Los
dedos de Ada iban perdiendo fuerza. De golpe oyó el ruido del libro al chocar al suelo. Abrió los ojos y poco a poco se desperezó.
Se
había tumbado en el sofá del salón con la intención de empezar a
leer una novela que acababa de comprar. Aquella tarde estaba sola en
casa, su marido se había ido unos días con un amigo a dar una
vuelta en bicicleta por el norte de la Toscana. Recogió el libro, lo
dejó encima de la mesita redonda. Se echó de nuevo en el sofá,
cerró los ojos e intentó recordar la última imagen que su cabeza
había retenido: la de una niña
de unos cuatro o cinco años vestida de blanco, con trenzas cortas un
poco despeinada a causa de sus cabellos finos que se le sueltan de las gomas; la niña está sentada en una sillita de paja, en un patio amplio, jugando con  una
muñeca. 
-
¡Soy yo ! Exclamó acordándose de una vieja  fotografía
Entonces recordó que
de pequeña pasaba muchas horas en el patio de su casa, a veces
cerraba los ojos y le gustaba imaginarse cómo sería ella misma
cuando fuera vieja. Se veía con el pelo blanco recogido en un moño,
con  mechones sueltos, sentada en un sillón en el
patio, contando una historia a unos niños.
- ¡Me he visto niña y vieja al mismo tiempo! ¿Y qué les estaría
yo contando a esos niños?  Se preguntó.
Siguió pensando y se dijo:
-  Me acuerdo de un sillón de mimbre, donde se sentaba mi abuelo,
en la parte umbrosa del patio de la vieja casona, yo  me  ponía a
jugar silenciosa a su lado cuando él se apartaba a dormir la siesta.
Ada no tenía casa en el pueblo, la casona de sus antepasados ahora
pertenecía a otra familia. Alquilaba un apartamento cada
vez que volvía.  A veces pensaba que un día encontraría una casa
que tuviera un patio con el suelo de
ladrillos, parecido al de su niñez y allá  quizás pasaría 
sus últimos veranos.  Alguna que otra tarde llamaría a los
chiquillos, quienes  se  sentarían  en corro  a su alrededor y ella
empezaría  la historia de marchar y volver:
Volver ¿Qué quiere decir?
- Pues que primero hay que marchar de un lugar y luego regresar a
él.
A los dieciocho años me fui del pueblo, me matriculé en la Universidad de Barcelona. A los ventiuno me marché de España,
mis padres no estaban de acuerdo, sin embargo logré convencerles a
que me dejaran. Acabé la carrera en Italia, donde fui por amor. Luego me casé y por
suerte conseguí ser profesora  en un Instituto, que es lo que me
gustaba. Tuve tres hijos, pero  esa es otra historia que os voy a
contar otro día. 
A partir de cuando murieron mis padres, fui regresando menos a la
aldea, a pesar de que me encantaba el mar y echaba de menos a mis
hermanos, primas  y amigos.
Un verano volví al pueblo, después de mucho tiempo que no lo
hacía. Bajé del tren y lo primero que noté fue que  algunas casas
antiguas  eran  más altas, las habían subido de uno o dos pisos y
por supuesto había cantidad de edificios nuevos. Luego paseando,
descubrí enteras calles con viviendas adosadas estrenadas o por
estrenar. En el centro, cerca de la iglesia, muchas tiendas y
comercios habían cerrado o se habían convertido en garajes. En la
parte norte habían construido un supermercado enorme y un
gimnasio con una piscina pública. En la zona  de playas  
sobresalían  nuevos hoteles, que en verano estaban  repletos de 
turistas, pero allí yo ni acerqué.
Otro día fui andando al viejo cementerio que antes estaba en las
afueras del pueblo y que por aquel entonces ya estaba englobado en la
aldea. Fui a visitar  la tumba donde están enterrados mis padres.
Noté que alguien, quizás uno de mis hermanos, había puesto flores,
 pero que ya estaban un poco marchitas. Mientras estaba arreglando
los jarrones sobre la lápida de mármol apareció un primo mío, no
un primo hermano  sino uno más lejano.
- ¿Juan, no me reconoces? Le pregunté
- Perdona, estaba distraído, dijo él.
