mercoledì 21 dicembre 2022

La vieja vendedora

 





Iván estaba sentado en un vagón de tercera clase. El tren iba cruzando montes, valles y grandes explanadas nevadas. Durante el largo trecho de llanura permaneció inmóvil, mirando de forma obsesiva el paisaje monótono, con la cabeza apoyada en el cristal frío de la ventanilla. Luego esbozó una leve sonrisa, mientras pensaba en la baja definitiva que le habían dado. Se sintió de golpe cansado, se dejó arrullar por el movimiento del carruaje y poco a poco se le fueron cerrando los ojos, pero tuvo varios sobresaltos, por las imágenes de gente aterrorizada y de escenas escalofriantes, caóticas y sin sentido que  aparecían en sus sueños.
El tren iba bastante lleno, Iván se había acurrucado en un rincón. Frente a él había una vieja campesina, de mejillas rojas y con el cabello recogido en una trenza alrededor de la cabeza, que le recordaba a su madre. Llevaba varias capas de faldas largas, chalecos y bufandas de lana de varios colores. No perdía de vista sus dos bolsas llenas de gorros, guantes, calcetines y otras prendas de punto, también tenía una cesta de mimbre sobre su regazo. Al cabo de un rato la mujer sacó una hogaza de pan, una hoja de col y un poco de queso curado y empezó a comer.
- ¿Quieres un poco? Todo es de mi huerta y de mis animales, le dijo la mujer.
- Muchas gracias, llevo provisiones en la mochila.
Iván, para corresponder a la amabilidad de la mujer, pero también porque ella le había estimulado la curiosidad, le preguntó a dónde iba y ella le respondió:
- A Briansk, allí hay un mercado, donde va mucha gente y gracias a Dios mi hermana me dará cobijo. Antes yo regentaba una mercería, sin embargo las cosas fueron de mal en peor, ahora apenas sobrevivo con mis cuatro animales y lo que me el pedazo de tierra de labranza que heredé de mi pobre marido.
Le dio un mordisco al pan y al cabo de poco le dijo:
- ¿Y tú a dónde vas?
- Voy a Tula, soy de un pueblo cercano.

- ¡Supongo que tu madre estará esperándote en casa! ¿Quieres una bufanda bonita para ella? Te haré un precio especial.
- ¿Usted cree que le va a gustar? Le pidió Iván, con un gesto que no se sabía si era de timidez o de molestia.
La anciana percibió el poco interés que tenía aquel muchacho, bien plantado y de cara afilada, por su mercancía, pero no se desanimó.
- A tu madre le va a gustar este chal verde, ya verás, la abrigará y le quedará bien. Las madres de los soldados siempre esperan con ansiedad y con el corazón encogido que regresen sus hijos, sin embrago cuando vuelven saltan de alegría, imagínate que ilusión les va a hacer si además reciben un regalo… Hace muchos años yo tenía un hijo de tu edad, que en 1986 fue reclutado para ir a luchar a Afganistán, pero jamás regresó, fue alcanzado por una granada. Pensé que me moriría de dolor, sin embargo les permití a mi esposo, familiares y amigos que me cuidaran y que me ayudaran a superar el duelo. Me alivió mucho. 
Todavía conservo todas las cartas de mi hijo, releerlas es como volver a estar con él.

- Lo siento, dijo Iván y después de unos segundos añadió: a mí una bala me hirió el brazo izquierdo, por eso obtuve la baja por incapacidad física, de lo contrario, tarde o temprano,  a mí también me hubieran matado en esta guerra sin sentido.
Iván compró a la vieja el chal verde, suave y elegante como una estola de terciopelo. Durante un rato la anciana siguió hablando de su mercancía.

- Un pequeño regalo o un  simple detalle de afecto nos acerca más a las personas que queremos, terminó diciendo ella.

Iván la iba escuchando en silencio, luego ella se durmió y no abrió los ojos hasta que el tren empezó a disminuir la velocidad.
- Lo siento si no he sido un buen compañero de viaje, usted en cambio, al contarme su historia, me ha ofrecido un gran regalo, se lo agradezco de todo corazón, le dijo él en voz baja, cuando el tren estaba a punto de llegar a la estación de Bryansk.
Iván la ayudó a bajar del vagón, la anciana se movía con torpeza por toda la ropa que llevaba encima. Llamó a un mozo y le hizo cargar las maletas de la mujer en un carrito.

Para agradecerle al joven soldado su amabilidad, la mujer le regaló unos guantes rojos, que él de ninguna manera quería, pero la anciana insistió tanto que se vio obligado a aceptarlos.

La nieve empezaba a  deshacerse el día en que Ivan se fue a la guerra. Desde los primeros día rechazó todo lo que le podía hacer sufrir, se obligó a anestesiarse para protegerse de todas las atrocidades que iba viendo. No se desesperaba ni lloraba jamás y se esforzó en ir  hacia adelante sin detenerse jamás, convirtiéndose en un autómata, insensible a todo lo que sucedía a su alrededor.

Iván llegó a Tula al anochecer, tuvo que esperar, en la estación de autobuses, una hora antes de que saliera el suyo. Sentado en la sala de espera desierta se  cubrió la cara con las manos. Los guantes rojos que llevaba lo trasportaron a una explanada de tierra polvorienta,  con una gran mancha de sangre junto a un cuerpo destrozado por una granada y sintió un dolor insólito en el pecho, pero no tan terrible como el que debió sentir aquella mujer al perder a su hijo; la vieja tendera con sus palabras había movido algo en él, el hielo que tenía dentro tal vez comenzaba a derretirse.

Abrió los ojos al oír las voces de dos personas que entraban en la sala de espera, miró el reloj y se dirigió a la plataforma donde estaba su autobús.

Al cabo de media hora, el autocar se detuvo en la parte más moderna del pueblo, luego hizo otra parada en su barrio, con calles estrechas y casas amontonadas. Iván fue el único pasajero que se bajó del autobús; en la plaza se demoró unos minutos para oler el humo que salía de las chimeneas de los tejados, luego echó a andar hacia la calle de enfrente, donde estaba el viejo caserón que habían construido sus antepasados. Nadie supo que había llegado.

La casa tenía una lucecita en la puerta. Iván buscó en su bolsillo la llave y al introducirla en la cerradura sintió una sensación agradable y desagradable a la vez: sí, por fin había llegado, pero tenía miedo de chocar con los cambios abrumadores que se habían producido en su ausencia. Un sudor frío lo recorrió. Se armó de valor y entró. Encontró a su madre cerca del fregadero, ella no podía estar quieta de lo impaciente que estaba y mientras lo esperaba trajinaba por la cocina. Iván besó a la mujer y se sentó a la mesa.

Después de contarle a su madre algunas de sus desventuras del frente, Iván guardó silencio. No le habló de sus compañeros muertos, ni de los cuerpos sin vida de los habitantes de las ciudades bombardeadas, ni de los soldados enemigos aplastados por su ejército y mucho menos de las atrocidades que él mismo tuvo que cometer.

La madre se levantó y terminó de preparar la cena. De vez en cuando ella lo miraba en silencio. Mientras cenaban, la madre le habló de su marido. Le dijo que un tribunal había prorrogado por seis meses su detención, por haber participado en una manifestación pacífica para denunciar el envío de soldados rusos a Ucrania, pero estaba arriesgando diez años de prisión. La mujer tuvo que contener las lágrimas para no estallar en un largo llanto liberador, como todas las noches. Iván intentó cambiar de tema.
- ¿Cómo están tus primas de Ryazan?
- Vinieron a verme el mes pasado, se quedaron bastantes días conmigo, me ayudaron en todo, fueron muy amables. ¡No sé que habría hecho sin ellas! Ahora me escriben y me llaman a menudo.
A pesar de que la madre no le hubiera contado a su hijo la situación económica desastrosa en que se hallaban, él lo había entendido, notando que en las habitaciones faltaban alfombras y algunos muebles antiguos de sus abuelos. Después de la cena se sentaron delante del hogar, siguieron callados, observando las llamas y escuchando el crepitar de la leña en el fuego.
Su cuarto estaba igual como lo había dejado él, se acostó en la cama, pero no pudo dormir. Toda la noche estuvo cavilando sobre pensamientos enredados y obsesivos.
Se levantó al amanecer. La madre también madrugó para prepararle el desayuno. Entonces Iván recordó el regalo, fue a buscarlo y mientras su madre, frente a la estufa, esperaba que el café estuviera listo, él le colocó el chal verde sobre los hombros.
La mujer se echó a reír y a llorar de sorpresa y de emoción. Iván abrazó a su madre como nunca antes lo había hecho.
- No sabes lo feliz que soy ahora que estás conmigo, dijo la madre, arreglándose el chal.
- Todavía no se lo digas a nadie que he regresado, le rogó Iván.

