Aquella noche Claudia se despertò dos veces, a las cuatro y a las seis de la madrugada. El
primer despertar le dejó un espanto: soñó con un gato pelirrojo que se le caía del tejado, aterrizaba como una bola sobre sus pies.
-
¡Qué susto! ¿Qué es eso? Gritó, mirando hacia arriba.
El
gato en seguida se levantó y empezó a dar vueltas moviendo la
colita y haciendo cabriolas. Le hizo gracia el gatito, pero no
dejaba de mirar hacia el tejado, pues seguía temiendo que se le cayera
encima alguna que otra cosa más.
La
segunda vez que abrió los ojos tuvo una sensación de angustia, pues
estaba en un lugar sombrío, y notaba que le faltaba algo, pero al
principio no sabía qué. Poco a poco salió de la oscuridad y se dio cuenta de que no estaba sola, algunos estudiantes se habían
sentado en unas mesas redondas, desparramadas por un local grande, que
parecía más bien un bar que un aula. Claudia miraba y remiraba la puerta
y crecía su desconsuelo, porque no entraba nadie. Faltaban tres chicos, los que tenían que presentar al resto de la clase una tarea, sobre la utilidad y la necesidad de las plantas
para nuestro planeta. No había ni rastro de ellos.
Esperó unos segundos y antes de sucumbir a la desesperación reuníó a los estudiantes y les dijo a dos de ellos que fueran enterarse del
porqué habían fallado sus compañeros. Se calmó al darse cuenta de
que nadie estaba preocupado. Claudia empezó explicándoles, de forma muy sencilla, la importancia de la fotosíntesis de los vegetales, luego escribí la reacción química en la pizarra. Todos al principio la escuchaban atentos, luego surgió entre ellos un debate sobre la importancia de los árboles para la humanidad, para nuestra átmosfera, para el suelo, para el ciclo del agua, etc. Sin embargo Claudia seguía teniendo miedo de que a los tres chicos les hubiera
ocurrido algo.
-
¿Por qué sueño con gatos que se me caen encima y con alumnos que
no aparecen? Se preguntó.
-
Quizás porque anoche estaba inquieta por la noticia de la muerte de
Bruno, se contestó.
El
día anterior por la tarde le llamó Marcos, un viejo amigo de los
años de estudiantes, que le dijo que Bruno se había
suicidado aquella misma madrugada.
Hacía
años que Claudia y su marido habían perdido de vista a Bruno, pues desde que se
separó de Rosa se fue a vivir al campo, cortó todos los lazos que
tenía con la ciudad y se volvió muy huraño.
Sólo
de vez en cuando dejaba que fueran a verle Marcos y otro amigo de
toda la vida, quienes no sabían como animarlo. Cada día estaba más
delgado y más pesimista. Estaba obsesionado con los síntomas del
Alzheimer, les dijo un día su ex-mujer. Le habían hecho muchas
pruebas tras su pérdida de memoria, pero ningún médico le había
diagnosticado la enfermedad.
-
Siempre ha sido ipocondriaco, pero lo de ahora es una depresión muy
grande, le dijo Rosa un día.
-
Pobre Bruno, estará sufriendo mucho, quizás estaría mejor aquí,
se distraería más, estar aislado en el campo no creo que no le
ayude nada, le dijo Claudia.
-
¡Yo se lo digo siempre! Pero es tan testarudo que no quiere
escucharme cuando le propongo que alquile un apartamento. Yo me
ocuparía te todo, de la agencia inmobiliar, del contrato y de la mudanza, él sólo tendría que
coger un taxi, subir al ascensor y abrir la puerta de la nueva
vivienda.
Claudia desayunó pensando en Bruno y en los sueños raros que su cerebro inventaba cada día.
