mercoledì 10 aprile 2019

Calle Villamediana




Salimos del hotel hacia las once, después de un buen desayuno. Llovía un poco. El coche estaba en el garaje, fue cómodo bajar en ascensor y cargar las maletas. Quién nos lo hubiera dicho el día anterior, al llegar a la ciudad, cuando descendíamos por  aquella rampa. Nos vimos perdidos dar con una nave pequeña abarrotada de automóviles. Nos pareció una prisión, había cancelas de hierro y un interfono para llamar al conserje. Llamamos a la recepción y  el encargado, después de haberle dado nuestros datos, nos dijo:
- Ustedes no tienen reserva en nuestro establecimiento, bajen al segundo subsuelo, allí  hay otro garage, el del hotel Continental.
Efectivamente el hotel Continental era el nuestro. Bajamos otra rampa y dimos con un aparcamiento bastante grande; fue un alivio poder aparcar a nuestras anchas, sin puertas ni barrotes.
Mientras cogíamos la autopista, hablábamos de lo mucho que nos  había gustado  Bilbao. También nos puso de buen humor caer en la cuenta de que la ciudad a donde nos dirigíamos estaba bastante cerca. Ciento cuarenta kilómetros nos parecían pocos, acostumbrados a pasar, durante nuestro viaje itinerante por el norte de España, horas y horas en la carretera 
Íbamos a Logroño para visitar a Arnaldo y a Petra, un pareja de viejos amigos, en realidad eso es lo que nos alegraba más.
Al llegar,  fuimos buscando sin prisas la calle Villamediana. La cita con ellos era a primera hora de la tarde. Cuando llegamos faltaba poco para la hora del almuerzo, por eso dejamos el coche bien aparcado y no tocamos el timbre de su casa.
Aprovechamos para pasear por ciudad y  para ir a comer unas tapas en la plaza de la catedral. 
Al lado de la nuestra mesa, había una pareja joven, hablaban alemán, iban con niños pequeños, todos eran muy rubios. Se les notaba felices, ella era atractiva y estaba embarazada, él también era guapo. Cuando se despertó uno de los gemelos, que estaba durmiendo en el cochecito doble, se puso a llorar y en seguida el otro también abrió los ojos;  el padre no se inmutó, siguió leyendo, solo intentó mover el cochecito para que se calmaran los bebés;  ella se levantó para vigilar al niño mayor, de unos tres años, que se les había escapado en medio de la plaza.
- Con tres hijos y otro  que está a punto de llegar, no se les nota agobiados, qué suerte que tienen. Yo  hubiera tenido un ataque de nervios con tantos chiquillos, me dije asombrada por la actitud sosegada de aquella pareja.
Se me apareció una imagen de veinticinco años atrás:  mi marido y yo con nuestros dos hijitos a cuestas, durante  un viaje por la península con una furgoneta destartalada, que nuestros cuñados nos habían prestado. Recuerdo siempre estaba muy cansada y que no lograba leer ni una página  de la novela que me obstinaba en llevar en mi mochila.
- ¡Es un lujo estar ahora los dos solitos de viaje! Me encanta mirar a mi alrededor sentada en la sombra de una parra, le dije a mi marido sonriendo. 
Empezaron a llegar peregrinos, casi todos eran  jóvenes. Dos chicas se  pararon cerca de mí, luego echaron sus mochilas en medio de la plaza, se sentaron y se besaron apasionadamente como si estuvieran en su propia casa. Poco a poco iban transitando más grupos de peregrinos, todos ellos se iban sacando las botas, como si para  todos fuera  un rito descalzarse.
A media tarde volvimos a la calle Villamediana, y esta vez sí que tocamos el timbre del segundo piso, pero nadie nos contestó, quisimos llamar por teléfono, pero los dos teníamos los móviles descargados,
- ¡Qué despistados que somos a veces! Me dije.
Volvimos al coche para cargar los móviles. Intentamos llamarlos de nuevo, una y otra vez, pero  seguían sin contestar.