Luego se puso el abrigo, el gorro y los guantes, para a ir a ver a Sergej, su amigo de la infancia. Uno era demasiado tímido y el otro demasiado bajito, sin embargo hicieron virtud de sus defectos. Cuando eran adolescentes, los chicos del barrio los excluyeron de la pandilla y ellos se volvieron inseparables. Por las tardes se ayudaban mutuamente con los deberes, jugaban al ajedrez y hablaban de los libros de aventuras que habían leído, mientras los otros chicos corrían por el pueblo.

Sergei, tenía un rostro hermoso, el pelo tupido y rizado, su cuerpo estaba bien proporcionado, pero era pequeño. Tenía una mirada dulce y apacible, a pesar de las bromas que le hacían sus compañeros por su estatura baja. Era el hijo menor del carpintero del pueblo y cuando su hermano fu llamado al frente, él se hizo cargo de la carpintería. Era bueno haciendo muebles, nadie sabía de dónde venía su talento como ebanista. El padre, al igual que antes su abuelo y mucho antes su bisabuelo, construían y arreglaban las puertas y las ventanas de todas las casas de la zona.
-
Me libré de la guerra por ser demasiado bajo, Sergej le iba repitiendo a todo el mundo, desde que Rusia había comenzado a llamar a las armas a miles de soldados.
Mientras Iván caminaba se mareó y tuvo que sentarse en un banco. Se cubrió el rostro con las manos, el color rojo de los guantes de nuevo se transformó en manchas de sangre sobre  la nieve, luego se tapó las orejas con las manos para no oír el ruido de las bombas y de los misiles, destruyendo edificios por todas partes.

- ¿Me estoy volviendo loco o tal vez finalmente estoy abriendo los ojos a la realidad y a las atrocidades que antes no quería ver?, se preguntó.

Encendió un cigarrillo y pensó en cómo había envejecido su madre. En todos esos meses no le había escrito ni una sola carta, solo de vez en cuando le había llamado por teléfono.
- La hice sufrir demasiado, sin nunca darle apoyo, dijo con un nudo en la garganta y
empezó a llorar.

Durante unos días repitió lo mismo: por la mañana se levantaba de la cama sin haber pegado ojo, desayunaba, salía de casa y se sentaba en un banco cavilando siempre sobre turbios pensamientos, pero no lograba ir a ver a su amigo. Cuando sentía que el frío penetrante entraba en sus huesos, regresaba a casa y volvía a acostarse para tratar de dormir un poco. Los ruidos suaves que provenían de la cocina lo arrullaban y se quedaba dormido por un rato, pero pronto se despertaba. Hasta la hora del almuerzo permanecía en la cama en un estado de sueño intermitente. Por la tarde deambulaba por las afueras del pueblo, pero cuando se ponía el sol iba al leñero a buscar trozos de madera para encender la chimenea. Por la noche, después de la cena, solía hacer compañía a su madre frente al televisor, mientras ella tejía.

Su madre trataba de no hacerle preguntas, pero sufría viéndolo tan inquieto.
Una mañana un niño se sentó a su lado.
- ¿Cómo es que no
vas la escuela? Iván le preguntó.
-
Nuestra maestra está enferma, hoy empezaremos las clases más tarde, pero yo estoy mejor afuera que en casa.
- Yo también estoy mejor
afuera.
Al cabo de unos días el niño volvió a sentarse junto a Iván y le dijo:
- Mi padre está muy raro desde que volvió cojo de
Ucrania, se agobia por nadad y a veces llora. Pasa la mayor parte del día en la cama y por la noche bebe vodka solo, en la cocina. Él cree que yo no me doy cuenta de nada, pero yo he entendido bien el trastorno que la guerra le ha causado a él y a toda nuestra familia.
Iván, conmovido por la sencillez
como el muchacho había descrito el malestar de los veteranos, se armó de valor y le dijo:
- Lleva tiempo volver a la vida cotidiana, hay que tener paciencia, está enfermo y tiene que salir de esa
terrible pesadilla por la que ha pasado; Yo también acabo de regresar a casa después de luchar en esa guerra absurda y sin sentido y, como tu padre, me está costando adaptarme. Me encantaría ir a ver a mi amigo carpintero, pero todas las mañanas me quedo pegado a ese banco. Me avergüenzo de ser tan cobarde, pero cada vez que lo intento, un miedo indescriptible se apodera de mí, empiezo a temblar y vuelvo a casa.
El chico permaneció en silencio, como si
reflexionara sobre lo que Iván le había dicho. Entonces de repente le preguntó?

- ¿Tú también eras oficial, como mi padre?
- No, yo era un soldado raso.
- Mi padre también tiembla de vez en cuando, pero cuando me acerco a él parece que mi presencia le moleste, a veces grita y me asusta, así que corro y me escondo fuera de casa. Mi madre llora cuando lo ve así.

Luego se calló y después de unos minutos añadió: ¿Y si vamos juntos a ver a tu amigo carpintero?
Iván no se esperaba esa propuesta y le respondió:
- Me lo pensaré.

Pasaron los días. De vez en cuando el niño volvía a sentarse junto a Iván.
Una tarde, cuando Iván caminaba lentamente por una arboleda cerca de casa, tuvo el primer pensamiento positivo después de tantos meses: era un esbozo de intención hacia su futuro. Se maravilló de ese destello de luz que comenzaba a iluminarlo, luego sintió el deseo de no olvidar jamás el día en que la tendera le regaló los guantes rojos.

A la mañana siguiente, Iván le dijo al niño que estaba preparado para ir a ver a su amigo. Ivan le cogió la mano y fueron juntos a ver a Sergei. El joven ebanista se alegró mucho de volver a ver a su amigo que, al no tener noticias suyas desde hacía tiempo, temía que hubiera caído en el frente. El carpintero escuchó las vicisitudes de Iván mientras fumaba un cigarro con él.  Ya que el taller de carpintería iba bastante bien, antes de que Iván se lo pidiera, Sergej le ofreció trabajo a su amigo.

Ivan empezó a dormir por la noche, hacía la compra y en casa se ocupaba de todo. También logró recuperar las alfombras y los muebles que habían sido empeñados. Una tarde se sentó en su antiguo escritorio y le escribió una carta a su padre.
Por la tarde, después del trabajo, iba a clase en la facultad de Enseñanza y Educación de Tula, para terminar sus estudios, interrumpidos cuando tuvo que ir la guerra.
Después de varios meses, Iván logró conseguir el título de maestro de escuela primaria. Le dieron una plaza en un pueblo apartado de la provincia y tuvo que dejar su trabajo en la carpintería. Una mañana se despidió de Sergej, abrazó a su madre y se marchó.





mercoledì 14 dicembre 2022

La vecchia merciaia

    



Ivan era seduto su un vagone di terza classe. Il treno aveva attraversato monti, valli e grandi distese innevate. Per il lungo tratto di pianura rimase immobile a guardare ossessivamente il monotono paesaggio con la testa appoggiata sul vetro freddo del finestrino, poi fece un lieve sorriso mentre pensava al congedo ottenuto. Dopo, quando la stanchezza si fece sentire, chiuse gli occhi ed entrò in uno strano stato di dormiveglia, si lasciava cullare dal movimento del vagone, ma dopo poco lo svegliavano di soprassalto immagini di volti sofferenti e scene agghiaccianti, caotiche e prive di senso.

Il treno era abbastanza affollato, Ivan se ne stava rannicchiato in silenzio nel suo angolino. Di fronte a lui c’era una vecchia contadina, con le guance rosse e i capelli legati in una treccia intorno alla testa, che gli ricordava sua madre. Era infagottata con vari strati di lunghe gonne, giubbe e sciarpe di lana colorate. Sul pavimento aveva due borsoni, stracolmi di berretti, guanti, calzini e altri capi fatti a maglia, che la donna non perdeva d’occhio, teneva anche una cesta di vimini appoggiata sulle gambe. A un certo punto la donna tirò fuori un pezzo di pane, una foglia di cavolo nero e del formaggio stagionato e cominciò a mangiare.

- Vuole favorire? Sono tutti prodotti del mio orto e delle mie bestie, gli disse la donna.

- Grazie mille, ho delle provviste nello zaino.

