Iván estaba sentado en un
vagón de tercera clase. El tren iba cruzando montes, valles y
grandes explanadas nevadas. Durante el largo trecho de llanura
permaneció inmóvil, mirando de forma obsesiva el paisaje monótono,
con la cabeza apoyada en el cristal frío de la ventanilla. Luego
esbozó una leve sonrisa, mientras pensaba en la baja definitiva que
le habían dado. Se sintió de golpe cansado, se dejó arrullar por
el movimiento del carruaje y poco a poco se le fueron cerrando los
ojos, pero tuvo varios sobresaltos, por las imágenes de gente
aterrorizada y de escenas escalofriantes, caóticas y sin sentido que aparecían en sus sueños.
El
tren iba bastante lleno, Iván se había acurrucado en un rincón.
Frente a él había una vieja campesina, de mejillas rojas y con el
cabello recogido en una trenza alrededor de la cabeza, que
le recordaba a su
madre. Llevaba varias capas de faldas largas, chalecos y
bufandas de lana de varios colores. No perdía de vista sus dos
bolsas llenas de gorros, guantes, calcetines y otras prendas de
punto, también tenía una cesta de mimbre sobre su regazo. Al cabo
de un rato la mujer sacó una hogaza de pan, una hoja de col y un
poco de queso curado y empezó a comer.
- ¿Quieres un poco?
Todo es de mi huerta y de mis animales, le dijo la mujer.
-
Muchas gracias, llevo provisiones en la mochila.
Iván, para
corresponder a la amabilidad de la mujer, pero también porque ella
le había estimulado la curiosidad, le preguntó a dónde iba y ella
le respondió:
- A Briansk, allí hay un mercado, donde va mucha
gente y gracias a Dios mi hermana me dará cobijo. Antes yo
regentaba una mercería, sin embargo las cosas fueron de mal en
peor, ahora apenas sobrevivo con mis cuatro animales y lo que me
el pedazo de
tierra de labranza que heredé de mi pobre marido.
Le dio
un mordisco al pan y al cabo de poco le
dijo:
- ¿Y tú a dónde vas?
- Voy a Tula, soy de
un pueblo cercano.
-
¡Supongo que tu madre estará esperándote en casa! ¿Quieres una
bufanda bonita para ella? Te haré un precio especial.
- ¿Usted cree
que le va a gustar? Le pidió Iván, con un gesto que no se sabía si
era de timidez o de molestia.
La anciana percibió el poco
interés que tenía aquel muchacho, bien plantado y de cara afilada,
por su mercancía, pero no se desanimó.
- A tu madre le va a
gustar este chal verde, ya verás, la abrigará y le quedará bien.
Las madres de los soldados siempre esperan con ansiedad y con el
corazón encogido que regresen sus hijos, sin embrago cuando vuelven
saltan de alegría, imagínate que ilusión les va a hacer si además
reciben un regalo… Hace muchos años yo tenía un hijo de tu edad,
que en 1986 fue reclutado para ir a luchar a Afganistán, pero jamás
regresó, fue alcanzado por una granada. Pensé que me moriría de
dolor, sin embargo les permití a mi esposo, familiares y amigos que
me cuidaran y que me ayudaran a superar el duelo. Me alivió mucho. Todavía
conservo todas las cartas de mi hijo, releerlas es como volver a
estar con él.
- Lo siento, dijo Iván y después de unos
segundos añadió: a mí una bala me hirió el brazo izquierdo,
por eso obtuve la baja por incapacidad física, de lo contrario,
tarde o temprano, a mí también me hubieran matado en esta guerra sin
sentido.
Iván compró a la vieja el chal verde, suave y
elegante como una estola de terciopelo. Durante un rato la anciana
siguió hablando de su mercancía.
- Un pequeño regalo o un simple detalle de afecto nos acerca más a las personas que queremos, terminó diciendo ella.
Iván
la iba escuchando en silencio, luego ella se durmió y no abrió los ojos
hasta que el tren empezó a disminuir la velocidad.
