venerdì 5 giugno 2020

Pici


E alla fine per i cipressi arrivò il copyright. Basterà ...


Matilde se asoma  a  la ventana  de la cocina. Hace un día  soleado. Es la única ventana  por donde penetra el color verde. Matilde está contenta de vivir en el segundo piso, pero a veces echa de menos  un jardín para poder cultivar plantas y  recrearse leyendo en una tumbona o cenando al atardecer. 
El  gran jardín de la vivienda de la planta baja es un oasis en medio de los edificios. Es grande, está lleno de maleza y de árboles, ahora parece una selva, de lo descuidado que está, pero de vez en cuando los  hijos  de los dueños van a regar las plantas. 
Los dueños, dos viejecitos simpáticos, pasaban muchas horas en el jardín, sobre todo él era un jardinero empedernido, pero desde que los hijos los ingresaron a un geriátrico el jardín ha perdido todo su esplendor.
A  menudo piensa en los dueños del jardín y sufre por ellos. Espera que en la residencia donde están alojados haya un enorme parque con muchas plantas. Los han transladado lejos, en la sierra, un poco incómodo para poder ir a visitarlos.  De vez en cuando les pregunta por ellos a los hijos, que siempre tienen prisa y no logra sacarles casi nada.

Aquella mañana no quiere entristecerse pensando en la vejez y mira hacia arriba; 

- Da gusto ver el cielo despejado,  se dice a si misma.
Sonríe, mientras mueve, con la cuchara de madera, la salsa que está preparando para un plato de pasta muy especial, pici all’aglione.

Tenéis que saber que los pici son un tipo de pasta típica del sur de la Toscana, son como una especie de spaghetti, pero más gorditos y de pasta fresca. Los aglioni son  parecidos a los ajos gigantes,  pero más dulces y su  aroma es más  suave.
Los ingredientes son pocos; aceite  extravirgen de oliva, una cabeza de aglione, un par de  guindillas, tomates frescos y pici
Su secreto es no dejar que los  dientes de ajo se doren, más bien  tienen que deshacerse en el aceite lentamente.
Es una receta muy antigua, dicen que  tiene orígines etruscas. 

Matilde aplasta con cuidado con un tenedor  los dientes de aglione recien guisados y luego añade los tomates troceados. El olor  del guiso le trae el recuerdo de Pienza.

Pero vayamos por partes. ¿Por qué Pienza? Os lo voy a contar:


Ella y su marido, un sábado de finales de septiembre, decidieron ir de excursión. Estaban la mar de contentos, pues aquel día milagrosamente los dos estaban libres. Matilde trabajaba algún que otro sábado y él se había jubilado desde hacía  dos años, pero generalmente los sábados los tenía ocupados para ir en bicicleta con sus amigos.
Salieron  hacia las nueve de la mañana, cogieron la autopista Firenze-Roma y llegaron en un par de horas a Pienza, pueblo  de la provincia de Siena,  de unos dos mil habitantes.
La luz era maravillosa, recorrieron las callejuelas del pueblo paseando lentamente. Había turistas, pero no demasiados, luego fueron a visitar la catedral y los enormes palacios renacentistas.

Os preguntaréis ¿Cómo es posible que un pueblo tan pequeño tenga edificios renacentistas imponentes como el palacio Piccolomini?
Tenéis que saber que Pienza está situada en lo alto de un cerro, con vistas al Valle del río Orcia. Toda la esencia de ese lugar se concentra en esta localidad y en sus alrededores, con leves colinas en las que zigzaguean hileras de cipreses. El pueblo es conocido como la "ciudad ideal renacentista" y es la creación del gran humanista Enea Silvio Piccolomini.
Piccolomini, que más tarde se convirtió en el Papa Pío II, usó su dinero e influencia para transformar su lugar de nacimiento, Corsignano, en la idea de una utopía de la ciudad que más tarde, en su honor, llegaría a ser conocida como Pienza.

A la una y media, Matilde y su marido empezaron a tener hambre.
- Podemos comer un bocadillo en una terraza de un bar, le dijo ella a él.
- ¿Por qué no comemos un plato de pici? Mira aquel restaurante con mesas afuera. ¿Te gusta? ¿Vamos a  ver si  hacen pici?
- Vale, dijo ella contenta, porque le atraía aquella pasta con un nombre tan raro.
Se sentaron en una mesa, donde tocaba el sol a medias. Matilde podía ver el trajín del pequeño restaurante y él el movimiento de la calle.
Mientras iban comiendo el sabroso plato de pici, bebieron vino tinto de la zona.
Hablaron de la última vez que habían visitado Pienza con su hija y unos amigos catalanes  y recordaron muchas anécdotas de aquel entonces.
Aquella trattoria les encantó y sobre todo el vino les dio alegría.

