Con la cara pegada en la
ventanilla del tren que estaba a punto de salir para Barcelona,
Mariano no podía sospechar que un año más tarde, sentado en el
mismo vagón, su vida empezaría a dar vueltas. Iba a cumplir
dieciséis años, sin embargo se sentía todo un hombre. Casi no
había dormido en toda la noche de lo nervioso que estaba por
emprender su primer viaje y antes de que saliera el sol se levantó
para ir a despertar a su padre. Corría el año 1872.
Mariano
solía ir cada domingo a misa con sus padres y sus seis hermanos, él
era el mayor. Saliendo de la iglesia los hombres se quedaban en la
plaza hablando entre ellos, sin embargo las mujeres, las que no
tenían servidumbre, se apresuraban para volver a casa y rematar la
comida. Mariano jugueteaba con los demás chiquillos, pero de vez en
cuando se acercaba al corro de los mayores para escuchar lo que
decían. Un día, cuando tenía unos ocho o nueve años, Mariano oyó
que el notario comentaba que la iglesia dentro de pocos años iba a
cumplir un siglo.
-
¿Qué es un siglo? Le preguntó Mariano, mirando a su padre, como
pidiéndole permiso para hablar.
-
Son cien años, contestó el Notario.
-
¿Ya vivía gente en el pueblo?
-
Qué chico tan espabilado, siguió diciendo el notario mientras se
encendía un cigarro.
-
Nuestra familia se estableció en el pueblo hace más de dos siglos
y construyó una casa justo al
lado de la iglesia, dijo José Defaus Ballesté, el padre de Mariano,
orgulloso de sus orígenes.
Al
día siguiente Mariano llegó a la escuela mucho antes de que tocara
la primera campana para empezar las clases. El maestro estaba
preparando el aula para que los alumnos hicieran dibujo.
-
Me gustaría conocer la historia de la iglesia del pueblo ¿Usted
sabe algo de ello? Le preguntó Mariano.
-
Yo soy de Barcelona, pero he leído la historia del pueblo de
Malgrat, te voy a contar lo que recuerdo: a principios del siglo
dieciocho, es decir en mil setecientos, fueron llegando colones
provenientes del sur de Francia, para bonificar las marismas, que
hasta aquel entonces eran tierras de malaria, por consiguiente el
pequeño centro urbano fue creciendo, por eso la capilla del siglo
catorce quedó pequeña y fue substituida por el templo monumental.
El
maestro
paró de hablar unos segundos y luego le
preguntó:
-
¿Has entendido?
-
Sí,
el siglo dieciocho era el
siglo pasado ¿no?
-
Correcto. Y gracias
a las aportaciones económicas de un rico comerciante, nacido en
Malgrat,
pero vecino de Barcelona, llamado
Agustí
Gibert Xurrich,
en
1761
se colocó la primera piedra de la
iglesia
actual, que por sus dimensiones acabaría siendo
llamada popularmente
la
catedral de la costa.
El
templo
era
un poco
desproporcionado
por lo pequeño
que
era
el pueblo,
donde
la mayoría de
sus
habitantes eran
labradores,
marineros, tenderos,
fabricantes
de hilados, comerciantes y artesanos: cuberos,
carpinteros,
alfareros,
silleros
y olleros,
sin
embargo en aquel entonces
el
mar, empezaba
a ser una fuente de riqueza y de comercio. Además
la
inauguración del
astillero dio
un
nuevo
empuje al
comercio y a la industria que estaba naciendo.
-
¿Sabes
lo que es un astillero?
-
Sí
señor, es un lugar
donde se construyen y reparan barcos.
-
Muy bien. El
astillero de
Malgrat es importante,
hay buenos
maestros carpinteros
que construyen
grandes barcos,
algunos incluso llegan a
cuatro toneladas; además de él salen y llegan cantidad de navíos
que realizan el tráfico
por la costa hacia Valencia y el
sur de Francia.
Mariano
se quedó satisfecho con
la explicación de su
maestro. Lo
que le llamó más la atención fue saber que en el pueblo se
construían barcos
tan grandes.
Desde aquel día cada vez
que pasaba
en
tartana con su padre
cerca de la playa le pedía que
lo llevara al
astillero para ver los
barcos.
