Felipe
siempre
había sido
un hombre activo,
cada
día solía ir
a
caminar. Cuando vivía en la Habana iba andando al puerto con su cajita de
acuarelas para pintar, también
se llevaba un libro y un cuaderno para leer y escribir,
sin embargo a medida que pasaban los años
empezó
a
recortarse momentos de quietud hogareña. Después
de su paseo
matutino,
se
sentaba
en
el
jardín,
donde
se
sentía a sus anchas,
a veces leyendo o escribiendo,
otras
contemplando las
plantas y los árboles.
Una
mañana
cerró
los ojos y recordó
el día
en
que
Olivia
y él fueron
por
primera vez a
la finca Bonanza, los
dos se quedaron paralizados mirando la fachada de la que iba a ser su
casa.
El
portón de hierro estaba
desvencijado, el jardín destrozado y
lleno de maleza,
la avenida que llevaba hasta la puerta de la
mansión
completamente
embarrada y con
árboles
caídos, que
tuvieron que apartar para poder pasar.
Algunos
tallos leñosos estaban podridos, otros secos y
los
pocos que quedaban en pie estaban
sofocados por
las vigorosas
plantas
enredaderas
que
trepaban
alrededor
la
corteza,
luchando
para aventajarse y ganar el barlovento.
De
los
establos y
los corrales ya
no quedaba casi nada, sólo tapias
derruidas.
Les
costó abrir la puerta
de
la
casa
que
estaba
desencajada
por
los porrazos
de
los soldados
españoles, buscando
independentistas. El zaguán olía a humedad y
cuando entraron en
el
salón y en los
cuartos
de
la planta baja se
dieron cuenta
que
todo estaba
hecho
una ruina:
los vidrios
de
las ventanas rotos,
los
goznes de las puertas crujían, las paredes desconchadas y manchadas
de humedad, los muebles apilados, la tapicería deslucida y
las chimeneas ennegrecidas
por las innumerables
capas
de hollín. En las escaleras faltaban peldaños, el
tejado de las alcobas
en
algunos puntos se había derrumbado y los pocos
muebles que quedaban estaban
estropeados.
Cuando
aquel
día Felipe
abrió
de nuevo los ojos, tras
contemplar
las
matas y
los árboles que
habían
plantado Olivia y
el jardinero,
se
levantó para
abrazar
el nogal,
luego
cogió
un ramito de romero, se lo acercó
a la nariz y oliéndolo se
dijo:
-
¿Por qué los
humanos somos
tan distraídos
y no nos paramos a mirar, a
oler y
tocar lo
bueno que tenemos?
Eso
de cerrar
los ojos y
abrazar los árboles era
un juego que hacía
de pequeño con
su padre.
A
veces
se le acercaba uno de los gatos de la finca y él lo acariciaba. La
primera vez que Mariano lo vio con un
gato en el
regazo,
le
dijo:
-
¡No me lo puedo creer, tú jamás acariciabas a los gatos, los
echabas!
-
La sabiduría llega con los años, le comentó sonriendo Felipe.
Olivia,
también disfrutaba en su morada, pero hacía varios meses que estaba
rara, iba perdiendo la memoria del pasado reciente. Empezó olvidando
sus quehaceres en la cocina y los nombres de las cosas. Ya no sabía
como se llamaba el cartero, el tendero o el médico del pueblo.
Cuando se daba cuenta de sus fallos, se enfadaba con sí misma. Su
carácter dulce se fue agriando.
Un
día le suplicó a Felipe:
-
Ayúdame a salir de aquí, quiero irme a mi casa.
-
Olivia, ésta es tu casa. ¿A dónde quieres irte?
-
No sé lo que me pasa, siento que me están espiando y eso me agobia.
-
Ven aquí, a mi lado. Este jardín lo has creado tú desde cero. Esos
árboles son nuestros, abrázalos.
Olivia
ciñó con sus brazos un árbol y poco a poco se apaciguó.
-
Tenía pensado ir a la finca Esperanza a llevarles bananas y
aguacates ¿Me acompañas?
-
Sí, quiero salir de aquí, le dijo ella.
-
Vamos andando, si te apetece ¿O quizás prefieras ir en coche?
-
Mejor andando. Espérame, voy a buscar mi sombrero de paja.
Desde
los primeros síntomas de la enfermedad de Olivia, Felipe
cada
mañana intentaba
llevarla
a dar un paseo
y
al
atardecer
le dictaba
trozos
de un
relato,
para que
escribiera. También
cada
noche le
leía en
voz alta
un
capítulo de una de
sus novelas
preferidas.