Juan era un artista, un escultor.  De joven vivió unos años en
París, pero volvió  con los bolsillos vacíos. Luego se casó con
una chica aragonesa ceramista. Siguió llevando un modo de vida
bohemio, pero sin salir jamás del pueblo. La gente hablaba mal de
él, porque los trabajos le duraban poco. Mi madre me contaba que sus
padres le querían mucho, nunca se quejaron de él y que lo
acogieron, con la mujer y sus tres hijos, cuando los echaron de su
vivienda, porque no pagaban el alquiler.
A Juan le encantaba trasnochar, por eso se levantaba tarde, su
mujer se ocupaba del hogar sin abandonar  jamás su horno y sus
vasijas  de  cerámica. Ella tenía mucha paciencia con él y  con
los niños. 
- ¿Qué tal te va la vida? Le pregunté yo.
- Dentro de poco me voy a jubilar.
- ¡Qué bien! ¿De qué trabajabas últimamente?
- Después de una temporada larga de mala racha, me llegó la 
suerte. ¿Te acuerdas de que hace unos veinticinco años abrieron un
clínica geriátrica en el pueblo? Pues un tío  médico de mi padre,  me hizo saber que buscaban cuidadores para
vigilar a que los enfermos no se levantaran de la cama por la noche.
Tuve que seguir  un curso y luego me contrataron. Me contó Juan.
-  ¡Ay! ¡Cuánto me alegro!
- Ahora más que vigilar hago compañía a los viejecitos que han
perdido la cabeza. Trabajo muchas horas seguidas, pero luego tengo
dos días libres para mis esculturas, no me puedo quejar.
Juan, al que todo el mundo criticaba, se ganaba bien la vida y era
feliz. También me dijo que él  mismo había esculpido el
bajorrelieve de la  sepultura de sus padres y  que cada semana iba a
regar la planta que crecía tupida  en la  maceta que había
puesto encima de la losa.
A veces en los pueblos se  le critica a la gente por envidia. El
pobre Juan  fue acribillado por las habladurías, pero ahora les ha
dado una buena lección a los chismosos, él  hace lo que realmente
le gusta y en cambio muchos de ellos no.  
Por las calles pocos me reconocían, pues yo como ellos también
había envejecido. De vez en cuando descubría unos ojos vivarachos conocidos en una cara desconocida. Eso me sucedió con Rosalía, quien,  una tarde  en la que paseaba por el casco antiguo, me llamó y me dijo:
- Hola  Ada, soy Rosalía Crespo ¿Te acuerdas de mí? Hicimos los 
tres últimos cursos de primaria  en la misma clase. 
- Claro que me acuerdo de ti, te llamábamos Rosa cuando llegaste
al pueblo. Me gustaba jugar contigo en el patio, me fascinaba el
hecho de que vinieras de otra  parte de España y de que me hablaras
en castellano. 
- Pues nunca me hubiera imaginado, que de pequeña alguien me
admirara por ser hija de emigrantes. Al principio en Cataluña nos
sentíamos extranjeros, sin embargo poco a poco nos fuimos
integrando,  yo dejé de estudiar a los  quince años y me casé muy
joven. Desgraciadamente no tuvimos hijos, esta ha sido siempre mi
pena. Me separé el año pasado y ahora llevo pensando en volver a 
Sevilla, donde tengo aún una tía, que me quiere realquilar una
parte de su casa. No sé que hacer.
- Podrías ir por una temporada y luego decidir. Seguro que hacer
maletas y empezar en otro lugar  te va a enriquezer. Le dijo Ada,
pensando en sus primer viaje a Italia.  
- Te tengo que confesar que yo también te envidiaba un poco,
porque tu  habías nacido en el pueblo, pero sobre todo porque te
fuiste al extranjero.
Yo me asombré escuchando sus palabras, pues siempre había
pensado en que todos nuestros  parientes y conocidos murmuraban de
mí, diciendo  que había huido del pueblo, abandonando a mi
familia, quizás porque era eso lo que mi madre me decía.
Otro día mientras paseaba con mi hermana me encontré al marido
de mi prima Raquel, quien nos saludó diciéndonos que iba a comprar
una bebida para el canario.
