giovedì 27 maggio 2021

Peripecias de un viaje durante la pandemia

 


Eran las doce de la mañana. Sara estaba de pie en la acera de la calle del colegio donde trabajaba. Dobló el cuerpo hacia adelante y mientras estaba  poniendo la llave en la cerradura del candado de su bicicleta, amarrada en un poste, oyó el sonido del móvil.

Dejó la cadena y buscó el teléfono en su bolsa de mano. Iba cargada con una mochila llena de apuntes, libros y el ordenador portátil. El teléfono seguía vibrando y ella impaciente lo iba buscando entre las mil cosas metidas en el bolso, al final dio con él.

- ¿Mamá estás dando clases?

- No, estoy en la calle. ¡Qué sorpresa tu llamada! ¿Pasa algo?

- No, tranquila, sólo quería decirte que han puesto vuelos directos de Florencia a Madrid, uno por semana, salen y vuelven sólo los jueves. ¿Por qué no venís a vernos tú y papá por Semana Santa?

- No me digas, y yo que estaba convencida de que en esa época de pandemia el aeropuerto de Florencia estaba cerrado. Me encantaría ir a veros, pero dejámelo pensar. ¡Tendría que pedir dos días de permiso! Se lo comentaré a tu padre y luego decidimos, le dijo Sara a Alba, con una voz alegre.

- Me gustaría muchísimo que viniérais, pensároslo. Mañana ya hablaremos, te dejo porque estoy en la oficina, le dijo Alba deprisa y corriendo.

Sara quitó la cadena de la bici y se fue a casa; mientras iba pedaleando, pensó en las palabras de Alba. Por un lado, estaba radiante de alegría, por el otro, temía que fuera un poco complicado viajar en aquellos días con tantos contagios.

Al llegar a casa se lo comentó a Oliviero, su marido y los dos decidieron que, si salían aviones de Florencia para Madrid, irían a ver a su hija. Sara volvió a coger la bici y se fue de nuevo a la escuela para presentar la solicitud de los dos días de permiso que necesitaba.

Al día siguiente por la noche hablaron con Alba y le dijeron que iban a ir a verla. Sara se encargó de sacar los billetes, pero al hacerlo tuvo una sorpresa: el vuelo de ida había sido cancelado.

- ¿Y ahora que hacemos? Se dijeron decepcionada Sara y Oliviero.

- Busquemos otros vuelos para Madrid que salgan de aeropuertos cercanos, le dijo Oli a Sara.

- ¿Estás seguro de que nos podemos desplazar a otras regiones, estando como estamos confinados? Le preguntó Sara a su marido.

- Consultemos el web oficial del gobierno italiano, dijo él.

Encendieron el ordenador y vieron que la página, dedicada a los viajes al extranjero, no era muy clara, ponía que se podía viajar a España, pero siempre siguiendo las normas que había en cada región, en el momento en que se emprendía el viaje.

₋ ¿Qué quiere decir eso? ¿Podemos ir o no? Se preguntaron los dos.

Pasaron unos días y cuando ya estaban decididos a salir de Bologna, confinaron toda la región de Emilia Romagna, por los muchos contagios que hubo en aquellos días.

- ¿Y ahora qué hacemos? Se preguntó Oli .

- ¿No sé si vamos a poder salir de nuestra región e ir a otra confinada? Voy a llamar al aeropuerto de Bologna, dijo ella decidida.

Sara no consiguió hablar con ningún empleado de la oficina de información del aeropuerto, sin embargo dejó un mensaje en una chat y al cabo de unas horas le contestaron.

Solo se puede entrar o salir de una región confinada, presentando una declaración en la que se diga que ustedes están viajando en circunstancias de extrema necesidad.

Sara y Oli se miraron pasmados y decidieron llamar a Alba para decirle que sería mejor postergar el viaje a principios de mayo. A Alba le supo un poco mal, pero entendió que la cosa de viajar, en aquellos días por la comunidad europea, se iba complicando cada vez más.

Una mañana de finales de marzo, mientras Sara estaba dando clases, la llamó su hija para preguntarle cuál era su grupo sanguíneo, más que nada le interesaba el grupo Rh.

- Tu grupo es AB Rh positivo, el de Ludovico creo que es negativo, o al revés, no sé si me confundo. Después, cuando llegue a casa, te lo voy a confirmar. ¿Todo bien?