- Lo siento
si no he sido un buen compañero de viaje, usted en cambio, al
contarme su historia, me ha ofrecido un gran regalo, se lo agradezco
de todo corazón, le dijo él en voz baja, cuando el tren estaba a
punto de llegar a la estación de Bryansk.
Iván la ayudó a
bajar del vagón, la anciana se movía con torpeza por toda la ropa
que llevaba encima. Llamó a un mozo y le hizo cargar las maletas de
la mujer en un carrito.
Para agradecerle al joven soldado su amabilidad, la mujer le regaló unos guantes rojos, que él de ninguna manera quería, pero la anciana insistió tanto que se vio obligado a aceptarlos.
La nieve empezaba a deshacerse el día en que Ivan se fue a la guerra. Desde los primeros día rechazó todo lo que le podía hacer sufrir, se obligó a anestesiarse para protegerse de todas las atrocidades que iba viendo. No se desesperaba ni lloraba jamás y se esforzó en ir hacia adelante sin detenerse jamás, convirtiéndose en un autómata, insensible a todo lo que sucedía a su alrededor.
Iván llegó a Tula al anochecer, tuvo que esperar, en la estación de autobuses, una hora antes de que saliera el suyo. Sentado en la sala de espera desierta se cubrió la cara con las manos. Los guantes rojos que llevaba lo trasportaron a una explanada de tierra polvorienta, con una gran mancha de sangre junto a un cuerpo destrozado por una granada y sintió un dolor insólito en el pecho, pero no tan terrible como el que debió sentir aquella mujer al perder a su hijo; la vieja tendera con sus palabras había movido algo en él, el hielo que tenía dentro tal vez comenzaba a derretirse.
Abrió los ojos al oír las voces de dos personas que entraban en la sala de espera, miró el reloj y se dirigió a la plataforma donde estaba su autobús.
Al cabo de media hora, el autocar se detuvo en la parte más moderna del pueblo, luego hizo otra parada en su barrio, con calles estrechas y casas amontonadas. Iván fue el único pasajero que se bajó del autobús; en la plaza se demoró unos minutos para oler el humo que salía de las chimeneas de los tejados, luego echó a andar hacia la calle de enfrente, donde estaba el viejo caserón que habían construido sus antepasados. Nadie supo que había llegado.
La casa tenía una lucecita en la puerta. Iván buscó en su bolsillo la llave y al introducirla en la cerradura sintió una sensación agradable y desagradable a la vez: sí, por fin había llegado, pero tenía miedo de chocar con los cambios abrumadores que se habían producido en su ausencia. Un sudor frío lo recorrió. Se armó de valor y entró. Encontró a su madre cerca del fregadero, ella no podía estar quieta de lo impaciente que estaba y mientras lo esperaba trajinaba por la cocina. Iván besó a la mujer y se sentó a la mesa.
Después de contarle a su madre algunas de sus desventuras del frente, Iván guardó silencio. No le habló de sus compañeros muertos, ni de los cuerpos sin vida de los habitantes de las ciudades bombardeadas, ni de los soldados enemigos aplastados por su ejército y mucho menos de las atrocidades que él mismo tuvo que cometer.
La madre se levantó y terminó de preparar la cena. De vez en cuando
ella lo miraba en silencio. Mientras cenaban, la madre le habló de
su marido. Le dijo que un tribunal había prorrogado por seis meses
su detención, por haber participado en una manifestación pacífica
para denunciar el envío de soldados rusos a Ucrania, pero estaba
arriesgando diez años de prisión. La mujer tuvo que contener las
lágrimas para no estallar en un largo llanto liberador, como todas
las noches. Iván intentó cambiar de tema.
- ¿Cómo están
tus primas de Ryazan?
- Vinieron a verme el mes pasado, se
quedaron bastantes días conmigo, me ayudaron en todo, fueron muy
amables. ¡No sé que habría hecho sin ellas! Ahora me escriben y me
llaman a menudo.