A
menudo, cuando se despertaba de golpe o con un sobresalto, se le aparecían imágenes en las que estaba atemorizada porque había perdido una
llave, un libro u otro objeto; otras no conseguía llegar a un sitio a
pesar de que andava deprisa y había salido con antelación, las calles se le volvían un laberinto y se perdía, por supuesto no lograba dejar un
recado a nadie. Otras veces se veía encogida por los contratiempos,
como si fueran una amenaza: se le aparecía un reloj gigante que
marcaba las nueve y diez y ella debería haber llegado a las
nueve en punto.
-
¿De dónde me vendrá todo ese miedo? ¿Quizás de mi familia ? Se
preguntó.
Terminó de desayunar, encendió el ordenador y se puso a escribir lo que sigue:
Terminó de desayunar, encendió el ordenador y se puso a escribir lo que sigue:
Miedos
En
mi familia, como en muchas familias campesinas, se les tenía miedo
a muchas cosas. Cuando se oían los primeros truenos mi padre se
asomaba a la ventana para escrutar el cielo, luego, si empezaba a
llover, salía al patio para ver si era mucha la lluvia que caía. En
primavera se le tenía miedo a que el agua de las lluvias
torrenciales pudriera las raíces y arruinara la cosecha de patatas.
En verano se le temía a la larga sequía o a las plagas de
insectos, pero también al granizo y a los chubascos violentos que
destruían las plantas de tomates, de lechuga o de judías. En
invierno se les tenía miedo a las olas gigantes del mar que iban
erosionando la playa y avanzando hacia los campos de cultivo. En
otoño a veces también había inundaciones, pero en los campos ya
casi no quedaba nada y los campesinos sufrían menos.
Y
no hablemos del miedo a los ladrones, no solo a los que se llevaban
los enseres de casa, sino también a los que robaban los utensilios
del campo y la añada. Lo que le hacía más rabia a mi padre era que
nos robaran melones y sandías.
Mis
padres cada domingo por la tarde iban al cine, estaban abonados. A
los pequeños nos dejaban con tía Margarita. Un tarde al abrir la
puerta de la calle oyeron ruido en el fondo de la casa,
parecía que alguien corriera por el patio. Entraron deprisa y vieron
a dos maleantes que escapaban por la terraza de la casa de al lado.
Los
ladrones no llegaron a estropear nada de la planta baja, por eso mi
padre dedujo que habían saltado por la tapia del jardín de los
vecinos, sin embargo vaciaron los cajones y armarios de los
dormitorios del primer piso, echaron al suelo lámparas, muebles,
colchones, almohadas, cajas de zapatos, percheros y todo lo que
encontraron por su paso. Fue tanto su espanto al ver la casa
revuelta, que mis padres nunca más volvieron al cine.
Después
del robo mis padres, cada vez que salían de casa bajaban las
persianas y cerraban todas las puertas y ventanas. Casi siempre mi
madre dejaba alguna persiana bajada, porque iba a salir varias veces
y le daba pereza subirlas y bajarlas continuamente, por eso la casa
estaba siempre a oscuras. Mi abuelo solía esconder el dinero dentro
de un caldero, envuelto en papel de periódico, dentro de la alacena,
donde los cacos no habían tocado nada.
-
Donde hay cacharros de cocina no hay dinero, esa olla vieja es el
lugar más seguro, repetía mi abuelo.
Mi
madre a finales de los años sesenta reformó la cocina, pero siguió
con la costumbre de su padre de guardar dinero en la vasija de
metal.
Cuando
mi hermana heredó la vieja casona hizo obras, un día vaciando los
armarios de la cocina encontró una olla cascada con un paquete
que contenía algunos miles de pesetas. Era la reserva de mi madre,
por si estallara una guerra, epidemias o quien sabe qué
calamidades.
Todo
el mundo le tenía miedo a la autoridad, desde la guardia civil hasta
el mismísimo dictador. Cada año en primavera llegaban al
ayuntamiento del pueblo unos cuantos policías con caras de pocos
amigos. Ponían unas mesas en el salón principal e iban atendiendo a
quienes tenían que hacerse por primera vez el DNI o a los lo tenían
caducado.