- El canario es  muy pillo, quiere sólo Coca Cola sin azúcar,
siguió diciendo.
- ¡Ah! Dijo mi hermana.
- Yo cuando no tengo, intento darséla azucarada pero él lo nota
en seguida y la rechaza, dijo el esposo de mi prima.
- Si que es exigente el canario, dije yo.
- ¡Me voy corriendo, están cerrando la tienda! Nos dijo,
despidiéndose de nosotras, mientras  entraba  en un pequeño
supermercado de barrio.
Mi hermana se quedó pasmada. Ya se estaba imaginando a un canario o
mejor, luego me dijo, a una especie de lorito que bebía  la Coca
Cola que le ponían en un platito dentro  de la jaula.
Nos pusimos a reír como locas cuando le dije que el canario era
una persona y no un pajarito. Era Jaime, un  viejo amigo suyo de las Canarias, lo
sabía porque mi prima Raquel me había escrito recientemente
diciéndome que habían invitado a Jaime a pasar unos días en su casa. A mi prima y a su marido les chiflaba viajar y al estar recién
jubilados habían decidido ir a Las Canarias a pasar un par de meses. Allí
habían reencontrado a Jaime.
Fue tan gracioso que después de reír  largo rato, a mi hermana  y a mí
se nos pasaron todos los males.
Durante mi estancia aproveché y saboreé una de las cosas que más
me gusta del pueblo: el mar.
Cada mañana me levantaba temprano e iba a la playa. A las nueve y media plantaba mi sombrilla en la arena y después de nadar largo rato me tumbaba y me dejaba acariciar por los rayos débiles del sol. Poco a poco iba llegando gente, entonces ponía la toalla muy cerca de la orilla, para ver sólo la mar, cada vez que giraba la páginas del libro que llevaba siempre en mi mochila.
Un día fui a Blanes, un pueblo de la Costa Brava, con Carla, mi prima más pequeña, la que es para mí como una hermana. Me presentó a un grupo de nadadores empedernidos que se reunían, poco después del amanecer en la playa de Les Roquetes. En verano iban sólo los días laborables, en las demás estaciones de lunes a domingo. No fallaban ni un día. Iban equipados para nadar: gafas, tubo, patos y un cuchillo atado en la pierna, por si les atacara una criatura marina.
Cada mañana me levantaba temprano e iba a la playa. A las nueve y media plantaba mi sombrilla en la arena y después de nadar largo rato me tumbaba y me dejaba acariciar por los rayos débiles del sol. Poco a poco iba llegando gente, entonces ponía la toalla muy cerca de la orilla, para ver sólo la mar, cada vez que giraba la páginas del libro que llevaba siempre en mi mochila.
Un día fui a Blanes, un pueblo de la Costa Brava, con Carla, mi prima más pequeña, la que es para mí como una hermana. Me presentó a un grupo de nadadores empedernidos que se reunían, poco después del amanecer en la playa de Les Roquetes. En verano iban sólo los días laborables, en las demás estaciones de lunes a domingo. No fallaban ni un día. Iban equipados para nadar: gafas, tubo, patos y un cuchillo atado en la pierna, por si les atacara una criatura marina.
Era un grupo de personas estrafalarias, con historias fuera de lo
común. Aquella mañana  sentada en la arena  hablé con ellos y me di cuenta de que era buena gente y de que, además
de compartir su afición,  se ayudaban y se respetaban.
Inés la más guapa y llamativa del grupo, era una chica de unos
cuarenta años, iba muy tatuada, había sido química en una
empresa de Barcelona, pero había  dejado el trabajo y se había
transladado con su marido e hijos a vivir allí todo el año. 
- Me voy a la peluquería a que me rapen, nos dijo con su voz
dulce.
Llevaba el pelo muy corto, casi a cero, parecía extraño que
quisiera cortárselo todavía más, pensé que igual de esa manera se
le destacaban más los tatuajes de cráneo. 
Olga era más joven y también atractiva, pero era muy
delgada, de adolescente había sufrido disfunciones alimentarias, me
dijo  luego mi prima. También me contó que la habían operado dos
veces de cancer de mama y que no había querido que le pusieran
prótesis.  
