En verano cuando regreso al pueblo, intento quedar y salir con dos o tres de ellas, pero casi siempre deprisa y corriendo, a otras no las veo desde hace años, quizás por eso me gustaría comunicarme con ellas.

Hace algún tiempo le escribí una carta a Anna, una de esas amigas a las que no veo desde hace años. Después de muchas semanas, cuando ya no me acordaba más de ella, recibí su respuesta, fue una gran sorpresa. Guardé su carta en mi bolso durante varias horas, luego después del almuerzo me fui a una plaza cerca de mi casa, me senté en un banco, debajo de un árbol, la leí y me emocioné.

Tan pronto como acabo de escribir una carta, la dejo encima de mi mesa y me gusta observarla cada vez que levanto la vista de mi libro o del ordenador. Al día siguiente, antes de las doce del mediodía, cuando recogen el correo, cojo mi bicicleta y voy a echarla al buzón. Es como si lanzara una botella al mar, con un mensaje importante adentro.

- Tendrá que superar algunos obstáculos, pero seguramente va a llegar al destinatario, me digo confiada.

Es cierto que a veces las cartas tardan demasiado en llegar, pero siempre llegan a su destino. Una de las últimas cartas que le escribí a mi hija, dió la vuelta al mundo, en lugar de llegar a Madrid se fue a Malasia y después de tres meses llegó al destinatario.

Hoy en día casi nadie escribe cartas a mano, y eso es una pena. Muchos piensan que es una pérdida de tiempo. Casi todos estamos tan acostumbrados a los mensajes digitales y a comunicarnos rápidamente por correo electrónico o chat, que hemos perdido casi por completo la costumbre de escribir a mano. Preferimos la inmediatez de la tecnología incluso cuando no la necesitamos.

Deseo que no se pierda el hábito de escribir a mano y estoy tratando de hacer algo al respecto. Esto es lo que me gustaría deciros para que os animéis y escribáis una carta:

Escribir a mano en una hoja de papel con una pluma estilográfica, nos permite transmitir mucho más que el simple mensaje que queremos comunicar.

Podemos agregar pequeños dibujos, bocetos y, por qué no, incluso las pequeñas borrones o manchas de tinta a nuestra carta la harán aún más personal. Nuestra caligrafía, aunque no sea muy bonita, nos distingue y nos hace únicos, no lo olvidemos nunca.

Si queremos disculparnos por un malentendido con una persona querida, podemos escribirle para hacerle entender cuál era nuestro estado de ánimo en ese momento y para comunicarle el deseo de no estropear nuestra amistad o relación amorosa.

Si queremos estar cerca de un viejo amigo que lo está pasando mal, nada mejor que unas líneas escritas para hacerle sentir nuestro cariño, aunque estemos lejos.

Al escribir una carta, nos dedicaremos a nosotros mismos un tiempo diferente, un tiempo más lento. Recordemos que ese mismo tiempo se lo vamos a regalar íntegramente a quien la reciba.

Ya es hora de que pensemos en las emociones que nos transmite escribir o recibir una carta:

Revisando el buzón cada mañana cuando salimos o volvemos a casa, esperando en la puerta, en la ventana a que llegue el cartero, rasgando con impaciencia el sobre o sosteniéndolo un rato y finalmente sentarnos en el sofá leyendo esas líneas escritas solo para nosotros.

Podemos guardar una carta que alguien nos ha eviado y volver a leerla incluso después de muchos años. Podemos dejarla en un libro, quizás olvidarla y luego encontrarla por casualidad. La podemos releer mil veces. También podemos mostrársela a amigos o a seres queridos.

Una vieja carta nos hace revivir el pasado y a las personas que nos escribieron, a veces algunas lamentablemente ya murieron. Leer las cartas que nosotros escribimos, nos recuerda a la persona que éramos en el pasado, como me pasó a mí cuando leí las que escribí a mi marido. Leyéndolas me sentí orgullosa de mí misma por todo lo que había hecho en aquel entonces, me gustó la chica que se fue de casa tan joven.

Las excusas para refugiarse en la tecnología son siempre las mismas, empezando por la inmediatez de recibir mensajes a través del móvil, desde el tiempo ahorrado, pasando por el hecho de ser totalmente gratis chat y correo electrónico.

Pero detengámonos y pensemos cómo con unos minutos, unos euros y un poco de buena organización, como abastecernos de sellos cuando vamos a un estanco, podemos darle otra fuerza emocional a lo que queremos decir.

