venerdì 4 ottobre 2019

Le mani di Miguel - Las manos de Miguel









Violeta quella mattina non lavorava. Si era alzata alle otto e aveva fatto colazione con molta calma. Mentre sorseggiava il tè verde che tanto le piaceva, leggeva la lettera di Bianca che le era arrivata il giorno prima. Nella busta verde, insieme alla lettera, c'era allegato un articolo de El País, sulla complicata situazione politica spagnola;  dietro  c'erano delle parole crociate,  iniziate  ma non concluse.
Violeta, mentre cercava di finire il cruciverba, pensava  a quando, qualche mese prima, lei e  il marito erano andati a Madrid a trovare Bianca, la loro figlia,  la quale abitava in quella città da diversi anni. Bianca da poco si era trasferita con Miguel, suo compagno, in un appartamento al terzo piano di un edificio degli anni sessanta, posto in una stradina tranquilla vicino alla Gran Via.
-  Ti ricordi il nostro viaggio a Madrid? Come sono  stati  gentili Bianca e Miguel! Non ci hanno lasciato prenotare un albergo, hanno voluto  a tutti costi ospitarci  nella loro casa, disse al marito che si era appena seduto per fare colazione insieme a lei.  
Violeta, conosceva poco Miguel, lo aveva visto solo una volta a Firenze e di sfuggita; subito le rimasto simpatico, forse per il suo sorriso contagioso. Lui era un bel ragazzo, sempre molto affabile e alla mano. Violeta quella volta non si era accorta delle sue ditta affusolate.
La prima sera a Madrid, Violeta e Miguel decisero di preparare insieme la cena, fu allora che Violeta scoprì il movimento garbato delle sue mani mentre lui in cucina tagliava i broccoli per fare una tortilla.
- Miguel, hai delle belle mani,  le tue ditta sembrano da pianista, gli disse lei.
- È buffo, nella mia famiglia nessuno ha le ditta lunghe, chi sa da chi le avrò prese? Forse dalla nonna andalusa.
E poi continuò a dire:
- Ho suonato la chitarra da giovane, ma mai il pianoforte.
La pasta era pronta, subito fu scolata e saltata in padella col sugo di pomodori e melanzane che Violeta aveva preparato. Appena seduti a tavola, Miguel raccontò che da adolescente prendeva lezioni di chitarra e che a diciotto anni aveva suonato in un gruppo rock con altri amici. Poi gli studi universitari lo avevano allontanato dal mondo della musica, ma a casa aveva ancora due chitarre che spesso suonava.
La tortilla di Miguel era deliziosa, anche il vino locale, comprato in una vicina bottega, gestita da un gruppo di consumo piuttosto attivo, era molto buono.
A tavola ci fu subito allegria, forse perché dopo la storia delle chitarre di Miguel  uno alla volta aveva iniziato a raccontare i propri sogni di quando erano ventenni.
A mezzanotte Violeta, mentre osservava le mani dei commensali nell'afferrare i calici, pensò che  si sentiva proprio bene  in quella casa.
- Mi manca solo una parola per chiudere il cruciverba, disse Violeta  al marito con la tazza di tè in mano.
- Quale?
- Cántico devoto
- Saeta, disse il marito pensando alla famosa poesia di  Antonio Machado.
Violeta  riuscí  finalmente a finire le parole crociate e  subito dopo cominciò a scrivere una lettera alla figlia.

Las manos de Miguel
Aquella mañana Violeta no tenía que ir a trabajar. Se levantó a las ocho y desayunó sin prisas. Mientras tomaba una taza de té verde que tanto le gustaba, leyó la carta de Bianca que había llegado el día anterior. Dentro del sobre verde, junto a la carta, había un artículo de El País, sobre la complicada situación política de España, detrás había un crucigrama, que Bianca había empezado sin llegar a terminarlo.
Violeta, mientras intentaba acabar el crucigrama, estaba pensando en cuándo, unos meses antes, ella y su esposo fueron a Madrid a visitar a Bianca, su hija, que hacía varios años que vivía en aquella ciudad. Bianca se había mudado recientemente con Miguel, su pareja, a un apartamento del tercer piso de un edificio de los años sesenta, ubicado en una calle tranquila, cerca de la Gran Vía.
- ¿Recuerdas nuestro viaje a Madrid? ¡Qué amables que fueron Bianca y Miguel! No nos dejaron reservar hotel, quisieron a toda costa que nos alojáramos en su casa, le dijo a su esposo que en aquel momento se había sentado en la mesa para desayunar con ella.