Ivan, per ricambiare la gentilezza della donna, ma anche perché ne era un po’ incuriosito, le domandò dove fosse diretta, lei si coprì la testa col cappuccio della giubba e gli rispose:

- A Bryansk, lì c’è un mercato, dove capita molta gente e grazie a Dio ho una sorella che mi può ospitare. Io prima ero una merciaia, ma le cose si sono messe male, adesso sopravvivo a stento con i miei quattro animali e quello che mi offre la poca terra che ho ereditato dal mio povero marito.

Diede un morso al tozzo di pane e dopo un po’ disse:

- E tu dove vai?

- Io vado a Tula, sono di un paesino vicino.

- Immagino che lì ci sia tua madre ad aspettarti! Vuoi una bella sciarpa per lei? Te la metterò a poco.

- Lei pensa che potrebbe piacerle? Domandò Ivan, con un gesto che non si capiva se era di timidezza o di fastidio.

La vecchia percepì il poco interesse per la sua merce che aveva quel ragazzo snello e dal viso affilato, ma non si scoraggiò.

- Questo scialle verde le piacerà, vedrai, le terrà caldo e farà bella figura. Le madri aspettano il ritorno dei figli soldati con ansia e con il cuore rimpicciolito, ma quando entrano in casa saltano di gioia, figurati cosa farebbero se ricevessero da loro anche un dono….. Io molti anni fa avevo un figlio della tua età, nel 1986 è stato chiamato alle armi in Afghanistan, ma non ha fatto più ritorno, è stato colpito da una granata. Pensavo di morire dal dolore, ma ho permesso a mio marito ed a alcuni parenti di confortarmi e di aiutarmi a superare il lutto.

Conservo ancora tutte le lettere di mio figlio, rileggendole è come stare vicino a lui.

- Mi dispiace, disse Ivan e dopo qualche secondo aggiunse: io sono stato ferito da una pallottola che mi ha spappolato il braccio sinistro, perciò ho ottenuto il congedato per inidoneità fisica, altrimenti prima o poi, in questa guerra senza senso, sarei morto anch’io.

Ivan comprò alla merciaia lo scialle verde, morbido ed elegante come una stola di velluto e per un altro po’ la vecchia continuò a parlare della sua merce.

Ivan la ascoltava in silenzio, dopo lei si appisolò e non aprì gli occhi fino a quando il treno cominciò a rallentare.

- Scusi se non sono stato di grande compagnia, lei invece, raccontandomi la sua storia, mi ha fatto un bel dono, la ringrazio di cuore, le disse Ivan a voce bassa, mentre il treno stava arrivando alla stazione di Bryansk.

Ivan aiutò a scendere dal treno la vecchia imbacuccata, che si muoveva con una certa goffaggine. Chiamò un fattorino e fece caricare le borse della donna su un carrellino.

La merciaia per ringraziare il giovane soldato gli regalò dei guanti rossi, che in nessun modo lui voleva accettare, ma la vecchia tanto disse e tanto fece che lui si vide obbligato a prenderli.

La neve cominciava a fondersi il giorno in cui Ivan era partito per il fronte. Da subito aveva cercato di scansare ogni tipo di sofferenza, si era obbligato ad anestetizzarsi per proteggersi da tutte le atrocità che stava vedendo. Si era imposto di non disperarsi e piangere, di guardare avanti senza fermarsi mai, come un automa, insensibile a tutto ciò che succedeva intorno.

Ivan arrivò a Tula all’imbrunire, dovette aspettare nella stazione degli autobus un’ora, prima della partenza della sua corriera. Seduto nella deserta sala d’attesa si coprì il viso con le mani. Il colore rosso dei guanti che indossava divenne una grande macchia di sangue, accanto a un corpo colpito da una granata, su una distesa di terra polverosa. Sentì al petto un dolore insolito, ma non così terribile come quello che sicuramente aveva provato la donna nel perdere il figlio; quella vecchia merciaia aveva smosso qualcosa in lui, quel ghiaccio che aveva dentro forse gli si stava cominciando a sciogliere, pensò. Aprì gli occhi quando un gruppetto di persone entrò nella sala d’attesa, guardò l’orologio e si diresse al binario di partenza.

Dopo mezz’ora il pullman si fermò nella parte più moderna della cittadina, poi fece una sosta in un piccolo borgo, dove le strade erano strette e le case addensate. Ivan fu l’unico a scendere dalla corriera; nella piazza si trattenne qualche minuto per annusare l’aria impregnata di fumo che usciva dai comignoli dei tetti, poi cominciò a camminare verso la strada di fronte, dove c’era il vecchio caseggiato che avevano costruito i suoi antenati. Nessuno seppe del suo arrivo.

La casa aveva una lucina accesa sulla porta. Ivan cercò in tasca la chiave e mentre la metteva nella serratura provò una sensazione gradevole e sgradevole insieme: sì, era finalmente arrivato, ma aveva paura di scontrarsi con i travolgenti cambiamenti, avvenuti in sua assenza. Un sudore freddo lo percorse. Si fece coraggio ed entrò. Trovò la madre vicino all’acquaio, la quale dall’impazienza non riusciva a stare ferma e mentre lo attendeva si stava dando da fare in cucina. Ivan aveva baciato la donna e si era seduto a tavola.

Dopo aver raccontato alla madre alcune delle sue disavventure sul fronte, Ivan si zitti. Non le parlò né dei sui compagni morti, né dei corpi senza vita degli abitanti delle città bombardate, né dei soldati nemici martoriati dal suo esercito, né tanto meno delle atrocità che lui stesso era stato costretto a compiere.

La madre si alzò e finì di preparare la cena. Ogni tanto lo guardava in silenzio. Mentre cenavano parlò del marito. Gli raccontò che un tribunale aveva prorogato di sei mesi la sua detenzione, per aver partecipato a una manifestazione pacifica per denunciare l’invio di militari russi in Ucraina, però rischiava dieci anni di carcere. La donna dovette trattenere le lacrime per non scoppiare in un lungo pianto liberatorio come faceva ogni sera. Ivan cercò di cambiare argomento.

- Parlami delle tue cugine di Ryazan, vi siete sentite di recente?

- Sono venute a trovarmi il mese scorso, sono state da me un bel po’, mi hanno aiutato in tutto, sono state molto care, senza di loro non ce l’avrei fatta. Adesso mi scrivono e chiamano molto spesso.

Nonostante la madre avesse evitato di riferire al figlio la penosa situazione economica in cui si trovava, lui l’aveva capito, vedendo le stanze spoglie di tappeti e di alcuni mobili. Dopo cena si sedettero vicino al camino in silenzio, osservando le fiamme e ascoltando il lento crepitio dell’enorme ceppo sul fuoco.

La sua cameretta era rimasta come lui l’aveva lasciata, si sdraiò sul letto, ma non riuscì a prendere sonno. Rimuginò tutta la notte su pensieri ingarbugliati e ossessiviSi alzò all’alba. La madre era già in piedi e si arrabattava in cucina per preparare la colazione. Ivan si ricordò del regalo. Andò a prenderlo e mentre la madre, di fronte ai fornelli, aspettava che il caffè fosse pronto, lui le appoggiò lo scialle verde sulle spalle. La donna scoppiò a ridere e a piangere dalla sorpresa ed dall’emozione. Ivan abbracciò la madre come non lo aveva mai fatto prima.

- Non sai quanto sono felice di averti a casa, disse la madre, aggiustandosi lo scialle.

- Non dire ancora a nessuno che sono ritornato, supplicò Ivan alla madre.

Poi indossò il cappotto, berretto e guanti, deciso ad andare da Sergej, il suo amico d’infanzia. Durante l’adolescenza entrambi erano stati esclusi dal gruppo di ragazzi del quartiere ed erano diventati inseparabili. Uno era troppo timido e l’altro troppo basso, ma dei loro difetti ne avevano fatto una virtù. I pomeriggi si aiutavano a fare i compiti, giocavano a scacchi e parlavano dei libri di avventure che avevano letto, mentre gli altri ragazzi scorrazzavano per il paese.

Sergej aveva un bel viso e folti capelli ricci, il suo corpo era ben proporzionato, ma molto più piccolo della media. Aveva uno sguardo dolce e gentile, nonostante le burle subite dai suoi coetanei per la sua bassa statura. Era il figlio minore del falegname del paese e da quando suo fratello era stato chiamato al fronte, lui aveva preso le redini della falegnameria. Era bravo a fare mobili, nessuno sapeva da dove gli venisse quel talento di ebanista. Il padre, come prima suo nonno e ancora prima suo bisnonno, costruiva e accomodava le porte e le finestre di tutte le abitazioni della zona.

