giovedì 13 aprile 2023

El astillero - Cap. 1 (en español)


Con la cara pegada en la ventanilla del tren que estaba a punto de salir para Barcelona, Mariano no podía sospechar que un año más tarde, sentado en el mismo vagón, su vida empezaría a dar vueltas. Iba a cumplir dieciséis años; sin embargo, se sentía ya un hombre hecho y derecho. Casi no había dormido en toda la noche de lo nervioso que estaba por emprender su primer viaje y antes de que saliera el sol se levantó para ir a despertar a su padre. Corría el año 1872.

Mariano solía ir cada domingo a misa con sus padres y sus seis hermanos, él era el mayor. Saliendo de la iglesia, los hombres se quedaban en la plaza hablando entre ellos; sin embargo, las mujeres, las que no tenían servidumbre, se apresuraban para volver a casa y rematar la comida. Mariano jugueteaba con los demás chiquillos, pero de vez en cuando se acercaba al corro de los mayores para escuchar lo que decían. Un día, cuando tenía unos ocho o nueve años, Mariano oyó que el notario comentaba que la iglesia dentro de pocos años iba a cumplir un siglo.

- ¿Qué es un siglo? Le preguntó Mariano, mirando a su padre, como pidiéndole permiso para hablar.

- Son cien años, contestó el notario.

- ¿Ya vivía gente en el pueblo?

- ¡Qué chico tan espabilado! Exclamó el notario mientras se encendía un cigarro.

- Nuestra familia se estableció aquí hace más de un siglo y construyó una casa justo al lado de la iglesia, dijo José Defaus Ballesté, el padre de Mariano.

Al día siguiente Mariano llegó a la escuela mucho antes de que tocara la primera campana para empezar las clases. El maestro estaba preparando el aula para que los alumnos hicieran dibujo.

- Me gustaría conocer la historia de la iglesia de Malgrat. ¿Usted sabe algo? Le preguntó Mariano.

- Soy de Barcelona, pero he leído la historia del pueblo.

El maestro empezó a contarle que a principios del siglo dieciocho fueron llegando colones provenientes del sur de Francia, para bonificar las marismas, antes tierras de malaria. El pequeño centro urbano fue creciendo y la capilla del siglo catorce quedó pequeña y fue substituida por el templo monumental.

El maestro se detuvo y le preguntó:

- ¿Has entendido?

- Sí, el siglo dieciocho era el siglo pasado, ¿no?

- Muy bien.

El maestro se sentó y siguió su relato.

Gracias a las aportaciones económicas de un rico comerciante, nacido en Malgrat, pero vecino de Barcelona, llamado Agustí Gibert Xurrich, en 1761 se colocó la primera piedra de la iglesia actual, que por sus dimensiones acabaría siendo llamada popularmente la catedral de la costa. El templo era un poco desproporcionado por lo pequeño que era el pueblo en aquel entonces. La mayoría de sus habitantes eran labradores o marineros y unos pocos comerciantes y tenderos. Sin embargo, con la inauguración del astillero, el mar empezó a ser una fuente de riqueza y dio un nuevo empuje al comercio y a la industria que estaba naciendo. El pueblo se engrandó, prosperaron los fabricantes de hilados y se establecieron nuevos artesanos, como cuberos y alfareros.

Se calló de nuevo y luego le preguntó:

- ¿Sabes lo que es un astillero?

- Sí, señor, es un lugar donde se construyen y reparan barcos.

- Del astillero de Malgrat salen gran cantidad de navíos. Van y vienen de Valencia y del sur de Francia.

Mariano se quedó satisfecho con la explicación del maestro. Lo que le llamó más la atención fue saber que en el pueblo se construían barcos tan grandes. Desde aquel día, cada vez que pasaba en la tartana con su padre cerca de la playa, le pedía que lo llevara al astillero para ver los veleros.

La tierra de los campos que la familia Defaus cultivaba, era fértil y no le faltaba agua. Entre el mar y las colinas, el río Tordera había ido formando a lo largo de los años una grande llanura y en la desembocadura un pequeño delta de arena gruesa.

