sabato 28 agosto 2021

Soltería

 

A las mujeres casadas de vez en cuando les gusta volver a la vida de soltera. Aunque la pareja se lleve bien ellas necesitan ir a su aire. Antes se decía que eran los hombres los que querían libertad, sin embargo ahora son las mujeres las que desean pasar una temporada sin maridos, solas o con amigas.

El confinamiento y las medidas de seguridad, que hubo que cumplir en tiempos de pandemia, no ayudadaron a planear viajes, sin embargo cuando llegó el verano 2021 todo el mundo empezó a escaparse de la ciudad.

Mina y Hugo a principios de julio se fueron, un fin de semana largo, a un pensión de la costa adriática. Era la primera vez que iban sin reservar hotel. Los primeros días fueron muy amenos y divertidos, los dos se compenetraron bien. Fueron a la playa, visitaron lugares preciosos y pasearon al atardecer. La última noche Mina, tras una pequeña discusión que tuvo con Hugo, cayó en la cuenta de que desde principios de la pandemia no se habían separado ni una sola noche y pensó en que un poco de soltería les iría bien a los dos.

Mina era una mujer organizada, solía siempre planear sus jornadas. Sin embargo aquel verano hizo pocos planes.

- Casi me desconozco a mí misma. Lo único que hemos decidido este año es ir de vacaciones en septiembre, a mi pueblo. Julio y agosto ya veremos, todo sobre la marcha. Les comentaba a sus amigas satisfecha.

Mina cada año en septiembre empezaba con entusiasmo el curso, pero el dichoso virus y las clases on-line le habían sacado energía e ilusión.

Tenía sesenta y cinco años y se acababa de jubilar, por eso se sentía más ligera, sin el agobio de tener que volver al trabajo. Sin embargo, tras escuchar las experiencias de algunas de sus antiguas compañeras de Instituto, que cayeron en depresión tras la jubilación, le daba un poco de miedo que ella también se aburriera, echando de menos su vida frenética de antaño.

Fue ella la que insistió para ir en septiembre a España, lo hizo para no añorar el principio de curso. Alquilaron un apartamento en el pueblo donde ella había nacido, en frente de la playa, donde pasarían cuatro semanas. Habían invitado a sus hijos. La mayor vivía en Madrid. Estaba embarazada de casi siete meses y tenía previsto trabajar on-line frente del mar. El pequeño vivía en Firenze, pero se había guardado unos días de vacaciones, pues le hacía ilusión ver a su hermana y a sus primas catalanas.

Fu una coincidencia que al cabo de unos días Mina recibiera la llamada de su amiga Stella, a quien veía poco, pues vivían a más de 100 km de distancia. Eran coetáneas y se conocían desde hacía más de treinta años, habían ganado oposiciones y les había tocado ir a enseñar en el mismo Instituto de Grosseto. En aquel entonces Hugo trabajaba en Firenze y Mina encontró un mini apartamento cerca del Instituto. En cambio Stella alquiló un piso al otro lado de la ciudad, mucho más bonito y moderno que el de Mina. Muchas tardes quedaban para ir de excursión por la la Maremma y por la noche a menudo salían juntas, iban al cine o al teatro.

Sin embargo a pesar de que ambas al terminar el curso se trasladaron a otros Institutos, más cerca de sus casas, nunca se perdieron de vista. Siguieron llamándose y viéndose de vez en cuando.

- Mamá no quiere moverse de la ciudad, el otro día cumplió noventa y cuatro años y como te puedes imaginar, ya no tiene ánimos para salir de viaje y coger el barco. Sólo se mueve en silla de ruedas. Además desde el año pasado la cuida una chica peruana que va estar con ella todo el verano. Mi hermana, con su marido y sus nietos, fueron a la isla en julio, yo me quedé en Livorno con mamá, en agosto haremos lo contrario. Yo a principios de agosto, cuando termine la reforma de la cocina, voy a ir a la isla. ¿Porqué no venís tú y Hugo conmigo? Le dijo Stella.

- Teníamos otros planes, pero podríamos ir a verte un fin de semana, ahora se lo digo a Hugo, creo que le va a encantar tu plan y puede que aproveche para dar una vuelta en bici por la isla.

- Demasiado poco, un fin de semana ¿Por qué no venís quince días? Quizás también venga mi amiga Marta, tú la conoces. ¿Te acuerdas que vinimos a verte a Firenze cuando nació tu segundo hijo? Pero no es seguro que venga, ya sabes que ella cambia de idea cada dos por tres.