- No te preocupes mamá, te llamaré esta noche, ahora no puedo contarte nada, llevo prisa.

De vez en cuando Sara iba pensando en la llamada de Alba, pero las clases de aquel día la absorbieron tanto que al final se olvidó de ello.

Por la noche les llamaron Alba y Héctor, su novio.

- Estamos esperando un hijo; estoy embarazada de ocho semanas, por eso queríamos que vinierais a Madrid, para decíroslo personalmente.

- ¡Qué sorpresa y qué gran alegría! Dijeron los futuros abuelos.

- Por ahora toda marcha bien, pero esta mañana, cuando te he llamado, mamá, estábamos en el hospital, porque  he sufrido pérdidas de sangre. La doctora me ha pedido mi grupo Rh y yo no me acordaba, por eso te lo he preguntado, dijo Alba.

- Hemos tenido un susto muy grande, pero ahora, con la ecografía, estamos más tranquilos, dijo Héctor, muy emocionado.

Oli y Sara, tras despedirse de ellos, se quedaron unos minutos callados y luego explotaron de alegría. Hablaron largo rato del embarazo inesperado y se acostaron muy contentos, pero un poco excitados y a la vez nerviosos.

Aquella noche Sara se despertó varias veces, sentía que la nueva criatura, que iba formándose y creciendo en la matriz de Alba, era una cosa milagrosa.

Estaban a punto de llegar las vacaciones de Semana Santa, Sara y sus alumnos las esperaban en candeletas.

Florencia seguía vacía, ni un turista, ni una tienda, ni un bar, ni restaurante abierto. Los días eran cálidos, por eso Sara y Oli muchas tardes se fueron a pasear a lo largo del rio, a veces solos, otras con amigos.

El lunes Santo, por la tarde, el ministro de la Sanidad italiana, con un decreto, comunicó que se podía viajar por Europa, saliendo desde cualquier aeropuerto, aunque ése estuviera en una zona confinada. Pero al volver a entrar a Italia, además de presentar una prueba molecular negativa, era obligatorio guardar cinco días de cuarentena y al final efectuar de nuevo un test molecular.

- ¡Qué lástima que no haya salido antes ese dichoso decreto! Nos han fastidiado el viaje, ahora ya es imposible sacar billetes y hacer la PCR! Le dijo Sara a Oli, con una voz un poco alterada.

- Pero mujer, no te agobies, iremos dentro de un mes, estaremos más tranquilos y no habrá que guardar cuarentena al volver; por lo que he entendido la cuarentena finaliza el 30 de abril ¿No? dijo Oliviero.

- Tienes razón, sin embargo siento una fuerza interior que me lleva hacia Alba, no sé lo que me pasa. Bueno, que le vamos a hacer, mi padre me decía siempre, cuando las cosas no iban bien: no hay mal que por bien no venga. Seguiré su consejo, dijo Sara, ya un poco más conformada.

En realidad el dicho que le gustaba tanto a su padre se cumplió al día siguiente, cuando Ludovico, su hijo, les comunicó que  iba a llegar, Nuria, su novia, para pasar las vacaciones de Semana Santa con él.

- ¡Qué bien, entonces podemos comer juntos el día de Pascua! Le dijo SaraLudovico, contenta.

El día de Pascua también invitaron a comer a Vittorio y a Adriana, sus cuñados que vivían en Poppi. Sara hizo una gran paella. Oli preparó pimientos guisados y alcachofas a la judía, Ludovico y Nuria unos entrantes a base de anchoas. Los cuñados trajeron pasteles y dos botellas de vino de la comarca. Durante la sobre mesa todos los comensales hablaron, rieron y brindaron con Alba y Héctor, a través de una video llamada. Fue un día entrañable para toda la familia.

Después de las fiestas, los contagios siguieron aumentando y Sara tuvo que dar clases on line hasta mitades de abril, pero poco a poco la situación mejoró y entonces decidieron sacar los pasajes de avión para Madrid. También tuvieron que reservar los análisis de PCR en un laboratorio médico cerca de casa. Luego se pusieron a rellenar unos formularios para el gobierno español, pues era necesario poseer un código QR, para poder entrar en España.

Sólo les quedaba reservar las pruebas antigénicas en Madrid, para hacerlas el domingo, el día antes del viaje de vuelta.