Mientras a lo lejos padre e hijo divisaban la planicie, José Defaus a menudo le decía:

Esos campos un día serán tuyos.

Mariano se quedaba callado sin osar confesarle que desearía embarcarse para conocer el mundo.

La mañana en que él y su padre tomaron el tren para Barcelona, la estación estaba bastante concurrida. Dos hombres cargaban cajas en uno de los vagones de mercancías, el último era para los sacos de correos. Algunas personas bajaban del tren, otras subían. José Defaus y su hijo subieron al primer vagón de tercera clase. Antes de sentarse, el chico abrió la ventanilla y dejó entrar el olor del mar. Mientras iba observando el bullicio de la estación, le llamó la atención una mujer, con cuatro niños y tres criadas, que ocupaban gran parte del andén, con decenas de maletas y baúles.

- Las familias acomodadas de Barcelona suelen ir a veranear en los pueblos de la costa. Son los dueños de las villas más bonitas y lujosas de los pueblos, le comentó su padre, viéndole asombrado.

Mientras esperaba que el tren se pusiera en marcha, Mariano observó los detalles de la fachada de la estación y pensó en que tenía tres años cuando, en 1859, se inauguró el edificio. Recordaba que a su padre le gustaba contarles, a él y a sus hermanos, los pormenores de la fiesta que se hizo el día en que llegó el primer tren al pueblo.

Había mucha gente, desde las máximas autoridades de la región hasta la gente más humilde, todos se habían engalanado con su mejor ropa, el alcalde ofreció una copa de vino dulce, sea a los hombres que a las mujeres, la banda del pueblo tocó todo el día sin parar y por la noche se bailaron sardanas.

José iba varias veces al año a Barcelona, se ocupaba de vender y comprar granos y semillas, era labrador pero más que a labrar se dedicaba al comercio. Mariano tiempo atrás había dejado la escuela. Su padre le había enseñado a labrar, sembrar y cosechar la tierra; sin embargo, no tenía prisa en mostrarle los secretos de su oficio mercantil, pues temía perderlo, conociendo bien el lado soñador y aventurero de su hijo. En la tercera estación subió un señor muy bien vestido que llevaba un sombrero de paja.

- No le parece una gran cosa que los catalanes hayamos construido la primera línea de ferrocarriles, le comentó José al desconocido.

- Sí, ya lo puede decir, es una honra para Cataluña. Yo soy de Mataró y el 28 de octubre de 1847 participé a la inauguración de la primera línea de Barcelona a Mataró. Lo recordaré toda la vida. ¿Quizás usted no sepa quién fue el artífice?

- Pues sé bien poco, fue un materonés, ¿no?

El señor, con el sombrero de paja, empezó a contarles: En el año 1837 se inauguró la primera línea de tren de la corona de España en la isla de Cuba, de La Habana a Güines. Miquel Biada Buñol, un vecino de Mataró, fue a Cuba para hacer fortuna y en pocos años se hizo muy rico, comerciando tabaco y no sólo, dicen que directa o indirectamente fue un esclavista. El día de la inauguración se dio cuenta de las ventajas del nuevo medio de transporte. Al cabo de poco se propuso volver a España para construir un ferrocarril entre Barcelona y su ciudad natal. Tardó unos años en conseguirlo, primero se fue a Londres para elaborar mejor su proyecto y luego con dos socios fundó la Companya dels camins de ferro... De esta manera se puso en marcha una compleja aventura empresarial y un sueño de progreso para Cataluña.

Cuando el tren se estaba acercando a la estación de Mataró, el señor del sombrero de paja se levantó y, mientras recogía su pequeña maleta, Mariano se atrevió a preguntarle:

- ¿Cuánto se tarda en llegar a Cuba?

- Unos dos meses.

- ¿Dos meses? ¡Debe estar muy lejos!

- Está al otro lado del Atlántico, es una de las islas donde desembarcó Cristóbal Colón. Seguro que lo has estudiado en el colegio.

José saludó al señor distinguido y Mariano se puso a pensar en el mapa que tiempo atrás el maestro les había colgado encima de la pizarra. Entonces cayó en la cuenta de dónde estaba la isla de Cuba.