Era una coincidencia que no hubiera nadie en agosto en la vieja casita con vistas al mar, Mina recordaba que cada año estaba a tope.

Cuando Mina le comentó a Hugo que Stella les había invitado a la isla d’Elba a pasar unos días en la casita de su abuela, él le contestó:

- Me parece una buena idea. La vuelta que queríamos dar por el centro de Italia en furgoneta, la podemos postergar. ¿No te parece?

- Vale,  en primavera podemos ir  a Abruzo, le contestó Mina.

- ¿Por qué no te vas tú sola a la isla, así podrás recrearte con tu amiga, yo te alcanzaré luego, al cabo de cuatro o cinco días, en bicicleta. Se lo voy a decir a Francisco, quizás tenga ganas de pedalear conmigo.

Mila se alegró mucho de que a su marido le entusiasmara ir a la Isla. Llamó en seguida a Stella y le dijo que sí, que irían.

Marta, era profesora en el mismo colegio que Stella, era un poco más joven que ella. Era atractiva y dinámica. Le encantaba tomar el sol como una lagartija. Su piel estaba bronceada casi todo el año.

Stella decidió que iban a salir las tres juntas el seis de agosto, que era viernes. Mila pensó que iba a ser complicado ajustarse las tres, pero no le llevó la contraria.

Hugo y Francisco planearon salir en bici de Firenze el lunes nueve de agosto y llegar a la isla el día siguiente, el día de San Lorenzo.

Mina vivía en Firenze, Stella en Livorno y Marta cerca de Pisa. La anfitriona decidió que iban a ir en su coche. Mila y Marta llegarían en tren a Livorno. Quedaron a las diez de la mañana en la estación. Luego las tres irían juntas a Piombino para embarcarse.

Sin embargo los planes no salieron como Stella planeó. A Marta le salió una pega y tuvo que quedarse en Pisa para resolver un problema burocrático, Mina también tuvo un imprevisto.

Mina el viernes seis de agosto se levantó temprano, llegó a la estación con larga antelación, como solía hacer siempre. Justo antes de la salida del tren, los altavoces anunciaron que la línea de Pisa estaba cortada por un accidente ferroviario.

Al cabo de unos diez minutos, que a ella se le hicieron eternos, pasó por el el pasillo el jefe de tren, una mujer uniformada que iba diciendo a los pasajeros que el retraso seguramente sería más largo de lo previsto. Mina se fijó en sus uñas largas y bien cuidadas.

No sabía que hacer, parecía que todo se iba a resolver al máximo en una hora, pero cada vez el tren iba acumulando más retraso. Consultó el móvil para buscar líneas de autocares directos para Livorno. Encontró un autobús un poco raro, que daba una gran vuelta y que tardaba tres horas para llegar a destinación.

Decidió ir personalmente a la estación de autobuses, con su maleta a cuestas, que pesaba mucho, pues llevaba su ropa y alguna prenda de Hugo. Le dijeron que acababa de salir uno y que luego había otro que iba a Grosseto, pero que la coincidencia para Livorno sería a las doce del mediodía. Demasiado tarde para ella.

Volvió a la estación un poco desanimada. Mientras cruzaba el vestíbulo, arrastrando la maleta, cuyas ruedas de vez en cuando se le frenaban, los altavoces anunciaron que el retraso del tren destino Pisa sería de dos horas y media.

- Qué mala suerte, pero al menos ahora sé a que hora voy a salir, se dijo pensativa.


Se sentó en el último vagón del tren. No tuvo tiempo para pensar en nada pues oyó otro anuncio que les comunicaba a los pasajeros para Pisa que tenían que cambiar de vía.

Hubo momentos de tensión y de ajetreo, pues todo el mundo que estaba en aquel tren tuvo que bajar corriendo e ir hacia otro andén.

A Mila le pesaba la maleta y le dolía la vejiga de la orina, de lo llena que estaba, pero tuvo que aguantarse un rato más y correr, siguiendo a la muchedumbre.

Tuvo suerte encontrado un asiento libre. Lo primero que hizo fue llamar a Stella para decirle que no la esperara más y que se fuera sola a Piombino. Luego se armó de paciencia sentada al lado de una mujer sudamericana que sonría, susurrando Madre de Dios y en frente a dos chicas cargadas con dos maletas enormes.