A
menudo por las tardes, después de la siesta, cuando Olivia abría el
costurero y se sentaba en el
patio
para remendar calcetines y
medias, Felipe volvía
a
salir
de
casa.
Dejaba a su esposa con Fausta,
una
vieja mulata,
viuda
de guerra, a quien habían dado cobijo en
su casa de la Habana.
Era
muy
cariñosa con Olivia y
se llevaba bien con los demás trabajadores de la finca. Olivia y
Felipe nunca
habían tenido servidumbre, pero desde que vivían en el campo,
contrataron a un
jardinero y
una cocinera que
también se ocupaba de
la
limpieza,
pero ellos
no se quedaban a dormir, sólo Fausta vivía
en
la
finca.
A
Felipe le hubiera gustado que Mariano saliera más, pues desde que
había cumplido ochenta años lo notaba un poco triste, había
perdido el entusiasmo por la tertulia de los catalanes y tenía menos
interés por la política, por eso él lo iba a buscar en coche de
caballos, lo llevaba a dar una vuelta y de regreso lo invitaba a
merendar a la finca Bonanza, para que Olivia lo viera más a menudo y
no se olvidara de él.
Mariano
se dejaba llevar de paseo por su amigo y se relajaba sentado en el
patio de la finca Bonanza. La cocinera les servía siempre una taza
de café con pastelitos y una bandeja de fruta, pero él prefería
una limonada con azúcar.
-
Anda Olivia ve a buscar una limonada para Mariano.
Olivia
les traía una jarra de limonada y volvía a sentarse con ellos.
-
¿Qué me cuentas hoy Olivia? Le preguntaba Mariano
Ella
empezaba a hablar por los codos de hechos muy lejanos, recordando
minuciosamente anécdotas de su infancia en las barracones de las
plantaciones, sin embargo a menudo repetía las mismas cosas.
Una
tarde en que Olivia estaba entretenida recogiendo la ropa tendida al
sol, les dijo a los dos hombres:
-
Mi tía Paca me ha dicho que sobre las mujeres pesa un maleficio.
-
¿Qué mujeres?
-
La dueña del ingenio y sus tres hijas.
-
¿De qué maleficio hablas?
-
Su crueldad y mezquindad hacia los esclavos negros, les hará caer
los cabellos y van a quedarse calvas, dijo Olivia.
-
Tu tía Paca tenía razón, eran mujeres malvadas. ¿Tu tía cantaba
muy bien, no? Anda Olivia, háblanos de tu tía, le dijo Felipe.
-
¡Quiero irme a su barracón!
-
Olivia, tu tía murió y ya no existe el ingenio azucarero donde tu
naciste. Ahora vivimos aquí, ésta es nuestra casa... ¿Quieres
que te ayude a doblar la ropa?
-
No, ya terminé, ahora se la voy a dar a … - se quedó unos
segundos callada escudriñando en su cabeza el nombre de Fausta -...
a aquella mujer, para que me ayude a plancharla, le contestó Olivia
entrando en casa.
Al
cabo de pocos minutos los dos amigos oyeron que Olivia cantaba y se
miraron asombrados, pero contentos de que tarareara una canción de
su infancia.
Luego
los dos amigos escucharon la voz cariñosa de Fausta que le decía a
Olivia:
-
Mi Olivita, vamos a rematar la ropa y a ponerla en su lugar. ¿Me
ayudas?
Felipe
encendió
la radio, el
noticiero
empezó
dando la
noticia de los
combates de
la
primera batalla
sangrienta
de
la guerra civil española,
la
batalla de Irún. Los
dos
permanecieron
callados
un buen rato, prestando
atención a
la radio
y pensando en lo terrible que eran
las
luchas de casa en casa, matándose
entre hermanos
y vecinos. Al
terminar el noticiero
Felipe
apagó la radio y dijo:
-
El
Frente
Popular es
una coalición de izquierdas
demasiado
heterogénea, pues
aglutina partidos de muy
distintos
enfoques: republicanos,
socialdemócratas,
liberales,
socialistas,
comunistas
y anárquicos.
Todos comparten el espíritu antifascista, pero ya ves, los partidos
más
radicales
y los
conservadores
se están empezando a tirar platos a la cabeza, como en un
matrimonio.
-
Solo faltaría que a
causa de las
discordias
entre
los partidos del bando
de los Rojos,
ganaran
la
guerra los
Nacionales,
sería
un desastre, le
contestó preocupado Mariano.
-
Tú
ya
sabes
que a
mí
me
gusta bromear,
sin
embargo
hablando en serio,
tengo
que decirte que temo
por
las
desavenencias
de
los
Rojos,
pero
ahora
lo
que más me preocupa es el apoyo que Alemania e Italia están dando a
los Nacionales.