- Quizás no nos hemos entendido, pues parece que en casa no haya nadie, dijo mi marido.
Al cabo de un cuarto de hora nos llamó Arnaldo, diciendo que se había dormido en el sofá mientras nos esperaba. 
- Petra aún está  durmiendo la siesta, nos dije él, cuando nos abrió la puerta.
Hacía varios años, que no nos veíamos. Nos abrazamos  en la entrada. Arnaldo nos ayudó a llevar las maletas al cuarto de sus dos  hijas ventiañeras, quienes estaban de vacaciones en un pueblo de la costa Cantábrica. Él andaba despacio y con cuidado por el pasillo. Nos contó que padecía una insuficiencia renal avanzada. Sus riñones no eran capaces de filtrar la sangre y por eso, a través de la diálisis,  habían tenido que limpiársela para sobrevivir.
- Por suerte hace un año que me trasplantaron un riñón, ahora tengo tres, los míos  que están casi atrofiados, y él de un muchacho joven que murió en un accidente de carretera. Desde entonces ha mejorado mucho mi vida.
- No sabíamos nada, pobrecito, le dije yo abrazándolo.
- ¿Diálisis? Le preguntó mi marido
- Suena a dependencia, pero yo nunca dejé de hacer vida normal. Claro que a ratos  lo pasé mal, enganchado en la dichosa máquina. De día seguí trabajando y al anochecer mi sangre se iba purificando en el aparato que tenía en casa.
- ¡Menos mal que todo ha  salido bien! Dijimos los dos a la vez.
- Pero no hablemos más de ello. Espero que estéis cómodos, Petra os ha puesto sábanas limpias. Y daros prisa que os quiero llevar a mi huerto.
Arnaldo había heredado de su madre un pedazo de tierra a pocos kilómetros de la ciudad. Desde su renacimiento renal, como solía decir él, iba cada tarde al huerto, a veces a labrar la tierra, otras a  regar las plantas y  a recolectar  los frutos maduros.
Recogimos, fresas, tomates, judías verdes, calabacines y pepinos para la cena, luego nos preparó un cesto repleto de hortalizas ufanas para que nos lleváramos al día siguiente .
Regresamos a Logroño cargados con nuestra cosecha. Antes de subir al segundo piso, Arnaldo nos hizo pasar a su taller de pintura y restauración, ubicado en el primer piso, quería enseñarnos sus últimas obras. También nos regaló unos libros que él había encuadernado. 
-  Gracias, tienes manitas de plata. Le dijo mi marido.
Antes de  cerrar la puerta y subir al piso de arriba, Arnaldo nos dijo:
- En el fondo del pasillo  está el cuarto de Andrés, se lo hemos dado porque nos gusta mucho que venga a vernos, pero queremos que se sienta como en  su casa.
Sabíamos que Andrés y Arnaldo se conocían desde la época de estudiantes en Barcelona. Nosotros coincidimos una sola vez  con Andrés en los años noventa, en la recién inaugurada zona olímpica de Barcelona, donde vivía con su esposa.
Arnaldo en el descansillo nos contó los últimos acontecimientos de la vida de Andrés:
- Se quedó viudo hace cinco años, Clara, su mujer murió de cancer. Él sigue viviendo en Barcelona pero a menudo vuelve a Logroño, para ir al cementerio. Clara era oriunda de La Rioja y quiso que la enterraran en el pueblecito donde nació. Andrés la quería mucho y cada mes sigue visitando su tumba.
Ya eran casi las siete de la tarde cuando entramos en casa. Petra estaba en el salón tomando un café con Andrés.
Hablamos amenamente mucho rato con ellos y luego mi marido y yo les dijimos quenos gustaría  guisar el primer plato, pues habíamos traído de Italia, cantidad de cosas: queso parmiggiano, pasta, tomates perini para la salsa, etc.
- ¡Qué ilusión una cena italiana! Yo tengo en la nevera calabacines rellenos, dijo Petra.