El hecho de que su amiga ya no la estuviera esperando la tranquilizó. Dejó la maleta a la mujer sudamericana y se fue al lavabo que estaba en la otra punta del tren. Mientras pasaba por los pasillos observaba a la gente amontonada por el suelo y en las plataformas, la mayor parte eran chicos jóvenes, enganchados en  su móvil. Algunos sonreían otros bostezaban. Cuando regresó a su asiento se sintió finalmente ligera y se puso a leer el libro que traía consigo en la mochila.

Mientras leía, le llegaban los susurros de la sudamericana y pedazos de conversación de las dos chicas. De vez en cuando levantaba la cabeza del libro e intercambiaba alguna palabra con las tres pasajeras. La sudamericana le dijo que iba a ver a su hermana que vivía en San Miniato, la dos chicas en cambio se dirigían a Piombino, a coger el barco para Cerdeña.

Se notaba que las dos chicas eran pareja. Una llevaba el pelo rapado por los lados y tatuajes en los brazos; era maciza, parecía un jugador de lucha libre. Llevaba una camiseta deportiva, unas bermudas y calzaba chanclas. Era la voz cantante, al principio era muy amable y cariñosa con la otra. pero luego perdió la paciencia con ella y le gritó que se tranquilizara. Tecleaba el móvil sin parar, buscando horarios e itinerarios alternativos.

La otra muchacha era más femenina, con el pelo largo y bien cuidado. Llevaba ropa a la moda, unos pantalones tejanos muy cortos, que le apretaban los muslos rellenos y una camiseta rosa de tirantes. Llevaba las uñas muy largas y pintadas de color fucsia. Llamó a su madre un par de veces para decirle que tenía miedo de perder el barco.

- ¿Y si no hay taxis en Campiglia Marittima, que haremos?

- Ya estoy harta de tu inseguridad, te he dicho que llegaremos al puerto a tiempo. Ahora llamo a un taxista y reservo un taxi, confía en mí, no perderemos el barco, le dijo enfadada la chica robusta.

Tras la llamada al taxista la chica del pelo largo se quedó tranquila y se durmió con la cabeza apoyada en el hombro de la otra.

La muchacha hombruna le contó a Mina que al llegar a Pisa cogerían un tren rápido. El único inconveniente era que no iba a parar en la estación de Piombino porto, donde tenían previsto su embarque, sino en la estación anterior, en Campiglia Marittima, en donde cogerían un taxi.

- ¿Quiere venir con nosotras? Le preguntó a Mina.

- No, gracias, prefiero coger el tren normal, el que va directo hasta Piombino. No me importa llegar más tarde, no tengo prisa como vosotras, hay muchos barcos para  la isla d'Elba, le contestó Mina.

Las dos chicas se apearon en Pisa, con sus grandes maletas y desaparecieron entre la muchedumbre.

Mina bajó del vagón despacio, observando el bullicio de gente. Su tren salía al cabo de una hora.

La estación de Pisa estaba muy concurrida. Todo el mundo corría y tenía prisa. Mina se fue a la taquilla para pedir información. Hizo un poco de cola, pero le valió la pena, ya que le devolvieron el coste del billete del tren retrasado y sacó otro para Piombino.


El tren ya estaba en la vía, subió al primer vagón, donde había poca gente y se puso a leer de nuevo. Mirando por la ventanilla comió la fruta, que por la mañana se puso en la mochila y bebió un poco de agua de su cantimplora. Mientras el tren recorría la costa toscana Mina se iba relajando.

Llegó al puerto de Piombino casi a las tres. Acababa de salir un barco para Rio Marina, el pueblo que estaba a dos kilómetros de la casita de Stella. El siguiente barco iba a salir al cabo de una hora. Se sentó en el único bar que había en el puerto y se puso a escribir en una libreta apuntes de aquel viaje que aún no había terminado.

A las cuatro menos cuarto Mina subió al barco, se sentó en un banco de madera de cubierta y se puso a contemplar el mar. Le pareció más azul que nunca. Llegó a Rio Marina al cabo de unos cuarenta y cinco minutos.

Stella estaba esperandola en el muelle. Había sido largo y complicado llegar a Rio Marina, sin embargo todo aquel cansancio había valido la pena. El color del mar y el cielo sin nubes le dieron a Mila una sensación de gran bienestar. Stella la recibió con los brazos abiertos. Su perrito juguetón también pareció contento de su llegada.