Mariano durante todo el trayecto estuvo callado, mirando el mar e imaginándose de pie sobre la cubierta de un velero, navegando hacia Cuba.

Le encantó Barcelona, no paraba de admirar los edificios imponentes y las grandes avenidas. Acompañó a su padre a las oficinas mercantiles. Eran casi las dos de la tarde cuando fueron a almorzar cerca del puerto, en el restaurante Les 7 Portes.

Mariano se quedó con la boca abierta, contando las siete puertas y admirando la decoración moderna del establecimiento. Comieron cada uno una ración de esquiexada (plato a base de bacalao crudo y pimientos) y un plato de arrós a la cassola (arroz con sofrito de carne, cebolla y tomate). Por la tarde se entretuvieron paseando por el barrio de la Catedral y por las Ramblas. Antes de volver sobre sus pasos, José quiso que su hijo admirara el recién inaugurado Teatro del Liceo. Hacia las seis llegaron a la estación y cogieron el tren para volver al pueblo.

Durante el viaje de regreso Mariano, le preguntó a su padre:

- ¿Por qué tantos catalanes van a Cuba?

- Algunos son emigrantes voluntarios que van para hacer fortuna, otros están obligados porque son soldados reclutados en las guerras coloniales o porque huyen del país.

- ¡Me gustaría ir a Cuba!

- Pero, ¿que dices? estás loco. Tú eres mi primogénito y debes llevar adelante el negocio de la familia Defaus. Esperemos que se terminen esas malditas revueltas y que pronto volvamos a tiempos pacíficos.

Siguieron meses alborotados, la situación en Cataluña iba de mal en peor y en casi toda España recrudecía la guerra civil, la llamada tercera guerra carlista. José no volvió a Barcelona con su hijo, para no verse implicado en acciones violentas y desórdenes públicos. La falta de voluntarios para el ejército, que en aquellos años, además de ocuparse de los conflictos internos, tenía que contener las sublevaciones de las colonias, se suplía reclutando a un mayor numero de muchachos de diecisiete años.

Cada mañana el cartero solía pasar por las casas del pueblo silbando una melodía alegre, pero llevaba días sin cantar. Muchas familias temían que les trajera malas noticias, pues a principios de año todos los varones de los diecisiete a los treinta años podían ser sorteados para ser reclutados al servicio militar. Sin embargo, los ricos pagaban o encontraban un substituto para evitarlo. El pobre hombre lo pasaba mal, hubiera querido abandonar su bolsa repleta de cartas y huir; sin embargo, intentaba sonreír, a pesar de que sabía que tarde o temprano iba a entregarles la tarjeta de reclutamiento.

A finales de enero de 1873 le llegó a Mariano una carta oficial. Teresa Moragas Gibert, la madre, estaba desesperada, no paraba de llorar, los hijos pequeños la rodeaban sin saber bien lo que le pasaba. Cuando José entró en casa, todos se le echaron encima. Mariano iba un poco rezagado, detrás de su padre, pero oyendo aquel alboroto supo que habían llegado malas noticias.

José abrió el sobre, lo leyó y le dijo a su hijo:

- Te han sorteado.

- Dígame lo que he de hacer, padre, y yo lo haré, le contestó Mariano.

- Voy a pedirle ayuda al alcalde, pero no quiero sobornar a nadie. Nuestra familia nunca ha hecho eso, pero yo sé que hay algunos vecinos del pueblo que están dispuestos a ofrecerle dinero para que les falsifique los papeles. Tampoco quiero que te vayas a la montaña y que te conviertas en un bandolero.

- Podría irme a Cuba, dijo Mariano.

- ¡Pero qué estás diciendo! Encontraremos otra solución.

José aquella misma tarde se fue a ver al alcalde, el pobre hombre estaba agobiado, pues no paraba de recibir a padres desesperados. Cuando entró en su despacho, el alcalde le dijo que no podía hacer nada. Durante meses había evitado reclutamientos de muchachos de Malgrat, sin embargo, esta vez le era imposible ayudarles.

El secretario, que era un hombre muy práctico, mientras recogía unos papeles, le dijo a José que la única solución era escapar.

- Yo no quiero que mi hijo se esconda en los montes.

