martedì 21 aprile 2020

Tiempo de espera (6) 18 de abril














Todos sabéis la importancia que tiene para mí la rutina, en cambio ayer, después de seis semanas de encierro, hice pocas cosas rutinarias.
Me desperté temprano, pero, cosa raraen mí, me volví a dormir. Me levanté un poco más tarde de lo que suelo hacer, con dos o tres imágenes instantáneas por mi cabeza:
Era una mañana soleada y mi hijo iba conduciendo una furgoneta-caravana con su novia al lado y dos chiquillos detrás, que se parecían a el mismo y a su hermana de pequeños. Los niños se asomaban por las ventanillas, reían y chillaban. Él manejaba despacio y yo no sé porqué  lo seguía en mi coche, un Renault 4 que tuvimos a principio de los ochenta. Creo que íbamos al mismo sitio. En un cruce en medio del campo él se paró de golpe y se bajó de la furgoneta con una pequeña maleta de ruedas.
- Me voy, dijo sonriendo.
Todos nos quedamos con la boca abierta mirándolo. Se alejaba en medio de los campos de trigo, caminando cerca de la cuneta de la carretera.
Pensé en que tenía que compartir aquel sueños tan raro con mi hijo, le envié un mensaje y en seguida me contestó diciéndome que le gustaba la imagen de él andando solo por la carretera.

Desayuné lentamente, pero en lugar de leer como siempre un artículo del periódico del día anterior, me puse a hacer el crucigrama de la última página. ¡Qué raro yo que nunca hago pasatiempos! Solo en verano, de vacaciones, cuando mi hija empieza un crucigrama intento llenarlo con ella.

Mientras enjuagaba la taza del desayuno me di cuenta de que el fregadero y la encimera estaban un poco sucios. Vi migas de pan y polvo por todas partes debido a que llevaba puestas las gafas de mirar de cerca.
Quien sabe que conexiones raras tuvieron mis neuronas para estimularme a que en seguida me pusiera a limpiar.
Empecé por los cristales de las ventanas de la cocina, luego los fogones, la encimera, los armarios y el fregadero.
Todo ello lo limpié con esmero mientras escuchaba la radio.

U. , mi marido, se levantó a las nueve y media y tuvo que calentarse el café en el microondas, pues la cocina estaba desmontada.
Una cosa lleva a otra, después de la cocina pasé al salón. Viéndome tan mañosa me mi marido me dijo:
- Si quieres, yo puedo pasar el aspirador.
- Perfecto, luego yo fregaré el suelo.
Mientras él con cuidado aspiraba el polvo de todos los rincones de la casa, yo empecé a limpiar a fondo el cuarto de baño.
Hacia las doce la casa estaba reluciente, sólo faltaba sacar brillo a las baldosas de barro cocido del suelo. Normalmente lo hace la chica de la limpieza y desde que no puede venir, por el confinamiento, yo paso solo la fregona por toda la casa, sin aplicar cera.
Para abrillantar el pavimento primero hay que limpiarlo perfectamente, luego con un producto apropiado se tiene que pasar cera líquida, con un palo de fregar y una bayeta húmeda.
Mientras fregaba el suelo del salón me vi cuarenta años atrás haciendo la misma tarea:

U. y yo teníamos poco más de veinte años cuando nos mudamos a una casa rural, a unos 15 km de Florencia. Éramos seis, los inquilinos y teníamos entre todos tres coches viejos: un Seat cinquecento blanca, un Reanault 4 marrón y un Ford fiesta verde.
S.Polo, el pueblo donde íbamos a comprar víveres estaba a muy cerca de casa. Sin embargo pocas veces íbamos andando, pues, al volver, cargados con las bolsas de la compra, la cuesta final nos mataba. 
En S. Polo había solo una calle con una diminuta oficina de correos, una escuela rural, una peluquería, un colmado y la sucursal de una oficina bancaria. A la salida del pueblo había un restaurante y una gasolinera.
Fuimos a vivir allá porque las viviendas eran mucho más baratas que en la ciudad y las casas eran inmensas, la nuestra tenía, además de una  cocina  enorme y   los antiguos establos en la planta baja, en el primer piso, cinco dormitorios y una buhardilla.
Nuestra habitación era grande y llena de luz. Asomándose  la ventana a poniente, al atardecer nos recreábamos a  mirar la puesta de sol.
Los compañeros de vivienda, una pareja de suizos, una chica americana y una alemana eran medio artistas, todos ellos estudiaban en Florencia restauración de pintura o de muebles.
Había pocos autobuses al día que llevaran a la ciudad, eso era un poco incómodo, pero nos las arreglábamos con nuestros coches destartalados o haciendo autoestop. En verano U. cogía la motocicleta.
Yo trabajaba por las tardes en una academia de idiomas y por las mañanas intentaba ir a la facultad que estaba ubicada en el centro de la ciudad, en la plaza San Marco. Dejaba el coche en el barrio de Gavinana y luego cogía un autobús.
Llevaba una vida bastante frenética, pero en primavera y verano, en los días que no trabajaba, disfrutaba sentada en el jardín o paseando por el bosque que lindaba con la casa.
Recuerdo que en los inviernos, después de cenar nos poníamos todos dentro de la gran chimenea que había en la cocina. A los lados había unos bancos de madera, donde nos sentábamos cerca de fuego, que nos calentaba sólo la parte delantera del cuerpo, nuestra espalda seguía helada. Antes de acostarnos bebíamos vino tinto y fumábamos algunos pitillos. Entablábamos largas conversaciones sobre la situación política italiana, tan difícil en aquel entonces, por los actos de terrorismo que se iban desencadenando. Pero también reíamos, hablando de arte, cine, música y sobre todo de tonterías. A menudo había un amigo o un amigo de un amigo que alguien había invitado.
Yo casi siempre llevaba dentro del hogar un libro, una novela o un texto universitario para repasar, pero la mayor parte de las veces lo dejaba cerrado en mi regazo y participaba en la tertulia.
Cuando se acercaban los exámenes dejaba a la pandilla dentro de la chimenea y subía a nuestra habitación, donde habíamos encendido una estufa de leña y me ponía a estudiar.
El mismo día en el que daba un examen, la primera cosa que hacía al llegar casa era limpiar a fondo el cuarto.
Las baldosas eran de barro cocido y muy descuidadas. Para realizar la limpieza tenía que frotar mucho. Iba cambiando a menudo los cubos de agua sucia y enjabonaba cada vez la bayeta para sacarle la suciedad. Restregaba con todas mis fuerzas con el cepillo del palo, a veces incluso arrodillada, cómo hacía mi madre cuando yo era pequeña. Pero lo más entretenido era aplicar cera.
En aquella ocasiones, U. ,cuando volvía de Florencia, me ayudaba a que recuperaran brillo las baldosas antiguas. Había una parte del piso que quedaba bien encerada, en cambio la parte del fondo, donde teníamos la librería, cerca de un armario empotrado, nos costaba mucho sacarle brillo. Allí el piso no era del todo plano, había baldosas agrietadas, de distintos grosores y muy gastadas, pero no se movían. Decían que era debido al calor del horno de leña que estaba exactamente debajo.
A pesar de que la limpieza del suelo fuera agotadora, creo que eso era lo que necesitaba después de tanto estudiar. Tenía que desahogarme con una actividad física que contribuyera a que nuestro cuarto luciera y fuera acogedor.

- Es una tarea que, aunque me lleve algo de tiempo, merece la pena realizar. Me da alegría, es como si cuidando los ladrillos me hubiera sacado de encima pesadumbres y angustias aprisionadas dentro de mí, le decía cada vez a U.

Ayer después de la gran limpieza me duché y mientras el agua caliente se deslizaba por mi cuerpo me sentí satisfecha como antaño: como si fregando las baldosas me hubiera sacado los estorbos de encima y  a la vez me hubiera  cuidado  a mí misma.








sabato 18 aprile 2020

La cita de los jueves

I quadri di Edward Hopper diventano un film | CieloTerraDesign

Algunas veces nos sentimos culpables, incluso de cosas sin importancia. A Elisa, eso le pasaba sobre todo por la tarde cuando salía de la oficina. Al llegar a casa, se echaba la culpa de todos los contratiempos, las quejas, las adversidades, las penas y de todo lo que le había salido mal durante el día.

- ¿Quién tiene la culpa de que esté estresada y tenga dolor de cabeza? Pues yo, no hubiera tenido que aceptar ciertos informes que me apechugó el jefe y que mira por donde no eran de mi competencia. Estoy engordando demasiado. ¿Por qué? Si no tragara la comida deprisa y no comiera tanto pan, eso no pasaría. Si mi vida es sedentaria, la culpable soy sólo yo: me he vuelto perezosa y no logro ir al gimnasio. Además siento que poco a poco voy dejando de lado a mis amigos. ¡Qué desastre que soy! Se sermoneaba a sí misma, cuando estaba realmente cansada.