Violeta conocía poco a Miguel, solo lo había visto una vez en Florencia y de pasada; en seguida le gustó, tal vez por su sonrisa contagiosa. Era un chico guapo, siempre afable y natural. En aquella ocasión Violeta no había notado su dedos largos.
La primera noche en Madrid, Violeta y Miguel decidieron que se ocuparían de la cena, fue en la cocina donde Violeta descubrió el movimiento delicado de las manos de Miguel mientras cortaba brocoli para hacer una tortilla.
- Miguel, tienes unas manos muy bonitas, tu dedos parecen de pianista, le dijo Violeta.
- Es gracioso, en mi familia nadie tiene dedos largos, ¿Quién sabe de quién los habré heredado? Quizás de mi abuela andaluza.
Y luego siguió diciendo:
- Toqué la guitarra cuando era joven, pero nunca el piano.
Lista la pasta, Violeta la escurrió y la mezcló con la salsa de tomate y berenjenas que había preparado. Cuando se sentaron y empezaron a comer, Miguel les dijo que cuando era adolescente fue a clases de guitarra y que a los dieciocho años tocó  en un grupo rock junto a otros amigos. Luego, sus estudios universitarios lo alejaron del mundo de la música, pero en casa todavía tenía dos guitarras que solía tocar de vez en cuando.
La tortilla de Miguel era deliciosa, incluso el vino a granel, que habían comprado en una tienda cercana de un grupo de consumo, era muy bueno.
En la mesa hubo alegría desde el principio, quizás porque después de la historia de las guitarras de Miguel, cada uno empezó a contar sus sueños de los veinte años.
A medianoche, Violeta, mientras observaba las manos de los comensales agarrando las copas de vino, pensó que se sentía realmente bien en  aquella casa.
- Sólo necesito una palabra para acabar el crucigrama, dijo Violeta a su esposo llenando  su taza de té.
- ¿Cuál?
-Cántico devoto
- Saeta, dijo su esposo, pensando en el famoso poema de Antonio Machado. 
Violeta  logró terminar  el crucigrama y comenzó a escribir una carta a su hija.







martedì 1 ottobre 2019

Miedos - Paure














Aquella noche Claudia se despertò dos veces, a las cuatro y a las seis de la madrugada. El primer despertar le dejó un espanto: soñó con un gato pelirrojo que se le  caía del tejado, aterrizaba como una bola sobre sus pies.
- ¡Qué susto! ¿Qué es eso? Gritó, mirando hacia arriba.
El gato en seguida se levantó y empezó a dar vueltas moviendo la colita y haciendo cabriolas. Le hizo gracia el gatito, pero no dejaba de mirar hacia el tejado, pues seguía temiendo que se le cayera encima alguna que otra cosa más.
La segunda vez que abrió los ojos tuvo una sensación de angustia, pues estaba en un lugar sombrío, y notaba que le faltaba algo, pero al principio no sabía qué. Poco a poco salió de la oscuridad y se dio cuenta de que no estaba sola, algunos estudiantes se habían sentado en unas mesas redondas, desparramadas por un local grande, que parecía más bien un bar que un aula.  Claudia  miraba y remiraba la puerta y crecía su desconsuelo, porque no entraba nadie. Faltaban tres  chicos, los  que tenían que presentar al resto de la clase una  tarea, sobre la utilidad y la necesidad de las plantas para nuestro planeta. No había ni rastro de ellos.
Esperó unos segundos y antes de sucumbir a la desesperación reuníó a  los estudiantes y les dijo a dos de ellos que fueran enterarse del porqué habían fallado sus compañeros.  Se calmó al darse cuenta de que nadie estaba preocupado. Claudia empezó  explicándoles, de forma muy sencilla, la importancia de la fotosíntesis de los vegetales, luego escribí la reacción química en la pizarra. Todos al principio la escuchaban atentos, luego  surgió entre ellos un debate  sobre la importancia de los árboles para la humanidad,  para nuestra átmosfera, para el suelo, para el ciclo del agua, etc. Sin embargo Claudia seguía teniendo miedo de que a los tres chicos les hubiera ocurrido algo.
- ¿Por qué sueño con gatos que se me caen encima y con alumnos que no aparecen? Se preguntó.
- Quizás porque anoche estaba inquieta por la noticia de la muerte de Bruno, se contestó.
El día anterior por la tarde le llamó Marcos, un viejo amigo de los años de estudiantes, que le dijo que Bruno se había suicidado aquella misma madrugada.