-
No
digas eso
Felipe, ojalá
las ayudas que los
Rojos reciben
de La Unión Soviética
y de México sean suficientes.
Además he
oído que
les
están
llegando muchas unidades de voluntarios extranjeros ¿no?
-
Sí,
las brigadas internacionales y
las milicias civiles ayudan mucho y es de admirar su coraje, pero
pobres luchan con armamento obsoleto;
yo
sólo espero
que entre todos logren salvar
España del fascismo,
le
contestó Mariano.
-
Ojalá, las guerras son largas, no sé si podremos ver como termina.
-
En
éste
o en el otro mundo, espero
con
toda mi alma festejar contigo la victoria de los Rojos, le dijo
Felipe riendo.
Otra
tarde mientras estaban tomando un refresco bajo la parra de la finca
Esperanza, Mariano empezó a quejarse de sus achaques.
-
No vendré a verte más si te quejas tanto, le dijo Felipe,
regañándolo.
-
¿Quieres decir que me estoy lamentando demasiado?
-
Sí, sobre todo cuando estamos en tu casa, en cambio en el patio de
Olivia, no recuerdo ningún lamento… Ya sé que te duele la espalda
y que andas despacito, pero tienes que pensar en que tú y yo todavía
estamos vivos y nos valemos por nosotros mismos, mientras que hay
gente que a nuestra edad yace quieto en una cama o en el cementerio.
-
Tú siempre tan optimista, le replicó Mariano.
-
¿Mariano,
recuerdas
mi
filosofía de vida? Le
preguntó
Felipe.
-
Sí,
uno
de los primeros días en que nos conocimos, me hablaste
de los
puntos fundamentales de tu buen vivir. ¡A
ver si me acuerdo!
-
¡Venga, que tu cabeza aún funciona bien!
-
Uno:
hay
que apreciar
lo
que nos
ha tocado, sin
sentirnos
desgraciados comparándonos
con
los
que son más ricos o
con
los
que
han tenido más suerte que nosotros -
se
quedó un momento pensando y retomó la lista - dos:
tenemos
que
luchar
de forma pacífica
para que no haya tantas desigualdades en
nuestra tierra...
y
tres
…
-
Te
ayudo,
tres:
debemos
rodearnos
de personas buenas, como tú y alejarnos
de los
que
son egoístas
o
malvados, exclamó
Felipe.
-
No sé si yo
he sido
tan
bueno,
pero ni
siquiera he
sido malvado,
eso
creo, le
contestó
Mariano.
-
Para
mí tú has sido el
mejor amigo que
he tenido.
Has
sido siempre y sigues
siendo una persona admirable.
-
No
siguis pesat, noi, jo no soc tan bo com tu dius! (¡No
seas pesado, hombre, yo no soy tan bueno como tú dices!) Le
contestó
Mariano sonrojándose un poco.
-
Acuérdate de que yo entiendo el catalán, le aclaró Felipe.
-
No fotis! (¡No me digas!), le contestó Mariano riendo.
-
Yo añadiría el punto número cuatro: hay que ser humildes,
aprendiendo de los demás, sea directamente que a través de los
libros. A mí los libros me han salvado la vida, sin ellos ya estaría
muerto o sería un viejecito hastiado. La lectura nos hace superar,
celos, envidias, odios, desamores, fracasos, egoísmos, desgracias,
guerras, desigualdades, injusticias, lutos, enfermedades... y sobre
todo el miedo de la muerte.
-
¡Qué exagerado que eres! - y tras un minuto de silencio le preguntó
-¿Tú tienes miedo a la muerte, Felipe?
-
Sí, como todas las personas, pero más que miedo, siento curiosidad
por saber como será el otro mundo.
-
Yo realmente tengo miedo, cada vez que voy a Las Ovas o a Pinar del
Río y paso cerca de la iglesia, al oír las campanas que tañen por
una defunción, respiro aliviado, pensando en que afortunadamente no
tocan para mí, exclamó Mariano.
-
No te pongas pesimista ¿Por qué no hacemos una cosa?
-
¿A ver qué que te llevas entre manos esta vez?
-
Dejemos escrito que, cuando muramos, queremos que nos entierren sin
ceremonias, que no toquen las campanas a muerte y que nos gustaría
que se reunieran en nuestra finca las personas que nos han querido,
para celebrar lo que hicimos juntos, todo ello al aire libre, con
música y buena comida y bebida.
-
Me sorprendes, pero como siempre estoy de acuerdo contigo. Sería una
buena despedida. Me lo voy a pensar, le dijo Mariano sonriendo.