Aún
me acuerdo de lo mal que lo pasé, cuando a los catorce años fui a
hacerme el primer carné de identidad. Hacíamos cola largo rato,
luego rellenábamos unos impresos y por fin nos mojaban el dedo
índice con una tinta pegajosa para depositar nuestra huella digital.
Todos temíamos miedo de cometer un error
o un descuido, pues un policía con una voz amenazadora nos repetía:
-
¡No se equivoquen al escribir sus nombres y apellidos! Recuerden
que no son legales los nombres catalanes y que pueden ir a la cárcel
si se comete falsedad.
El
miedo a la guerra era el pan de cada día para los mayores, todos
recordaban las víctimas y los desastres acarreados. Mi abuelo, quien
había nacido a finales del siglo diecinueve, nos contaba hazañas
de la guerra de Cuba. Mi padre también nos decía cada dos por tres
que a los dieciocho años tuvo que enrolarse en el ejercito
republicano al estallar la guerra civil.
También
teníamos miedo a los papeles, recuerdo el espanto de cuando llegaba
una carta judicial, pues se sabía que todo lo que tenía que ver con
la justicia, documentos, pleitos y abogados llevaba complicaciones y
dolores de cabeza.
A
todo el mundo le asustaban las enfermedades, pero a mi madre de forma
exagerada, estaba obsesionada por la higiene y la limpieza, nos hacía
lavar las manos cada dos por tres y nos daba muchas vitaminas, credo
que todo eso le venía porque tuvo una hermanita que murió a los
dos años por una simple gripe.
Otra
cosa que mi familia temía eran los cambios, las cosas nuevas,
sobre todo las mudanzas. Para mi padre todo tenía que seguir en su
sitio. Cada cosa tenía su lugar, aunque no fuera práctico. Al
morir mi abuelo mi madre heredó la casa de sus antepasados. En
seguida intentó modernizarla, empezó por la cocina, pero pronto se
desanimó, porque mi padre no la ayudó en nada, sólo le ponía
trabas, además tuvo mucho trajín y mala suerte con el carpintero,
quien le hizo varias chapuzas.
-
Ya te lo decía yo, tú te has complicado la vida, las cosas deben
cambiarse solo si se estropean, le sermoneaba mi padre.
-
Quisiera arreglar la casa para que tenga más comodidades, pero a ti
no te importa nada, sólo piensas en tus cosechas.
-
¡Qué exagerada que eres! Es sólo un viejo caserón, no entiendo
la necesidad de hacer obras.
A
los que no temíamos era a los forasteros, ambulantes o vagabundos,
nunca nos habían hecho nada de malo, al contrario a veces mi padre
los había contratado como jornaleros, pero ya se sabe que en los
pueblos las habladurías engendran historias de miedo, por eso a los
niños los mayores nos asustaban con la del hombre del saco,
quien decían metía a los niños malos dentro del saco.
Nuestro
pueblo fue acogiendo a muchos forasteros. Durante todo el siglo
veinte la gente del pueblo se mezcló con gente de afuera. Quizás
por eso siempre me han gustado los forasteros.
Hubo
dos olas de emigración, la de los mineros murcianos, a principios
del siglo pasado y la de los jornaleros andaluces a partir de los
años cincuenta. A principios de los sesenta llegaron con sus
familias varios químicos e ingenieros de una empresa alemana, para
montar una fábrica de productos químicos. La empresa empleó a
muchos hombres del pueblo y a algunas mujeres. La fábrica fue
construida cerca del mar y quien sabe cuanto contaminó, sólo al
cabo de muchos años pusieron depuradoras. Y finales de los años
sesenta, como en toda la costa catalana, llegó el turismo y se
empezaron a construir los primeros hoteles cerca de la playa.