Hacía años que Claudia y su marido habían perdido de vista a Bruno, pues desde que se separó de Rosa se fue a vivir al campo, cortó todos los lazos que tenía con la ciudad y se volvió muy huraño.
Sólo de vez en cuando dejaba que fueran a verle Marcos y otro amigo de toda la vida, quienes no sabían como animarlo. Cada día estaba más delgado y más pesimista. Estaba obsesionado con los síntomas del Alzheimer, les dijo un día su ex-mujer. Le habían hecho muchas pruebas tras su pérdida de memoria, pero ningún médico le había diagnosticado la enfermedad.
- Siempre ha sido ipocondriaco, pero lo de ahora es una depresión muy grande, le dijo Rosa un día.
- Pobre Bruno, estará sufriendo mucho, quizás estaría mejor aquí, se distraería más, estar aislado en el campo no creo que no le ayude nada, le dijo  Claudia.
- ¡Yo se lo digo siempre! Pero es tan testarudo que no quiere escucharme cuando le propongo que alquile un apartamento. Yo me ocuparía te todo, de la agencia inmobiliar, del contrato y de la mudanza,  él sólo tendría que coger un taxi, subir al ascensor y abrir la puerta de la nueva vivienda.
Claudia desayunó pensando en Bruno y en los sueños raros que su cerebro inventaba cada día.
A menudo, cuando  se  despertaba de golpe o con un sobresalto, se le  aparecían imágenes en las que estaba atemorizada porque  había perdido una llave, un libro u otro objeto; otras no conseguía llegar a un sitio a pesar de que andava deprisa y había salido con antelación, las calles se le volvían un laberinto y  se  perdía, por supuesto no  lograba dejar un recado a nadie. Otras veces se veía encogida por los contratiempos, como si fueran una amenaza:  se le  aparecía un reloj gigante que marcaba las  nueve y diez y  ella debería haber llegado a las nueve en punto.
- ¿De dónde me vendrá todo ese miedo? ¿Quizás de mi familia ? Se preguntó.
Terminó de desayunar, encendió el ordenador y se puso a escribir lo que sigue:

Miedos
En mi familia, como en muchas familias campesinas, se les tenía miedo a muchas cosas. Cuando se oían los primeros truenos mi padre se asomaba a la ventana para escrutar el cielo, luego, si empezaba a llover, salía al patio para ver si era mucha la lluvia que caía. En primavera se le tenía miedo a que el agua de las lluvias torrenciales pudriera las raíces y arruinara la cosecha de patatas. En verano se le temía a la larga sequía o a las plagas de insectos, pero también al granizo y a los chubascos violentos que destruían las plantas de tomates, de lechuga o de judías. En invierno se les tenía miedo a las olas gigantes del mar que iban erosionando la playa y avanzando hacia los campos de cultivo. En otoño a veces también había inundaciones, pero en los campos ya casi no quedaba nada y los campesinos sufrían menos.
Y no hablemos del miedo a los ladrones, no solo a los que se llevaban los enseres de casa, sino también a los que robaban los utensilios del campo y la añada. Lo que le hacía más rabia a mi padre era que nos robaran melones y sandías.
Mis padres cada domingo por la tarde iban al cine, estaban abonados. A los pequeños nos dejaban con tía Margarita. Un tarde al abrir la puerta de la calle oyeron ruido en el fondo de la casa, parecía que alguien corriera por el patio. Entraron deprisa y vieron a dos maleantes que escapaban por la terraza de la casa de al lado.
Los ladrones no llegaron a estropear nada de la planta baja, por eso mi padre dedujo que habían saltado por la tapia del jardín de los vecinos, sin embargo vaciaron los cajones y armarios de los dormitorios del primer piso, echaron al suelo lámparas, muebles, colchones, almohadas, cajas de zapatos, percheros y todo lo que encontraron por su paso. Fue tanto su espanto al ver la casa revuelta, que mis padres nunca más volvieron al cine.
Después del robo mis padres, cada vez que salían de casa bajaban las persianas y cerraban todas las puertas y ventanas. Casi siempre mi madre dejaba alguna persiana bajada, porque iba a salir varias veces y le daba pereza subirlas y bajarlas continuamente, por eso la casa estaba siempre a oscuras. Mi abuelo solía esconder el dinero dentro de un caldero, envuelto en papel de periódico, dentro de la alacena, donde los cacos no habían tocado nada.
- Donde hay cacharros de cocina no hay dinero, esa olla vieja es el lugar más seguro, repetía mi abuelo.
