lunedì 27 settembre 2021

La placeta

 


En el pueblo donde yo nací hay una plazuela detrás de la iglesia. Todos la llaman placeta, pero su verdadero nombre es Plaza Pau Casals. Antiguamente se llamaba San Antonio Abad, santo protector de los animales, caballos y carruajes. El día de la festividad, el diecisiete de enero, en la placeta bendecían a los caballos.

Era un pueblo de labradores, a pesar de que se hallara a orillas del mar no había muchos pescadores. Recuerdo que por las calles cruzaban caballos tirando carros. 

En aquel entonces, en una de las calles que desemboca en la plazuela, no había viviendas, solo salidas de vehículos o carruajes o puertas traseras de las casas, era un cul de sac. Por eso no tenía nombre. En los años setenta el Ayuntamiento compró la grande casa, ubicada en el fondo de la callejuela, para derrumbarla y darle salida a la calle. Fue entonces cuando los vecinos empezaron a construir viviendas en la parte trasera de los jardines o patios. Aquella callejuela de carros y de vados permanentes se convirtió en una verdadera calle. Sin mucha imaginación le pusieron el nombre de San Antonio Abad. Durante algunos años calle y plaza tuvieron el mismo nombre, más tarde se lo cambiaron, dándole a la plazuela el nombre del gran músico catalán, pero todo el mundo siguió llamándola placeta.

Hasta hace pocos años los cuatro matorrales que había en la placeta daban lástima de lo secos que estaban, las jardineras se habían estropeado, en fín todo el conjunto estaba bastante descuidado. Sin embargo tras la reforma que hizo el Ayuntamiento, cambiando la pavimentación y arreglando los parterres, con plantas nuevas, césped y flores, la placeta cambió de cara.

Plantaron árboles nuevos, pusieron cinco bancos y un aparcabicicletas con cuatro soportes metálicos. En la esquina, tocando a la iglesia, metieron seis contenedores soterrados de basura, que  no son del todo eficaces, porque cuando están llenos la gente deja los desperdicios afuera.

En invierno la plaza Pau Casals está bastante desierta, sólo la pueblan los escolares, que van o salen del colegio y las amas de casa, que van o vuelven de la compra, arrastrando lentamente sus carritos. Son ellas las únicas que se detienen un rato para hablar o chismear. En verano está mucho más concurrida, a todas horas hay muchachos que juegan a pelota y niñas que saltan a la comba o juegan a rayuela. Pero es al atardecer cuando la gente sale a pasear por el casco antiguo del pueblo y la placeta se anima. Antes de cenar, algunos vecinos se sientan en los bancos a charlar un rato y a tomar el fresco.

Mi hermano y su mujer viven en una casa de la plaza Pau Casals, pero ellos llevan una vida bastante movida y no tienen tiempo para sentarse en los bancos de la plaza.

Cada verano mi marido y yo vamos a pasar unos días de vacaciones a mi pueblo. Una de las primeras cosas que hacemos es ir a visitar a mi hermano y a su mujer. Ha dado la casualidad que este verano varias veces hemos quedado para salir con ellos en frente de su casa, casi siempre hacia las ocho de la tarde. Ya la primera noche noté a cuatro personas que hablaban sentadas en un banco y no sé por qué me llenaron de ternura. Nos acercamos para saludarlos. Cuando mi hermano y su mujer salieron de casa nos los presentaron. Dos de ellos eran gente del barrio de toda la vida, yo los conocía de vista, pera la pareja de la silla de ruedas no la había visto nunca.

La segunda noche fui sola a ver a mi hermano y antes de entrar en su casa me demoré hablando con el grupo de vecinos. Empecé contándoles algo de mí: que desde hacía cuarenta y cinco años vivía en Florencia, que mi marido era italiano, que tenía dos hijos treintañeros, que pronto iba a ser abuela, que me acababa de jubilar y que pasaría más temporadas en el pueblo, etc. Ellos, día tras día, me fueron contando su vida.

- Me encanta coser a máquina. Estoy todo el día cosiendo, pero me cuido, no te creas: cada mañana, a las nueve, salgo de casa y voy a dar un largo paseo, en verano voy a la playa a bañarme. Pero hacia las diez me pongo a coser delante de la ventana. De vez en cuando levanto la vista y veo a la gente que cruza la plazuela. Como a las dos en punto y luego me echo en la cama para dormir un rato la siesta. Por la tarde sigo cosiendo hasta las siete, luego me pongo a regar las plantas del patio y arreglo un poco la casa. A las ocho salgo, primero doy unas cuantas vueltas alrededor de la placeta en mi caminador y luego me siento en un banco a tomar el fresco con los vecinos, me dijo Adela el primer día.