Pasearon por los alrededores del pueblo, admirando las mágnificas vistas. Se pararon en el mirador, con una  preciosa panorámica al Valle di Orcia, desde donde tiraron fotos. Luego, para ir al aparcamiento, donde habían estacionado el coche, cruzaron de nuevo el pueblo. Ya que todas las calles llevan a la plaza principal, donde emerge la  catedralpara admirarla de nuevo se sentaron  en  uno de los bancos de piedra que hay en el lado izquiredo  de la plaza.
Muy cerca, en una de las muchas tiendas, degustaron y compraron queso pecorino, típico de Pienza. 

Subieron al coche  para ir a  visitar otros lugares de la valle.
Por la carretera que llevaba a San Quirico d’Orcia, vieron a lo lejos una iglesia de mármol blanco,  enmarcada entre dos hileras de cipreses. Se erguía sola en lo alto de una colina, en medio de los
campos  de trigo.
Aparcaron el coche al borde de la carretera y los dos pensaron la misma cosa:
- Hay que ir a visitar la iglesia solitaria.
No se veían carteles indicadores, pero había un camino que bajaba  serpenteando hacia una casa rural y ellos pensaron que seguramente allí habría otro sendero  que llevara a la iglesia.
Llegaron a la casa y le preguntaron a un señor,  sentado  bajo una parra, que  iba demasiado bien vestido para ser un labrador y demasiado descuidado para ser un veraneante:
- ¿Por dónde hay que pasar para llegar a la iglesia?
El caso es que aquel hombre les dijo que  tenían que bajar la vereda hasta la viña,  volver a subir por un atajo y cruzar un  bosque pequeño.
- Hay una carretera para llegar en coche a la iglesia, la cogen todos los forasteros; pero ahora que están ustedes  aquí les conviene ir a través de los campos, les dijo el hombre.

El sol ya no era muy fuerte, sin embargo aún hacía calor. A pesar del bochorno ellos se animaron a ir andando a la iglesia.
Matilde se había vestido cómoda, pero quién sabe por qué aquella mañana en lugar de ponerse pantalones había escogido una falda ceñida. Con sus zapatillas de deporte, la falta negra y una camiseta rosa escotada, se sentía a su aire.
- No hay nadie por esos páramos, dijo ella con una voz melosa.
Su marido interpretó aquellas palabras como: Ahora no nos puede ver nadie, hagamos lo que hagamos.
- ¿Por qué non nos sentamos en ese bosquecillo? Dijo él.
Matilde puso sobre la hierba un gran pañuelo de colores, que sacó de su mochila.
Fue un momento mágico, Matilde no se acordaba de quién era la boca que empezó a besar, pero recordaba sus cuerpos entrelazados.
Se levantaron con un poco de vergüenza por si alguien los hubiera visto, pero por suerte no había nadie por los alrededores.
Matilde se sacó la hierba de los cabellos, se levantó y luego dobló el pañuelo. Él también se sacó la hierba de encima y se arregló la camisa y los pantalones.
Subieron la cuesta y finalmente llegaron la iglesia solitaria.

Matilde abre la ventana de par en par.  Ahora necesita oler el perfume del aire, de las plantas, de los árboles  para seguir recordando el valle del río Orcia, Pienza, la iglesia solitaria y su aventura en el bosquecillo.
Observa los pinos y la grandes macetas de ortensias  a los lados del jardín que la maleza va cubriendo.
Decide que va a ir a visitar a los viejecitos  el próximo fin de semana, tiene que hablarles de su jardín. Tiene muchas ganas de verlos. Sueña con ocuparse ella de regar las plantas, de  cortar la hierba y de arreglar  los arbustos, para que los hijos de los dueños tengan menos trabajo. Se lo va  a proponer cuando vaya a visitarlos.

Prueba la pasta,  está al dente,  apaga el fuego y  escurre los pici en el colador. 
Mientras  aliña  la pasta con la salsa de tomate, oye  un voz a sus espaldas que dice:
- ¡Qué olor tan bueno, me recuerda Pienza !



Pici all'aglione: la pasta più antica | Agrodolce