- Ho scampato la guerra per essere troppo basso, ripeteva a tutti Sergej, da quando la Russia aveva iniziato a chiamare migliaia di soldati alle armi.

Mentre Ivan camminava sentì una sorta di vertigine che lo obbligò a sedere su una panchina. Si coprì il volto con le mani, il colore rosso dei guanti di nuovo si trasformò in macchie di sangue sulla neve immacolata, poi si portò le mani alle orecchie per non sentire il rumore delle bombe e dei missili che distruggevano dappertutto.

- Sto impazzendo o forse sto aprendo finalmente gli occhi alle atrocità che non volevo vedere? Si domandò.

Si accese una sigaretta e pensò a quanto fosse invecchiata sua madre. In tutti quei mesi non le aveva scritto nemmeno una lettera, solo ogni tanto lei aveva ricevuto una sua breve telefonata.

- L’ho fatta soffrire troppo, senza mai darle supporto, disse con un nodo in gola e cominciò a piangere.

Per alcuni giorni ripeté le stesse cose: la mattina si alzava dal letto senza aver chiuso occhio, faceva colazione, usciva di casa e si sedeva sulla panchina a rimuginare torbidi pensieri, ma non riusciva a farsi vivo con l’amico. Quando sentiva che il freddo pungente gli entrava dentro le ossa, ritornava a casa e si coricava di nuovo per cercare di dormire. I rumori soffici provenienti dalla cucina lo cullavano e per un po’ si addormentava, ma dopo poco si svegliava. Fino all’ora di pranzo restava a letto in uno stato di continua dormiveglia. Il pomeriggio vagava fuori del paese, ma quando il sole tramontava andava alla legnaia a prendere ciocchi di legna per accendere il camino. La sera dopo cena faceva compagnia alla madre davanti alla televisione, mentre lei lavorava a maglia.

La madre cercava di non fargli domande, ma soffriva vedendolo in quello stato di perenne inquietudine.

Una mattina un bambino si sedete accanto a lui.

- Come mai non sei a scuola? Gli domandò Ivan.

- Il maestro è malato e oggi cominceremo le lezioni un’ora dopo, ma io sto meglio fuori che a casa.

- Anch’io sto meglio fuori.

Dopo alcuni giorni il bambino si sedette di nuovo accanto a Ivan e gli disse:

- Mio padre da quando è ritornato zoppo dall’Ucraina è molto strano, si agita e a volte piange. Sta gran parte del giorno a letto e la notte beve vodka da solo in cucina. Lui pensa che io non mi sia accorto di niente, ma ho ben capito il male che la guerra ha fatto a lui e alla nostra famiglia.

Ivan, commosso della semplicità con cui il bambino aveva parlato del disagio dei reduci, si fece forza e disse:

- Ci vuole tempo a riprendere la vita di tutti giorni, dovete avere pazienza, lui sta male e deve uscire da questo incubo che ha vissuto; anch’io sono appena tornato a casa dopo aver combattuto in questa guerra assurda e inutile e, come tuo padre, ho difficoltà a inserirmi. Vorrei tanto andare dal mio amico falegname, ma tutte le mattine rimango appiccicato a questa panchina. Mi vergogno di essere così vigliacco, ma ogni volta che mi sono deciso, mi prende una paura indescrivibile, comincio a tremare e ritorno a casa.

Il bambino rimase in silenzio, come se stesse elaborando quello che gli aveva raccontato Ivan. Poi all’improvviso domandò?

- Eri ufficiale come mio padre?

- No, io ero un soldato semplice.

- Anche mio padre ogni tanto trema, ma quando mi avvicino sembra che la mia presenza gli dia fastidio, a volte urla e mi spaventa, allora corro a nascondermi fuori casa. Mia madre piange quando lo vede così, poi stette in silenzio e dopo alcuni minuti aggiunse: e se andassimo insieme dal tuo amico falegname?

Ivan non si aspettava quella proposta e gli rispose:

- Ci penserò.

Un pomeriggio in cui Ivan camminava lentamente per un boschetto vicino a casa, scoprì di avere il primo pensiero positivo, dopo tanti mesi: era un barlume d’intenzione rivolta al suo futuro. Si meravigliò di quell’inizio di luce che cominciava ad illuminarlo.

La mattina dopo Ivan disse al bambino che si sentiva pronto per andare dal falegname. Ivan gli diede la mano e andarono insieme da Sergej. Il giovane ebanista fu molto contento di rivedere l’amico che, non avendo avuto da tempo notizie sue, temeva che fosse caduto sul fronte. Il falegname ascoltò le vicissitudini di Ivan mentre fumava una sigaretta insieme a lui. Dato che la falegnameria stava andando piuttosto bene, prima che Ivan glielo chiedesse, Sergej offri un lavoro all’amico.

Ivan cominciò a dormire la notte, faceva la spesa e pensava a tutto della casa. Riuscì anche a recuperare i tappeti e i mobili che erano stati dati in pegno. Una sera si sedette alla sua vecchia scrivania e scrisse per prima volta una lettera al padre. Il pomeriggio, dopo il lavoro, cominciò a frequentare i corsi della facoltà di Magistero di Tula, per riprendere i suoi studi, interrotti quando dovette partire per la guerra.

Dopo diversi mesi Ivan riuscì a diventare maestro elementare. Gli diedero una cattedra in un paese sperduto della provincia e dovette lasciare il lavoro nella falegnameria. Una mattina salutò Sergej, abbracciò la madre e partì. Prese subito uno dei suoi libri, ma non lo aprì, guardò a lungo dal finestrino e vedendo cadere i primi fiocchi di neve della stagione, sentì per prima volta dopo tanti mesi un gran benessere e piano piano si addormentò.






giovedì 1 dicembre 2022

Un home bo

 

L'altre dia pel carrer em vaig trobar la Giovanna, una dona de la meva edat que viu al nostre barri. La vaig conèixer fa uns trenta anys, en un parc, on, en sortir del collegi, portàvem a jugar els nostres fills, després ens vam perdre de vista.