A pesar de que la madre no le hubiera contado
a su hijo la situación económica desastrosa en que se hallaban, él
lo había entendido, notando que en las habitaciones faltaban
alfombras y algunos muebles antiguos de sus abuelos. Después de la
cena se sentaron delante del hogar, siguieron callados, observando
las llamas y escuchando el crepitar de la leña en el fuego.
Su cuarto estaba igual como lo había dejado él, se acostó en la
cama, pero no pudo dormir. Toda la noche estuvo cavilando sobre
pensamientos enredados y obsesivos.
Se levantó al amanecer. La
madre también madrugó para prepararle el desayuno. Entonces Iván
recordó el regalo, fue a buscarlo y mientras su madre, frente a la
estufa, esperaba que el café estuviera listo, él le colocó el chal
verde sobre los hombros.
La mujer se echó a reír y a llorar de
sorpresa y de emoción. Iván abrazó a su madre como nunca antes lo
había hecho.
- No sabes lo feliz que soy ahora que estás
conmigo, dijo la madre, arreglándose el chal.
- Todavía no se
lo digas a nadie que he regresado, le rogó Iván.
Luego se puso el abrigo, el gorro y los guantes, para a ir a ver a Sergej, su amigo de la infancia. Uno era demasiado tímido y el otro demasiado bajito, sin embargo hicieron virtud de sus defectos. Cuando eran adolescentes, los chicos del barrio los excluyeron de la pandilla y ellos se volvieron inseparables. Por las tardes se ayudaban mutuamente con los deberes, jugaban al ajedrez y hablaban de los libros de aventuras que habían leído, mientras los otros chicos corrían por el pueblo.
Sergei, tenía un rostro hermoso,
el pelo
tupido
y rizado, su cuerpo estaba bien proporcionado, pero era
pequeño. Tenía una
mirada dulce y apacible, a pesar de las bromas que le
hacían sus compañeros
por su estatura baja. Era el hijo menor del carpintero del pueblo y
cuando
su hermano fu
llamado al frente, él
se hizo
cargo de la carpintería. Era bueno haciendo muebles, nadie sabía de
dónde venía su talento como ebanista. El padre, al igual que antes
su abuelo y mucho antes
su bisabuelo, construían
y arreglaban
las puertas y las
ventanas de todas las
casas de la zona.
- Me
libré de
la guerra por ser demasiado bajo,
Sergej le iba
repitiendo a todo el
mundo, desde que Rusia
había comenzado a llamar a las armas a miles de soldados.
Mientras Iván
caminaba se mareó y tuvo que sentarse en un banco. Se cubrió el rostro con las manos, el color rojo de los guantes de nuevo se transformó en manchas de sangre sobre la nieve, luego
se tapó las orejas con las manos para no oír el ruido de las
bombas y de
los misiles, destruyendo edificios
por todas partes.
- ¿Me estoy volviendo loco o tal vez finalmente estoy abriendo los ojos a la realidad y a las atrocidades que antes no quería ver?, se preguntó.
Encendió
un cigarrillo y pensó en cómo había envejecido su madre. En todos
esos meses no le había escrito ni
una sola carta, solo de
vez en cuando le había llamado por teléfono.
- La hice sufrir demasiado, sin nunca
darle apoyo, dijo con un nudo en la garganta y empezó
a llorar.
Durante unos días repitió lo mismo: por la mañana se levantaba de la cama sin haber pegado ojo, desayunaba, salía de casa y se sentaba en un banco cavilando siempre sobre turbios pensamientos, pero no lograba ir a ver a su amigo. Cuando sentía que el frío penetrante entraba en sus huesos, regresaba a casa y volvía a acostarse para tratar de dormir un poco. Los ruidos suaves que provenían de la cocina lo arrullaban y se quedaba dormido por un rato, pero pronto se despertaba. Hasta la hora del almuerzo permanecía en la cama en un estado de sueño intermitente. Por la tarde deambulaba por las afueras del pueblo, pero cuando se ponía el sol iba al leñero a buscar trozos de madera para encender la chimenea. Por la noche, después de la cena, solía hacer compañía a su madre frente al televisor, mientras ella tejía.