A Olga no le daba vergüenza ir destapada
enseñando su  pecho moreno y plano. Ella también se había 
marchado de la ciudad hacía varios años y  desde entonces vivía en Blanes.
Ramón, un señor muy simpático de unos ochenta años,  trascurría con su  mujer  seis meses
en Barcelona y seis en Blanes, pero desde que se quedó viudo, pasaba todo el año en la costa. Había sido restaurador y le
encantaba la historia de arte. Me contó largo rato
 anécdotas de la vida de Michelangelo y de Leonardo, al final me
dijo que soñaba con hacer un viaje por Italia. 
Mientras hablábamos oímos a lo lejos los gritos de sus nietos:
- Avi, avi, gritaban desde el paseo los gemelos.
Mientras hablábamos oímos a lo lejos los gritos de sus nietos:
- Avi, avi, gritaban desde el paseo los gemelos.
También me quedó grabada una pareja de unos sesenta años. Ella era de piel clara y él muy moreno.
- Te presento a Soledad y a Luis, dijo mi prima
Los dos hablaban con un acento francés muy marcado.
- Te presento a Soledad y a Luis, dijo mi prima
Los dos hablaban con un acento francés muy marcado.
- Somos hijos de españoles emigrados a Francia en los años
sesenta. Los dos nacimos en la Mancha, en dos pueblos de la provincia
de Ciudad Real a poca distancia, sin embargo nos conocimos en
Toulouse. Dijo ella.
-  Vivíamos en  un barrio donde casi todos éramos españoles, me
dijó él antes de zambullirse.
Noté que a ella el agua le gustaba menos que a su marido, porque  salió en seguida, él en cambio desapareció  rápidamente nadando mar adentro. 
Mientras ella recogía sus cosas para irse me siguió contando que justo el año pasado habían decidido
vender su vivienda de Toulouse e instalarse en Blanes. Habían dejado a dos hijos y a tres nietos en
Francia.
El más raro era Rius, ese era su apellido y de esa manera lo
llamaban todos, un barbudo de unos setenta y pico de años. Llevaba
un bañador descolorido y tenía la piel curtida por inumerables 
horas pasadas en la intemperie. Además de la barba blanca, en su
cara destacaban sus largas patillas y su melena lacia y canosa. Era
enjuto, pero fuerte y vigoroso.
No se sentaba nunca en la arena, de pie no paraba de contarnos aventuras de sus viajes desde cuando a los quince años se había enrolado como marinero en un barco mercante.
No se sentaba nunca en la arena, de pie no paraba de contarnos aventuras de sus viajes desde cuando a los quince años se había enrolado como marinero en un barco mercante.
- ¡Si supierais cuántas tierras lejanas he divisado! He cruzado todos los mares y he atracado en  tantos puertos que no puedo ni contarlos. Y seguía diciendo
- He vivido en Australia, América del Sur, África, Canadá, China, Japón y muchos países más. Con el afán de descubrir lugares, gentes y cosas no volví jamás al pueblo, eso sí les escribía largas cartas a mis padres, sin embargo nunca les contaba mis hazañas y desventuras para que no sufrieran. Les escribía que vivía en Argentina y les enviaba cada dos por tres dinero. Volví cuando supe que estaban enfermos, pero no llegué a tiempo.
Nos despedimos del grupo de nadadores y volviendo a casa le dije a mi prima que dentro de pocos días me marcharía, pero que iba a volver pronto.
- He vivido en Australia, América del Sur, África, Canadá, China, Japón y muchos países más. Con el afán de descubrir lugares, gentes y cosas no volví jamás al pueblo, eso sí les escribía largas cartas a mis padres, sin embargo nunca les contaba mis hazañas y desventuras para que no sufrieran. Les escribía que vivía en Argentina y les enviaba cada dos por tres dinero. Volví cuando supe que estaban enfermos, pero no llegué a tiempo.
Nos despedimos del grupo de nadadores y volviendo a casa le dije a mi prima que dentro de pocos días me marcharía, pero que iba a volver pronto.
- ¡Bueno chicos! ¡Vamos a merendar, por hoy hemos terminado la
historia de marchar y volver! Les diría Ada a los niños sonriendo.