Al principi no la vaig reconèixer, estava més grassoneta, ja no portava cabellera morena, ara el seu cabell era curt, escàs i blanc, però el seu somriure era el mateix d'abans. El  gosset que portava olorava la cantonada del carrer bellugant la cua, mentre nosaltres parlàvem a la vorera.
Jo recordava que ella treballava a un hospital de la ciutat, era una cap infermera.
- Continues treballant? Li vaig preguntar.
- No, em vaig jubilar abans de la pandèmia, però al cap de pocs mesos vaig descobrir que tenia càncer de pulmó. A
mb la quimioteràpia van començar a caure'm els cabells.
- Quina mala sort, ho sento molt!
- Però dins de la desgràcia vaig tenir sort, ja que, fe
nt-me una ecografia per altres problemes menys importants, van descobrir el tumor, va dir aixó, portant se la mà dreta al pit.
- Encara sort que vas anar a fer-te una ecografia. I m'imagino l'angoixa i el patiment que vas
tenir, quan et van sotmetre a tractaments tan forts.
- Doncs sí, però vaig resistir i vaig sobreviure als efectes secundaris. Sent una dona positiva, vaig intentar lluitar pels meus fills i pel nét que estava a punt de néixer. Ara sembla que tot estigui sota control: els tractaments han funcionat i no m'he d'operar.
La Giovanna després de tossir una mica, va agafar un caramel de la seva bossa, se'l va posar a la boca i em va dir:
- El meu marit va fer el que va poder, però ho passava molt malament quan anàvem a l'hospital, un cop fins i tot es va desmaiar. Sovint m'acompanyaven els meus fills, però de vegades anava als tractaments de
quimioteràpia i de radioteràpia amb una amiga.
- Que bé! No tots tenen la sort de tenir amics i familiars que
els cuidin! Li vaig dir jo.
- Fins i tot el meu pare, que aleshores tenia gairebé cent anys, em va ajudar molt. Tenia bon caràcter i mai no es queixava, al contrari quan em trucava m'animava, explicant-me anècdotes i records seus. M'a
gradava molt escoltar la seva veu.
- No sabia que el teu pare havia arribat a fer cent anys. Vivia a Florència?
- No, vivia a la
comarca del Monte Amiata, de la província de Siena, a Badia San Salvatore, a la casa on va néixer. Quan va morir la meva mare, vam decidir que la dona polonesa, que tant be l'havia cuidat a ella, es quedés amb el meu pare. Ell en aquell temps no necessitava ningú, però va acceptar de bona gana les nostres decisions perquè no volia ser un pes per als fills. La meva germana vivia a prop seu i li donava un cop de mà, però ell se espavilava sol: cada matí baixava al jardí per cuidar les flors i regar la seva petita horta.
-
M’agrada saber que hi ha persones bondadoses com el teu pare.
- Va ser un pare meravellós per a mi, però crec que tots els que el van conèixer dirien que va ser un home bo. T'explicaré una cosa curiosa: uns mesos abans de la seva mort va rebre una carta d'un escriptor espanyol, que el meu pare, quaranta anys enrere, havia conegut. Aleshores el noi espanyol estava fent autoestop amb un amic i el meu pare els va recollir. Havia enfosquit i va decidir portar-los a casa seva. La meva mare va preparar un bon sopar i els va arreglar una cambra. A la carta a més de donar-li les gràcies al meu pare, li deia que volia anar-lo a veure.
- Sembla mentida que, després de tants anys, aquest escriptor
recordés l'amabilitat i la bondat del teu pare.
- En realitat, la història és una mica més llarga. Si no tens pressa, t'ho puc explicar.
- Amb molt de gust.
Ja veus estic tornant a casa del mercat, des que m'he jubilat vaig bé de temps, li vaig dir, deixant les bosses a terra.
La Giovanna llavors va començar a explicar-me els detalls de la història:
La meva germana
dos fills. Quan en Gabriele, el menor, feia l'últim any de batxillerat i se'n va anar de viatge d'estudis a Barcelona, va passar una cosa increïble.
El professor de lletres i la professora de gimnàstica
eran els seus acompanyants. Dia rere dia van caminar de llarg a llarg per la ciutat, apreciant la seva vitalitat i bellesa. També van visitar les obres de en Gaudí, el Museu Picasso i la fundació Miró. Al professor li agradaven els idiomes, li encantava escoltar les persones que parlaven català i moltes vegades feia notar als seus alumnes la diferència entre les dues llengües que es parlen a Catalunya.
El dia que
tornaven cap a Itàlia, a la frontera francesa, en una àrea de servei, on van parar per posar gasolina, el professor va comprar El País, un dels diaris més importants d'Espanya. Ell recordava les bases gramaticals de l'espanyol, que havia estudiat al curs de literatura de la Universitat, però no practicava l'idioma des de feia anys. Assegut a l'autobús que viatjava ràpid pel sud de França, el professor va obrir el diari. Els nois escoltaven música amb auriculars o dormien, hi havia un silenci insòlit. Gràcies als seus estudis clàssics i a la seva passió per les llengües modernes, el professor va poder comprendre força bé la majoria dels articles del diari.
Al cap de
una estona el professor va cridar al meu nebot pel micròfon de l'autocar.
- Gabriele Pots
venir cap aquì?
Ell, encara mig adormit, es va dirigir cap a la part d
e davant de l'autocar, on el professor estava assegut.
- Un dia em vas dir que el teu avi va estudiar llatí i que de vegades t'ajudava a
fer deures No? Per casualitat es diu Angelo Mambrini? Li va preguntar el professor.
- Sí, però no entenc per què em pregunta això ara.
El professor, indicant el diari obert sobre els seus genolls, li va contestar:
- Perquè acabo de llegir al diari d'avui l'article d'un famós escriptor espanyol, on explica el viatge que va fer a Itàlia a finals dels anys setanta. Parla del senyor Angelo Mambrini, que els va portar amb cotxe, a ell i al seu amic, dos estudiants autoestopistes, sense
diners però plens d'entusiasme i de curiositat. És emocionant quan explica que sense l'ajuda del teu avi aquella nit s'haurien mort de fred i gana a la cuneta de la carretera. Al noi espanyol el primer que li va cridar l’atenció de Angelo va ser la seva mirada noble.
- Jo no en sabia res, va dir el meu nebot.
- El noi espanyol estava estudiant Història d'Art a la Universitat de Granada i li agradava molt la llengua italiana, encara que la conegués poc. Es va sorprendre en descobrir que el teu avi havia estudiat llatí. Diu que, de tant en tant havien de recórrer al llatí, quan no s'entenien en els seus respectius idiomes. Descriu el teu avi com un home culte de mitjana edat, però simple com un pagès. Recorda amb detall la nit en què els teu
s avis els van acollir a casa seva. Acaba dient que al matí següent el teu avi els va acompanyar a Siena amb cotxe, a la parada de l'autobús directe a Roma i que els va donar diners per al viatge i una ampolla del millor vi.
- El meu avi és realment així: tan bo com el pa, li va dir
en Gabriele.
La Giovanna va deixar de parlar, per mirar una trucada i apagar el mòbil i després em va dir:
- Tan punt van arribar del viatge, el professor va voler anar amb
en Gabriele a veure el meu pare, per llegir-li l'article.
El meu pare es va emocionar veient el seu nom a
l diari i escoltant la traducció del professor.
- Recordo molt bé els dos nois espanyols, un es deia Antonio i l'altre Pedro. Els vaig veure des de lluny, eren dos
ombres immòbils a la vora de la carretera, però quan el meu cotxe es va aturar, tots dos van saltar d'alegria, ja havien perdut l'esperança que els recollissin. Va dir rient el meu pare,
- Angel, s'adona que el seu gest generós ha estat immortalitzat en aquest article? Li va comentar el professor.
- Sí, per això m'agradaria escriure-li i donar-li les gràcies a l'Antonio, va respondre el meu pare.
- Et prometo que en trobarem la direcció, va dir el meu nebot.
En Gabriele immediatament va escriure a l'editorial, on l'escriptor publicava i al cap de pocs dies va arribar la seva adreça. L'endemà al matí, el meu pare li va dictar una carta a en Gabriele.
La Giovanna la va buscar al mòbil i me la va llegir en veu alta:
Estimat Antonio,

d'aquí a uns quants dies faré cent anys. El millor regal, que mai hauria somiat per a aquest aniversari, ha estat la lectura del teu article de l'El País, en què parles del teu viatge a Itàlia de fa més de quaranta anys.
La vida és plena de coincidències increïbles: va ser obra de l'atzar que aquella tarda jo transités per aquella carretera comarcal;
Vaig anar a Siena per feina, però m'havia confós, la cita era per al dia següent, així que estava tornant a casa. Vosaltres us havíeu perdut per aquells paratges, però encara no us havíeu adonat. Us vaig veure desemparats i sense pensar-ho dues vegades us vaig portar a casa meva. Encara recordo les nostres xerrades, una mica en espanyol, una mica en italià i algunes paraules en llatí. Us vau menjar amb gana el plat de pasta i fesols que la meva dona havia cuinat i vau beure amb gust el nostre bon vi.
Fa uns dies, el professor del meu nebot, tornant d'un viatge d'estudis a Barcelona,
va comprar El País, a l'última àrea de servei d'Espanya, abans de la frontera francesa, això també és insòlit. Encara que ell conegués poc la llengua espanyola va llegir el teu article i va descobrir el meu nom.
Totes aquestes coincidències em toquen el cor, no sé com explicar-te les emocions que vaig sentir en llegir el teu article. Em sento un home afortunat.
Em vas
fer somriure quan vaig sentir que jo per a tu era un pagès culte, sí, jo era un home humil però decidit. Vaig tenir la sort d'estudiar a la Universitat de Siena. Podria haver anat a Roma a exercir la meva professió per guanyar més diners, però jo vaig voler quedar-me a Badia San Salvatore per ajudar, amb la meva feina, tots els que ho necessitessin. Estava orgullós de la meva terra i dels meus com-paisans.
Ara, assegut al meu jardí, tanco els ulls i penso que vaig fer molt bé a prendre aquella decisió, tot i que alguns familiars i amics m'ho desaconsellessin. No m'he tornat ni ric ni famós, no era aquesta la meva intenció, així que estic en pau amb mi mateix. Ara
em sento preparat per deixar el meu lloc a aquesta Terra a altres generacions.
Moltes felicitats pel gran escriptor en què t'has convertit.
T'agraeixo de tot cor que encara em recordis.
Angelo

- Quina carta tan bonica! Li vaig dir jo.
La Giovanna es va aturar uns segons, va posar una mà al bolso, va treure un mocador i es va assecar les dues llàgrimes que li corrien per les galtes, després va seguir la seva narració:
L'escriptor va respondre immediatament al meu pare, dient-li que la seva carta l'havia tocat profundament i que aniria a veure'l com més aviat millor; Però no va tenir temps de fer-ho, el meu pare va morir uns dies després, sense molestar ningú, una nit mentre dormia. Va acceptar la mort com ho havia acceptat tot en la seva vida, allò bo i allò dolent. M'agrada pensar que en el seu darrer somni, es va veure
mentre recorria lentament un trosset del seu camí, sense mirar enrere, perquè sabia que aviat arribaria al seu destí.
- Quines paraules
tan maques, Giovanna! Estimaves molt el teu pare!
- Sí,
el trobo a faltar cada dia.
Mentre les campanes de l'església propera estaven tocant les dotze del migdia, el gos de
la Giovanna, en veure passar un senyor amb un gos grandot, va començar a bordar. La Giovanna i jo ens vam adonar que havia passat gairebé una hora des que ens vam aturar parlant, així que ens vam acomiadar, intercanviant-nos els nostres números de telèfon. Mentre caminava cap a casa amb bosses de la compra, pensava que m'agradaria escriure la història de l'home bo, per no oblidar-la.








sabato 26 novembre 2022

Un hombre bueno

 


El otro día por la calle me encontré a Giovanna, una mujer de mi edad que vive en nuestro barrio. La conocí hace unos treinta años, en un parque, donde al salir de la escuela íbamos a que nuestros hijos jugaran, luego nos perdimos de vista.