Su
madre trataba de no hacerle preguntas, pero sufría viéndolo tan
inquieto.
Una
mañana un niño se sentó a su lado.
- ¿Cómo es que no vas
la escuela?
Iván le preguntó.
- Nuestra maestra está enferma, hoy
empezaremos las clases más tarde,
pero yo estoy mejor
afuera
que en casa.
-
Yo también estoy mejor afuera.
Al
cabo de unos días el niño volvió a sentarse junto a Iván y le
dijo:
- Mi padre está muy raro desde que volvió cojo de
Ucrania,
se agobia por nadad y a veces llora. Pasa la mayor parte del día en la cama y
por la noche bebe vodka solo, en la cocina. Él
cree que yo
no me doy
cuenta de nada, pero yo
he entendido
bien el trastorno
que la guerra le ha
causado a él y a toda nuestra familia.
Iván, conmovido por la sencillez
como el muchacho había
descrito el malestar
de los veteranos, se armó de valor y le
dijo:
- Lleva
tiempo volver a la vida cotidiana, hay que tener paciencia, está
enfermo y tiene que salir de esa terrible
pesadilla por la que ha
pasado; Yo también acabo de regresar a casa después de luchar en
esa guerra absurda y sin sentido y, como tu padre, me está costando
adaptarme.
Me encantaría ir a ver
a mi amigo carpintero,
pero todas las mañanas me quedo pegado a ese banco. Me avergüenzo
de ser tan cobarde, pero cada vez que lo
intento, un miedo
indescriptible se apodera de mí, empiezo a temblar y vuelvo a
casa.
El chico permaneció en silencio, como si reflexionara
sobre lo que Iván le
había dicho. Entonces de repente le
preguntó?
-
¿Tú también eras oficial, como mi padre?
- No, yo era un
soldado raso.
- Mi padre también tiembla de vez en cuando, pero
cuando me acerco a él parece que mi presencia le moleste, a veces
grita y me asusta, así que corro y me escondo fuera de casa. Mi
madre llora cuando lo ve así.
Luego
se calló y después de unos minutos añadió: ¿Y si vamos
juntos a ver a tu amigo carpintero?
Iván no se esperaba esa
propuesta y le respondió:
- Me lo pensaré.
Pasaron
los días. De vez en cuando el niño volvía a sentarse junto a
Iván.
Una tarde, cuando Iván caminaba lentamente por una
arboleda cerca de casa, tuvo el primer pensamiento positivo después
de tantos meses: era un esbozo de intención hacia su futuro. Se
maravilló de ese destello de luz que comenzaba a iluminarlo, luego
sintió el deseo de no olvidar jamás el día en que la tendera le
regaló los guantes rojos.
A la mañana siguiente, Iván le dijo al niño que estaba preparado para ir a ver a su amigo. Ivan le cogió la mano y fueron juntos a ver a Sergei. El joven ebanista se alegró mucho de volver a ver a su amigo que, al no tener noticias suyas desde hacía tiempo, temía que hubiera caído en el frente. El carpintero escuchó las vicisitudes de Iván mientras fumaba un cigarro con él. Ya que el taller de carpintería iba bastante bien, antes de que Iván se lo pidiera, Sergej le ofreció trabajo a su amigo.
Ivan empezó a dormir por la noche, hacía la compra y
en casa se ocupaba de todo. También logró recuperar las alfombras y
los muebles que habían sido empeñados. Una tarde se sentó en su
antiguo escritorio y le escribió una carta a su padre.
Por
la tarde, después del trabajo, iba a clase en la facultad de
Enseñanza y Educación de Tula, para terminar sus estudios,
interrumpidos cuando tuvo que ir la guerra.
Después de varios
meses, Iván logró conseguir el título de maestro de escuela
primaria. Le dieron una plaza en un pueblo apartado de la provincia y
tuvo que dejar su trabajo en la carpintería. Una mañana se despidió
de Sergej, abrazó a su madre y se marchó.