El problema era que en aquellos días había un largo puente festivo: sábado 1 de mayo, domingo 2 de mayo y lunes 3 de mayo, que era la fiesta de la comunidad de Madrid. Los primeros laboratorios de análisis  a los que llamaron estaban cerrados, sin embargo  encontraron uno que estaba abierto el domingo. Al reservar tuvieron que pagar por adelantado, pensaron que era raro, pero les daba igual porque  finalmente iban a quedarse tranquilos.

- Ya lo tenemos todo listo, se dijeron marido y mujer.

La única pega del viaje fue que la mayoría de los pasajeros tuvieron que ocupar los asientos de la cola del avión e ir apretujados, a pesar de que la parte central estuviera vacía.

- Eso si que es un disparate, en época de pandemia habría que estar más distanciados, dijo Oli, mientras despegaban.

- Me parece una locura que ni siquiera nos hayan dejado cambiar de sitio, dijo Sara.

Llegaron a Madrid quince minutos antes de lo previsto. Sentados en el asiento posterior de un taxi, iban mirando por la ventanilla y asombrándose de lo activa que era aquella ciudad: los establecimientos comerciales estaban abiertos, había muchas personas que caminaban por la calle, por supuesto llevando mascarilla y las terrazas de los bares y restaurantes estaban llenas de gente.

Les emocionó abrazar a Alba y a Héctor y felicitarles por el hijo que estaban esperando. Alba y Héctor les prepararon una buena comida a base de pasta al horno con calabaza y queso. De inmediato a los dos viajeros se les fue el cansancio y se sintieron muy bien cuidados y mimados.

Por la tarde, mientras los dos jóvenes trabajaban de forma telemática, Sara y Oliviero fueron a pasear por los alrededores de Plaza España, llegando hasta el Palacio Real.

Por la noche los cuatro se fueron de tapas a un restaurante muy acogedor, pues no tenían mucha hambre. El dueño era muy campechano.

-Viví muchos años en Suiza, por eso hablo un poco italiano, pues siempre que podía me escapaba a Italia. Me encanta la Toscana, el arte, el paisaje, la gente y la gastronomía, les dijo el dueño entusiasmado.

Al día siguiente conocieron a sus consuegros, Lola y Sebastián. Les habían invitado a comer a su casa. Vivían en un apartamento muy grande y luminoso. Comieron en un gran salón lleno de cuadros, pues a Lola le gustaba mucho pintar e iba tapizando las paredes con sus obras artísticas. Había una mezcla de muebles antiguos y modernos que daba un aire acogedor a la vivienda. Sebastián les contó que le encantaba ir al Rastro o a los mercadillos de barrio a compar muebles antiguos, mientras les enseñaba un escritorio de caoba del siglo diecinueve.

Al cabo de un rato llegaron el hermano de Héctor y su mujer, los dos muy simpáticos, pero siendo un día laboral sólo se quedaron para la comida, tuvieron que irse corriendo a la oficina.

La comida fue deliciosa, los anfitriones eran buenos cocineros. Sebastián hizo una cazuela andaluza y Lola un plato delicado a base de espárragos. Sara saboreó con placer aquellos platos que le recordaban su infancia, hacía años que no sentía aquellos sabores tan genuinos. Pasaron ratos muy agradables, charlando y riendo, sobre todo cuando se pusieron a escoger el nombre que iban a ponerle al futuro bebé.

- Yo le pondría Calixto si es un niño y Blanca si es una niña, dijo Sara.

- Calixto, qué nombre tan raro, si se lo ponemos le van a tomar el pelo en la escuela, dijo Héctor.

- Blanca es bien bonito, pero si sale  muy morena van a reírse de ella, dijo Lola.

Sara y Oliviero trascurrieron días muy amenos callejeando por el centro. También fueron a visitar los magníficos salones del Palacio Real y una exposición de artes visuales en el antiguo edificio de telefónicas. Volvieron a comer con Lola y Sebastián en una terraza de un restaurante del parque del Retiro. Otro día fueron a comprar regalos, libros y discos y pasearon de nuevo por el parque.

El día antes de salir para Firenze, a las diez de la mañana se dirigieron al centro de análisis, donde tenían cita previa. Alba y Héctor los acompañaron en coche al barrio de la Prosperidad, donde estaba ubicada la clínica. Sara, sentada en el asiento de atrás, observaba las calles vacías y pensaba en que la ciudad todavía estaba dormida.

