domenica 18 luglio 2021

Un verano raro

 


A principios de julio, la situación sanitaria italiana había mejorado: había pocos contagios, iban vacunando a mucha gente y habían sacado el toque de queda. Por eso decidimos ir a pasar unos días en la costa Adriática, donde mi marido de pequeño iba de vacaciones con su madre y su hermano. Se alojaban en pensiones familiares, un año iban a Cervia, otro a Tagliatta, otro a Pinnarola, pueblecitos de la Romagna, ubicados entre Ravenna y Cesenatico.

Yo soy bastante precavida y a veces sufridora, por eso me gusta planificar los viajes, pero últimamente me adapto a él, que le gusta más ir a la aventura. Sin embargo, para estar más tranquila, el día antes de salir miré los alojamientos que había en la zona. Las plataformas y buscadores automáticos no me acababan de convencer, por eso busqué el web del municipio de Cervia, donde encontré una lista de hoteles.

Miré las fotos de los establecimientos y escogí los que me más gustaron y les escribí un correo. Tres me contestaron enseguida, dos de ellos me dijeron que tenía habitaciones libres, pero había una pega: eran hoteles bastante grandes, los más pequeños, que eran los que yo prefería, no me respondieron.

Mientras cenábamos en Poppi con mis cuñados y unos primos, hablamos de nuestras vacaciones inminentes en la playa y a raíz de eso, el primo de mi marido comentó:

- Nosotros vamos mucho por la zona de Cesenatico y os puedo asegurar que a principios de julio, sobre todo de lunes a viernes, no vais a tener problemas de alojamiento.

Tras las palabras del primo y las pocas ganas que teníamos, mi marido y yo, de ponernos a buscar hotel, nos acostamos sin reservar nada para el día siguiente.

Por la mañana, hacia las ocho y media, me llamó la encargada de la recepción del Hotel Raffaella de Cervia, uno de los hoteles pequeños  de mi lista, diciéndome que tenían habitaciones libres.

Acabamos de desayunar y cerramos la casita de Poppi, donde habíamos pasado el fin de semana.

Decidimos ir directamente al Hotel Raffaella; si nos gustaba bien, sino algo más encontraríamos.

El viaje de Poppi a Cervia fue relajante, a pesar de que la carretera que llevaba al puerto de los Apeninos, Passo dei Mandrioli, fuera bastante mala.

Llegamos a Cervia hacia las once, el navegador del móvil nos hizo parar exactamente delante del Hotel Raffaella.

Era un edificio de dos pisos con balcones, rodeado por un pequeño jardín. Detrás había otra casa, donde más tarde supimos que vivía la dueña, Raffaela, mujer de unos sesenta años, de pelo cano y de porte señorial. Su sonrisa era dulce y su tono de voz suave, pero decidida.

La parte anterior estaba cubierta por una pequeña parra y por un techo de cañas que protegía del sol y daba luz y sombra a las mesas y tumbonas, creando un ambiente acogedor. De dentro salía una melodía de música jazz. Nos gustó el lugar y nos dijimos: aquí nos quedamos.

A mí me cuesta orientarme, por eso me fio siempre de mi marido, que lo hace muy bien, incluso en los lugares más enrevesados. En cambio aquella mañana salí determinada del hotel con el plano de la ciudad, que me dio la dueña y me fui a comprar algo para comer.

Me ubiqué bien en aquella ciudad tan ordenada. En seguida me paré a mirar libros en una librería de la calle Roma, una de las más céntricas.

Fui andando hacia el casco antiguo, antes de llegar a la puerta de la ciudad antigua, a la derecha, divisé una frutería pequeña. Era una tienda muy limpia, el frutero, un chico joven, me atendió a pesar de que yo no llevaba mascarilla. Me quedé en la puerta de la calle, sin entrar le fui indicando la fruta que quería.

Una señora de unos cincuenta años, con el pelo rizado y bastante guapa, aparcó la bicicleta en la acera, muy cerca de donde estaba yo y desde allí llamó al tendero.

- Perdone si le he pasado adelante, sólo quiero confirmar un encargo, me dijo.

- No se preocupe, yo estoy de vacaciones y no tengo prisa, le dije yo.

- ¿Le gusta Cervia? ¿Hace muchos días que llegó?

- Acabamos de llegar ahora mismo, aún no hemos visitado la ciudad, pero me parece muy bonita. Esta tarde iremos a la playa. Espero que haya un trozo de playa libre, pues no aguanto estar encarcelada en las tumbonas y sombrillas de los establecimientos balnearios.