Al principio no la reconocí, estaba más gordita, se había cortado el pelo, sus cabellos eran escasos y canos, ya no le quedaba nada de su preciosa melena, sin embargo su sonrisa era la misma de antaño. Su perrito olfateaba la esquina de la calle meneando la cola, mientras nosotras hablábamos en la acera.
Recordaba que ella trabajaba en un hospital de la ciudad, era la enfermera jefe.
- ¿Sigues trabajando? Le pregunté.
- No, me jubilé antes de la pandemia, pero al cabo de pocos meses descubrí que tenía cáncer de pulmón. A raíz de la quimioterapia empezó a caerme el pelo.

- ¡Qué mala suerte, lo siento mucho!
- Pero dentro de la desgracia tuve suerte, pues al hacerme una ecografía, por otros problemas menores, descubrieron el tumor, me lo dijo, llevando su mano derecha al pecho.
- Menos mal que fuiste a hacerte una ecografía. Y me imagino la angustia y el sufrimiento que sobrellevaste cuando te sometieron a tratamientos tan fuertes.
- Pues sí, pero resistí y sobreviví a los efectos secundarios. Siendo una mujer positiva, intenté luchar por mis dos hijos y por el nieto que estaba a punto de nacer. Ahora parece que todo esté bajo control: los tratamientos han funcionado y no tengo que operarme.
Giovanna tras toser un poquito, cogió un caramelo de su bolsa, se lo puso en la boca y siguió contándome:
- Mi marido hizo lo que pudo, pero lo pasaba muy mal cuando íbamos al hospital, una vez incluso se desmayó. A menudo me acompañaban mis hijos, pero a veces iba a los tratamientos de quimio y radioterapia con una amiga.
- ¡Qué bien! ¡No todos tienen la suerte de tener amigos y familiares que los cuiden! Le dije.
- Incluso mi padre, que entonces tenía casi cien años, me ayudó mucho. Tenía buen carácter y nunca se quejaba, al contrario cuando me llamaba me animaba, contándome anécdotas y recuerdos suyos. Me alegraba mucho escuchar su voz.
- No sabía que tu padre había llegado a cumplir cien años. ¿Vivía en Florencia?
- No, vivía en la zona del Monte Amiata, en la provincia de Siena, en Badia San Salvatore, en la casa donde nació. Cuando murió mi madre, decidimos que la mujer polaca, que con tanto cariño la había cuidado a ella, se quedara con mi padre. Él en aquel entonces no necesitaba a nadie, pero aceptó de buena gana nuestras decisiones porque no quería ser un peso para los hijos. Mi hermana vivía cerca de él y le echó una mano, pero él se las arreglaba solo: todas las mañanas bajaba al jardín para cuidar sus flores y regar su pequeña huerta.
- Me emociona saber que existen personas bondadosas como tu padre.
- Fue un padre maravilloso para mí, pero creo que todos los que lo conocieron dirían que fue un hombre bueno. Te voy a contar una cosa curiosa: unos meses antes de su muerte recibió una carta de un escritor español, que mi padre, cuarenta años atrás, había conocido. En aquel entonces el chico español estaba haciendo autostop con un amigo y mi padre los recogió. Había oscurecido y decidió llevarlos a su casa. Mi madre preparó una buena cena y les arregló un cuarto. En la carta además de darle las gracias a mi padre, le decía que quería ir a verlo.
- Parece mentira que, después de tantos años, ese escritor se acordara, de la amabilidad y bondad de tu padre.
- En realidad, la historia es un poco más larga. Si no tienes prisa, te lo puedo contar.
- Con mucho gusto. Como ves estoy volviendo a casa del mercado, desde que me he jubilado voy bien de tiempo, le dije, dejando las bolsas de la compra en el suelo.
Giovanna entonces comenzó a contarme los pormenores de la historia:
Mi hermana tiene dos hijos ventiañeros. Cuando Gabriele, el menor, que hacía 
el último año de bachillerato, se fue de viaje de estudios a  Barcelona, sucedió algo increíble. 

El profesor de letras y la profesora de gimnasia, fueron  sus acompañantes. Día tras día caminaron a lo largo y ancho por la ciudad, apreciando su vitalidad y belleza. También visitaron las obras de Gaudí, el Museo Picasso y la Fundaciò Miró. Al profesor le gustaban los idiomas, le encantaba escuchar a las personas que hablaban catalán y muchas veces les hacía notar a sus alumnos la diferencia entre las dos lenguas que se hablan en Cataluña. 

El día que salieron para Italia, en la frontera francesa, en una área de servicio, donde pararon para repostar gasolina, el profesor compró El País, uno de los diarios más importantes de España. Él recordaba las bases gramaticales del español, que había estudiado en el curso de literatura de la Universidad, pero no practicaba el idioma desde hacía años. Sentado en el autobús que viajaba veloz por el sur de Francia, el profesor abrió el periódico. Los chicos escuchaban música con auriculares o dormían, había un silencio insólito. Gracias a sus estudios clásicos y a su pasión por las lenguas modernas, el profesor pudo comprender bastante bien la mayoría de los artículos del periódico.

Al cabo de poco el profesor llamó a mi sobrino por el micrófono del autocar.
- Gabriele ¿Puedes acércate?
Él, todavía medio dormido, se dirigió hacia la parte delantera del autocar, donde estaba sentado el profesor.
- Un día me dijiste que tu abuelo estudió latín y que a veces te ayudaba en tus deberes ¿No? ¿Por casualidad se llama Angelo Mambrini? Le preguntó el profesor.
- Sí, pero no entiendo por qué me pregunta eso ahora.
El profesor, indicando el periódico abierto sobre sus rodillas, le contestó:
- Porque acabo de leer en el periódico de hoy el artículo de un famoso escritor español, donde cuenta el viaje que hizo a Italia a finales de los años setenta. Habla del señor Angelo Mambrini, que los llevó en coche, a él y su amigo, dos estudiantes autoestopistas, sin un duro pero llenos de entusiasmo y curiosidad. Es emocionante cuando cuenta que sin la ayuda de tu abuelo esa noche se habrían muerto de frío y hambre en la cuneta de la carretera. Al chico español lo primero que le llamó la atención de Angelo fue su mirada noble.
- Yo no sabía nada de eso, dijo mi sobrino.
- El muchacho español estaba estudiando Historia de Arte en la Universidad de Granada y le gustaba mucho la lengua italiana, aunque la conociera poco. Se asombró al descubrir que tu abuelo había estudiado latín. Cuenta que, de vez en cuando tenían que recurrir al latín, cuando no se entendían en sus respectivos idiomas. Describe a tu abuelo como un hombre culto de mediana edad, pero simple como un campesino. Recuerda con detalle la noche en que tus abuelos les dieron cobijo en su casa de Badia San Salvatore.  Acaba diciendo que a la mañana siguiente tu abuelo los acompañó a Siena en coche, a la parada del autobús directo a Roma y que les dio dinero para el viaje y una botella de su mejor vino.
- Mi abuelo es realmente así: tan bueno como el pan, le dijo Gabriele.
Giovanna dejó de hablar, 
 tras  recibir una llamada y apagar el móvil  y luego  me dijo:

- Tan pronto cuando llegaron del viaje, el profesor quiso ir con Gabriele a a ver a mi padre, para leerle el artículo.
Mi padre se emocionó  vindo su nombre en el artículo del periódico y escuchando la traducción del profesor.
- Recuerdo muy bien a los dos chicos españoles, uno se llamaba Antonio y el otro Pedro. Los vi desde lejos, eran dos bultos inmóviles al borde de la carretera, pero cuando mi coche se detuvo, los dos saltaron de alegría, habían perdido ya la esperanza de que los recogieran. Dijo riendo mi padre,
- ¿Angelo, se da cuenta de que su gesto generoso ha sido inmortalizado en ese artículo? Le comentó el profesor.
- Sí, por eso me gustaría escribirle y darle las gracias a Antonio, respondió mi padre.
- Te prometo que encontraremos su dirección, dijo mi sobrino.
Gabriele inmediatamente escribió a la editorial, donde el escritor publicaba y a los pocos días llegó su dirección. A la mañana siguiente, mi padre le dictó una carta a Gabriele.
Giovanna la buscó en su móvil y me la leyó en voz alta:

Querido Antonio,
dentro de unos días
cumpliré cien años. El mejor regalo, que nunca hubiera soñado para este  aniversario, ha sido la lectura de tu artículo de El País, en el que hablas de tu viaje a Italia de hace más de cuarenta años.
La vida
está llena de coincidencias increíbles: fue obra del azar que esa tarde yo transitara por aquella carretera comarcal; por la tarde fui a Siena, pues tenía una cita de negocios, pero me había confundido, la cita era para el día siguiente, así que estaba volviendo a casa. Vosotros os habíais perdido por aquellos parajes, pero aún no os habíais dado cuenta. Os vi desamparados y sin pensarlo dos veces os llevé a mi casa. Todavía recuerdo nuestras charlas, un poco en español, un poco en italiano y algunas palabras en latín. Os comisteis con avidez el plato de pasta y frijoles que mi mujer había cocinado y bebisteis nuestro buen vino con gusto.
Hace unos días,
el profesor de mi sobrino Gabriele, volviendo de un viaje de estudios a Barcelona, ​compró El País, en la última área de servicio de España, antes de la frontera francesa, esto también es insólito. Aunque él conociera poco la lengua española echó una ojeada a tu artículo y descubrió mi nombre.
Todas estas coincidencias
me tocan el corazón, no sé cómo explicarte las emociones que sentí al leer tu artículo. Me siento un hombre afortunado.
Me sacaste una sonrisa cuando
leí que yo para ti era un campesino culto, sí, yo era un hombre humilde pero decidido. Tuve el privilegio de estudiar en la Universidad de Siena. Podría haber ido a Roma a ejercer mi profesión para ganar más dinero, pero yo quise quedarme en Badia San Salvatore para ayudar, con mi trabajo, a todos los que lo necesitaran. Estaba orgulloso de mi tierra y de mis compaisanos.
Ahora, sentado en mi jardín, cierro los ojos y
pienso en que hice muy bien en tomar aquella decisión a pesar de que algunos familiares y amigos me lo desaconsejaran. No me he vuelto ni rico ni famoso, no era esa mi intención, así que estoy en paz conmigo mismo. Ahora creo que estoy listo para dejar mi lugar en esta Tierra a otras generaciones.
Much
as felicidades por el gran escritor en el que te has convertido.
Te agradezco de todo corazón que todavía me recuerdes.
Angelo
- ¡Qué carta
tan bonita! Le dije yo.
Giovanna se
detuvo de nuevo unos segundos, puso una mano en su bolso, sacó un pañuelo y se secó las dos lágrimas  que corrían por sus mejillas, luego siguió su narración:
El escritor respondió de inmediato a mi padre, diciéndole que su carta lo había tocado profundamente y que iría a verl
e lo antes posible; Pero no tuvo tiempo de hacerlo, mi padre murió unos días después, sin molestar a nadie, una noche mientras dormía. Aceptó la muerte como lo había aceptado todo en su vida, lo bueno y lo malo. Me gusta pensar que en su último sueño, se vio recorriendo despacio un trecho de su camino, sin mirar hacia atrás, porque sabía que pronto llegaría a su destino.
-
¡Qué lindas palabras, Giovanna! ¡Querías mucho a tu padre!
- Sí, lo extraño
cada día.
Mientras las campanas de la iglesia cercana estaban tocando las doce del mediodía, el perro de Giovanna, al ver pasar a
un señor con un perro grandote, comenzó a ladrar. Giovanna y yo nos dimos cuenta de que había pasado casi una hora desde que nos detuvimos hablando, así que nos despedimos, intercambiándonos nuestros números de teléfono. Mientras caminaba hacia casa con bolsas de la compra, iba pensando que iba a escribir la historia del hombre bueno, para no olvidarla.









martedì 22 novembre 2022

Un uomo buono

 

L’altra mattina ho incontrato per strada Giovanna, una mia coetanea che abita nel nostro quartiere. L’avevo conosciuta quando entrambe avevamo i bambini piccoli. Ci vedevamo in un giardino pubblico, dove, all’uscita della scuola, portavamo i figlioletti, poi c’eravamo perse di vista.

All'inizio non l'avevo riconosciuta, il suo corpo era un po’ appesantito e arrotondato, i suoi capelli corti, una volta neri e folti, adesso erano diventati più radi e bianchi, ma il suo sorriso era lo stesso di tanti anni prima. Il suo piccolo cane annusava l’angolo della strada scodinzolando, mentre noi parlavamo sul marciapiede.

Ricordavo di lei che lavorava in un ospedale della città, era un'infermiera-caposala.

- Ancora lavori, le domandai?

- Sono andata in pensione prima della pandemia, ma dopo poco ho scoperto di avere un tumore molto aggressivo.

- Che sfortuna, mi dispiace tanto!

- Ma nella sfiga sono stata fortunata, ero andata a farmi un’ecografia per altri problemi di poco conto, il giorno in cui hanno scoperto che avevo un tumore polmonare, disse Giovanna portandosi la mano sul petto.

- Meno male. Immagino l’angoscia e la sofferenza che hai patito durante le pesanti terapie antitumorali.

- Ho resistito e sono sopravvissuta a queste cure bestiali. Essendo una donna positiva, ho lottato per i miei due figli e per il nipotino che stava per nascere. Adesso sembra che tutto sia sotto controllo: le terapie hanno funzionato e non devo sottopormi a un’operazione.

Poi Giovanna, tossì, prese una caramella balsamica dalla borsa, la portò in bocca e continuò il suo racconto:

- Mio marito ha fatto quello che ha potuto, ma stava male quando veniva con me in ospedale, una volta è addirittura svenuto. Spesso sono stata accompagnata dai figli, ma qualche volta sono andata alle sedute di chemio e radioterapia con una amica.

- Non eri da sola! Questa è una bella cosa, non tutti hanno la fortuna di avere amici e parenti premurosi!! Le ho detto io.

- Anche mio padre, che allora aveva quasi cent’anni, mi ha aiutata molto. Lui aveva un buon carattere e non si lamentava mai, al contrario quando mi chiamava mi tirava su di morale, raccontandomi aneddoti e ricordi. Mi faceva tanto bene sentire la sua voce.

- Non sapevo che tuo padre fosse vissuto fino a cent’anni. Abitava a Firenze?

- No, abitava nella zona dell’Amiata senese, a Badia San Salvatore, nella casa dove era nato. Da quando era morta mia madre, avevamo deciso di tenerci la brava badante polacca che l’ aveva accudita con tanta dedizione fino alla fine. Mio padre a quei tempi non ne avrebbe avuto bisogno, ma accettava volentieri le nostre disposizioni perché non voleva diventare un peso per noi figli. Mia sorella abita lì vicino e gli dava una mano, ma lui fino all’ultimo è stato sempre in gamba: ogni mattina scendeva in giardino per curare i suoi fiori e annaffiare l’orticello.

- Mi commuovo quando sento parlare di persone come tuo padre. Dalle tue parole percepisco la sua bontà.

- Per me è stato un padre magnifico, ma penso che tutti quelli che lo hanno conosciuto ti potrebbero dire che è stato un grande uomo. Ti voglio raccontare un aneddoto curioso: qualche mese prima della sua morte ricevette una lettera di uno scrittore spagnolo, che mio padre, più di quaranta anni prima, aveva conosciuto. Il ragazzo spagnolo faceva autostop con un amico dalle parti di casa nostra e mio padre dette loro un passaggio. Era diventato buio e lui decise di dargli ospitalità. Mia madre preparò una bella cena e allestì una camera per i due autostoppisti. Nella lettera oltre i ringraziamenti, lo scrittore gli diceva che voleva incontrarlo.

- Bravo lo scrittore che dopo tanti anni si è ricordato della gentilezza e bontà di tuo padre.

- In realtà la storia è un po’ più lunga. Se non hai fretta, te la posso raccontare.