Antes de dirigirse a la casita, pasaron por el supermercado del pueblo para hacer la compra. La casita disponía de tres dormitorios, una cocina, un comedor, un sala de estar con un sofá cama y un pequeño cuarto de baño.

Stella dejó que Mina escogiera la habitación que más le gustara, ella escogió la que tenía la ventana con vistas al mar; deshizo la maleta y luego las dos amigas se sentaron en el porche. Se pusieron a hablar de sus cosas y sin darse cuenta empezó a oscurecer.

Mina escuchó con detenimiento las palabras de Stella.

- No se si darle la culpa al confinamiento, pero cada vez me vuelvo más solitaria. Salgo poco, sólo de vez en cuando voy a cenar con mis tres amigas, las de la universidad. Últimamente soporto menos cosas, a veces me harto de las locuras de mi madre, es tozuda, no quiere andar y podría hacerlo, solo lo hace con el fisioterapeuta, un chico que va a su casa una vez por semana. Pero reconozco que tuvimos suerte al encontrar a la cuidadora peruana, es ordenada, puntual y amable con mi madre.

- Hay que tener paciencia, recuerdo que mi padre también tenía sus rarezas. Y cambiando de tema ¿Hay hombres en tu horizonte? Le preguntó Mina a bocajarro.

- ¡De hombres nada chica!! Me estoy volviendo un anacoreta. El perrito es mi única compañía. Me conformo con mi rutina: trabajo, libros y series de televisión.

- No te digo que busques un novio, entiendo que cuando uno lleva tantos años viviendo solo, no es fácil convivir con otra persona, pero eso sí, tendrías que salir más: ir al cine, a exposiciones, a presentaciones de libros, etc, de esta manera podrías conocer a gente nueva. La vida da muchas vueltas, pero hay que ayudarla, le dijo Mina.

- ¡Me da pereza salir! A ver si cuando me jubile me animo un poco, pero lo veo difícil. Acabaré como, Anita la hermana de mi tatarabuela, que se encerró, tras la muerte de su prometido, en el caserón familiar y no quiso volver a salir nunca más, le dijo Stella aspirando profundamente el humo de su cigarrillo.

- Me das miedo cuando te comparas con tus antepasadas, deja de pensar en ellas.

- ¿Y tú que tal con Hugo? Le preguntó Stella.

- Nos llevamos bien, pero creo que esos pocos días que estaremos separados nos van a ir de maravilla a los dos. Me gusta añorarlo. Gracias por haberme invitado. Volviendo a ti ¿Pero qué es lo que no te deja salir?

- Siento pesadumbre y tristeza, pensando en lo que habría podido hacer y no hice. Los dos amores de mi vida se esfumaron y yo me quedé quieta sin dar un paso para recuperarlos. Estaba ofendida y mi orgullo no me dejó averiguar el porqué de mis fracasos amorosos. Nunca sabré porque me dejaron, dijo Stella, con una risa nerviosa.

- No digas eso, deja de pensar en el pasado, haz borrón y cuenta nueva. Esfuérzate. Perdona si insisto, yo no soy quien para darte consejos, pero creo que hablar con las amigas ayuda siempre, aunque no se solucione nada.

Stella, cambió de tema contándole anécdotas del pasado de su familia, le encantaba la historia de su abuela Rosalía, mujer independiente que sacó adelante a la familia, cuando quedó viuda, tras la muerte de su marido en alta mar. Y luego siguió hablándole de su abuelo Alejandro que era un gran marinero y el mejor pescador de pulpos de la isla.

Mina se entristeció, dándose cuenta de que a Stella le costaba hablar de si misma, solo le gustaba contar cosas de sus antepasados, no escuchaba lo que uno decía y le cortaba las frases a quien estuviera conversando con ella. Y para más inri había empezado a fumar de nuevo como un carretero.

Mina en seguida se sacó de la cabeza esos pensamientos tristes y se animó reconociendo que el hecho que Stella les hubiera invitado a ella y a Marta, era una buena señal.

No es que Mina fuera una cocinera excelente, pero no le costaba nada trajinar cacharros por la cocina. Le gustaba preparar platos en abundancia que luego reciclaba al día siguiente. No tiraba nada, disfrutaba inventando nuevas recetas con las sobras. Quizás por eso desde hacía tiempo, fuera donde fuera, a ella le tocaba hacer la comida para todos. Pero aquella noche estaba cansada y preparó una ensalada de atún. Cenaron en el porche, pues bajo la parra soplaba viento fuerte, encendieron dos velas y siguieron hablando hasta que cayeron rendidas.