- Hay un pedazo de playa libre cerca del hotel Minerva, pero le aconsejo que vaya a la playa de Lido di Classe dentro  del parque natural de la desembocadura del Bevano. Está a pocos kilómetros de aquí. 

- Gracias de verdad, seguro que iremos.

El tendero salió para darme mi bolsa con la fruta, yo le pagué y le pregunté donde había una piadineria por allí cerca.

- Mire, aquí tiene la dueña de todos los kioscos de piadina de Cervia, me dijo señalándome a la mujer de la bicicleta.

La dueña de las piadinerie me dijo que había una muy cerquita, en la plaza del ayuntamiento.

Yo les agradecí, a ella y al tendero, por todas las informaciones que me habían proporcionado.

Comimos en  la mesa que había en el balcón grande de nuestra pequeña habitación y luego nos echamos una siesta muy pasional.

Hacia las cinco de la tarde fuimos a la playa y nos quedamos hasta el atardecer. La enorme sombrilla azul que había comprado en Florencia nos guareció y protegió de los intensos rayos solares de principios de julio.

Nos bañamos varias veces. El agua era limpia, pero no pudimos nadar mucho, porque el fondo era poco profundo. En la mayor parte de las  playas del Adriático se toca siempre, son ideales para niños y personas mayores.

Cada mañana nos servía el desayuno una chica joven de tez morena, con la que me puse a hablar ya desde el primer día. Me dijo que era de Rumanía y que tenía dos hijos pequeños, uno de cuatro y otro de dos años.

- Menos mal que tengo a mi madre que se ocupa de los críos, pues mi marido trabaja en un hotel como yo, pero de noche, de día duerme.

La música de fondo era ideal para desayunar con tranquilidad. Había pocas mesas ocupadas, era todo un lujo aquel ambiente relajado.

El segundo día fuimos a Lido de Classe, una playa virgen, muy grande, llena de conchas en la orilla y troncos largos en la arena. Desde el aparcamiento del último establecimiento balneario hasta la playa libre, tuvimos que andar, bajo el sol, un buen trecho. Detrás de la playa había dunas, pinos y vegetación mediterránea.

Había poca gente, algunos grupos o parejas. Casi todos se habían construido toldos para guarecerse del sol, clavando los troncos en la arena y atándoles grandes pañuelos  de colores. Noté también  que las personas de aquella playa eran mucho más jóvenes que las de las playas de Cervia y no había niños.

En la mochila llevábamos bocadillos, fruta y agua, por eso decidimos pasar  todo el día en la playa, bajo la sombrilla azul. 

El tercer día nos quedamos en la playa libre de Cervia, casi en frente de nuestro hotel, no tuvimos ganas de coger el coche, por el gran bochorno que hacía.

Al atardecer paseamos por la ciudad, en Via Roma había un mercadillo de objetos antiguos y libros de segunda mano muy interesante. Compramos unos libros para regalar a los amigos que queríamos ir a visitar al día siguiente. Cenamos en un restaurante del puerto temprano,  pues a las nueve había el partido de fútbol de semifinales del campeonato europeo. España-Italia, fue un partido emocionante. Lo miré, cosa rara en mí que  me gusta poco el fútbol, porque estuvimos comentándolo, con nuestra hija que vive en Madrid y con mi hermano que vive cerca de Barcelona.

El cuarto día amaneció muy nublado y no fuimos a la playa. Decidimos ir a visitar la Salina de Cervia, conocida ya en época romana. Una guía nos acompañó por la antigua salina de Camillone, antiguo establecimiento artesanal, era la última de las 144 salinas de producción activas hasta 1959, año en que el sistema de producción se industrializó y las minas de sal se fusionaron en grandes estanques de evaporación y recolección. La guía nos explicó la historia de las salinas y todos los pormenores de los ecosistemas de aquellos estanques. Nos regaló unas ramitas de una planta halófila, que vive en los terrenos donde abundan las sales, llamaba la sal de los pobres. Nos aconsejó que guisásemos los manjares sin sal, añadiendo sólo una ramita de aquella planta. A la vuelta pasamos un poco de calor volviendo a casa. La salina estaba a unos dos kilómetros de la ciudad y nosotros los recorrimos andando bajo el sol, que salió de detrás de la nubes hacia las doce del mediodía y quemaba lo suyo.

Por la tarde me senté en la terraza a leer. Desde allí divisaba el jardín de en frente, el de una casa antigua de una planta, rodeada por edificios modernos, construidos en los años sesenta. Habían dividido la casita en dos partes, en una había veraneantes, en la otra no se veía a nadie, en la verja colgaba un cartel que decía, se alquila.