- Molto volentieri. Come vedi sto rientrando a casa dal mercato, anch’io sono in pensione come te e ho tanto tempo a mia disposizione, dissi io appoggiando le borse della spesa per terra.

Giovanna allora cominciò a raccontarmi come si era svolta la faccenda:

Mia sorella, che ha quattro anni meno di me, ha due figli ventenni. L’anno in cui il più piccolo andò in gita in Spagna, prima dell’esame di Maturità, successe qualcosa di incredibile. Il professore d’italiano, insieme alla professoressa di educazione fisica, accompagnarono i ragazzi di quinta Liceo a Barcellona. Girarono per lungo e largo la città, apprezzando la sua vivacità e bellezza. Visitarono anche le opere di Gaudì, il Museo Picasso e la Fundaciò Mirò. Il professore era molto curioso di ascoltare la gente che parlava il catalano e spesso faceva notare ai ragazzi le differenze tra le due lingue parlate in Catalogna. 

Il giorno della partenza per l’Italia, in un’area di servizio, dove si erano fermati a fare rifornimento di benzina, prima della frontiera francese, l’insegnante di lettere comprò El País, uno dei un giornali più importanti della Spagna. Si ricordava le basi grammaticali della lingua spagnola, che aveva imparato nel corso di letteratura all’Università, ma erano anni che non praticava la lingua. Seduto sul pullman che viaggiava veloce attraverso le terre del sud della Francia, il professore aprì il giornale. I ragazzi ascoltavano musica con le cuffie o dormivano, c’era un insolito silenzio. Grazie ai suoi studi classici e alla sua passione per le lingue moderne, il professore riuscì  a capire a grandi linee la maggior parte degli articoli del giornale.

A un certo punto il professore chiamò mio nipote, attraverso il microfono del pullman.

- Gabriele, puoi venire?

Lui, ancora mezzo addormentato, si recò verso la parte anteriore del pullman, dove il professore era seduto.

- Credo di ricordare che tuo nonno sapeva bene il latino e che ogni tanto ti aiutava a fare i compiti. Per caso si chiama Angelo Mambrini? Disse il professore.

- Si, ma perché mi domanda adesso questo?

Il professore, segnalando il giornale che aveva aperto sulle gambe, disse:

- Perché ho appena letto l’articolo di un noto scrittore spagnolo, dove racconta del viaggio che fece in Italia alla fine degli anni settanta. Parla dell’altruismo del señor Angelo Mambrini, il quale una sera, in cui lui e il suo amico, due studenti squattrinati ma pieni di entusiasmo e curiosità, facevano autostop, aveva dato loro un passaggio in macchina. Con grande emozione racconta che senza l’aiuto di tuo nonno quella notte sarebbero morti di freddo e di fame sul bordo di una strada deserta. Al ragazzo spagnolo la prima cosa che aveva colpito di Angelo era il suo sguardo nobile.

- Non ne sapevo niente di questa storia, disse mio nipote.

- Lo scrittore studiava Storia dell’arte all’Università di Granada e amava molto la lingua italiana, anche conoscendola poco. Il suo grande stupore fu scoprire che tuo nonno sapesse il latino e fosse laureato. Dice che, non capendosi sempre nelle rispettive lingue, ogni tanto dovevano ricorrere al latino. Descrive tuo nonno come uomo colto di mezza età, ma semplice come un contadino. Ricorda per filo e per segno la sera in cui furono ospitati a Badia San Salvatore e che la mattina dopo furono accompagnati da  Angelo a Siena, alla fermata dell’autobus per andare a Roma e che consegnò loro dei soldi per il viaggio e una bottiglia del suo miglior vino.

- Mio nonno è veramente così: buono come il pane, disse Gabriele con un filo di voce.

Giovanna  prese dalla borsa  il  cellulare che stava suonando e lo spense,  poi continuò:

Appena ritornati dalla gita, il professore volle andare con Gabriele a conoscere Angelo Manfrini, per rileggergli l’articolo. Mio padre si commosse al vedere il suo nome sull'articolo del giornale e mentre ascoltava la traduzione del professore e poi disse:

- Vidi i due ragazzi spagnoli in lontananza, erano immobili, seduti sul ciglio della strada, ma quando la mia macchina si fermò, i due saltarono di gioia, ormai avevano perso la speranza di avere un passaggio.

- Angelo, si rende conto che il suo gesto generoso è stato immortalato in questo articolo? Disse il professore.

- Per questo voglio ringraziare Antonio, rispose mio padre.

- E noi ti troveremo il suo indirizzo, disse Gabriele.

Gabriele scrisse subito alla casa editrice, dove lo scrittore pubblicava e dopo pochi giorni arrivò l’indirizzo. L’indomani mio padre dettò a Gabriele una lettera.

Giovanna la cercò sul cellulare e la lesse a voce alta:

Caro Antonio,

tra pochi giorni compierò cent’anni. Il regalo più grande, che non avrei mai sognato di avere per questo importante anniversario, è stato leggere il tuo articolo su El País, quello che parla del nostro incontro, avvenuto più di quaranta anni fa.

La vita è fatta da combinazioni incredibili: è stato un caso che quella sera io mi trovassi nella strada provinciale dell’Amiata; il pomeriggio ero andato a Siena per un appuntamento di lavoro, ma mi ero confuso, era per il giorno successivo, quindi stavo rientrando a casa. Voi vi eravate persi, ma ancora non vi eravate resi conto. Vi ho visti infreddoliti e senza pensarci due volte vi ho portati a casa. Ricordo ancora le nostre chiacchierate, un po’ in spagnolo, un po’ in italiano e qualche parola in latino. Avete mangiato con voracità il piatto di pasta e fagioli che aveva cucinato mia moglie e bevuto con gusto il nostro vino rosso.

Qualche giorno fa, il professore di uno dei miei nipoti, rientrando dalla gita scolastica a Barcelona, ha comprato El País, nell’ultimo giornalaio della Spagna, prima della frontiera francese, anche questa è una cosa insolita. Nonostante conoscesse poco la lingua spagnola i suoi occhi sono caduti sul tuo articolo e sul mio nome.

Tutte queste coincidenze mi riempiono il cuore. Mi sento un uomo fortunato, non so come spiegarti le emozioni che ho provato leggendo il tuo scritto.

Mi hai fatto sorridere quando parli del contadino laureato, si, ero un uomo umile ma determinato. Sono stato privilegiato ad aver frequentato in quei tempi l’Università di Siena. Avrei potuto andare a Roma a esercitare la mia professione per guadagnare più soldi, ma io ho voluto rimanere a Badia San Salvatore per aiutare, col mio mestiere, tutti quelli che ne avevano bisogno. Ero fiero della mia terra e dei mie compaesani.

Adesso seduto nel mio giardino chiudo gli occhi e apprezzo quella mia scelta di restare, nonostante fossi stato sconsigliato da parenti e amici. Non sono diventato ricco né famoso, non era il mio scopo di vita, per questo sono in pace con me stesso. Adesso credo di essere pronto per lasciare il mio posto su questa Terra ad altre generazioni.

Tanti complimenti per il grande scrittore che sei diventato. Bravo!!

Grazie di cuore per ricordati ancora di me.

Angelo

- E’ una lettera bellissima! Dissi io.

Giovanna, si era fermata qualche secondo prima di concludere la storia, per prendere un fazzoletto e asciugarsi le due lacrime  che scendevano sul suo viso.

- Lo scrittore rispose subito a mio padre, gli diceva che la sua lettera lo aveva toccato nel profondo e che al più presto sarebbe andato a trovarlo; Ma non fece in tempo, mio padre morì pochi giorni dopo, una notte nel sonno, senza disturbare nessuno. Accettò la morte come aveva accettato ogni cosa della sua vita, quelle buone e quelle cattive. Mi piace pensare che nel suo ultimo sogno, lui si vedeva camminando lentamente per una lunga strada, senza voltarsi indietro, perché sapeva che tra ben poco sarebbe arrivato a destinazione.

- Che belle parole, Giovanna! Volevi molto bene a tuo padre.

- Si, mi manca tanto.

Mentre le campane della chiesa vicina suonavano mezzogiorno, il cane di Giovanna, vedendo un altro cane piuttosto grosso che gli passava accanto col padrone, cominciò ad abbaiare. Giovanna ed io ci siamo accorte che era passata quasi un’ora da quando ci eravamo fermate a parlare, quindi ci siamo salutate, scambiandoci i numeri di telefono. Mentre camminavo con le borse della spesa verso casa pensavo che volevo scrivere la storia dell’uomo buono, per non dimenticarla.