De
lo que tampoco tenía miedo mi abuelo era de la muerte, cuando le
salía a cuento nos decía, que tenía preparado el traje que quería
que le pusieran en el ataúd, que la losa de la sepultura la quería
de mármol o de pizarra, que en su funeral quisiera muchas flores,
que las esquelas fueran de buena calidad, que quería a ese cura o
al otro y acababa diciendo que el dinero del caldero era para que le
celebráramos unas misas para él.
La
muerte a los niños tampoco nos atemorizaba. Cuando alguien del
pueblo fallecía las mujeres de la familia y las vecinas iban a la
casa del difunto. Los hijos o nietos de las mujeres, quienes ayudaban
a vestir al muerto y animaban a la viuda o al viudo, pasaban largas
horas junto al atúd jugando. A los niños nadie les hacía caso,
eran días especiales en los que podían desaparecer del reino de los
adultos. Los varones, llegaban al final, cuando el cadáver tenía
buen aspecto y la cocina solía oler a chocolate.
Un
día, mientras estaban doblando las campanas de la iglesia del
pueblo, mi padre me dijo sonriendo:
-
Siempre hay que vivir con una punta de optimismo. Cuando tocan las
campanas anunciando la muerte de alguien, yo no me aflijo, al
contrario estoy contento porque no tañen por mí.
Mi
padre murió a los noventa y cuatro años. Una tarde de su último
verano, nos sentamos en el patio y no sé porque hablamos de
sueños.
-
¿Sueño cosas que aún no han acaecido, es cómo si me preparara
para vivirlas? ¿Tú también soñabas tanto? Le pregunté a mi
padre.
-
Es ley de vida prevenir y anticiparse para no sufrir luego. Yo
soñaba a menudo que me caía del caballo. ¡Qué angustia! El servicio militar y
luego la guerra la hice en la caballería, me gustaba montar y cabalgar, pero me costó acostumbrarme a la limpieza y cuidado maniacal de las cuadras, tachuelas, herraduras, espuelas, etc, pero lo que más me hacía sufrir eran los caballos locos. Los sementales eran difíciles de domar, sobre todo si había hembras a su alrededor se ponían vivarachos e impredecibles. Una
noche mientras iba a entregar una carta al comandante de otro
regimiento, me pasó realmente lo que iba soñando: me caí del
caballo y a tientas no lograba encontrar ni el semental, ni el camino para
volver al cuartel. Al cabo de un rato lo oí relinchar y me
salvé porque hice lo mismo que hacía en mi sueño, ir despacito,
a cuatro gatas, hacia donde estaba el animal para que no se
asustara.
Y
yo le contestesté a mi padre:
-
Quizás de esta manera somos capaces de superar las adversidades y
logramos ser felices en el presente, pero estamos condenados a seguir
soñando hasta la muerte.
Tan pronto como terminó de escribir, se sintió aliviada. Fue a su escritorio, imprimió dos copias de la historia de los miedos, las puso en un sobre, cada una dirigida a uno de sus hermano; luego salió a comprar un sello y echó las dos cartas en el buzón de correos.
Paure
Tan pronto como terminó de escribir, se sintió aliviada. Fue a su escritorio, imprimió dos copias de la historia de los miedos, las puso en un sobre, cada una dirigida a uno de sus hermano; luego salió a comprar un sello y echó las dos cartas en el buzón de correos.
Paure
Quella notte
Claudia si era svegliata due volte, alle quattro e alle sei del
mattino. Il primo risveglio l'aveva impaurita.
Vide un
gatto dal pelo rosso che cadeva dal tetto, era atterrato come una
palla proprio ai sui piedi.
- Che
spavento! Cos'è stato? Urlò, alzando lo sguardo verso l'alto.
Il gatto si
era alzato immediatamente e aveva cominciato a girarsi intorno
muovendo la coda e a fare capriole. Il gattino era veramente buffo,
ma Claudia continuava a guardare verso l'alto, avendo paura che
cadesse addosso qualcos'altro.
