domenica 25 ottobre 2020

La abuela canaria



Faina aquella mañana está un poco nerviosa, pues desde que se ha levantado todo le ha salido mal, primero ha discutido con su marido, luego  ha encontrado un atasco terrible en la avenida cerca del rio.  Ha llegado tarde al trabajo y eso que tenía muchas cosas pendientes que hacer. Y para más inri su jefe estaba de mal humor.

A media mañana  se siente un poco rara, sale  del despacho para tomar aire. Se dirige  hacia la ventana del pasillo, se asoma y mientras observa a la gente de la calle que se mueve deprisa, repite en voz baja sin darse cuenta :

- Faina, Fainita, estate tranquilita.

Entonces su cabeza vuela hacia su infancia, a un día en el patio del colegio, una  niña, las más mandona de la clase, le canta  el  estribillo:

Faina, faina te gusta la chanfaina,

faina fainita, te tiro la colita.

La primera vez que lo oyó Faina  se enfadó con ella y le chilló:

- Para que te enteres: mi nombre es canario, Faina era una reina de Lanzarote y a mí no me gusta la chanfaina. 

Pero luego se cansó de contestarle y sólo le decía:

- Tonta, más que tonta.

Luego piensa en su abuela Arminda,  que nació en Lanzarote, pero que se crió en Santa Cruz de Tenerife, donde sus padres habían emigrado con un tropel de chiquillos, pues las tierras volcánicas de Lanzarote eran tan áridas que no daban para sustentar a una familia numerosa como la suya.

Faina aún recuerda su dulce acento canario, que no había perdido a pesar de que llevaba  más de cincuenta años viviendo en la península. Luego se le aparece  el abuelo Mariano y  poco a poco va desovillando el hilo de las historias  que le contaba la abuela.

Mariano se había enrolado a los dieciséis años como grumete en un carguero del puerto de Barcelona. Las tierras de su familia las había heredado su hermano mayor y a él sólo le habían tocado cuatro duros de plata.

Al cabo de tres años, Mariano se sentía satisfecho por ser un buen marinero, pero le sabía mal que sus padres le escribieran tan poco.

Un día de tormenta el  buque chocó contra un arrecife y tuvieron que amarrar anclas en Santa Cruz de Tenerife. La reparación del casco del barco les llevó mucho tiempo.

Vagabundeando por las tabernas del puerto Mariano conoció a Arminda.

La fonda de los padres de Arminda era humilde, pero muy limpia. Además de vino a granel, despachaban comestibles y hacían comidas caseras. Arminda en aquel entonces tenía diecisiete años y era muy mañosa: ayudaba a su madre en la cocina y con su máquina de coser cosía ropa para ella y para toda la familia, también hacía camisas por encargo. No le gustaba servir en las mesas, porque algunos parroquianos medio borrachos empezaban con piropos y luego intentaban manosearla. Su hermano Ramón era el que hacía siempre de camarero, su padre trajinaba detrás de la barra y por el trastero. Sin embargo el día en que Mariano entró en la bodega, ella estaba sirviendo en las mesas, porque Ramón había caído enfermo.

Mariano, se prendó de Arminda y cada tarde iba a verla.

Sin muchas esperanzas de recibir noticias, Mariano escribió de nuevo una carta a su familia, contándoles sus peripecias  por las islas Canarias, sin embargo al cabo de pocas semanas recibió un telegrama en el que sus padres le comunicaban que su hermano mayor había muerto de tifus y que le rogaban que volviera al pueblo, siendo ahora él el único heredero.

Tras recibir el mensaje de su familia, Mariano le dijo a Arminda:

- Quiero casarme contigo y llevarte a mi tierra.

A Arminda también empezaba a gustarle aquel chico que no se parecía en nada a los demás marineros.

- Estoy enamorada de Mariano, parece buena persona, además es muy apuesto. Pero todo ha sido tan rápido que ni me lo creo. Tu ya sabes como soy yo, no logro vivir con incertidumbres, he decidido que voy aceptar la propuesta de Mariano, aunque sepa que voy a dar un paso muy grande, marchándome de aquí. Le confesó Arminda a Úrsula, su mejor amiga.

- No te preocupes por quienes vas a dejar en la isla, te echaremos todos de menos, pero los que te queremos te apoyaremos y te ayudaremos en todo, le contestó Úrsula, abrazándola.

Al día siguiente Arminda aceptó la propuesta de casamiento  de Mariano. En seguida se puso a seleccionar minuciosamente todos sus enseres: la máquina de coser, el costurero, los mejores retales de tejidos, su ropa, etc.

Se casaron pocas semanas después en la iglesia de San Francisco de Asís, fue una ceremonia íntima, sin embargo el banquete de bodas fue muy concurrido, pues el tabernero invitó a todo el barrio. La madre de Arminda cocinó durante tres días seguidos. Los platos fuertes eran papas arrugadas, pescado y frangollo, un postre típico de la isla y luego fue añadiendo otros muchos manjares sabrosos. Finalmente al bodeguero se le vio contento descorchando, una tras otra, botellas del mejor vino de la isla; la fiesta duró hasta las tantas de la madrugada.