Adela es una mujer enjuta, ojos vivarachos y cabellos blancos recogidos en una moño. Su sonrisa y sus ganas de vivir hace que no se noten las arrugas de su cara. Acaba de cumplir noventa y cinco años. Nació en la casa de la plazuela donde aún vive. Se casó muy joven. Su marido, con la ayuda de un albañil, arregló como pudo los dos cuartos de la primera planta de la vieja vivienda de los padres de Adela. Sus padres murieron bastante jóvenes. Entonces Adela heredó la casa. Su marido que era un manitas, trasformó aquella casa lúgubre en una casita blanca y llena de luz. Él nació en Andalucía y le costó integrase en el pueblo, cuando llegó a los dieciocho años en busca de trabajo. Tuvo suerte encontrando un empleo en una fábrica de productos químicos, en donde al cabo de unos años pasó a ser capataz. Ella le hablaba catalán y él le contestaba siempre en castellano. Tuvieron dos hijos.

Adela todo el día cosía a máquina, haciendo encargos y reparaciones para toda la vecindad. Cuando murió su madre, su marido se ocupó de la comida y de la compra. Adela era dicharachera y alegre, pero no le gustaba estar sola. Cuando sus hijos se casaron, se sintió un poco desamparada, pero su rutina la ayudó a que su vida fuera más llevadera.

Cuando su marido se jubiló, empezó a ir cada tarde a la placeta a tomar el sol. Se sentaba en un banco, leía el periódico, charlaba con otros jubilados, pero se deleitaba estando solo, al contrario que su mujer. Le encantaba ir al mercado y guisar platos nuevos para su mujer. Cuando él falleció, Adela iba a cumplir noventa años. Entonces uno de sus hijos, que se acababa de separar, se fue a vivir con ella, remplazando al padre haciendo la compra y cocinando. De nuevo su vida rutinaria la ayudó a superar el luto.

- Echo de menos a mi mujer día y noche, pero me siento mejor cuando salgo a la placeta. Sentado en este banco me distraigo y dejo de pensar un ratito en ella, le dijo el segundo día Mario, casi sollozando.

Mario es un hombre gordito de unos ochenta años. Lleva siempre boina y camina muy lentamente pos sus achaques de artritis.

A él de joven le gustaba mucho viajar y divertirse. Cambiaba de empleo cada dos por tres y enloquecía por los coches deportivos. Sus padres estaban preocupados por lo derrochador que era y a menudo le amenazaban con que le iban a desheredar, pero él no les hacía ni caso. Mario a los cuarenta años, en un restaurante de Bristol, conoció a una camarera inglesa, cinco años mayor que él, con quien se casó, pocos meses después.

Los padres de Mario eran muy tradicionales y no les entusiasmó aquella boda, pero se quedaron más tranquilos porque creyeron que él iba a sentar la cabeza. Les arreglaron un apartamento independiente, en la parte lateral de la vieja casona que ocupaba media placeta.

Mario, tras perder su último empleo se puso a trabajar en la huerta de sus padres, pero sin ambición. Lo hizo porque se lo pidió su mujer. Él seguía saliendo a dar vueltas con su coche deportivo, eso era lo le hacía más feliz.

La mujer inglesa, era abierta y simpática y se adaptó a la vida monótona del pueblo. Cantaba mientras fregaba y tendía la ropa. La suegra se ocupaba de la cocina, pues a ella no le gustaba guisar. Pero las demás tareas domésticas las hacía sin rechistar. A ella, al atardecer, le gustaba sentarse en la terraza y mirar desde arriba la plazuela, no bajaba casi nunca, pero hablaba y bromeaba con los vecinos desde arriba.

Aprendió en seguida algunas palabras de catalán y de castellano y las mezclaba con el inglés. A lo largo de los años su español mejoró, sin embargo nunca perdió su acento anglosajón.

Era muy trabajadora y se puso enfrente de los negocios de sus suegros, cuando ellos se jubilaron. Llevaba las cuentas, pagaba los impuestos y cobraba los alquileres.