La
tierra de los
campos que
la familia Defaus cultivaba,
era fértil y no le
faltaba agua. Entre el
mar y las colinas el río
Tordera había ido formando
a lo largo de los años una grande llanura y en
la desembocadura un
pequeño delta de
arena gruesa.
Mientras
a lo lejos padre e hijo divisaban la planicie, José Defaus a menudo
le decía:
-
Esos campos un día serán
tuyos.
Mariano
se quedaba callado sin osar confesarle a su padre que desearía embarcarse para conocer el mundo.
La
mañana en que cogieron el primer tren para Barcelona, la estación
del pueblo estaba concurrida. Unos mozos iban cargando mercancías en
uno de los vagones, en otro sacos de correos. Algunas personas
bajaban del tren, otras subían. Mariano se fijó en una familia que
había ocupado medio andén, nunca había visto tantas maletas y
baúles apilados.
-
Muchas familias acomodadas de Barcelona, repletas de hijos y
sirvientas suelen tomar el tren para ir a veranear varios meses a los
pueblos de la costa. Son los dueños de las villas más bonitas y
lujosas de los pueblos, le comentó su padre viéndole asombrado.
Mientras
esperaba que el tren se pusiera en marcha Mariano observó los
detalles de la fachada de la estación e iba pensando que él tenía
tres años cuando, en 1859, se inauguró el edificio. Recordaba que
a su padre le gustaba contarles, a él y a sus hermanos, los
pormenores de la fiesta que se hizo el día en que llegó el primer
tren al pueblo.
-
No os podéis imaginar cuanta gente había. Desde las máximas
autoridades de la región a la gente más humilde, todos se habían
engalanado con su mejor ropa; el alcalde nos ofreció un copa de vino
dulce, sea a los hombres que a las mujeres, que ya es un decir y la
banda del pueblo tocó todo el día sin parar. Por la noche se
bailaron sardanas en la plaza principal.
José,
iba varias veces al año a Barcelona, se ocupaba de vender y comprar
granos y semillas, era labrador pero más que a labrar se dedicaba al
comercio. Mariano tiempo atrás había dejado a su pesar la escuela,
su padre le había enseñado a labrar, sembrar y cosechar la tierra,
sin embargo no tenía prisa en mostrarle los secretos de su oficio
mercantil, pues temía perderlo, conociendo bien el lado soñador y
aventurero de su hijo. En la tercera estación subió un señor muy
bien vestido que llevaba un sombrero de paja.
-
Es un gran honor para los catalanes haber llevado a cabo la primera
línea de ferrocarriles, le dijo José.
-
Yo soy de Mataró y el 28 de octubre de 1847 participé a la
inauguración de la primera línea de tren de Barcelona a Mataró. Lo
recordaré toda la vida. ¿Quizás usted no sepa quien fue el
artífice de esa obra colosal?
-
Sé muy poco, según me dijeron fue un materonés ¿No?
-
Si tiene tiempo se lo voy a contar. En
el
año 1837 se inauguró
la primera línea de tren de la
corona de España
en la isla de Cuba, de La Habana a Güines. Miquel Biada Buñol, un
vecino
de Mataró que
se
había
ido a
Cuba para
hacer fortuna,
en
pocos años, comerciando
tabaco y
no
sólo, dicen que directa o indirectamente fue un esclavista,
se hizo muy rico. El
día de la inauguración
estaba
presente y en
seguida se
dio cuenta de
las ventajas del nuevo medio de transporte. Pocos
días después le dijo a un amigo
que quería
volver
a España
para construir un ferrocarril entre Barcelona y su ciudad natal.
Tardó
unos años en conseguirlo, primero
se
fue
a Londres para elaborar mejor el proyecto y luego
con
dos socios
fundó la Companya
dels camins de ferro
(Compañia
de los caminos de hierro).
Se
puso
en marcha así una compleja aventura empresarial y un sueño de
progreso para Cataluña.
Cuando
el tren se estaba acercando a la estación de Mataró, el señor del
sombrero de paja se levantó y mientras recogía su pequeña maleta,
Mariano se atrevió a preguntarle:
-
¿Cuánto se tarda en llegar a Cuba?
-
Se tarda unos dos meses?
-
¿Dos meses? ¡Debe de estar muy lejos!
-
Está al otro lado del Atlántico, es una de las islas donde
desembarcó Cristóbal Colón, seguro que lo has estudiado en el
colegio.