Arminda y Mariano zarparon al día siguiente para España. La familia catalana no estaba del todo contenta de aquella boda, hubieran preferido que Mariano se casara con una muchacha de la comarca, pero callaron, lo importante para ellos fue  que el heredero hubiera vuelto.

Los padres de Mariano dieron por descontado que los novios vivieran con ellos en el caserón, en cambio a Arminda le hubiera gustado ir a vivir a una casita a solas con su marido, pero no protestó. Arminda aprendió muy deprisa el catalán, pero no logró integrarse del todo en aquella familia patriarcal. Cuando nacieron sus tres hijas, sus suegros se opusieron a que ella escogiera el nombre de las niñas, sin embargo al cabo de treinta años logró imponerse y decidir el nombre de su segunda nieta.

- Me gustaría que se llamara Faina, como mi madre, le dijo Arminda a su hija mientras cogía por primera vez en brazos a la recién nacida.

Arminda, cuando Faina cumplió dos años, supo que se iba a morirse pronto. No le dolía nada y no tenía ningún síntoma de enfermedad, pero notó que empezaba a caerle el pelo a manojos y sentía una ansiedad muy extraña, desconocida para ella. Al principio no sabía lo que le ocurría, sin embargo pronto se dio cuenta de que cada noche soñaba el paisaje lunar de Lanzarote y de día añoraba las islas. Sus padres habían muerto y sus hermanos habían dejado de escribirle, pero ella pensaba sin cesar en su tierra. No le dijo nada a su marido, pero sentía que se estaba alejando de él y de sus hijas, quienes al casarse se fueron de casa, pero iban a verla sin falta casi cada día.

Lo único que deseaba con toda su alma era huir y eso le roía por dentro porque se sentía culpable. A veces iba hacia la puerta del corral, la de atrás del caserón, para que nadie la viera y se sentaba unos minutos en una silla, esperando que la puerta se abriera para salir corriendo. Se sentía prisionera. Sólo se apaciguaba cuidando a Faina y jugando con ella volvía a su infancia canaria.

Arminda, había sido muy trabajadora, nunca estaba quieta, siempre se adelantaba haciendo tareas para el día siguiente, sin embargo en los últimos tiempos iba perdiendo vigor y de vez en cuando dejaba cosas a medias.

Los años pasaban y Mariano se dio cuenta de que las manías de su mujer eran cada vez más extrañas. No la reconocía cuando se quedaba quieta horas y horas en frente de la puerta del corral. Mariano tuvo que poner un candado, pues un día Arminda se fugó y después de haberla buscado  por los alrededores del pueblo, la encontró andando por el camino polvoriento que llevaba a la desembocadura del rio.

- ¿A dónde ibas? Le preguntó Mariano a su mujer, abrazándola.

- Me voy a casa, a Lanzarote, le contestó Arminda sonriendo.

- ¡Pero si tu casa está aquí!

Desde aquel día las hijas tuvieron que ayudarla en todo, pues ella ya no se valía por sí misma en nada.

Arminda murió por las complicaciones que tuvo  al romperse el fémur. No se sabe como pudo caer, pues durante los últimos meses se pasaba horas y horas sentada inmóvil, con la vista hacia la puerta del corral.

Faina tenía seis años cuando falleció la abuela. Mariano sufrió mucho al perder a su amada esposa y murió de dolor al cabo de un año.

Unos día antes de fallecer el abuelo le dijo a Faina:

Cuando miro tus piernas veo las de tu abuela, eran las más bonitas de la Isla. Ella además de guapa tenía buen carácter. Era reservada, sólo mostraba sus sentimientos con la gente con la que tenía más confianza. Su mayor virtud era la prudencia, por eso era tan precavida, pensando siempre en el día de mañana. También era generosa y ayudaba a todo el mundo. Era impaciente, al querer terminar todas las tareas que empezaba, pero a la vez reflexiva y siempre acertaba con las decisiones que tomaba, la más importante que tomó fue la de abandonar su isla antes de cumplir los dieciocho años para casarse conmigo.

Faina sonríe pensando en lo mucho que se querían sus abuelos. Cierra la ventana y vuelve a su despacho un poco  más relajada.  Luego escribe un mensaje a su marido:

- Perdona si hoy he sido un poco brusca, cuando me has pedido que fuera a recoger el coche al taller. Me he levantado mal,  pensando en el día  abarrotado de cosas que iba a tener  que solucionar y todo lo veía negro. Ahora estoy más tranquila  y me he parado a pensar en que podríamos hacer una viaje cuando termine el confinamiento. Me gustaría ir a Lanzarote ¿Qué te parece? 

Él le contesta enseguida:

- Ya no me acordaba de lo áspera que has sido conmigo esta mañana. Claro que me encantaría ir a Lanzarote contigo. Esta noche ya hablaremos de ello. 

Faina sale del trabajo más ligera, como si se hubiera sacado un peso de encima. Hace il mismo recorrido para volver a casa, en la avenida cerca del rio conduce más despacio, mirando con otros ojos los árboles y las plantas y todo le parece más bonito.