Mi madre a finales de los años sesenta reformó la cocina, pero siguió con la costumbre de su padre de guardar dinero en la vasija de metal.
Cuando mi hermana heredó la vieja casona hizo obras, un día vaciando los armarios de la cocina encontró una olla cascada con un paquete que contenía algunos miles de pesetas. Era la reserva de mi madre, por si estallara una guerra, epidemias o quien sabe qué calamidades.
Todo el mundo le tenía miedo a la autoridad, desde la guardia civil hasta el mismísimo dictador. Cada año en primavera llegaban al ayuntamiento del pueblo unos cuantos policías con caras de pocos amigos. Ponían unas mesas en el salón principal e iban atendiendo a quienes tenían que hacerse por primera vez el DNI o a los lo tenían caducado.
Aún me acuerdo de lo mal que lo pasé, cuando a los catorce años fui a hacerme el primer carné de identidad. Hacíamos cola largo rato, luego rellenábamos unos impresos y por fin nos mojaban el dedo índice con una tinta pegajosa para depositar nuestra huella digital. Todos temíamos miedo de cometer un error o un descuido, pues un policía con una voz amenazadora nos repetía:
- ¡No se equivoquen al escribir sus nombres y apellidos! Recuerden que no son legales los nombres catalanes y que pueden ir a la cárcel si se comete falsedad.
El miedo a la guerra era el pan de cada día para los mayores, todos recordaban las víctimas y los desastres acarreados. Mi abuelo, quien había nacido a finales del siglo diecinueve, nos contaba hazañas de la guerra de Cuba. Mi padre también nos decía cada dos por tres que a los dieciocho años tuvo que enrolarse en el ejercito republicano al estallar la guerra civil.
También teníamos miedo a los papeles, recuerdo el espanto de cuando llegaba una carta judicial, pues se sabía que todo lo que tenía que ver con la justicia, documentos, pleitos y abogados llevaba complicaciones y dolores de cabeza.
A todo el mundo le asustaban las enfermedades, pero a mi madre de forma exagerada, estaba obsesionada por la higiene y la limpieza, nos hacía lavar las manos cada dos por tres y nos daba muchas vitaminas, credo que todo eso le venía porque tuvo una hermanita que murió a los dos años por una simple gripe.
Otra cosa que mi familia temía eran los cambios, las cosas nuevas, sobre todo las mudanzas. Para mi padre todo tenía que seguir en su sitio. Cada cosa tenía su lugar, aunque no fuera práctico. Al morir mi abuelo mi madre heredó la casa de sus antepasados. En seguida intentó modernizarla, empezó por la cocina, pero pronto se desanimó, porque mi padre no la ayudó en nada, sólo le ponía trabas, además tuvo mucho trajín y mala suerte con el carpintero, quien le hizo varias chapuzas.
- Ya te lo decía yo, tú te has complicado la vida, las cosas deben cambiarse solo si se estropean, le sermoneaba mi padre.
- Quisiera arreglar la casa para que tenga más comodidades, pero a ti no te importa nada, sólo piensas en tus cosechas.
- ¡Qué exagerada que eres! Es sólo un viejo caserón, no entiendo la necesidad de hacer obras.
A los que no temíamos era a los forasteros, ambulantes o vagabundos, nunca nos habían hecho nada de malo, al contrario a veces mi padre los había contratado como jornaleros, pero ya se sabe que en los pueblos las habladurías engendran historias de miedo, por eso a los niños los mayores nos asustaban con la del hombre del saco, quien decían metía a los niños malos dentro del saco.
Nuestro pueblo fue acogiendo a muchos forasteros. Durante todo el siglo veinte la gente del pueblo se mezcló con gente de afuera. Quizás por eso siempre me han gustado los forasteros.
Hubo dos olas de emigración, la de los mineros murcianos, a principios del siglo pasado y la de los jornaleros andaluces a partir de los años cincuenta. A principios de los sesenta llegaron con sus familias varios químicos e ingenieros de una empresa alemana, para montar una fábrica de productos químicos. La empresa empleó a muchos hombres del pueblo y a algunas mujeres. La fábrica fue construida cerca del mar y quien sabe cuanto contaminó, sólo al cabo de muchos años pusieron depuradoras. Y finales de los años sesenta, como en toda la costa catalana, llegó el turismo y se empezaron a construir los primeros hoteles cerca de la playa.
De lo que tampoco tenía miedo mi abuelo era de la muerte, cuando le salía a cuento nos decía, que tenía preparado el traje que quería que le pusieran en el ataúd, que la losa de la sepultura la quería de mármol o de pizarra, que en su funeral quisiera muchas flores, que las esquelas fueran de buena calidad, que quería a ese cura o al otro y acababa diciendo que el dinero del caldero era para que le celebráramos unas misas para él.