Como podéis ver, hay muchas razones para comenzar una nueva buena costumbre:


La de escribir una carta a mano cada dos o tres semanas a las personas que queremos, se lo merecen, seguro. Pero nosotros también mereceríamos recibir una carta de vez en cuando.










domenica 17 gennaio 2021

Scrivere una lettera a mano


Qualche anno fa abbiamo lasciato, il vecchio garage, che avevamo in affitto da molto tempo, a causa della vendita a un prezzo troppo elevato per noi.

Ne abbiamo comprato un altro meno costoso, ma sempre vicino a casa e abbiamo cominciato a traslocare le biciclette, gli scatoloni pieni di libri e tutte le cose che avevamo accumulato via via. In quell’occasione ho messo a posto le innumerevoli lettere che avevo ricevuto negli ultimi decenni. Quelle di mia madre, erano le più numerose, poi c’erano quelle di mio marito prima e dopo le nozze e quelle di amici e parenti.

Avevo recuperato anche quelle che io avevo scritto a mia madre quando sono andata a vivere a più di mille chilometri di distanza da lei, le prime erano della metà degli anni settanta le ultime degli inizi dei novanta. Le avevo ritrovate in un cassetto di un mobile del salotto, quando, dopo la sua morte abbiamo svuotato la vecchia casa di famiglia.

Mentre traslocavamo, mio marito mi ha consegnato le tante lettere che gli avevo scritto, durante e dopo il nostro innamoramento. Le ha tirate fuori da una vecchia valigia di pelle, erano legate a mazzi con dei cordini.

- Tienile tu, ti farà piacere rileggerle, poi quando le vorrò te le chiederò, mi disse.

Raccolsi tutte le lettere in capienti e robuste scatole di scarpe. Le sistemai in ordine cronologico. Invece di lasciarle nello scantinato le portai a casa e le misi in un armadio. Quest’estate ho fatto posto per loro nella mia libreria e ogni tanto ne tiro fuori una e la leggo.

In questi giorni ho avuto tra le mani una lettera di Montse, una mia compagna d’Università e coinquilina dell’appartamento che condividevamo a Barcellona con altre studentesse. Adesso sto cercando il suo attuale indirizzo. Mi piacerebbe tanto farle arrivare una lettera. In casa ho delle buste e dei francobolli, mi manca solo il suo attuale indirizzo, ma credo che lo avrò dalla sorella, la quale ricordavo era farmacista. Ho trovato su Internet l’indirizzo di posta elettronica della sua farmacia e le ho scritto. Speriamo mi risponda.

Circa una volta al mese scrivo una lettera a mia figlia che vive a Madrid. Anche lei mi scrive lunghe lettere. Ogni volta è una festa quando ne ricevo una.

Mi piace anche scrivere ogni tanto alle amiche del mio paese con le quali ho trascorso la mia giovinezza; d’estate quando ritorno al paese, con alcune ci vediamo, ma quasi sempre di corsa, altre non le vedo da anni, forse per questo mi piacerebbe comunicare con loro.

Qualche tempo fa scrissi una lettera ad Anna, una di queste amiche che non vedevo da anni. Dopo molte settimane, quando non ci pensavo più ricevetti la sua risposta, è stata una bella sorpresa. Ho tenuto la lettera per diverse ore in borsa, poi dopo pranzo sono andata in una piazza vicino a casa, seduta su una panchina sotto un albero l’ ho letta e mi sono emozionata.

Appena ho scritto una lettera, la appoggio sulla mia scrivania e sono felice guardandola, ogni volta che alzo gli occhi dal mio libro o dal computer. Il giorno dopo, prima di mezzogiorno, ora in cui passano a ritirare la posta, salgo sulla bicicletta e vado a imbucarla. Sento come se gettassi nell’oceano una bottiglia, con dentro un prezioso messaggio.

- Dovrà superare alcuni ostacoli, ma alla fine arriverà al destinatario, mi dico fiduciosa.

E’ vero, che a volte le lettere impiegano troppo tempo ad arrivare, ma sempre giungono a destinazione. Una delle ultime lettere che scrissi a mia figlia, fece il giorno del mondo, invece di arrivare a Madrid andò in Malesia e dopo tre mesi di giri assurdi arrivò al destinatario.