Los padres de Mario al fallecer le dejaron una buena herencia. Mario poco a poco dejó de cultivar los campos de su familia y dejó que su mujer se ocupara de todo para salir adelante. La pareja se llevaba bien. Pasaron los años, Mario empezó a engordar y a languidecer. Salía menos en coche a causa a sus achaques. En cambio ella seguía con su vitalidad llevando la casa y ocupándose de todo sin quejarse nunca, pero salía muy poco de casa, sólo para la compra. Tuvieron varios perros y vivieron felices a su manera hasta que una mañana ella cayó muerta en la cocina tras un ataque de corazón.

- ¿A qué te gusta la plazuela, Anita? Le preguntaba cada día Santiago a su mujer, sin que ella le respondiera nunca.

- Aunque ella no hable, entiende lo que le digo, sobre todo por la mañana cuando le doy el desayuno le cuento muchas cosas. A veces ella me sonríe. Su media sonrisa me da fuerzas para tirar adelante. Me dijo Santiago el tercer día.

Santiago y Anita son una pareja de unos setenta años. Ella nació en Barcelona y él en un pueblo de la Mancha, pero su familia emigró a Cataluña cuando él tenía ocho años. Santiago a los dieciséis años encontró trabajo en un hotel como botones, sin embargo al cabo de poco tiempo lo trasladaron al mostrador para que ayudara al recepcionista porque era listo y chapurreaba idiomas. Santiago conoció a Anita en el hotel, el verano en que ella fue a pasar unos días de vacaciones en el pueblo.

Empezaron a salir juntos y se casaron al cabo de poco, pues Anita vivía con una tía en Barcelona, tras la muerte de sus padres, a causa de un accidente de carretera. Gracias a la herencia que Anita recibió, los recién casados pudieron comprar un apartamento bastante grande, cerca de la placeta.

Ella tenía estudios de contabilidad y se atrevió a abrir una pequeña gestoría que se ocupaba de trámites burocráticos. Santiago en aquella época iba a comprar y Anita preparaba la comida. Cuando la gestoría empezó a ir bien Santiago dejó el hotel y se puso a trabajar con su mujer.

Regentaron durante muchos años la gestoría que estaba a dos manzanas de la plazuela.

Tuvieron un hijo y cuando el chico se casó y se fue de casa, Anita empezó a tener rarezas. No se acordaba de nada y sobre todo se cerraba mucho en si misma. 

Anita había sido una mujer guapa. Le gustaba arreglarse para ir al trabajo. Sin embargo a los sesenta años, empezó a descuidarse. Desde la tarde en que cayó en la plaza de la iglesia tuvo miedo de salir y se emperró en quedarse encerrada en su cuarto. Santiago la llevó a un neurólogo, quien le diagnosticó Alzheimer. Fueron años terribles pues ella día tras día iba perdiendo la cabeza. 

Tuvieron que traspasar la gestoría y Santiago logró la jubilación anticipada para su mujer. Él también se jubiló al cabo de poco para poder cuidarla. Llegó un momento en que Anita ya no reconocía a nadie, ni siquiera a su propio hijo. Sin embargo Santiago no se desanimó y siguió mimándola y haciéndole todo. Hasta que tuvo que comprarle una silla de ruedas para llevarla a pasear por la placeta.

Muchos días al atardecer pasamos adrede por la placeta para saludar a Adela, Mario, Anita y Santiago.

En esos días todos consuelan a Mario por la muerte de su mujer, que hace sólo dos semanas que enterraron. Animan a Adela para que siga yendo a bañarse a la playa y para que se agarre muy fuerte a la cuerda que los socorristas han puesto para que las personas mayores se puedan bañar. Y sobre todo se ocupan de Anita para que Santiago se sienta en otro banco y se distraiga, leyendo el periódico o escuchando la radio y deje de preocuparse unos minutos por ella.

Al atardecer del último día de vacaciones fuimos a despedirnos de mi hermano y de mi cuñada. Allí seguían sentados los cuatro vecinos de la placeta.

Después de saludarlos a todos, le pregunté a Anita:

- ¿Te gusta estar en la placeta?

- Si, me gusta mucho, lo dijo despacio pronunciando las palabras de forma empastada.

- Yo soy Mina, a mi me encanta esta placeta, le dije cogiéndole sus manos entre las mías.

Entonces Anita sonrió.