La seconda
volta che aprì gli occhi ebbe una sensazione di angoscia, perché si
trovava in un posto ombroso, dove sentiva che le mancava qualcosa. A
poco a poco uscì dall'oscurità e si accorse di non essere da sola,
alcuni studenti si erano seduti intorno a tavoli rotondi sparsi in
una grande stanza, che sembrava più un bar che un'aula. Claudia
guardava verso la porta e il suo malessere seguitava a crescere,
perché non vedeva entrare nessuno. Mancavano tre ragazzi che
dovevano presentare al resto della classe un lavoro sul bisogno e
utilità delle piante nel nostro pianeta. Non c'era traccia di loro.
Claudia
aspettò qualche secondo e prima di soccombere alla disperazione
chiamò gli studenti e disse a due di loro di andare a cercare i
compagni assenti.
Si calmò
quando si rese conto che nessuno era preoccupato, anzi tutti
aspettavano che la lezione avesse inizio; Claudia si schiarì la voce
e cominciò a spiegare, in modo molto semplice, l'importanza della
fotosintesi dei vegetali, quindi scrisse la reazione chimica alla
lavagna. All'inizio tutti ascoltavano, poi nacque un dibattito
sull'importanza degli alberi, per l'umanità, per l' atmosfera, per
il suolo, per il ciclo dell'acqua, ecc, ma Claudia ancora era in
pensiero per i tre ragazzi, aveva paura che fosse successo loro
qualcosa.
- Perché
sogno gatti che cadono addosso e studenti che non compaiono? Si
domandò.
- Forse
perché ieri sera ero sconvolta per la notizia della morte di Bruno.
Il giorno
prima, nel pomeriggio, Marco aveva chiamato, Claudia per dirle che
Bruno, l'ex marito di Rosa, una amica comune, si era suicidato
all'alba.
Da quando
Bruno si era separato da Rosa ed era andato a vivere in campagna,
Claudia e il marito lo avevano perso di vista. Bruno non solo si era
allontanato dalla città ma anche dalla famiglia e amici, isolandosi
completamente, diventando sempre più misantropo.
Solo di
tanto in tanto Bruno permetteva a Marco e un altro vecchio amico dai
tempi dell'Università, di andare a trovarlo, ma loro non sapevano
come tirarlo su di morale. Ogni giorno Bruno diventava più
pessimista e dimagriva a vista d'occhio.
- Bruno è
ossessionato dai sintomi dell'Alzheimer, disse a Claudia un giorno
Rosa.
Gli avevano
fatto molti analisi e accertamenti dopo l'inizio della sua perdita di
memoria, ma nessun medico gli aveva diagnosticato la malattia.
- È sempre
stato ipocondriaco, ma adesso ha una grossa depressione io non so
come fare, le disse Rosa un altro giorno in cui eravamo andate
insieme a prendere un aperitivo.
- Povero
Bruno, deve soffrire molto, forse sarebbe meglio che si trasferisse
in città, dove avrebbe più distrazioni. Essere isolato in campagna,
non credo che lo aiuti affatto, le rispose Claudia all'amica.
- Glielo
dico sempre! Ma è così testardo che non vuole ascoltarmi quando gli
propongo di affittare un appartamento in città. Gli prometto che io
mi occuperei di tutto, dell'agenzia immobiliare, del contratto e del
trasloco. Lui solo dovrebbe prenderei un taxi, salire sul ascensore e
aprire la porta della nuova casa.
Claudia
cominciò a fare colazione. Le piaceva leggere qualche articolo del
quotidiano del giorno prima, ma quella mattina non riusciva a
concentrarsi nella lettura, prima pensando a Bruno e poi ai suoi
strani sogni.