La muerte a los niños tampoco nos atemorizaba. Cuando alguien del pueblo fallecía las mujeres de la familia y las vecinas iban a la casa del difunto. Los hijos o nietos de las mujeres, quienes ayudaban a vestir al muerto y animaban a la viuda o al viudo, pasaban largas horas junto al atúd jugando. A los niños nadie les hacía caso, eran días especiales en los que podían desaparecer del reino de los adultos. Los varones, llegaban al final, cuando el cadáver tenía buen aspecto y la cocina solía oler a chocolate.
Un día, mientras estaban  doblando las campanas de la iglesia del pueblo, mi padre me dijo sonriendo:
- Siempre hay que vivir con una punta de optimismo. Cuando tocan las campanas anunciando la muerte de alguien, yo no me aflijo, al contrario estoy contento porque no tañen por mí.
Mi padre murió a los noventa y cuatro años. Una tarde de su último verano, nos sentamos en el patio y no sé porque hablamos de sueños.
- ¿Sueño cosas que aún no han acaecido, es cómo si me preparara para vivirlas? ¿Tú también soñabas tanto? Le pregunté a mi padre.
- Es ley de vida prevenir y anticiparse para no sufrir luego. Yo soñaba a menudo que me caía del caballo. ¡Qué angustia! El servicio militar y luego la guerra la hice en la caballería,  me gustaba montar y cabalgar, pero me costó acostumbrarme a la limpieza y cuidado maniacal de las cuadras, tachuelas, herraduras, espuelas, etc, pero lo que más me hacía sufrir eran los caballos locos. Los sementales eran difíciles de domar, sobre todo si había hembras a su alrededor se ponían vivarachos e impredecibles. Una noche mientras iba a entregar una carta al comandante de otro regimiento, me pasó realmente lo que iba soñando: me caí del caballo y a tientas no lograba encontrar ni el semental, ni el camino para volver al cuartel. Al cabo de un rato lo oí relinchar  y me salvé porque hice lo mismo que hacía en mi sueño, ir despacito, a cuatro gatas, hacia donde estaba el  animal para que no se asustara.
Y yo le contestesté a mi padre:
- Quizás de esta manera somos capaces de superar las adversidades y logramos ser felices en el presente, pero estamos condenados a seguir soñando hasta la muerte.

Tan pronto como terminó de escribir, se sintió aliviada. Fue a su escritorio, imprimió dos copias de la historia de los miedos, las puso en un sobre, cada una dirigida a uno de sus hermano; luego salió a comprar un sello y echó las dos cartas  en el  buzón de correos.


Paure
Quella notte Claudia si era svegliata due volte, alle quattro e alle sei del mattino. Il primo risveglio l'aveva impaurita.
Vide un gatto dal pelo rosso che cadeva dal tetto, era atterrato come una palla proprio ai sui piedi.
- Che spavento! Cos'è stato? Urlò, alzando lo sguardo verso l'alto.
Il gatto si era alzato immediatamente e aveva cominciato a girarsi intorno muovendo la coda e a fare capriole. Il gattino era veramente buffo, ma Claudia continuava a guardare verso l'alto, avendo paura che cadesse addosso qualcos'altro.
La seconda volta che aprì gli occhi ebbe una sensazione di angoscia, perché si trovava in un posto ombroso, dove sentiva che le mancava qualcosa. A poco a poco uscì dall'oscurità e si accorse di non essere da sola, alcuni studenti si erano seduti intorno a tavoli rotondi sparsi in una grande stanza, che sembrava più un bar che un'aula. Claudia guardava verso la porta e il suo malessere seguitava a crescere, perché non vedeva entrare nessuno. Mancavano tre ragazzi che dovevano presentare al resto della classe un lavoro sul bisogno e utilità delle piante nel nostro pianeta. Non c'era traccia di loro.
Claudia aspettò qualche secondo e prima di soccombere alla disperazione chiamò gli studenti e disse a due di loro di andare a cercare i compagni assenti.
Si calmò quando si rese conto che nessuno era preoccupato, anzi tutti aspettavano che la lezione avesse inizio; Claudia si schiarì la voce e cominciò a spiegare, in modo molto semplice, l'importanza della fotosintesi dei vegetali, quindi scrisse la reazione chimica alla lavagna. All'inizio tutti ascoltavano, poi nacque un dibattito sull'importanza degli alberi, per l'umanità, per l' atmosfera, per il suolo, per il ciclo dell'acqua, ecc, ma Claudia ancora era in pensiero per i tre ragazzi, aveva paura che fosse successo loro qualcosa.