Le
dita di Ada stavano perdendo forza, all'improvviso sentì il rumore
del libro che cadeva sul pavimento. Aprì gli occhi e si stiracchiò
lentamente.
Si era sdraiata sul divano con l'intenzione di iniziare
a leggere un romanzo che aveva appena acquistato. Quel pomeriggio era
a casa da sola, suo marito era andato con un amico a fare un giro in
bicicletta per il Nord della Toscana. Raccolse il libro e lo lasciò
sul tavolino rotondo. Si distese  di nuovo, chiuse gli occhi e cercò
di ricordare l'ultima immagine che la sua mente aveva conservato:
quella di una bambina di  quattro o cinque anni vestita di bianco,
con trecce, un po' spettinate a causa dei  capelli fini che si erano sciolti dagli elastici; la bambina giocava con una bambola 
seduta su una sedia di paglia in un ampio cortile.
- Sono io! Esclamò  Ada ricordando una vecchia
fotografia.
Poi le venne in mente che da bambina trascorreva molte
ore nel cortile di casa, a volte chiudeva gli occhi e le piaceva
immaginarsi come sarebbe stata lei stessa da vecchia. Si vedeva, con i
capelli bianchi raccolti in una crocchia con alcune
ciocche che le cadevano, perché passava molte ore appoggiata allo
schienale della poltrona nella zona ombrosa
del giardino, mentre  raccontava  una storia a dei  bambini.
- Mi sono vista da ragazza e da anziana allo stesso
tempo! Cosa stavo raccontando a quei bambini? Si domandò.
Continuò a pensare e disse a se stessa:
- D'estate ogni
pomeriggio, dopo pranzo andavo a giocare nel cortile nella parte ombreggiata, mentre mio nonno faceva un pisolino. Ricordo la poltrona di vimini, dove  si sedeva il nonno.
Ada
in paese non aveva un posto suo dove andare, la casa dei suoi
antenati da tempo apparteneva a un'altra famiglia. Affittava un
piccolo appartamento ogni volta che ritornava. Le piaceva pensare che
un giorno avrebbe trovato una casa con un cortile simile a quello della sua infanzia, dove 
avrebbe trascorso l'estate. Di tanto in tanto Ada avrebbe chiamato i
bambini del vicinato, i quali si sarebbero seduti per terra  e  lei 
avrebbe così  iniziato la storia delle partenze e dei ritorni:
Cosa vuole dire ritornare?
-
Beh, prima  si deve lasciare un posto  per poi ritornarci.
A
diciotto anni partii dal paese per andare a studiare in città. A
ventuno ho lasciato la Spagna, i miei genitori non erano
d'accordo, ma sono riuscita a convincere loro di lasciarmi andare via. Ho
finito gli studi universitari in Italia, dove mi sono trasferita per
amore. Poi mi sono sposata, per fortuna dopo aver vinto un concorso
sono riuscita a fare l'insegnante, cosa che mi è sempre piaciuta. Ho
avuto tre figli, ma questa è un'altra storia che vi racconterò un
altro giorno.
Da
quando i miei genitori sono morti, sono ritornata poche volte al
paese, nonostante ogni tanto avesse nostalgia del mare e dei mie fratelli,  delle cugine e di alcuni  cari amici.
Un'estate
ho deciso di andarci dopo tanto tempo che mancavo. Scendendo dal
treno la prima cosa che notai fu che alcune vecchie case era più alte, le
avevano elevate di uno o due piani e ovviamente mi colpirono anche i numerosi edifici nuovi. Poi, camminando, ho scoperto intere strade con
villette a schiera, alcune ancora da rinnovare. Nel centro, vicino
alla chiesa, molti negozi e fondi commerciali erano stati chiusi o
trasformati in garage. Nella parte nord avevano costruito
un enorme supermercato e una palestra con una piscina pubblica. Nella
zona delle spiagge spiccavano nuovi alberghi, immaginavo stracolmi di
turisti, ma io non mi sono avvicinata a quelle parti.
Un
altro giorno ho fatto una passeggiata fino al vecchio cimitero che
una volta si trovava fuori del paese e che a quel tempo era già stato inglobato nel villaggio.