Cuando llegaron a la calle de la clínica buscaron aparcamiento. Bajaron del coche los cuatro y en la puerta del dispensario, una muchacha, les dijo con un acento sudamericano:

- ¿Tienen cita en Centro Médico de Madrid? Les aviso que se ha trasladado a la zona de los Cuatro Caminos, ustedes tienen que ir allá para sus análisis.

- No puede ser, nadie nos ha avisado, se quejaron Sara y Oli.

- Yo no sé nada, me han dicho sólo que avise a la gente que tiene cita hoy, además se les abonará el taxi, contestó la chica con una voz muy floja y un poco asustada.

- Aquí hay gato encerrado, no me fío, pensó Sara, pero no lo dijo porque no quería dar la culpa a la pobre chica sudamericana.

- Denos por favor el número de teléfono del encargado, para que nos explique mejor lo que usted nos está diciendo ahora, dijo Héctor, con tono enérgico, pero educado.

Héctor llamó al número que le iba dictando la muchacha.

La mujer que le contestó fue escueta, pero al menos se cercioraron de que aquello no era un timo y de que de verdad existía aquel establecimiento sanitario.

Llegaron a la calle que les habían indicado la chica sudamericana en veinte minutos, reconocieron el lugar por la cola larga de gente que esperaba ante una puerta de cristales.

Parecía un escena de una película surrealista, los pacientes poco distanciados y medio dormidos esperaban, uno detrás de otro, con paciencia que llegara su turno para el test molecular. Uno por uno iban entrando por un pasillo estrecho en un local pequeño, donde había un mostrador y dos espacios minúsculos, en donde dos enfermeras hacían los test nasales. No había ventanas, solo una vidriera fija que daba a la calle.

Entraron para informarse si tenían que hacer cola.

- No es posible que nadie nos haya avisado, le dijo Sara a la chica del mostrador.

- Esta mañana les hemos enviado un correo, les dijo la empleada.

- Ni hablar, mire mi móvil, aquí están mis últimos correos; éste es el que me llegó ayer, el que nos confirma la cita de hoy en la otra dirección, dijo Sara.

- Queremos reclamar, le dijo Alba, que había entrado con Sara en aquel lugar tan estrecho.

- Perdonen, nos mudamos ayer y ha habido algunos fallos. No tienen que hacer cola, les haremos enseguida la prueba y les enviaremos el resultado dentro dos horas.

- Bueno, pues a ver si logramos hacerlo ahora mismo, dijo Sara.

Mientras esperaban Alba le dijo:

- Aquí dentro sí que uno puede contagiarse, parece más que una clínica un trastero, pero no vale la pena reclamar, no perdamos tiempo.

Hacia las 11 y media salieron de aquel dispensario tan raro y los cuatro se dirigieron al pantano de San Martín de Valdeiglesias, donde decidieron ir a pasar el día.

Durante el trayecto comentaron, los contratiempos de aquella mañana y a un cierto punto Francisco, el hermano de Sara, llamó a Alba. Alba puso viva voz, para que todos pudieran hablar.

- Te felicitamos por el embarazo, le dijeron Francisco y Cecilia, su mujer.

- Gracias, estamos muy contentos. Ahora estamos yendo a pasar el día a un pantano a unos 70 Km de Madrid.

- Qué coincidencia, nosotros hoy también estamos de excursión, queremos llegar al lago de Bañoles.

A Francisco le gustaba mucho contar anécdotas. Les contó que el otro día unos viejos amigos suyos hicieron el viaje en tren hacia el aeropuerto de Barcelona temblando de nervios pues tenían que salir para Roma y aún no les había llegado el resultado del test molecular. Les llegó pocos minutos antes de embarcarse.

La llamada de Francisco hizo que Sara pensara en los mensajes de su móvil, lo buscó en su bolso y en seguida se dio cuenta de que se lo había olvidado en el mostrador del dispensario.

- ¡Solo nos faltaba eso se dijo, qué día que llevamos!

Por suerte Alba llamó al móvil perdido y les contentó la empleada de la clínica. Les dijo que les iba a guardar el teléfono hasta el cierre del establecimiento, a las nueve de la tarde.