- Perché sogno gatti che cadono addosso e studenti che non compaiono? Si domandò.
- Forse perché ieri sera ero sconvolta per la notizia della morte di Bruno.
Il giorno prima, nel pomeriggio, Marco aveva chiamato, Claudia per dirle che Bruno, l'ex marito di Rosa, una amica comune, si era suicidato all'alba.
Da quando Bruno si era separato da Rosa ed era andato a vivere in campagna, Claudia e il marito lo avevano perso di vista. Bruno non solo si era allontanato dalla città ma anche dalla famiglia e amici, isolandosi completamente, diventando sempre più misantropo.
Solo di tanto in tanto Bruno permetteva a Marco e un altro vecchio amico dai tempi dell'Università, di andare a trovarlo, ma loro non sapevano come tirarlo su di morale. Ogni giorno Bruno diventava più pessimista e dimagriva a vista d'occhio.
- Bruno è ossessionato dai sintomi dell'Alzheimer, disse a Claudia un giorno Rosa.
Gli avevano fatto molti analisi e accertamenti dopo l'inizio della sua perdita di memoria, ma nessun medico gli aveva diagnosticato la malattia.
- È sempre stato ipocondriaco, ma adesso ha una grossa depressione io non so come fare, le disse Rosa un altro giorno in cui eravamo andate insieme a prendere un aperitivo.
- Povero Bruno, deve soffrire molto, forse sarebbe meglio che si trasferisse in città, dove avrebbe più distrazioni. Essere isolato in campagna, non credo che lo aiuti affatto, le rispose Claudia all'amica.
- Glielo dico sempre! Ma è così testardo che non vuole ascoltarmi quando gli propongo di affittare un appartamento in città. Gli prometto che io mi occuperei di tutto, dell'agenzia immobiliare, del contratto e del trasloco. Lui solo dovrebbe prenderei un taxi, salire sul ascensore e aprire la porta della nuova casa.
Claudia cominciò a fare colazione. Le piaceva leggere qualche articolo del quotidiano del giorno prima, ma quella mattina non riusciva a concentrarsi nella lettura, prima pensando a Bruno e poi ai suoi strani sogni.
Spesso, quando si svegliava improvvisamente, le apparivano immagini in cui temeva di aver perso qualcosa, una chiave, un libro o un altro oggetto; altre volte non riusciva ad arrivare in un posto anche se si sbrigava ed era partita in anticipo, le strade diventano per lei un labirinto e si perdeva, ovviamente non riusciva ad avvisare nessuno del proprio ritardo. Altre volte si sentiva schiacciata da una minaccia: vedeva un orologio gigante in una stazione che segnava le nove e qualche minuto, quando lei sarebbe dovuta arrivare alle nove in un determinato posto.
- Da dove mi verrà tutta questa paura? Forse dalla mia famiglia? Si chiedeva
Dopo aver fatto colazione accese il computer e scrisse quanto segue.

Paure
La mia famiglia, come molte famiglie di contadini, aveva paura di molte cose. Quando mio padre sentiva il primo tuono guardava fuori dalla finestra per scrutare il cielo; se stava iniziando a piovere, lui usciva nel cortile per controllare la quantità di pioggia che cadeva. In primavera si aveva paura che gli intensi e continui rovesci di acqua facessero marcire le radici e rovinassero il raccolto di patate. In estate, si temeva la lunga siccità o i parassiti, ma anche la grandine fuori stagione e le piogge violente che potevano distruggere le piantagioni di fagioli, pomodori e lattughe. In inverno avevano paura delle giganti onde del mare che erodendo la spiaggia, avrebbero permesso all'acqua salata di avanzare verso i campi. In autunno a volte c'erano inondazioni, ma nei campi non era rimasto quasi nulla e i contadini soffrivano meno.
E non parliamo della paura dei ladri, non solo di quelli che scippavano i soldi o gli oggetti pregiati dalle casa, ma anche di quelli che sottraevano gli attrezzi, i frutti e gli ortaggi dalla zone coltivate. Ciò che faceva più arrabbiare i contadini era il furto di meloni e cocomeri.
I miei genitori andavano al cinema ogni domenica pomeriggio, avevano un abbonamento annuale. Noi bambini ci lasciavano con zia Margarita, alla quale non piaceva molto uscire e ci teneva molto volentieri insieme alle sue due figlie.