Sono
andata a visitare la tomba dove sono sepolti i miei genitori. Ho
notato che qualcuno, forse uno dei miei fratelli, aveva messo dei
fiori, ormai appassiti. Mentre sistemavo i vasi sulla
lapide di marmo, è apparso Joan, un mio cugino alla lontana.
-
Joan, non mi riconosci?  Gli domandai.
- Scusa, ero distratto, mi disse.
Joan
era un artista, uno scultore. Da giovane aveva vissuto a Parigi  diversi mesi, ma ritornò presto con le tasche vuote. Dopo sposò una
ragazza ceramista.  Per molti anni ha seguitato a condurre uno stile
di vita bohémien, ma senza mai lasciare il paese. La gente parlava
male di lui, perché cambiava spesso di lavoro e passava lunghi periodi senza far niente. Mia madre mi diceva
che i suoi genitori stravedevano per lui e lo aiutavano
economicamente  molto volentieri, non si sono mai lamentati di lui e
lo hanno accolto con la moglie e i loro tre figli quando sono stati
sfrattati, perché non  avevano pagato l'affitto.
Joan
era nottambulo, quindi la mattina si alzava verso
mezzogiorno, la moglie si occupava della casa senza mai abbandonare
il suo mestiere: il forno per la ceramica era sempre acceso e tutti giorni sfornava
qualche oggetto, che poi vendeva a un negozio vicino.  Lei  aveva
molta pazienza con lui e con i bambini.
- Come va la tua vita? Gli domandai.
- Bene, presto andrò in pensione.
- Fantastico! A cosa ti dedicavi ultimamente?
-
Dopo una lunga serie di guai, la mia fortuna è arrivata. Ricordi che
circa trent'anni anni fa hanno costruito una clinica geriatrica in
paese? Bene, uno zio di mio padre, che era dottore, mi ha fatto
sapere che cercavano personale per la notte, il cui compito era
quello di controllare che i malati non si alzassero dal letto. Ho
dovuto seguire un corso e poi mi hanno assunto, mi ha  raccontato
Joan.
- Oh! Sono così felice per te!
-
Adesso, assisto gli anziani che hanno perso la testa. Lavoro molte
ore di seguito, ma poi ho due giorni liberi per le mie sculture, non mi 
posso lamentare.
Joan,
 colui che tutti  avevano criticato, si  era guadagnata una bella
stabilità e ne era felice. Mi disse inoltre che lui aveva scolpito
il bassorilievo della tomba dei  genitori e che ogni settimana andava
ad annaffiare la pianta che cresceva rigogliosa nel vaso che aveva
posto sulla lastra di marmo.
A
volte nei paesini le persone vengono criticate per invidia. Il povero
Joan era soggetto a chiacchiere, ma lui  era riuscito a dare una
lezione a i pettegoli: Joan faceva quello che gli piaceva davvero e 
la maggior parte di  loro  se lo sognava.
Poche
persone mi riconoscevano per la strada, perché anche io, come loro,
ero invecchiata. Di tanto in tanto mi colpivano gli occhi vivaci di
un viso sconosciuto.
- Ciao, sono Rosalia Crespo, ti ricordi di me?
Abbiamo fatto gli ultimi  tre anni  delle scuole elementari.
- Certo che mi ricordo di te, ti chiamavamo Rosa
quando sei arrivata. Mi piaceva giocare con te durante la
ricreazione, ero affascinata dal fatto che tu provenissi da un'altra 
regione della Spagna e che mi parlassi in castigliano. Ti ho un po'
invidiata.
-
Beh, non avrei mai immaginato che  qualcuno mi avrebbe ammirata
per essere figlia di emigranti. All'inizio in Catalogna ci sentivamo
stranieri, ma presto ci siamo integrati. Ho smesso di studiare a quindici anni, poi mi sono sposata molto giovane. Purtroppo non abbiamo avuto
figli, questo è sempre stato il mio cruccio. Mi sono separata l'anno
scorso e  adesso sto pensato di tornare a Siviglia, dove ho ancora una zia, che mi
vuole affittare una parte della sua casa. Non so cosa fare.