- Y yo esta mañana he preparado bacalao ajoarriero, dijo Arnaldo.
- ¡Pues ya tenemos la cena lista! ¿A qué no sabíais que tenemos otro invitado? Dentro de poco llegará, dijo Petra.
Fuimos a la cocina para seguir hablando e ir haciendo el sofrito para la salsa de tomate. Arnaldo se sentó en la mesa y mientras aliñaba el bacalao volvió a tocar el tema de  su enfermedad:
- Aún no os he contado que después del trasplante de riñón decidí hacer algunas cosas que tenía pendientes desde mi niñez, una de ellas era trapichear con piezas de motores de coches, desmontarlas de un coche viejo, arreglarlas y remontarlas en otro.
- Recuerdo que cuando vivíamos juntos ya le tenías afición a eso,  una vez nos arreglaste el coche, dijo sonriendo mi marido.
- Arnaldo es un portento, parece que haya nacido en un taller mecánico. Os cuento: hace un par de meses que le traje mi coche, un viejo Mercedes que ya no tiraba y que tenía que ir a parar derechito al cementerio de automóviles. Si lo vierais ahora parece otro, dijo Andrés quien acababa de entrar en la cocina.
- No exageres, yo sólo no podría hacer casi nada, me ayuda un amigo, Rogelio o mejor dicho soy yo quien le ayuda a él. Él si que sabe  y conoce a cantidad de gente, por eso ha conseguido un comprador para tu Mercedes, le contestó Arnaldo.
El otro invitado, Luís se hospedaba en un hotel, llegó hacia las nueve. La cena salió muy buena, abrimos las ventanas de par en par para que pasara un poco de brisa e hicimos una larga sobremesa, charlando y bebiendo vino, un tempranillo de la Rioja, que nuestro amigo compraba a granel en una bodega cercana. Nos enteramos de que los dos invitados habían estado encerrados, un año el uno y  dos el otro, en la cárcel Modelo de Barcelona, en los años sesenta. Fueron muy emocionantes las anécdotas que nos contaron de aquellos años, ambos eran miembros del partido comunista clandestino y lucharon para que en España llegara la democracia. Cuando murió Franco, Andrés siguió  ocupándose de política, primero como miembro del partido y luego como periodista, sin embargo desde que se quedó viudo dejó la política y ahora se dedicaba a escribir algún que otro artículo. Luís nos contó era de abogado penalista.
- Gracias a él muchos de nuestros compañeros de partido salieron de la cárcel, dijo Andrés.
Luís  estaba separado y desde que se había jubilado se pasaba el día leyendo sentado en la terraza de su piso del Paseo de Gracia de Barcelona. Salía poco, pero al menos una vez al mes iba a Valencia a ver a su hijo y a su nieta. Le encantaba conducir y cuidaba con esmero su coche, por eso  cuando tuvo que comprarse uno nuevo,  de  ninguna manera quiso que lo aplastara el chatarrero. Luís, hizo como Andrés,  también le regaló su antiguo coche a Arnaldo y justo se lo había traído aquel fin de semana.
A medianoche sacamos la mesa y nos acostamos. Al día siguiente Arnaldo madrugó para ir a llevar a los dos amigos a la estación. Nosotros también nos levantamos temprano para despedirnos de ellos. Luego desayunamos con Arnaldo y Petra. Cerramos nuestras maletas, de las que no habíamos sacado casi nada; pesaban bastante por lo que  bajamos con cuidado las escaleras.
Arnaldo nos enseñó  el coche de Luís que estaba aparcado allí mismo. Sus ojos brillaban de alegría. Nos despedimos de él y de Petra en  medio de calle, que  en  aquel domingo de agosto estaba completamente desierta.
Cruzamos los Monegros cuando el sol estaba alto y la tierra ardía, miré aquel paisaje desierto y sonreí pensando en las horas amenas que habíamos transcurrido con nuestro amigos en su casa de calle Villamediana.