domenica 8 maggio 2022

Domingo lluvioso

 


Era un domingo de finales de abril cuando a media mañana empezaron a caer intensos chubascos, uno detrás de otro. Como dice la poesía de Antonio Machado, son abril las aguas mil. Pero empecemos por el principio. Aquel día me levanté alegre y con ganas de hacer cosas. Empecé haciendo un rato de yoga, arreglé las macetas del alfeizar de la ventana de la cocina, desayuné sin prisas, me arreglé y salí de casa.

Primero fui a tirar la basura, a los contenedores justo detrás de casa y luego llevé una bolsa llena de papel a otro contenedor que hay en la avenida cerca del rio. Me acordé de que tenía que ir a aparcar el coche en nuestro garaje, pues el día anterior lo había dejado en la calle, porque los albañiles estaban terminando de arreglar unas goteras. Allí cerca me encontré a unos vecinos, Camilo de noventa años y Emma de cincuenta y pico. Me paré a hablar con ellos.

- Estamos esperando a mi hermana, me dijo Emma.

La pareja vivía seis meses en Toscana y seis en Suiza. En cambio la hermana vivía todo el año en Turín, sin embargo, últimamente pasaba largas temporadas con ellos.

La mujer del nonagenario, era grande, fuerte y poderosa, como el nombre que llevaba, era ella la que se ocupaba de todo: casas, viajes, gastos, supermercados, facturas, análisis, medicinas, tratamientos médicos y de las últimas operaciones del marido. Emma trataba a Camilo con cariño, pero siempre con el mando y la seguridad de una enfermera. En realidad ella era médico, aunque no ejercía. Tenía una buena renta y no necesitaba trabajar. Camilo, a pesar de su edad, tenía una buena cabeza, pero su andar era lento y poco seguro, porque sus huesos ya no le daban para más.

Emma conducía el coche satisfecha y muy segura de sí misma, cuando llevaba a Camilo de Suiza, donde pasaban el invierno y algunos meses de verano, a Firenze y luego de vuelta de Italia a Suiza.

- Vamos a ir de excursión a Poppi, aunque llueva no importa, me comentó Emma.

- ¿A Poppi vais a ir? Que casualidad es el pueblo donde nació mi marido, le dije yo.

- Si, a Camilo le gusta mucho la comarca del Casentino, pues cuando era joven iba a menudo allí.

- En los años sesenta gané dos copas en los torneos que organizaba el club de tenis de Poppi. Ahora desgraciadamente toda la gente de aquel entonces ya está muerta, nos dijo suspirando Camilo.

- ¿Conoces algún restaurante bueno en la zona? Me preguntó Emma.

- Hay uno bueno que está muy cerca del castillo, creo que se llama Trattoria Da Benito.

- También queremos ir a comprar abrigos de lana casentino. A mí me encanta ese tejido rizado, es bien bonito y cómodo, pues aísla y protege del frío y de la humedad. Antiguamente se conseguía ese especie de rizo al frotar la lana con piedras, hoy día unas máquinas de acero enganchan la lana, creando ese tejido único en el mundo. Pero no sé si la tienda estará abierta, dijo Emma, satisfecha con sus explicaciones tan detalladas.

- Son muy bonitos los abrigos casentino. Me acuerdo que hace un par de años, antes de la pandemia, fuimos un domingo a la tienda y estaba abierta. Espero que no hayan cambiado el día de cierre, le comenté yo.

Llegó la hermana y al verlas juntas me di cuenta de que se parecía bien poco a Emma, era mucho más baja y enclenque y eso que eran gemelas. La gemela me saludó y me dijo en voz baja:

- Desde que te has jubilado te veo rejuvenecida.

- Será porque tengo menos preocupaciones. Enseñando en la escuela esos dos últimos años de pandemia y cuarentenas, me agobié bastante. A veces me despertaba a las cuatro de la madrugada y luego no me podía volver a dormir.

- Pobrecito, tu marido, dijo Camilo en un tono un poco burlesco.

- Pobre de mí, le contesté yo, sonriendo.

Emma me había contado que su hermana gemela estaba soltera. Yo pensé que quizás no se había casado por lo  tímida que era y por la madre inválida que había cuidado muchos años.

Me despedí de ellos y me fui a pasear por la plaza de la Catedral, antes de que se llenara de turistas.

Volviendo hacia casa noté que el cielo estaba muy nublado y llamé a mi marido, para ver si quería dar una vuelta, antes de que empezara a llover.

Llegó al cabo de diez minutos. Primero fuimos callejeando por los alrededores de la plaza Santa Croce, luego entramos en la pequeña iglesia de San Pietro e Juda. Los feligreses estaban celebrando la Pascua ortodoxa. Nos dimos cuenta de que era una iglesia ucrania y de que rezaban para que la guerra se acabara. Luego volvimos a la plaza y paseamos por el mercadillo francés, pero enseguida se puso a llover. Nos refugiamos en el portal de la basílica. Al cabo de un rato dejó de llover fuerte y una turista nos hizo gestos para que nos marcháramos, pues quería que su amiga le tirara una foto en el bellísimo portal de la iglesia. Me puse una boina roja que llevaba en el bolso y nos fuimos corriendo a casa. Ya eran la una y pico, cuando preparamos una gran ensalada con queso.

Mientras comíamos le dije a mi marido:

- Con el día tan malo que hace, lo mejor sería ir al cine. Dan una película buena aquí cerca.

- ¿Qué película? Contestó él.

- Los amores de Suzanna Andler, es una adaptación de una obra de Marguerite Duras.

- No me apetece mucho salir con ese tiempo. De que va la película? Me preguntó.

- Te cuento de que se trata: la protagonista es una mujer burguesa de unos cuarenta años que no sabe qué hacer, o dejar al marido rico, que le pone cuernos, o quedarse con su amante en la costa Azul, todo eso sucede en una casa a orillas del mar, en los años sesenta.

- No me acaba de convencer.

- Pues voy a ir sola, le dije.

A media tarde salí de casa con un paraguas bastante grande. Hice apenas dos pasos y enseguida empezó a caer tanta agua que no sabía si ir hacia adelante o hacia atrás. El cine estaba a dos cuadras de casa y pensé que si corría llegaría pronto. Pero el chubasco cada vez era más intenso y no conté con que el agua se me iba calando dentro de las botas.

Llegué al cine chorreando. El anorak me había abrigado y protegido bien de la lluvia, pero tenía los pantalones y los pies mojados.

Dejé el paraguas en un paragüero y saqué la entrada. Entré en la sala mientras apagaban las luces, me senté en una butaca alejada de los pocos espectadores que había y me descalcé. Me saqué también los calcetines y las plantillas ortopédicas de lo mojados que estaban. Con pañuelos de papel intenté secar la suela interna de las botas y las plantillas. Con mi gorra de lana, me sequé bien los pies y me los froté para calentármelos.

Empezó la película y me concentré en ella, pero de vez en cuando, tuve que apoyar los pies en la butaca de enfrente para que no se me congelaran. Me gustó la película y disfruté siguiendo la encrucijada en que se hallaba la protagonista.

Cuando salí del cine había parado de llover. Entrando en el portal de casa, divisé a Camilo y a las gemelas que doblaban la esquina. Me fijé en que los tres sonreían satisfechos con sus abrigos nuevos de lana casentino.