A la mañana siguiente Stella no quiso bajar a la cala que había justo debajo de la casa. Dijo que hacía demasiado viento. Había que recorrer un tramo muy empinado por el bosque para llegar a la pequeña playa, entre rocas y agua cristalina.

Mina bajó a la cala, conocía bien aquel lugar solitario y le pareció raro que hubiera tanta gente. Sin embargo halló un pedacito de arena libre, en la sombra y allí  puso su toalla. Contemplando el mar, dejó de molestarle que hubiera tanta gente a su alrededor.

El sol, cada vez más alto, iba conquistando la playa, cuando desapareció totalmente la sombra que hacían las copas de los árboles, sintió la piel que se le quemaba, entonces se tiró al agua y disfrutó un rato nadando. Por la tarde fueron al puerto a recoger a Marta. En un bar donde fueron a comprar tabaco les dijeron que las playas de la zona estaban a tope porque se habían hecho famosas, saliendo en una guía.

Mina no se acordaba de Marta, pero en seguida le cayó bien. Marta era una mujer abierta y simpática, sin embargo algo en ella no le encajaba del todo. Stella le había contado que Marta estaba separada y que estaba obsesionada buscando novio.

₋ No sé como le ha salido un hijo tan serio, con lo loca y atrevida que es ella y no digamos del padre del niño, que aún está más pirado, le comentó Stella a Mina, antes de llegar al puerto.

Los primeros cuatro días en la casita fueron muy amenos, por la mañana iban a la playa.  No solían cocinar para el almuerzo, se las arreglaban con una ensalada, hacia las tres de la tarde. Los días que se quedaban en la playa hasta media tarde tomaban un poco de fruta. La cena la seguía preparando Mina.

Marta y Stella reían y reñían continuamente. Marta desesaba ir a recorrer la isla,  descubriendo nuevas playas, Stella quería quedarse en la cala cerca de casa.

- Toda la isla está abarrotada de gente. Además no me apetece coger el coche. Yo sólo estoy bien en mi playa, dijo Stella.

- Lo que digas tú, le contestó de mala gana Marta, pero te pierdes playas preciosas.

- En agosto no son preciosas, se vuelven una pesadilla cuando hay tanta gente, le contestó Stella.

- Vayamos a ver la playa de Cavo y así nos daremos cuenta de la situación de la carretera, aparcamientos, etc. Les dijo Mina, que no sabía que hacer para que se pusieran de acuerdo las dos amigas.

Era como una cuerda que cada día se iba rompiendo un poco más, Stella tiraba por un lado y Marta por el otro. Mina al principio intentó menguar la tensión entre las dos mujeres, pero al final se cansó, cogía su libro y no les hacía caso, pues se dio cuenta de que ellas muy pronto se olvidaban de sus peleas y como si nada, volvían a reír y a bromear.


Marta cada mañana madrugaba para ir al pueblo andando, pero por la tarde, al volver de la playa, se le notaba aburrida.

- Marta ¿Qué te pasa? ¿Por qué no sales a pasear ? Le preguntó Mina, el segundo día, mientras escribía debajo de la parra, viéndola, sentada en una tumbona, con cara de pocos amigos.

- Al atardecer tengo miedo de ir a caminar sola, me aterran los bichos.

El martes por la tarde llegaron los ciclistas y se acabó la soltería de Mina. Mientras abrazaba a su marido pensó que lo había echado de menos.

Los dos hombres dieron un impulso positivo a la rutina de las tres mujeres. Las comidas fueron más amenas, las sobremesas largas y divertidas e hicieron algunas excursiones por la zona, cosa que le encantó a Marta, pues ya estaba harta de estar quieta en aquella casa.

Las dos mujeres contrincantes se apaciguaron un poco. Marta por las noches se ponía vestidos y atuendos llamativos, sobre todo cuando fueron al pueblo a cenar.

Mina se sintió un poco incómoda, notando que Marta les llamaba mucho la atención a los hombres.

- Pero que me está pasando, no quiero estar celosa, se dijo riñiéndose.

Marta, una tarde que estaba sola con Mina en la playa, le contó su vida. A  Mina le pareció una película en la que los protagonistas masculinos eran muchos.