Un señor bastante viejo cada día a media tarde iba a regar las plantas de la casa deshabitada. Era un hombre campechano y conocía a todo el mundo, hablaba y reía con la gente que pasaba por la calle. Aquella tarde noté que el viejecito de pelo cano, regaba con la manguera sus flores con un cuidado especial, como si fueran sus hijas.

La calle de nuestro hotel era estrecha, a un lado lado podían aparcar los coches, pero había pocos. Era tranquila, sólo pasaba gente en bicicleta o andando, camino hacia la playa.

La última tarde también me fijé en una mujer que entraba y salía de una terraza, a la izquierda de la casita donde el hombre que regaba. La mujer llevaba una bata de estar por casa y arrastraba las chanclas de forma cansina. Barrió y pasó la fregona, cuando terminó empezó a fumar un cigarrillo y después otro. Se notaba que la mujer se estaba aburriendo. Luego se sentó y llamó a alguien por teléfono y me llegaron trozos de su conversación. La mujer gritona le contaba, quizás a una amiga, lo que habían comido ella y su marido la noche anterior en el mejor restaurante del puerto y al final no paraba de quejarse de lo pesada que era su suegra, que la llamaba varias veces al día por para consultarle cosas sin importancia.

Hacia las cinco de la tarde fuimos a ver a Pietro, un amigo de mi marido, con el que había compartido piso de estudiantes. Pietro ya hacía quince años que se había separado de su mujer y desde aquel entonces vivía sólo en el campo cerca de Pesaro, a casi setenta kilómetros de Cervia. Gracias al navegador logramos ubicarnos bien, pero antes de llegar mi marido y yo discutimos en el coche por una tontería.

- Hay que beber poco vino esta noche, a ver si nos para la policía, le dije yo.

- Tu siempre diciéndome lo que hay que hacer, disfruta el presente y no pienses en la vuelta, me dijo él, con un tono un poco enojado.

- Pues a ver si de aquí en adelante hacemos viajes separados, así no vas a oír nada que te moleste, le contesté yo un poco ofendida.

Cuando llegamos Pietro y su nueva pareja nos recibieron contentos. Pietro llevaba un delantal e iba y volvía de  la cocina sin cesar.  Nos sentamos en el jardín y hablamos de lo bonita que era  la  costa acantilada y los pueblecitos del Colle San Bartolo.

- No podéis perderos  Firenzuola di Focara,  es un pueblo histórico, está justo al lado. Podéis ir ahora mismo,  mientras yo voy terminando de preparar la cena, nos dijo Pietro.

Pietro aquella noche se lució como cocinero, sus platos a base de pescado eran excelentes. Cenamos en una grande mesa, puesta con esmero en el jardín para cinco comensales. A las ocho llegó  el quinto invitado, una compañera de trabajo de Pietro. 

La cena me pareció un poco aburrida, se habló sólo de política y de trabajo, yo disimulé como pude mi poco interés por los temas de conversación que iban saliendo. Sin embargo de vez en cuando intenté cambiar la marcha de la charla, preguntándoles cosas más personales, pero en seguida volvieron a hablar de lo mismo. A las once empezamos a despedirnos de los anfitriones.

A las doce llegamos al Hotel Raffaella y nos acostamos saciados y muertos de cansancio.

El último día me desperté temprano, bajé al jardín con mi portátil y me senté en una mesa. Empecé a escribir un borrador con los apuntes de los días que habíamos pasado en Cervia.

- ¡Buenos días! Me dijo la chica rumana, que llegó a las ocho en punto.

- Buenos días! Le contesté yo.

- ¡Qué madrugadora ! ¿Hoy es el último día, no? Pues en pocos días ha conseguido un buen bronceado, me dijo sonriendo.

- Gracias, pero mi piel es muy blanca comparada con la suya, tan bonita y morena.

- Yo nunca voy a la playa, es mi color natural. La gente piensa que soy gitana, en realidad la tez la he heredado de mi abuela mejicana, en cambio mis padres, mis hermanos, mis hijos y mi marido son muy blanquitos. Yo soy la única que me parezco a la abuela, dijo eso quitándose un poco la mascarilla para que le viera la boca carnosa y la cara ancha, típica de los indios.

- ¡Qué bonito tener una abuela mejicana! Le dije yo, pensando en la monotonía genética de mis antepasados que eran todos del mismo pueblo y que nunca se habían cruzado con nadie de fuera.