Spesso,
quando si svegliava improvvisamente, le apparivano immagini in cui
temeva di aver perso qualcosa, una chiave, un libro o un altro
oggetto; altre volte non riusciva ad arrivare in un posto anche se si
sbrigava ed era partita in anticipo, le strade diventano per lei un
labirinto e si perdeva, ovviamente non riusciva ad avvisare nessuno
del proprio ritardo. Altre volte si sentiva schiacciata da una
minaccia: vedeva un orologio gigante in una stazione che segnava le
nove e qualche minuto, quando lei sarebbe dovuta arrivare alle nove
in un determinato posto.
- Da dove mi
verrà tutta questa paura? Forse dalla mia famiglia? Si chiedeva
Dopo aver
fatto colazione accese il computer e scrisse quanto segue.
Paure
La mia
famiglia, come molte famiglie di contadini, aveva paura di molte
cose. Quando mio padre sentiva il primo tuono guardava fuori dalla
finestra per scrutare il cielo; se stava iniziando a piovere, lui
usciva nel cortile per controllare la quantità di pioggia che
cadeva. In primavera si aveva paura che gli intensi e continui
rovesci di acqua facessero marcire le radici e rovinassero il
raccolto di patate. In estate, si temeva la lunga siccità o i
parassiti, ma anche la grandine fuori stagione e le piogge violente
che potevano distruggere le piantagioni di fagioli, pomodori e
lattughe. In inverno avevano paura delle giganti onde del mare che
erodendo la spiaggia, avrebbero permesso all'acqua salata di avanzare
verso i campi. In autunno a volte c'erano inondazioni, ma nei campi
non era rimasto quasi nulla e i contadini soffrivano meno.
E non
parliamo della paura dei ladri, non solo di quelli che scippavano i
soldi o gli oggetti pregiati dalle casa, ma anche di quelli che
sottraevano gli attrezzi, i frutti e gli ortaggi dalla zone
coltivate. Ciò che faceva più arrabbiare i contadini era il furto
di meloni e cocomeri.
I miei
genitori andavano al cinema ogni domenica pomeriggio, avevano un
abbonamento annuale. Noi bambini ci lasciavano con zia Margarita,
alla quale non piaceva molto uscire e ci teneva molto volentieri
insieme alle sue due figlie.
Una
domenica quando i mie genitori, rientrando dal cinema, nell'aprire la
porta di casa, sentirono dei rumori provenienti dal retro, come se
qualcuno stesse correndo attraverso il cortile. Entrarono rapidamente
e videro due delinquenti fuggire sul tetto della casa accanto.
I ladri
non rovinarono niente del pian terreno, quindi mio padre dedusse che
erano saltati attraverso la terrazza dei vicini, tuttavia fecero un
disastro nel primo piano: svuotarono i cassetti e gli armadi delle
camere da letto, rovesciarono lungo il corridoio mobiletti,
materassi, lampade, cuscini, scarpe e tutto ciò che trovarono sul
loro cammino. Quella visione sconvolse così tanto i miei genitori
che non erano mai più tornati al cinema.
Dopo la
rapina, i miei genitori, ogni volta che uscivano di casa chiudevano
le persiane oltre che porte e finestre. Spesso mia madre lasciava le
persiane chiuse, perché uscendo, per fare la spesa e commissioni
varie, più volte al giorno non aveva voglia di aprire e chiuderle in
continuazione, quindi la nostra casa era sempre in penombra.
Mio nonno
nascondeva i soldi dentro un pentolino, avvolti in carta di giornale,
dentro un armadio di cucina, dove i ladri quella volta non erano
arrivati.
- Dove ci
sono gli utensili da cucina non ci sono soldi, quella vecchia
pentola è il posto più sicuro della casa, ripeteva mio nonno.
Mia madre
alla fine degli anni sessanta rifece la cucina, ma continuò con
l'abitudine del padre di nascondere il denaro nel pentolino.