Una domenica quando i mie genitori, rientrando dal cinema, nell'aprire la porta di casa, sentirono dei rumori provenienti dal retro, come se qualcuno stesse correndo attraverso il cortile. Entrarono rapidamente e videro due delinquenti fuggire sul tetto della casa accanto.
I ladri non rovinarono niente del pian terreno, quindi mio padre dedusse che erano saltati attraverso la terrazza dei vicini, tuttavia fecero un disastro nel primo piano: svuotarono i cassetti e gli armadi delle camere da letto, rovesciarono lungo il corridoio mobiletti, materassi, lampade, cuscini, scarpe e tutto ciò che trovarono sul loro cammino. Quella visione sconvolse così tanto i miei genitori che non erano mai più tornati al cinema.
Dopo la rapina, i miei genitori, ogni volta che uscivano di casa chiudevano le persiane oltre che porte e finestre. Spesso mia madre lasciava le persiane chiuse, perché uscendo, per fare la spesa e commissioni varie, più volte al giorno non aveva voglia di aprire e chiuderle in continuazione, quindi la nostra casa era sempre in penombra.
Mio nonno nascondeva i soldi dentro un pentolino, avvolti in carta di giornale, dentro un armadio di cucina, dove i ladri quella volta non erano arrivati.
- Dove ci sono gli utensili da cucina non ci sono soldi, quella vecchia pentola è il posto più sicuro della casa, ripeteva mio nonno.
Mia madre alla fine degli anni sessanta rifece la cucina, ma continuò con l'abitudine del padre di nascondere il denaro nel pentolino.
Quando mia sorella ereditò la vecchia casa fece dei lavori, un giorno svuotando gli armadietti della cucina trovò una vecchia pentola con un pacchetto contenente alcune vecchie banconote. Era il tesoretto di mia madre, che teneva in caso scoppiassero guerre, epidemie o chissà quali altre calamità.
Tutti avevano paura dell'autorità, dai funzionari di polizia al capo dello stato. Ogni anno in primavera, alcuni poliziotti con atteggiamenti minacciosi arrivavano al paese. Disponevano alcuni tavoli nella sala principale del Comune e si occupavano di coloro che dovevano ottenere il documento d'identità per la prima volta o che lo dovevano rinnovare.
Ricordo ancora quanto a quattordici anni andai a farmi la mia prima carta d'identità. Abbiamo dovuto aspettare in coda per molto tempo e dopo aver compilato alcuni moduli ci hanno bagnato l'indice con un inchiostro appiccicoso per depositare la nostra impronta digitale. Temevamo tutti di commettere un errore o una svista, sentendo la voce minacciosa di un poliziotto che ci ripeteva:
- Non sbagliate a scrivere il vostro nome e cognome! Ricordate che i nomi catalani non sono legali e che potete finire in prigione se viene commessa un'irregolarità.
La paura della guerra era il pane quotidiano per gli anziani, tutti ricordavano le vittime e i disastri provocati dai recenti conflitti. Mio nonno, nato alla fine del diciannovesimo secolo, ci raccontava le sue imprese nella guerra a Cuba. Mio padre ci diceva spesso che a diciotto anni dovette arruolarsi nell'esercito repubblicano quando scoppiò la guerra civile.
Avevamo anche paura delle carte bollate, ricordo lo spavento di quando arrivava una lettera giudiziaria, perché si sapeva che tutto ciò che aveva a che fare con giustizia, documenti bollati, cause legali e avvocati, comportava complicazioni e grattacapi.
Tutti avevano paura delle malattie, ma mia madre in modo eccessivo, era ossessionata dall'igiene e dalla pulizia, ci faceva lavare in continuazione le mani e ci dava molte vitamine, credo questa fissazione le sia venuta perché le morì una sorellina di due anni dopo una semplice influenza.
Un'altra cosa che la mia famiglia temeva erano i cambiamenti, le cose nuove, specialmente i traslochi. Per mio padre tutto doveva rimanere al suo posto. Ogni cosa aveva un suo luogo. Quando mio nonno morì, mia madre ereditò la casa dei suoi antenati. Immediatamente cercò di fare delle migliorie, iniziò dalla cucina, ma presto si scoraggiò, perché mio padre non l'aiutò affatto e anche perché sorsero diversi problemi, soprattutto col falegname che fece un lavoro molto approssimativo.
- Te lo avevo detto, ti sei complicata la vita, le cose devono essere cambiate solo quando si rompono o non funzionano, diceva mio padre a mia madre .