La dueña llamó a la camarera y la chica en seguida se marchó hacia adentro.

Bajó mi marido y desayunamos muy a gusto, pues aquella mañana la chica rumana nos sirvió unos cruasanes integrales deliciosos.

Preparamos las maletas y nos despedimos de la recepcionista y de la dueña del Hotel. No pude saludar personalmente a la chica rumana, pero mientras cargábamos el equipaje en el coche, nos saludó desde una ventana de arriba.

Mientras nos alejabámos de Cervia por la carretera provincial, cruzando las salinas, le dije a mi marido:

- He pasado unos días muy amenos en Cervia. Me gusta el ritmo lento de esa pequeña ciudad.

Y luego añadí:

- Me encanta ir contigo, pero, como te dije ayer, creo que tendríamos que hacer más cosas solos.

- Vale. ¿Por qué a principios de agosto no te vas tu sola a Isla d’Elba,  donde  tu amiga? Yo puedo alcanzarte, al cabo de unos días, en bici, haciendo un par de etapas. ¿Qué te parece mi plan?

- Es una buena idea. Y luego a finales de agosto nos vamos juntos a España, le dije mirando el resplandor del sol en las salinas.

Nosotros, como todo el mundo, seguíamos haciendo planes, a pesar de que sabíamos que de un día para otro todo podía cambiar. Las noticias alarmantes del  dichoso Covid, podrían poner  de nuevo patas arriba nuestra vida cotidiana y para todos  el verano 2021 volvería a ser un verano raro.







domenica 4 luglio 2021

La suplente

 


Ayer me llamó Valeria, la profesora que va a reemplazarme, es decir la que en septiembre va a ocupar la plaza vacante que voy a dejar yo.

En seguida noté su voz asustadiza, mientras me decía que estaba un poco preocupada, porque no sabía ni las asignaturas, ni los programas, ni los cursos que le iban a tocar y eso le daba un poco de ansiedad.

Yo intenté animarla como pude y le ofrecí mis libros y los materiales didácticos que yo utilizaba. Pero Valeria no se tranquilizó y siguió preguntándome más cosas.

- ¿Cuántos sois en el departamento? ¿En qué edificio están las aulas de tus clases?

- Somos ocho, dos son interinos. Yo no sé qué clases te van a tocar, pues este verano van a reorganizar los cursos de bachillerato y van a cambiar muchas cosas, le contesté.

- ¿Eso quiere decir que pueden tocarme todos los cursos? ¡Qué horror! Tendré que estudiarme cada programa, dijo ella bastante desanimada.

- No, mujer, preparate sobre todo las asignaturas de los dos años de bachillerato, que son los más complejos, le dije yo.

- Vale, me prepararé primero las asignaturas de bachillerato y después ya veremos.

Suspiró dos veces y luego empezó a contarme que al nacer sus dos hijas había dejado la enseñanza de suplente en la escuela secundaria. Años atrás su marido había insistido para que se sacara el título de profesor especial para alumnos discapacitados y al quedar embarazada Valeria presentó la solicitud en una escuela cerca de su casa. Durante ocho años trabajó en la enseñanza especial para poder tener más tiempo libre para las gemelas.

- Ha llegado la hora de que vuelva a enseñar Ciencias Naturales, pero me siento un poco desamparada, vuestro Instituto es muy grande y caótico: en la secretaría nunca hay nadie que conteste a mis preguntas, a la directora no se le puede localizar y la subdirectora, a pesar de que sea muy amable, no me ha ayudado mucho, me dijo Valeria con una voz un poco triste.

- Te doy el numero de David, el jefe de estudios de nuestro departamento, verás que él sabrá más cosas que yo.

- Gracias, lo llamaré hoy mismo.

- Verás que al final de tocarán clases buenas, pero te entiendo que estés nerviosa. A mí también me pasaba. Si te contara las peripecias de mi carrera docente…!

- Me gustaría que me las contaras, me dijo curiosa.