Pasearon por los alrededores del embalse. A la una salió el sol y pudieron sentarse a orillas del lago. Alba y Héctor, antes de salir, prepararon bocadillos con queso y ensalada, también se llevaron almendras, aceitunas, manzanas y latas de cerveza sin alcohol. Pusieron una manta en la hierba y se deleitaron comiendo, bebiendo y charlando. A unos cincuenta metros había una familia con niños. El padre disfrutaba pescando con su caña, la madre, sentada en una silla plegable, miraba ensimismada el lago, parecía triste y los niños correteaban y chillaban, jugando con un perrito.

El sol salía y se escondía detrás de las nubes. Después de comer recogieron la manta, pusieron los desperdicios en una bolsa de basura y se fueron andando hacia la zona alta. Allá arriba vieron dos o tres letreros de parcelas que estaban en venta y dieron con una casa abandonada.

- Qué pena, la posición es fantástica, los ocupas la han destrozado, dijo Héctor.

- Y que bonita que esa parcela, con rocas y matorrales, pero yo tendría miedo de hacerme una vivienda aquí con al lado esa casa abandonada.

- Quizás la vendan en pública subasta, dijo Héctor.

- ¿Quién sabe que historia tiene esa casa? dijo Sara

Bajando descubrieron un chalet moderno, de forma cúbica, con vistas al embalse, que también se vendía.

- Sería maravilloso si pudiéramos comprarnos una parcela con vistas al lago, ahora sería un buen momento para el mercado inmobiliario, dijo sonriendo Héctor.

- Ojalá, pero no ahora, esperemos que nazca e peque y que nos mudemos de piso, dijo Alba.

- Claro, lo decía por decir, casi soñando, ahora hay que concentrase en el embarazo y en las obras.

Cerca de donde habían aparcado, una pareja simpática se puso a hablar con ellos desde su jardín:

- Hace años que cada fin de semana nos venimos al embalse, ya no nos saca nadie de aquí; nos encanta el silencio, en invierno hay poca gente, sin embargo en verano se llena bastante, pero nuestra parcela está un poco aislada y no nos llega el ruido de los domingueros, dijo el hombre flaco con entusiasmo.

- Nuestros hijos ya son mayores y viven por su cuenta, así que venimos los dos solitos. En Madrid sólo trabajamos, ya no salimos con los amigos, a ellos los invitamos en verano aquí a pasar el día, les encanta bañarse en la piscina, dijo la mujer bajita, un poco menos entusiasmada que el marido.

A media tarde, cuando estaban a punto de marcharse, les llegó el resultado de los análisis.

- ¡Menos mal! No es que me fiase mucho de esta clínica, dijo Sara.

- ¡Bueno, una cosa menos, mamá! Le contestó Alba.

Volvieron a la ciudad hacia las siete y en seguida fueron a recoger el móvil olvidado.

Luego pasaron por casa para descansar un rato y aprovecharon para sacar la tarjeta de embarque.

- ¡Ahora que todo está listo, ya podemos relajarnos! Dijo Oli a Sara que era la más sufridora de la familia.

- Si, después de todo esos líos que hemos tenido hoy, ahora me siento mucho mejor, le dijo Sara sonriendo.

Sara sentada en el sofá miraba a Alba y a Héctor y sentía una gran ternura hacia ellos, hubiera querido abrazarlos y comérselos de besos, pero aquella dichosa pandemia no lo permitía.

Siguió mirándolos un buen rato, mientras ellos iban reservando por teléfono la cena de aquella noche en un restaurante vegetariano, cerca de Plaza España, a dos paso de casa. En aquel momento se sintió muy agradecida y afortunada.

El último día amaneció gris. Por la mañana fueron a comprar los últimos regalos para Ludovico y para los cuñados de Poppi.

Comieron temprano en casa y se despidieron de Alba y de Héctor en la calle mientras cargaban las maletas en el taxi.

Sara no se entristeció pues estaba convencida de que las visitas de los padres a los hijos deben ser breves. Recordaba que cuando sus padres iban a verles a Florencia y se quedaban más de una semana, empezaba a estropearse en encanto del encuentro.

En el viaje de regreso los pasajeros también iban apretujados en la parte de atrás del avión.

En la zona de desembarque del aeropuerto de Florencia había dos policías que controlaban el certificado de prueba negativa al corona virus de los pasajeros y les iban avisando de que era obligatorio hacer cinco días de cuarentena y otro test antígeno.