Oggi quasi nessuno scrive più lettere a mano, ed è un peccato. Molti pensano che sia una perdita di tempo. Siamo quasi tutti talmente abituati a comunicare rapidamente tramite mail o chat da aver quasi completamente perso l’abitudine di scrivere di nostro pugno. Preferiamo l’immediatezza della tecnologia anche quando non ne avremmo bisogno.

Vorrei che non si perdesse la consuetudine di scrive a mano e sto cercando di fare qualcosa in proposito. Ecco quello che vorrei dire a tutti voi per convincervi a scrivere una lettera:

Scrivere a mano su un foglio di carta, magari con una penna stilografica, permette di trasmettere molto più del semplice messaggio che vogliamo comunicare.

Possiamo aggiungere alla nostra lettera piccoli disegni, schizzi e, perché no, anche piccole sbavature d’inchiostro che la renderanno ancora più personale. La nostra calligrafia, anche se non fosse la più bella del mondo, ci distingue e ci rende unici, non dimentichiamolo mai.

Se vogliamo scusarci per un malinteso o altro disguido con una persona cara, possiamo scriverle poche parole per fare capire quale era il nostro stato d’animo in quel momento e per comunicarle la voglia di riallacciare il rapporto di amicizia o di amore che si potrebbe guastare.

Se desideriamo stare vicino ad un vecchio amico che passa un momento difficile, niente più di poche righe scritte per fargli sentire il nostro affetto, anche se siamo lontani.

Nello scrivere una lettera dedicheremo a noi stessi un tempo diverso, un tempo più lento. Ricordate che questo stesso tempo sarà poi regalato interamente a chi la riceve.

Pensiamo poi alle emozioni che ci regala l’attesa della ricezione di una lettera: il controllare ogni mattina quando usciamo o rientriamo a casa la cassetta della posta, aspettare all’uscil’arrivo del postino, aprire con impazienza la busta o tenerla tra le mani per un po' e finalmente sedersi sul divano a leggere quelle righe scritte solo per noi.

Una lettera indirizzata a noi la possiamo conservare e andare a riprendere in mano anche a distanza di anni. Possiamo lasciarla dentro di un libro, magari dimenticarla per poi ritrovarla per caso. La possiamo rileggere mille volte. Possiamo anche mostrarla ad amici o ai nostri cari.

Una vecchia lettera ci fa rivivere il passato e le persone che ci hanno scritto, alcune a volte purtroppo non ci sono più. 

Rileggere le lettere che abbiamo scritto noi ad altri ci ricorda la persona che eravamo in passato, come è successo a me quando ho riletto quelle che a vent' anni avevo scritto a mio marito. Rileggendole mi sono sentita orgogliosa di me stessa per tutto quello che avevo fatto. Mi piaceva quella ragazza piena di energia che se n'era andata di casa così giovane. 

L' immediatezza di ricezione dei messaggi via cellulare, il tempo risparmiato e la  gratuità delle chat e delle mail sono le scuse che abbiamo sempre per rifugiarsi nella tecnologia.

Ma fermiamoci a pensare come con qualche manciata di minuti, qualche euro e un po’ di buona organizzazione, come fare la scorta di francobolli quando andiamo alla posta, potremo dare tutta un’altra forza emotiva a quello che vogliamo dire.

Come vedete sono tanti i motivi per iniziare una nuova buona abitudine:

quella di scrivere una lettera a mano ogni due o tre settimane alle persone a cui teniamo e vogliamo bene, se lo meritano. Ma anche noi meritiamo di ricevere una lettera ogni tanto.











domenica 10 gennaio 2021

La domenica pomeriggio

  

La domenica pomeriggio diventa per molte persone tempo di attesa. La festa sta finendo e il lunedì sta per arrivare. Non riescono a godersi le ore libere e finiscono per sprecarle. È quello che era successo a Margarita, quando chiusero l'ultimo cinema del paese.

Tutti la chiamavano Marga per distinguerla da zia Margarita, la sorella di sua madre. Marga era nata a metà degli anni Cinquanta, in un piccolo paese della costa, che viveva di agricoltura, pesca e commercio, ma che negli anni Sessanta crebbe in modo sproporzionato e si arricchì a causa del turismo.

Marga ricorda poco le domeniche pomeriggio della sua infanzia, tuttavia ogni tanto le appare un'immagine sfocata di lei che tiene la mano del padre, mentre cammina per le strade del paese. Poi si vede sotto il tavolo della cucina della nonna, che gioca con un mazzo di carte consumate e sente la voce di suo padre che parla al fratello non sposato. Ascolta le parole dell’anziana vestita di nero e dei due uomini, che prima si lamentano dei cattivi raccolti e che poi parlano di qualcosa che lei non capisce. Alla fine alzano un po' la voce e cominciano a litigare. All'improvviso il padre dice alla bambina:

- Andiamo, ormai è tardi.