- Si se marcha a Cuba, seguro que podrá volver cuando terminen las revueltas.

- Cuba, ni hablar, está demasiado lejos y quién sabe si lo volveríamos a ver más.

- Mejor irse a Cuba que morirse en la guerra, le dijo el secretario.

- Mira José, en La Habana se han establecido algunos malgratenses. ¿Te acuerdas de José Sarrá Catalá, el segundo hijo del doctor Sarrá ?

El alcalde le contó que en los años cincuenta José Sarrá y su primo Valentín Catalá se fueron a Cuba y fundaron una farmacia con otros socios. Le pusieron el nombre de La Reunión, por la agrupación de socios y también porque vendían dos tipos de medicamentos, los tradicionales y los homeopáticos. En pocos años José triunfó comprando las participaciones de los otros socios y se convirtió en el dueño de la nueva Sociedad que llamó Sarrá y compañía.

- José visita muy a menudo a sus padres en Malgrat y a su esposa e hijas en Barcelona. Y mira qué coincidencia, pasado mañana él volverá a Cuba con el barco La Isabela. Mariano podría ir con él, dijo el alcalde.

- Los Sarrá son personas muy importantes en La Habana. No es la primera vez que ayudan a los de nuestro pueblo que emigran a Cuba, terminó diciendo el secretario.

- No sé, no sé, me parece muy arriesgado.

- Ahora mismo le voy a enviar un telegrama para que le saque el pasaje del buque y para que le arregle los papeles. Es la mejor cosa que puede hacer tu hijo, le propuso el alcalde, tocándole el hombro para animarlo.

Más tarde, José Defaus se fue a hablar con el cura del pueblo, pero como temía, no sirvió para nada. Se quedó un rato en la parte oscura de la iglesia pidiéndole a la Virgen del Carmen que protegiera a su hijo.

Volvió a casa desanimado pero a la vez determinado en seguir las disposiciones del alcalde. Era tarde, los pequeños se habían acostado. Cerca del hogar, Teresa hablaba con Mariano en voz baja.

- ¿Qué haremos sin ti? Sé que tú tienes muchas agallas y vas a salir de apuros, pero... ¿Me prometes que vas a escribirme una carta cada quince días? Le pidió la madre llorando.

- Yo no quiero morirme en la guerra, huiré a Francia por el monte. No se preocupe, madre, sabré cuidarme.

- No tienes por qué huir al monte, te embarcarás para Cuba. El farmacéutico Sarrá te acompañará. Mañana irás a Barcelona en tren. La cita es a las nueve de la tarde en frente del restaurante Les 7 Portes. El buque va a salir a la una de la madrugada, le dijo decidido.

- Estoy preparado para ir a Cuba.

- Teresa, ¿lo ayudas a hacer el equipaje? En Cuba hace calor, no necesita ropa de lana, pero para el viaje es mejor que se lleve el abrigo. Dale también una manta, velas, papel, sobres, pluma, tintero y un par de libros para el viaje…

- Ahora voy... Yo le cosería un bolsillo en la parte interior de la chaqueta, para esconder los documentos y el dinero.

- Me parece muy bien. ¿Y si le diéramos las monedas de plata que tenemos escondidas en el cofre detrás de la virgen de madera?

Teresa sonrió, sabía que José, como todos los esposos, era el que mandaba en casa, pero le agradecía que le pidiera su opinión.

- Mañana prepararé las provisiones para tu viaje. A ver qué puedo meter en tu maleta... una hogaza de pan, un salchichón, un buen trozo de queso curado, carne salada, quizás también bacalao, manzanas del huerto y… dijo Teresa.

Mariano no lograba dormirse, le daba vueltas a los planes de su padre, por un lado, su sueño de ir a Cuba se estaba realizando, por el otro tenía miedo de alejarse de su familia, pues tampoco sabía si podría regresar a su patria. De lo que estaba seguro es que nunca perdería los vínculos con sus padres y hermanos.

- Les voy a escribir varias cartas desde el buque, otra recién llegado, otra cuando me haya instalado en la isla, otra …

Y pensando en aquella lista de cosas que quería hacer poco a poco, se durmió.








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