José
saludó al señor distinguido y Mariano se puso a pensar en el mapa
que el maestro les había colgado encima de la pizarra tiempo atrás.
Entonces cayó en la cuenta de dónde estaba la isla de Cuba.
Mariano
durante todo el trayecto estuvo callado, mirando el mar e
imaginándose de pie sobre la cubierta de un velero navegando hacia
Cuba.
Le
encantó Barcelona, no paraba de admirar los edificios imponentes y
las grandes avenidas. Acompañó a su padre a las oficinas
mercantiles. Eran casi las dos de la tarde cuando fueron a almorzar
al restaurante Les set portes,
muy cerca del
puerto.
Mariano
se quedó con la boca abierta contando las siete puertas y admirando
la decoración moderna del establecimiento. Comieron cada uno una
ración de esquiexada ( plato a base de bacalao crudo y
piminetos) y un plato de arrós a la cassola
(arroz con carne). Por la tarde se entretuvieron
paseando por el barrio de la Catedral y por las Ramblas. Antes de
volver sobre sus pasos José quiso que su hijo admirara el recién
inaugurado Teatro del Liceo. Hacia las seis llegaron a la estación y
cogieron el tren para volver al pueblo.
Durante
el viaje de regreso Mariano le preguntó a su padre:
-
¿Por qué tantos catalanes van a Cuba?
-
Algunos son emigrantes voluntarios, que van para hacer fortuna, otros
están obligados o porque son soldados reclutados en las guerras
coloniales o porque huyen del país.
-
¡Me gustaría ir a Cuba!
-
Pero que dices, estás loco, tu eres mi
primogénito y debes
llevar adelante el negocio de la familia Defaus. Esperemos que se
terminen esas malditas revueltas y que pronto volvamos a tiempos más
pacíficos.
Siguieron
meses alborotados, la situación en Cataluña iba de mal en peor y en
casi toda España recrudecía la guerra civil, la llamada tercera
guerra carlista.
José no volvió a Barcelona con
su hijo, para no verse implicado en acciones violentas, protestas
callejeras y desórdenes públicos. La
falta de voluntarios para el ejército, que
en aquellos años, además
de ocuparse de los conflictos internos, tenía que contener las
sublevaciones de las colonias,
se
suplía reclutando
a
un
mayor numero
muchachos de diecisiete
años.
Cada
mañana el cartero solía
pasar
por las casas
del
pueblo silbando
una melodía alegre,
pero llevaba
días
sin
cantar.
Muchas
familias
temían
que les trajera malas
noticias,
pues
a
principios
de año todos
los varones de los
diecisiete
a los
treinta años podían
ser sorteados
para ser reclutados al
servicio militar,
sin
embargo
los ricos pagaban
o encontraban un substituto para evitarlo.
El
pobre hombre
lo pasaba mal, hubiera querido abandonar su bolsa repleta de cartas e
huir, sin embargo
intentaba sonreír,
a
pesar de que
sabía que tarde o temprano
iba
a
entregarles
la
tarjeta de reclutamiento.
A
finales de enero
de 1873
le llegó
a Mariano una
carta oficial.
Teresa
Moragas
Gibert,
la
madre,
estaba desesperada, no
paraba de llorar,
los
hijos
pequeños la rodeaban sin saber bien lo que le
pasaba.
Cuando
José
entró
en casa todos
se le echaron encima. Mariano iba
un poco rezagado, detrás de su padre, pero
oyendo aquel alboroto supo que habían llegado malas noticias.
José
abrió el sobre, lo
leyó
y le dijo a su hijo:
-
Te
han sorteado.
-
Dígame
lo que he
de hacer,
padre y
yo lo haré
le contestó
Mariano.
-
Voy a
pedirle
ayuda
al
alcalde,
pero no
quiero
sobornar
a nadie.
Nuestra familia nunca ha hecho eso, sin
embargo
sé que
hay
algunos vecinos
del pueblo
están
dispuestos a
ofrecerle
dinero
para que les
falsifique
los
papeles.
Tampoco
quiero que te vayas a la montaña y que
te conviertas en un
bandolero. Luego
iré a ver
al párroco.
-
Podría irme a Cuba, dijo Mariano.
-
Pero que estás diciendo,
encontraremos otra solución.
José
aquella
misma tarde se fue a ver al alcalde, el
pobre hombre estaba
agobiado, pues no paraba de recibir a padres
desesperados. Cuando
entró en su despacho el
alcalde le
dijo que no podía hacer nada.