Marga da adulta, senza che nessuno le abbia raccontato nulla, scopre che prima che lei nascesse, erano sorti dei malintesi tra suo padre e i fratelli a causa dell'eredità del nonno. Forse per questo  sua madre non andava mai a trovare la nonna e suo padre ben poco.

Da bambina, trascorreva la domenica pomeriggio generalmente a casa di zia Margarita, giocando col fratello e la cugina. Per fortuna la signora Enrichetta, la suocera della zia e padrona di casa, andava in chiesa e così smetteva di brontolare. Era sempre di cattivo umore e non gli piacevano i bambini.

A volte, quando zia Margarita era malata o aveva qualche impegno, i genitori di Marga lasciavano i piccoli con la figlia maggiore, che aveva sette anni più di Marga o con il nonno materno che viveva in casa con loro. Tuttavia, né alla figlia maggiore né al nonno piaceva prendersi cura dei piccoli, quindi in alcune occasioni i genitori dovettero portarsi dietro i figlioletti al cinema. Avevano un abbonamento mensile e quindi non volevano in nessun modo perdere lo spettacolo.

Marga si sedeva sulle ginocchia della madre e non staccava mai gli occhi dallo schermo. A quei tempi proiettavano due film, separati da un intervallo, durante il quale la gente comprava bevande e dolciumi. Prima davano il film più scadente e poi quello migliore, che generalmente era uscito da poco. Ma quando il film diventava lento o noioso Marga perdeva il filo della storia e si addormentava per un po’.

All'età di dieci anni, i suoi genitori le dettero il permesso di andare al cinema parrocchiale con sua cugina e altre bambine. Loro seguitarono ad andare alle cinque del pomeriggio al cinema Tropical, che era il più grande e bello del paese. L’unica condizione che le avevano posto era che doveva portare con sé il fratellino e stargli dietro. Marga voleva un gran bene a quel bambino, nonostante a volte fosse un po' birbone.

Da allora, per Marga, la domenica pomeriggio voleva dire cinema. Quando uscivano dalla sala parrocchiale, era già notte e ritornavano in fretta a casa. La loro cena domenicale era frugale, a base di pane, formaggio e frutta, poiché nessuno aveva fame, dopo l’abbondante pranzo festivo.

Prima di andare a letto, ripassava i compiti scolastici che aveva per il giorno dopo. Si sedeva in cucina, vicino alla stufa a legna, e mentre gli altri parlavano o guardavano la televisione, apriva quaderni e libri. Poi andava a letto tranquilla.

Quando faceva fatica ad addormentarsi, pensava alle storie che aveva visto al cinema. Il primo film era quasi sempre un western, lei non è che amasse molto questo genere, le piacevano solo le scene quando i protagonisti si chiudevano nelle loro case o fortezze e si aiutavano per difendersi dagli indiani o da altri uomini armati che stavano per attaccarli. Quei pionieri dell'ovest bevevano spesso caffè intorno al fuoco dell’accampamento o del focolare.

Marga guardava attentamente il lento movimento delle mani dei protagonisti, mentre afferravano il pentolino del caffè e poi le loro labbra, mentre sorseggiavano quel liquido nero caldo, per poter poi rifarlo alla cugina. Marga non aveva mai assaggiato il caffè in vita sua, perché i suoi genitori non lo bevevano, dicevano che non faceva bene alla salute. Invece quando giocava nella sua cucinina di legno, prendeva le pentoline, l'acqua del rubinetto e la terra dai vasi di fiori del cortile per preparare una sostanza oscura che offriva alla cugina, la quale di solito le diceva infastidita:

- Non ne posso più delle tue tazze di caffè, prepara qualcos'altro!

Di notte quando pioveva le piaceva ascoltare la pioggia che colpiva i vetri del lucernario adiacente alla sua stanza, allora immaginava di trovarsi all'interno di una capanna di legno dove fuori c’erano dei pericoli imminenti, ma lei si nascondeva con il suo fratellino in un luogo segreto, una specie di soffitta. Poi si addormentava subito.