- ¿No era hasta el 30 de abril la cuarentena? Le preguntó Sara a uno de los agentes.

- Lo han alargado hasta el 15 de mayo, señora, tiene que quedarse atrás, no ve que aquí hay otra persona, dijo uno de los policías, de mala manera.

- ¿Nos pueden decir exactamente lo que hay que hacer? Les preguntó Oliviero.

- Hay que registrarse en el centro de Salud, allí en la ventanilla hay un cartel con el código, dijo el otro agente más amable.

Ludovico los estaba esperando en el aparcamiento. Los acogió sonriendo y ellos le fueron contando un poco las peripecias del viaje.

- No os preocupéis, ahora a descansar. Si queréis os llevo directamente a casa ¿O preferís pasar antes por la mía? Les preguntó mientras colocaba el equipaje en el maletero.

- Vayamos todos a nuestra casa, tenemos muchas cosas en la nevera y pan en el congelador, podemos cenar los tres juntos, dijo Sara.

Mientras acababa de pronunciar aquellas palabras, oyó una voz que decía:

- Profesora, soy Carlota, una ex alumna suya, ¿Se acuerda de mí? Ya la he visto antes en el avión, pero con la mascarilla y las gafas no estaba del todo segura de que fuera usted, sin embargo ahora oyendo su voz, la he reconocido. ¿Cómo está?

- ¡Qué ilusión que te acuerdes de mí! Vives en Firenze?

- No, fui a estudiar a Marsella y ahora trabajo allí como profesora de italiano, he vuelto a Firenze, haciendo escala en Madrid, para el entierro al de mi abuela.

- Lo siento mucho, dijo Sara.

- Lo más importante es que haya podido llegar a tiempo para el funeral. Aún me acuerdo de sus clases, sobre todo cuando íbamos al laboratorio a observar bichitos al microscopio.

- Aquí tienes mi número de móvil, no nos perdamos de vista, me ha gustado mucho hablar contigo, le dijo Sara.

- Me lo guardo y seguimos en contacto. Hasta pronto, dijo Carlota entrando en un coche blanco.

Sara se coloca en el asiento de atrás. Está contenta por los días tan bonitos que han pasado en Madrid con Alba y Héctor, por haber conocido a Laura y a Sebastián, por el favor que les hace ahora Ludovico llevándolos a casa y también por el encuentro de Carlota.

Luego ya en casa se sienta en el sofá, mira con detenimiento los muebles, los libros y todos los objetos del salón y piensa que le gusta su apartamento y que no le importa tener que estar encerrada en casa cinco días.

- ¿Cómo me las voy a arreglar para dar clases mañana? Se pregunta un poco agobiada.

Oye las voces de Ludovico y Oli que siguen hablando de Madrid y del viaje.

Ella se va a su estudio. Todo está en orden y enciende el ordenador.

Antes que nada se registra en el web del centro salud, en seguida recibe un correo con las instrucciones de lo que tiene que hay que hacer.

Vuelve al salón y se esfuerza en no pensar más en el día de mañana. Oli y Ludovico en la cocina están preparando una bandeja con rebanadas de pan y tomate, aliñadas con aceite y sal, lonchas de queso y jamón y una ensalada de tomates y pepinos.

Cenan los tres alegres, contándose anécdotas e historias de aquellos días.

Ludovico saca la mesa, luego se despide de los padres y se va a su apartamento que está en la parte Norte de la ciudad, cerca del Parque delle Cascine.

Sara escribe a la directora de la escuela comunicándole que durante cinco días sus clases tendrán que ser on-line.

La directora le dice que avise a los alumnos y que no se preocupe, que todo se puede arreglar. Sara escribe varios mensajes y  mientras apaga el ordenador se siente agotada.

Finalmente deshace la maleta y se echa en la cama. Oliviero también arregla su maleta y se echa a su lado.

- A pesar de todas los problemas que hemos tenido, ha sido un viaje precioso, que no voy a olvidarlo jamás, le dice Sara a su marido.

- Para no olvidarlo ¿Lo vas a escribir?

- Quizás mañana empiece el relato.

- ¿Y cuál va a ser el título? Le pregunta Oli.

- Peripecias de un viaje durante la pandemia.