Durante
meses había evitado reclutamientos
de muchos
muchachos
de Malgrat, sin
embargo
esta
vez
le
era imposible ayudarles.
El
secretario que era un hombre muy práctico, mientras recogía unos
papeles, le dijo a José que la única solución era escapar.
-
Yo no quiero que mi hijo se esconda en los montes.
-
Si se marcha a Cuba cuando terminen las revueltas quizás pueda
volver.
-
Cuba, ni hablar, está demasiado lejos y quien sabe si lo volveríamos
a ver más.
-
Mejor irse a Cuba que morirse en la guerra, le dijo el secretario.
-
Mira José, en La Habana se han establecido algunos malgratenses. ¿Te
acuerdas de José
Sarrá Catalá,
el
segundo hijo del doctor Sarrá ?
En
los años cincuenta
él
y
su
primo
Valentín Catalá
se
fueron
a
Cuba
y fundaron
una farmacia con
otros socios.
José
triunfó comprando las participaciones de los otros socios y se
convirtió en el dueño de la Sociedad Sarrá y compañía. José
visita muy a menudo a sus padres en Malgrat
y a su esposa e hijas en Barcelona.
Pasado
mañana
él
volverá,
de nuevo a Cuba
con el barco
La
Isabela.
Mariano
podría ir con él, dijo
el alcalde.
-
Los
Sarrá son personas muy importantes sea en Barcelona
que
en La Habana, no
es la primera vez que ayudan a quien
huye
de la guerra, terminó
diciendo el secretario.
-
No sé, no sé, me parece muy arriesgado.
-
Ahora mismo le voy a enviar un telegrama al farmacéutico para que le
saque el pasaje del buque a Mariano y para que le arregle los
papeles. Es la mejor cosa que puede hacer tu hijo, le dijo el
Alcalde, tocándole el hombro para animarlo.
José
se fue a hablar con el cura
del pueblo,
pero como
temía
no
sirvió
para nada.
Se
quedó un rato en la parte oscura de la iglesia pidiéndole
a
la Virgen
del
Carmen que
protegiera a
su hijo.
Volvió
a casa desanimado pero
a la vez determinado en seguir las
disposiciones
del Alcalde.
Era tarde, los pequeños se habían acostado, cerca del hogar Teresa
hablaba con Mariano en voz baja.
-
¿Qué haremos sin ti? Sé que tú
tienes muchas agallas y vas a salir de apuros, pero yo sufro. Me
prometes que vas a escribirme
una carta cada quince días,
le
pidió
la
madre llorando.
-
Yo no quiero morirme
en
la guerra, huiré a Francia por el
monte. No
se
preocupe, madre, sabré cuidarme.
-
No tienes porque huir al
monte,
te
embarcarás para Cuba. El farmacéutico Sarrá te acompañará.
Mañana irás a Barcelona en tren. La cita es a las nueve de
la tarde en frente del restaurante Les
set
portes.
El
buque
va a salir a la una de la madrugada.
-
Estoy
preparado para ir a Cuba.
-
Teresa ¿Lo
ayudas a hacer el equipaje?
En Cuba hace calor, no necesita ropa de lana,
pero
para el viaje mejor
que
se lleve el
abrigo,
dale
también una
manta,
velas, papel, sobres, pluma, tintero y
un par de libros para el viaje. Yo
le cosería un
bolsillo en la parte interior
de la chaqueta, para que esconda los
documentos y un
fajo de billetes. ¿Qué
te parece si le diéramos
las monedas de plata que tenemos escondidas en
el cofre detrás de la virgen de madera?
Teresa
sonrió, sabía que José, como todos los esposos, era el
que mandaba en casa, pero le agradecía que le
pidiera su opinión.
Mariano
no durmió en toda la noche, le daba vueltas a los
planes
del padre, por un lado su sueño de
ir a Cuba se
estaba realizando, por el otro tenía
miedo de
alejarse
de su familia, pues
tampoco
sabía
si podría
regresar
a su
patria. De lo que estaba seguro es que nunca perdería los vínculos
con sus
padres y hermanos.
-
Les voy
a escribir varias
cartas
desde el buque, otra recién llegado, otra cuando me
haya
instalado en
la isla, otra …
Y
pensando en aquella lista de cosas que quería hacer poco a poco se
durmió.