- Potresti andare per un po' da tua zia e poi
decidere. Sicuramente fare i bagagli e iniziare da qualche altra
parte ti farà bene. Gli disse Ada, pensando al suo primo viaggio in
Italia.
- Devo confessare che anch'io ti ho invidiata un po',
 perché sei andata via di casa.
Mi
aveva molto stupito sentire le sue parole, perché avevo sempre
pensato che tutti i nostri parenti e conoscenti sparlassero di me,
dicendo che ero fuggita dal paese, abbandonando la mia famiglia,
forse perché era quello che mi aveva detto sempre mia madre.
Un
altro giorno mentre camminavo con mia sorella ho incontrato il marito
di mia cugina Raquel, che ci ha salutate, dicendoci che stava andando
a comprare delle bibite per il “canario1”.
-
Il “canario” è molto vispo, vuole solo Coca Cola senza zucchero,
ha continuato  a dire.
- Ah! Mia sorella ha detto.
-
Quando non ne l'ho, provo a darle Coca Cola zuccherata ma lui se ne
accorge subito e  la rifiuta, disse il marito di mia cugina.
-
 Accidenti come è esigente  il “canario”, ho detto io.
-
 Vado di fretta, stanno chiudendo il negozio! Ci disse mentre ci
salutava entrando nel piccolo supermercato di quartiere.
Mia
sorella era sbalordita. S'immaginava un canarino o meglio, poi mi
disse, una specie di pappagallo che beveva Coca Cola di un piatto che
gli mettevano all'interno della gabbia.
Abbiamo
iniziato a ridere come due matte quando gli ho detto che il “canario”
era una persona e non un uccellino. Era Jaime, un vecchio loro amico delle isole
Canarie, lo sapevo perché Raquel mi aveva scritto di recente,
dicendomi che avevano invitato Jaime a trascorrere alcuni giorni  da loro. 
Sia a mia cugina che a suo marito piaceva molto viaggiare, dato che erano da poco in
pensione avevano deciso di andare a le isole Canarie per trascorrere  un paio di mesi. Lì appunto avevano  incontrato Jaime.
Era
molto che non ridevamo di gusto noi due insieme, è stato così
divertente che a forza di ridere e piangere, sono  spariti tutti i nostri  mali.
Durante
il mio soggiorno ho assaporato una delle cose che  più mi piacciono
del mio paese: il mare. 
Ogni mattina mi
svegliavo presto e andavo in spiaggia. Alle nove e mezza
sistemavo l'ombrellone nella sabbia; dopo aver nuotato a lungo, mi 
sdraiavo e mi  lasciavo accarezzare dai tenui raggi del
sole. Via via arrivava gente, allora mettevo l'asciugamano  vicino 
alla riva, per vedere solamente il mare. Lo guardavo ogni volta che
giravo le pagine del libro che portavo sempre con me nello zaino. 
Un
giorno  sono  andata  a Blanes, un centro balneare della Costa
Brava,  con Carla,  mia cugina più piccola, che è per me come una
sorella. 
Mi
ha fatto conoscere un gruppo di nuotatori veterani,  i quali  dopo
l'alba si  davano appuntamento su una spiaggia chiamata Les Roquetes. In
estate andavano solo nei giorni feriali, in inverno dal lunedì
alla domenica. Non  mancavano  un solo giorno. Erano attrezzati per
il nuoto: maschera, tubo, pinne e un coltello legato in una gamba,
nel caso fossero attaccati da creature marine.
Era
un gruppo di persone eccentriche, con storie insolite. Quella
mattina ho parlato con alcuni di loro e mi sono
reso conto che era brava gente, che si aiutava e si rispettava a
vicenda oltre che a condividere lo stesso hobby.
Inés
la più bella del gruppo, una  donna sulla quarantina, era totalmente
tatuata, aveva lavorato come chimica in un'azienda di Barcellona, ma
aveva deciso di lasciare il lavoro,  per trasferirsi, con suo marito 
e  figli a Blanes.
-
Vado dal parrucchiere per rasarmi, disse  Inés con la sua dolce
voce.
Aveva
i capelli molto corti, tagliati quasi a zero, sembrava strano che
volesse ritagliarli ancora di più, forse lo faceva perché i tatuaggi della testa si vedessero meglio.