Quando
mia sorella ereditò la vecchia casa fece dei lavori, un giorno
svuotando gli armadietti della cucina trovò una vecchia pentola con
un pacchetto contenente alcune vecchie banconote. Era il tesoretto di
mia madre, che teneva in caso scoppiassero guerre, epidemie o
chissà quali altre calamità.
Tutti
avevano paura dell'autorità, dai funzionari di polizia al capo dello
stato. Ogni anno in primavera, alcuni poliziotti con atteggiamenti
minacciosi arrivavano al paese. Disponevano alcuni tavoli nella sala
principale del Comune e si occupavano di coloro che dovevano ottenere
il documento d'identità per la prima volta o che lo dovevano
rinnovare.
Ricordo
ancora quanto a quattordici anni andai a farmi la mia prima carta
d'identità. Abbiamo dovuto aspettare in coda per molto tempo e dopo
aver compilato alcuni moduli ci hanno bagnato l'indice con un
inchiostro appiccicoso per depositare la nostra impronta digitale.
Temevamo tutti di commettere un errore o una svista, sentendo la
voce minacciosa di un poliziotto che ci ripeteva:
- Non
sbagliate a scrivere il vostro nome e cognome! Ricordate che i nomi
catalani non sono legali e che potete finire in prigione se viene
commessa un'irregolarità.
La paura
della guerra era il pane quotidiano per gli anziani, tutti
ricordavano le vittime e i disastri provocati dai recenti conflitti.
Mio nonno, nato alla fine del diciannovesimo secolo, ci raccontava le
sue imprese nella guerra a Cuba. Mio padre ci diceva spesso che a
diciotto anni dovette arruolarsi nell'esercito repubblicano quando
scoppiò la guerra civile.
Avevamo
anche paura delle carte bollate, ricordo lo spavento di quando
arrivava una lettera giudiziaria, perché si sapeva che tutto ciò
che aveva a che fare con giustizia, documenti bollati, cause legali e
avvocati, comportava complicazioni e grattacapi.
Tutti
avevano paura delle malattie, ma mia madre in modo eccessivo, era
ossessionata dall'igiene e dalla pulizia, ci faceva lavare in
continuazione le mani e ci dava molte vitamine, credo questa
fissazione le sia venuta perché le morì una sorellina di due
anni dopo una semplice influenza.
Un'altra
cosa che la mia famiglia temeva erano i cambiamenti, le cose nuove,
specialmente i traslochi. Per mio padre tutto doveva rimanere al suo
posto. Ogni cosa aveva un suo luogo. Quando mio nonno morì, mia
madre ereditò la casa dei suoi antenati. Immediatamente cercò di
fare delle migliorie, iniziò dalla cucina, ma presto si scoraggiò,
perché mio padre non l'aiutò affatto e anche perché sorsero
diversi problemi, soprattutto col falegname che fece un lavoro molto
approssimativo.
- Te lo
avevo detto, ti sei complicata la vita, le cose devono essere
cambiate solo quando si rompono o non funzionano, diceva mio padre
a mia madre .
- Volevo
che la casa fosse più confortevole, ma tu non te ne sei mai
interessato, pensi solo al tuo lavoro. Rispondeva lei un po' offesa.
- Quanto
sei esagerata! È solo una vecchia casa, non capisco la necessità di
farci lavori.
Quelli
che noi non temevamo erano stranieri e la gente di passaggio. Questi
non ci avevamo mai fatto nulla di male, al contrario a volte mio
padre li aveva assunti come braccianti, ma come sappiamo nei paesi
nascono storie assurde per fare impaurire i bambini. Gli adulti ci
spaventavano con la storia dell'uomo del sacco, ci dicevano che
metteva i bambini cattivi nel sacco e li portava lontano.
La nostra
città aveva accolto molti stranieri. Per tutto il ventesimo secolo i
cittadini si erano mescolati con la gente di fuori. Forse è per
questo che mi sono sempre piaciuti gli estranei.