De joven, al terminar la carrera, vivió diez años con un chico del que estaba muy enamorada, pero un día la policía lo detuvo a él por tráfico de cocaína y estuvo una temporada en la cárcel. Ella no había sospechado nada, a pesar de que él tuviera tanto dinero, trabajando tan poco. Era el  gran amor de su vida, según ella.

Luego, desilusionada, dejó el trabajo y se fue a vivir a París, allí conoció a un músico africano que tocaba tambores por la calle. Vivieron unos meses juntos y ella se quedó embarazada. El niño salió muy guapo con la piel de color avellana y sobre todo muy tranquilo. La pareja muy pronto se peleó y se separó de mala manera.

Al cabo de dos años ella regresó a Italia con el niño y tuvo la suerte que se pudo incorporar de nuevo como profesora de Física en el  Instituto, donde antes trabajaba. En aquella época tuvo varios novios, pero todos los amoríos acabaron mal. A los cincuenta años, cuando su niño tenía diez, se fue a buscar al padre del hijo  a París, donde él seguía haciendo vida bohemia. Marta le convenció para que se fuera a Italia a vivir con ella. Ya desde el principio su convivencia fue un fracaso, pero ella no quiso darse cuenta, porque estaba convencida de que su hijo necesitaba a su padre.

Las cosa fueron de mal en peor, Marta un día llamó a la guardia civil y lo echó de casa, pero él volvió al día siguiente, pues no tenía a donde ir. Desde aquel entonces la situación fue volviéndose cada vez más tensa, el músico se fue a dormir en el sofá y cada uno se despreocupó del otro. Marta volvió a sus andanzas, saliendo casi cada noche a bailar y a ligar.

- Mira, esas son las fotografías de mis últimos ligues. ¿ Son guapos a que sí? Pero tengo mala suerte, me duran poco, le dijo, enseñándole su móvil, en donde aparecían imágenes de hombres treintañeros, la mayor parte negritos o mulatos.

Mina ya no estaba celosa de aquella mujer, al contrario sintió ternura y quizás un poco de pena por todos aquellos líos donde se había metido e intentó animarla:

- Verás que pronto encontrarás una persona ideal para ti, mientras tanto tienes que estar contenta de que tu hijo sea  un buen chico, con la vida ajetreada que has tenido, podía haber salido rebelde y conflictivo, le susurró Mina.

- No me quejo, lo que me pasa es que no soporto estar sola, necesito a un hombre a mi lado, pero mientras el padre de mi hijo esté todo el día tirado por mi casa, fumando porros, no hay solución. Tiene todos los papeles caducados y no trabaja, yo lo mantengo, pero ya estoy harta. Hace meses que no nos hablamos. No sé que hacer.

- Yo le arreglaría los papeles y le daría dinero para que volviera a París, ayúdale, quizás él tenga un depresión y no logre hacerlo. Le aconsejó Mina.

- Hay otra cosa que me provoca sufrimiento: no me quiero vacunar y por consiguiente no podré volver al trabajo, siguió diciéndole Marta.

- Madre mía, que vida tan complicada que tienes. Vacúnate ¡Así todo será más fácil! Le dijo Mina.

- Tengo miedo de  las vacunas, esperaré hasta octubre a ver si funciona la terapia de los anticuerpos monoclonales, le contestó convencida Marta.

Llegaron los demás a la playa y la pesadumbre de la historia de Marta se evaporó como el agua del mar y volvió la alegría entre ellos.

Francisco se marchó al cabo de dos días porque lo esperaba su mujer en Firenze, para salir de vacaciones a Sicilia. Hugo lo acompañó en bici al puerto.

Día tras día la convivencia de los cuatro empezó a funcionar, aunque fueran tan distintos entre ellos. Poco a poco iban aprendiendo a respetarse.

Todos se enriquecieron un poco en aquella casita con vista al mar. Stella dejó de hablar de su familia y a su manera se abrió un poco con las dos mujeres, a veces quejándose de su vida sentimental tan vacía y llena de telarañas, otras compartiendo con ellas sus ansiedades y alegrías. Marta se desahogó contando sus peripecias amorosas y descubrió las cualidades de la vida sedentaria y la rutina que reinaba en la casita.

Hugo se olvidó de los defectos de Mina y apreció muchas cosas de ella, le encantaron sus mimos eróticos en la penumbra de la cama, escuchando las olas del mar.

Mina también miró con otros ojos a su marido y se sintió más enamorada que nunca de él. Las ganas de soltería las guardó para más adelante.