Olga
era un po' più giovane e anche lei attraente, era  alta e magra, da
adolescente aveva  sofferto di anoressia, mi disse più
tardi mia cugina e mi  raccontò  anche che era stata operata due
volte di tumore al seno , ma  non  aveva accettato  nessun tipo di
protesi.
Olga
non si vergognava di  mostrare il suo petto piatto e abbronzato.
Quando mi guardava, prima di  tuffarsi in acqua, mi ricordava un po' a un pesce flauto, occhi
grossi e muso
lungo
con una bocca piccola.
Ramón,
un signore  gioviale di circa ottant'anni, dopo il bagno si
sedette accanto a me e  mi disse che prima della morte della moglie  trascorrevano sei mesi a Barcellona e sei mesi a Blanes, ma
dopo si era trasferito definitivamente al mare. Il suo mestiere
era restauratore, adesso che era in pensione era un appassionato di storia dell'arte. Mi raccontò  aneddoti  delle vite di
Michelangelo e Leonardo, alla fine mi disse che  prima di morire
sognava di fare un viaggio in Italia.
Ramón si è alzato quando ha sentito la voce dei suoi nipotini mentre lo chiamavano: Avi, avi.
- Ecco Soledad e Luis, disse mia cugina  vedendo arrivare  una coppia di circa sessant'anni. 
Mi
colpì il loro forte accento francese e il contrasto delle loro carnagioni, lei di pelle chiara e lui
molto scuro.
-
Siamo figli di spagnoli emigrati in Francia negli anni
sessanta. Siamo nati entrambi nella Mancha, in due villaggi della
provincia di Ciudad Real a pochi passi, tuttavia ci siamo incontrati
a Toulouse, disse Soledad.
-  Abitavamo in un quartiere in cui quasi tutti eravamo spagnoli, mi
disse Luis  prima di buttarsi in acqua.
Mi
resi conto che a lei piaceva il mare meno che a suo marito, perché usci
subito dall'acqua,  invece lui con poche bracciate scomparì al largo.
Mentre
Soledad stava andando via, mi disse che proprio l'anno scorso avevano
deciso di vendere la loro casa di Toulouse per stabilirsi a Blanes e
che avevano lasciato due figli e tre nipotini in Francia.
Il
personaggio più bizzarro del gruppo era Rius, come veniva da tutti chiamato. Era
un uomo barbuto sulla settantina. Indossava un costume da bagno
piuttosto scolorito ed era abbronzatissimo a causa delle innumerevoli
ore trascorse all'aperto. Oltre alla barba bianca spiccavano sul suo
viso,  due lunghe basette e una chioma di capelli  brizzolati. Era magro, ma
forte e vigoroso. Era sempre in piedi, non si era mai seduto sulla sabbia
e non smetteva di raccontarci le storie  dei suoi viaggi, quando lavorava come marinaio nei mercantili.
-
Non potete sapere quante terre lontane ho conosciuto! Ho attraversato
tutti i mari e attraccato in molti porti. Ho vissuto lungo tempo in
Australia, Sud America, Africa, Canada, Cina, Giappone e molti altri
paesi. Il forte desiderio di scoprire luoghi, persone e cose  non  mi
ha  fatto ritornare  a casa, tuttavia non ho mai smesso di  scrivere
lunghe lettere ai miei genitori, ma non ho mai raccontato loro le mie
disavventure, in modo che non soffrissero. Scrivevo loro che  abitavo
la maggior parte dell'anno in Argentina e inviavo loro ogni tanto del
denaro. Sono ritornato quando ho saputo che erano malati, ma non ho
fatto in tempo.
Abbiamo salutato i nuotatori e rientrando a casa ho detto a mia cugina che sarei partita dopo qualche giorno ma che sarei ritornata presto.
Abbiamo salutato i nuotatori e rientrando a casa ho detto a mia cugina che sarei partita dopo qualche giorno ma che sarei ritornata presto.
-
Bene bambini! Facciamo merenda, per oggi abbiamo finito la storia
delle partenze  e dei ritorni! Ada  avrebbe detto ai bambini
sorridendo seduta nel cortile.

 
 
Nessun commento:
Posta un commento