Ci furono
due ondate di emigrazione, quella dei minatori di Murcia, all'inizio
del secolo scorso e negli anni Cinquanta quella dei braccianti
andalusi. All'inizio degli anni sessanta diversi chimici di una
società tedesca arrivarono in paese con le loro famiglie per far
nascere una fabbrica di prodotti chimici. La società impiegò molti
uomini della zona e alcune donne. La fabbrica è stata costruita
vicino al mare e chissà quanto ha inquinato le acque, solo dopo
molti anni costruirono depuratori. Alla fine degli anni sessanta,
come in tutta la costa catalana, arrivò il turismo e iniziarono a
costruire i primi alberghi vicino alla spiaggia.
Ciò di
cui mio nonno non aveva paura era la morte, spesso ci diceva che
aveva preparato l'abito con cui che voleva essere messo nella bara,
che la lastra della tomba la voleva in marmo o ardesia, che al suo
funerale voleva molti fiori, che i necrologi dovrebbero essere fatti
bene, che voleva quel determinato prete e sempre finiva per dire che
i soldi del pentolino dovevano servire per celebrare alcune messe per
lui.
La
morte non spaventava neppure i bambini. Quando
moriva qualcuno del villaggio, le donne della famiglia e le vicine
andavano dal defunto. I figli o i nipoti delle donne, che aiutavano a
vestire i morti e incoraggiavano la vedova o il vedovo, passavano
lunghe ore a giocare vicino la bara. Nessuno prestava attenzione ai
bambini, erano giorni speciali in cui potevano scomparire dal regno
degli adulti. Gli uomini con i loro vestiti migliori arrivavano alla
fine, quando il cadavere era composto e nella cucina si sentiva il
profumo di cioccolata calda.
Un
giorno, mentre suonavano le campane della chiesa vicina, mio padre mi
disse sorridendo:
-
Dobbiamo sempre vivere con una punta di ottimismo. Le campane che
annunciano la morte di qualcuno, non mi rattristano, al contrario
sono felice perché non suonano per me.
Mio padre
morì a novantaquattro anni. Un pomeriggio della sua ultima estate,
mentre eravamo seduti nel cortile, abbiamo cominciato a parlato di
sogni.
- Sogno
cose che non sono ancora successe, è come se mi stessi preparando a
viverle. Anche tu sognavi così tanto? Chiesi a mio padre.
- È
legge di vita prevenire e anticipare le cose per non soffrire in
seguito. Io sognavo spesso di cadere da cavallo. Che angoscia! Il
servizio militare e poi la guerra lo ho fatti nella cavalleria, mi
piaceva cavalcare, ma ho avuto difficoltà a abituarmi alla pulizia
maniacale delle stalle, selle, speroni e altri attrezzi, Ma ciò che
mi ha fatto soffrire di più sono stati i cavalli imbizzarriti. Gli
stalloni erano difficili da domare, specialmente se attorno a loro
c'erano femmine diventavano vivaci e imprevedibili. Una notte mentre
stavo per consegnare una lettera al comandante di un altro
reggimento, quello che sognavo mi è davvero successo: sono caduto da
cavallo, al buio non riuscivo a trovare né lo stallone né la
strada per tornare in caserma. Dopo un po' ho sentito un nitrito e mi
sono salvato perché ho fatto la stessa cosa che cercavo di fare nel
mio sogno, avvicinarmi lentamente a quattro zampe verso dove si
trovava l'animale, in modo di non fargli paura
E io ho
risposto a mio padre:
-Forse in
questo modo siamo in grado di superare le avversità, ma siamo
condannati a continuare a sognare fino alla fine.
Appena
ebbe finito di scrivere si senti alleggerita. Andò nella sua
scrivania, stampò due copie del suo racconto, le mise in una busta,
ognuna indirizzata a uno dei suoi fratelli e uscì a comprare un
francobollo e a imbucare le lettere.
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