- Soy profesora desde hace más de cuarenta años. En la primera época, a finales de los años setenta, recién llegada de España, me puse a dar clases de lengua española, por las noches, en una academia; allí sí que los profesores nos ayudábamos. Todos éramos extranjeros y novatos. En esa misma academia y en otro colegio privado, al cabo de cuatro años, cuando terminé la carrera, por la mañana empecé a dar clases de asignaturas científicas. Tenía pocos alumnos en cada clase, yo les ayudaba a recuperar las asignaturas pendientes. Me gustaba porque me daba satisfacción ayudarles, pero me pasaba el día estudiando toda clase de asignaturas, un año llegué a dar 36 horas de clase por semana. No paraba nunca en casa, por suerte aún no tenía hijos. En 1987, tras ganar oposiciones, entré en la escuela pública, pero en aquel entonces hubo una reforma de las asignaturas troncales y de las específicas de todos los ciclos de la escuela superior y por consiguiente desaparecieron muchas plazas. Los últimos profesores que habíamos ganado oposiciones y que todavía esperábamos plaza, nos quedamos en el limbo de los desahuciados, por eso sé lo que quiere decir que cada año en septiembre uno deba presentarse en una escuela nueva, le terminé diciendo y luego le pregunté:

- ¿Quizás te estoy aburriendo?

- Al contrario, me da ánimos saber que otros profesores habéis pasado por lo mismo, dijo ella

- Pues sí, cuando llegaba a los Institutos me daban los cursos peores o los más complicados y no hablemos del horario de las clases. El profesorado de la escuela no es que nos ayudara a los que acabábamos de llegar. Durante los primeros diez años di vueltas por toda la región, Grosseto, Empoli, Castelfiorentino, Borgo San Lorenzo y Pontassieve. Con dos niños pequeños no fue nada fácil. A veces me pregunto de donde me salieron las agallas para ir adelante. Sin embargo los alumnos me absorbían mucho, me gustaba estar con ellos e intentaba ayudarlos a aprender las cosas de forma fácil. Dando clases me olvidaba de todo el cansancio acumulado.

- Quizás tengas razón, me dijo ya más animada.

- Valeria, recuerda que las trabas nos fortalecen a todos, sino son muchas, claro, le dije riendo.

Al despedirnos le noté una voz un poco más tranquila, sin embargo me imaginaba que Valeria tendría un verano un poco ajetreado y de golpe volvieron a mi cabeza mis veranos de antaño cuando era interina. Fueron tiempos agotadores, de aquí para allá.

Cuando me tocaban programas o asignaturas que nunca había enseñado, me pasaba todo el verano estudiando.

Recordé la primera vez que enseñé en una escuela pública italiana, era uno de los Instituto de Enseñanza superior de Grosseto. Algunos de mis alumnos tenían casi veinte años, había tres o cuatro que repetían curso, eran muy vagos pero muy simpáticos, siempre con sus bromas típicas de la gente toscana. Yo en aquel entonces tenía treinta años y a menudo me sentía más cerca de los alumnos que de los compañeros de trabajo, quienes, casi todos, tenían más de cuarenta años.

Al principio durante mis clases estaba un poco cohibida, pues escribiendo en la pizarra, tenía miedo de que me salieran faltas de ortografía, sobre todo por lo que se refiere a las consonantes dobles, pero intentaba no demostrarlo, dando pasos por el aula y pasando por lo pupitres para animar a mis alumnos.

Un día escribí en la pizarra Betulonia, en lugar de Vetulonia, que es una localidad de Toscana donde había restos etruscos. Menos mal que lo hice en la clase de los pequeños.

- Profesora, se ha equivocado, se escribe con la uve, me dijo una chica muy educada.

- Perdonad, pero en español pronunciamos de la misma manera la uve y la be, por eso en italiano a veces me hago un lio.

Me llevé un buen chasco y desde entonces, cada tarde me iba preparando para la clase del día siguiente un mapa conceptual. Se lo hacía dibujar a uno de mis alumnos en la pizarra. Iba escogiendo estudiantes distintos para que salieran a la pizarra, los demás copiaban el mapa que yo les iba explicando.

Al final de la hora la pizarra se quedaba llena de términos, ideas y conceptos  de los que salían, para relacionarlos, flechas, hacia arriba, hacia abajo, hacia la derecha y hacia la izquierda.

Tenía mucho trabajo en casa, pero el método funcionó y lo seguí adoptando, hasta que hace unos diez años en lugar de escribir en la pizarra empecé a usar las diapositivas que preparaba en power point.

Ahora, recién jubilada, me siento privilegiada, ya no tengo que estudiar más ni preparar clases para el nuevo curso. Me siento libre y feliz, es la primera vez que tengo todo el verano para mí.

Pienso de nuevo en la suplente y me digo que a pesar de todo el esfuerzo, el  cansancio, los cambios de cole, el estrés, las  decepciones, los enfados  y de todo lo negativo que hubo en mi carrera de profesora, no la cambiaría por nada del mundo.