- Volevo che la casa fosse più confortevole, ma tu non te ne sei mai interessato, pensi solo al tuo lavoro. Rispondeva lei un po' offesa.
- Quanto sei esagerata! È solo una vecchia casa, non capisco la necessità di farci lavori.
Quelli che noi non temevamo erano stranieri e la gente di passaggio. Questi non ci avevamo mai fatto nulla di male, al contrario a volte mio padre li aveva assunti come braccianti, ma come sappiamo nei paesi nascono storie assurde per fare impaurire i bambini. Gli adulti ci spaventavano con la storia dell'uomo del sacco, ci dicevano che metteva i bambini cattivi nel sacco e li portava lontano.
La nostra città aveva accolto molti stranieri. Per tutto il ventesimo secolo i cittadini si erano mescolati con la gente di fuori. Forse è per questo che mi sono sempre piaciuti gli estranei.
Ci furono due ondate di emigrazione, quella dei minatori di Murcia, all'inizio del secolo scorso e negli anni Cinquanta quella dei braccianti andalusi. All'inizio degli anni sessanta diversi chimici di una società tedesca arrivarono in paese con le loro famiglie per far nascere una fabbrica di prodotti chimici. La società impiegò molti uomini della zona e alcune donne. La fabbrica è stata costruita vicino al mare e chissà quanto ha inquinato le acque, solo dopo molti anni costruirono depuratori. Alla fine degli anni sessanta, come in tutta la costa catalana, arrivò il turismo e iniziarono a costruire i primi alberghi vicino alla spiaggia.
Ciò di cui mio nonno non aveva paura era la morte, spesso ci diceva che aveva preparato l'abito con cui che voleva essere messo nella bara, che la lastra della tomba la voleva in marmo o ardesia, che al suo funerale voleva molti fiori, che i necrologi dovrebbero essere fatti bene, che voleva quel determinato prete e sempre finiva per dire che i soldi del pentolino dovevano servire per celebrare alcune messe per lui.
La morte non spaventava neppure i bambini. Quando moriva qualcuno del villaggio, le donne della famiglia e le vicine andavano dal defunto. I figli o i nipoti delle donne, che aiutavano a vestire i morti e incoraggiavano la vedova o il vedovo, passavano lunghe ore a giocare vicino la bara. Nessuno prestava attenzione ai bambini, erano giorni speciali in cui potevano scomparire dal regno degli adulti. Gli uomini con i loro vestiti migliori arrivavano alla fine, quando il cadavere era composto e nella cucina si sentiva il profumo di cioccolata calda.
Un giorno, mentre suonavano le campane della chiesa vicina, mio padre mi disse sorridendo:
- Dobbiamo sempre vivere con una punta di ottimismo. Le campane che annunciano la morte di qualcuno, non mi rattristano, al contrario sono felice perché non suonano per me.
Mio padre morì a novantaquattro anni. Un pomeriggio della sua ultima estate, mentre eravamo seduti nel cortile, abbiamo cominciato a parlato di sogni.
- Sogno cose che non sono ancora successe, è come se mi stessi preparando a viverle. Anche tu sognavi così tanto? Chiesi a mio padre.
- È legge di vita prevenire e anticipare le cose per non soffrire in seguito. Io sognavo spesso di cadere da cavallo. Che angoscia! Il servizio militare e poi la guerra lo ho fatti nella cavalleria, mi piaceva cavalcare, ma ho avuto difficoltà a abituarmi alla pulizia maniacale delle stalle, selle, speroni e altri attrezzi, Ma ciò che mi ha fatto soffrire di più sono stati i cavalli imbizzarriti. Gli stalloni erano difficili da domare, specialmente se attorno a loro c'erano femmine diventavano vivaci e imprevedibili. Una notte mentre stavo per consegnare una lettera al comandante di un altro reggimento, quello che sognavo mi è davvero successo: sono caduto da cavallo, al buio non riuscivo a trovare né lo stallone né la strada per tornare in caserma. Dopo un po' ho sentito un nitrito e mi sono salvato perché ho fatto la stessa cosa che cercavo di fare nel mio sogno, avvicinarmi lentamente a quattro zampe verso dove si trovava l'animale, in modo di non fargli paura
E io ho risposto a mio padre:
-Forse in questo modo siamo in grado di superare le avversità, ma siamo condannati a continuare a sognare fino alla fine.

Appena ebbe finito di scrivere si senti alleggerita. Andò nella sua scrivania, stampò due copie del suo racconto, le mise in una busta, ognuna indirizzata a uno dei suoi fratelli e uscì a comprare un francobollo e a imbucare le lettere.