C'erano quattro cinema in paese, ma negli anni '70 iniziarono a chiuderli, uno dopo l'altro. Col passare del tempo, dopo la chiusura dell'ultimo cinema, per Marga, ormai adolescente, i pomeriggi domenicali cominciarono a diventare noiosi e con lunghe ore di attesa.

Dopo la chiusura dei cinema aprirono alcune discoteche e bar musicali sul lungomare, le amiche di Marga impazzivano per andare a ballare, ma a lei non piaceva molto, le mancavano sempre i suoi film. Si sentiva impacciata ed era infastidita dalla musica ad alto volume. Di tanto in tanto si lasciava convincere dai suoi amici e andava a ballare, ma si divertiva poco.

A diciotto anni andò a studiare a Barcellona. Il venerdì sera o il sabato mattina ritornava in paese col treno. La domenica, dopo pranzo, preparava la valigia con i vestiti puliti, i libri e le provviste, poi andava a riprendere il treno. Arrivava alla stazione di Cercanías a metà pomeriggio, prendeva la metropolitana e in mezz'ora era al suo appartamento. Saliva con l'ascensore, apriva la porta, lasciava i bagagli in camera e il cibo in frigorifero e poi usciva per andare al cinema.

La domenica sera era quasi sempre la prima ad arrivare all'appartamento che condivideva con altre studentesse. La cena della domenica con le sue compagne era più ricca di quella a cui era abituata, perché ognuna delle ragazze portava qualcosa di buono dal paese: formaggi, salumi, pomodori, uova e pasticcini.

Spesso preparavano una grande frittata di patate e condivano fette di pane con olio e pomodoro. Mentre mangiavano parlavano e ridevano. A volte Marga raccontava alle amiche dettagli del film che aveva visto al cinema vicino.

Da allora, per Margarita, la domenica pomeriggio smise di essere noiosa e di nuovo si riempi di storie emozionanti.




venerdì 8 gennaio 2021

Tardes dominicales


Las tardes de los domingos para muchas personas se convierten en horas de espera. El día de fiesta se está terminando y el lunes está a punto de llegar. No logran disfrutar el tiempo libre y acaban por desaprovecharlo. Eso es lo que le pasó a Margarita, cuando cerraron el último cine del pueblo.

Todo el mundo la llamaba Marga para distinguirla de tía Margarita, la hermana de su madre. Nació a mitades de los años cincuenta, en un pueblo pequeño de la costa, que vivía de agricultura, pesca y comercio, pero que en los años sesenta creció desmesuradamente y se enriqueció con el turismo.

Marga recuerda poco las tardes dominicales de su infancia, sin embargo se le aparece una imagen desenfocada de ella cogida de la mano de su padre, caminando por las calles del pueblo. Luego se ve debajo de la mesa de la cocina de la abuela, jugando con una baraja de cartas gastadas, oye la voz de su padre que habla con su hermano soltero. Se le mezclan las voces de la anciana vestida de negro y de los dos hombres, que primero se quejan de las cosechas malas y luego discuten por algo que ella no entiende. Al final levantan un poco la voz  por la discordia que surge entre ellos. De golpe el padre le dice a la niña:

- Vámonos que se ha hecho tarde.

Magda ya de mayor, sin que nadie le dijera nada, descubrió que, antes de que ella naciera, habían surgido malentendidos con la herencia  del abuelo. Quizás por eso su madre nunca iba a visitar a la abuela y su padre poco.

De pequeña los domingos por la tarde los pasaba generalmente en casa de tía Margarita jugando con su hermano y su prima. Por suerte la señora Enriqueta, que era la suegra de tía Margarita y la dueña de la casa, se iba a la iglesia y dejaba de refunfuñar. Tenía siempre malhumor y no le gustaban los niños.

A veces, cuando tía Margarita se encontraba mal o tenía algún inconveniente, sus padres dejaban a los pequeños con la hija mayor, que tenía siete años más que Marga o con el abuelo materno que vivía con ellos.  Sin embargo ni a la hija mayor ni al abuelo les gustaba  cuidar a los peques, por eso en algunas ocasiones los padres  tenían que  llevarselos  al cine.  Estaban abonados y no querían de ninguna manera perder la sesión.

Magda se sentaba en el regazo de su madre y no sacaba la vista de la pantalla. En aquel entonces ponían dos películas, separadas por un intermedio, durante el cual la gente compraba bebidas y chucherías. Primero ponían la película mala y luego la buena, que era de estreno. Pero cuando la obra cinematográfica era lenta y aburrida, ella perdía el hilo de la historia, se dormía un rato.

A los diez años sus padres le dieron el permiso para ir al cine parroquial con su prima y otras amiguitas, pues ellos seguían abonados al cine Tropical, uno de los más grandes y bonitos del pueblo, para la sesión de las cinco de la tarde. La condición era que tenía que llevarse consigo a su hermano y vigilarlo. Magda quería mucho al niño y le perdonaba sus pequeñas diablerías.

Desde entonces, para Marga, las tardes de los domingos quiseron decir sesión de cine. Al salir del ecntro parroquial ya era de noche y volvían a casa. La cena dominical de su familia era fugaz, a base de pan, queso y fruta,  ya que nadie tenía hambre, tras la comilona de los días de fiesta.

Antes de acostarse repasaba las tareas escolares pendientes para el lunes. Se sentaba en la cocina, cerca de la estufa de leña y mientras los demás hablaban o miraban la televisión, ella abría cuadernos y libros. Después se iba a la cama tranquila.

A veces le costaba dormirse, entonces recordaba minuciosamente las historias que había visto. La primera película generalmente era del oeste y no es que a ella le gustara mucho, pero se deleitaba cuando los protagonistas se encerraban en sus casas o en los fuertes para defenderse de los indios o de otros pistoleros que estaban a punto de atacarles. Aquellos pioneros del oeste tomaban a menudo tazas de café, alrededor del fuego.

Ella se fijaba en el movimiento lento de las manos de los protagonistas, mientras agarraban la taza y en sus labios, cuando sorbían aquel líquido negro y caliente, para luego reproducirlo con su prima. Marga no había probado en su vida café, pues sus padres no lo tomaban, decían que no era bueno para la salud, sin embargo ella siempre que jugaba en su cocinita de madera, cogía los cacharros, agua del grifo y tierra de las macetas del patio y le preparaba un brebaje oscuro a su prima, que solía repetirle un poco molesta:

-  ¡Ya estoy harta de tus cafés, a ver si preparas otra cosa!

De noche le encantaba escuchar la lluvia que chocaba contra los cristales de la claraboya que lindaba con su cuarto, entonces se imaginaba que estaba dentro de una cabaña de madera en un bosque y que algunos maleantes les atacaban y ella se escondía con su hermanito en un lugar secreto, una especie de altillo de madera. Entonces se dormía sosegada.

Había cuatro cines en el pueblo, pero a partir de los años setenta los furon cerrando uno tras otro. A medida que el tiempo iba pasando, tras el cierre del último cine, para Marga, ya adolescente, los domingos por la tarde empezaron a volvérsele lánguidos y repletos de largas horas de espera.

Abrieron discotecas y bares musicales en el paseo marítimo, y las amigas de Marga se volvían locas para ir a bailar, pero a ella no le gustaba mucho, echaba de menos el cine. Se sentía cohibida y le molestaba la música tan fuerte. De vez en cuando se dejaba convencer por sus amigas e iba a bailar, pero se divertía poco.

A los dieciocho años se fue a estudiar a Barcelona. Los viernes por la noche o los sábados por la mañana volvía en tren al pueblo. Los domingos después de comer preparaba la bolsa con ropa limpia, libros y víveres e iba a tomar de nuevo el tren. Llegaba a la estación de Cercanías de Barcelona a media tarde, entraba en la boca del metro, hacía un trasbordo y en media hora llegaba al apartamento donde se alojaba. Subía en ascensor, abría la puerta, dejaba los bultos en su cuarto, la comida en la nevera y salía.

Al cabo de un par de horas entraba de nuevo en el mismo edificio, cogía las escaleras, pues si no iba cargada, prefería subir a pie los cuatro pisos que tomar el ascensor.

Casi siempre era la primera en llegar al apartamento que compartía con otras estudiantes. La cena de los domingos con sus compañeras no era tan fugaz como la de su casa, pues cada una de las chicas traía algo bueno del pueblo: pan, queso, salchichón, jamón, patatas, tomates, huevos, tartas y pasteles.

A menudo preparaban un gran tortilla de patatas y rebanadas de pan con tomate. Mientras comían hablaban y reían. Marga a veces les contaba a sus compañeras los pormenores de la película que había visto aquel domingo en el cine de abajo. En aquel entonces para Margarita las tardes de los domingos dejaron de ser lánguidas y aburridas y volvieron a llenarse de historias emocionantes.