Pero por la mañana, tan pronto como se levantaba, después de haber dormido bien, sus sentimientos de culpa se desvanecían un poco y trataba de convencerse de que muchas veces la culpa no era de nadie u otras veces era de los demás

Acababa de cumplir los sesenta. Era viuda desde los cuarenta y cinco. Durante los primeros años de viudez, había seguido saliendo con la pandilla de amigos, eran cinco matrimonios. Prácticamente la habían adoptado y nunca la dejaban sola durante las vacaciones o los fines de semana, cada sábado por la noche la invitaban a cenar en un restaurante. Elisa salía por inercia, apreciaba a sus amigos, pero cada vez le resultaba más difícil conversar con ellos. Cuando la velada se le hacía aburrida, se sentía más sola que nunca, dejaba de escucharlos y pensaba en lo bien que se lo pasaba cuando estaba vivo su marido.

Echaba de menos a su marido en cada cosa que hacía. También añoraba los largos viajes que hacían juntos una vez al año. Había tratado de viajar con un grupo de colegas de trabajo, pero no era lo mismo, había dejado de entusiasmarse. Con su esposo había sido feliz descubriendo nuevos lugares.

Cada jueves, desde que enviudó, la llamaba por teléfono Carlos, que había sido el mejor amigo de su esposo y le preguntaba:
- ¿ Te iría bien si viniera a verte hoy hacia las cinco de la tarde?
Elisa sospechaba que su marido antes de morir le había pedido a Carlos que la cuidara a ella y Carlos seguramente le había prometido que iría a verla cada semana.
El primer día que se citaron a ella le pareció muy raro estar sentada en su casa hablando con Carlos sin su marido, pero luego se acostumbró a las visitas semanales.

Tomaban un café mientras comentaban algún acontecimiento especial de su vida rutinaria. Elisa siempre comenzaba hablando de sus hijos, que a lo largo de los años se fueron casando, luego se regocijaba contando las travesuras de sus nietos. A veces se quejaba de algunos compañeros de trabajo. Al final siempre recordaba anécdotas de su esposo durante los buenos tiempos, casi nunca mencionaba la mala época de visitas médicas, tratamientos y hospitales, que tuvieron que afrontar cuando le diagnosticaron un cáncer. En cambio, Carlos hablaba poco de su familia, de buena gana lo hacía del trabajo.

Elisa estaba a gusto con él, como si fuera un hermano mayor, contándole sus pequeñeces. Carlos era un hombre práctico y siempre encontraba la solución para los problemas de Elisa.
Él estaba casado y tenía dos hijos mayores, trabajaba como gerente en un hotel de cinco estrellas y parecía feliz con su empleo. Cada jueves, Elisa volvía a preguntarse cómo era posible que un hombre tan ocupado tuviera tiempo para ir a verla.

Carlos nunca dejó de presentarse a la cita de los jueves, excepto poquísimas veces, cuando estuvo enfermo o cuando se fue de viaje; pero siempre avisaba a Elisa el día anterior con una llamada telefónica.
No le gustaba hablar de sí mismo, cuando Elisa agotaba sus temas favoritos, él empezaba diciendo:
- Suceden muchas cosas extrañas en un hotel, no sólo imprevistos o accidentes, algunas son realmente divertidas.
Así que cada semana le hacía reír con las historias de los huéspedes y del personal del hotel. Uno de los últimos días Carlos le contó:

Una mañana dos jovencitos de 80 años se presentaron en mi oficina con la cola entre las piernas. No sabían cómo decirme que su cama se había quebrado y que ellos por suerte no se habían hecho daño. El hombre, que seguía siendo robusto a pesar de su edad, fue el que habló; la mujer guardó silencio y ni siquiera se atrevió a mirarme. Quién sabe lo que sucedió en aquella habitación, me dije a mí mismo, pero no le di importancia a la cosa, quizás porque ya habíamos previsto que los respaldos y los armazones de madera de las camas antiguas fueron restauradas y reforzadas, así que les di otro cuarto. Los dos viejecitos, el día que se fueron, no paraban de darme las gracias y quisieron entregarme una buena propina, pero yo no la acepté. El hombre, cuando la mujer fue a llamar un taxi, me dijo en voz baja que a pesar de su edad tenían una vida sexual muy intensa.
Elisa vivía sola en una casa muy grande con jardín y terrazas. Era una casa de lujo ubicada en la parte alta de la ciudad que su esposo se había emperrado en comprar cuando mejoró su situación económica. Recién casados se fueron a vivir a un apartamento de alquiler, era pequeño, pero muy cómodo porque estaba ubicado en el caso antiguo. Además de trabajar en la oficina de correos, su esposo por la tarde se ocupaba de la empresa familiar. Era un hombre ambicioso, en pocos años hizo prosperar la pequeña fábrica de monturas de gafas. Los conocidos y amigos en broma lo llamaban Anteojo, porque tenía mucha vista para los negocios. Al cabo de pocos años dejó su trabajo de funcionario y se dedicó cuerpo y alma a la empresa, pero sin descuidar nunca a su joven esposa. Salían con los amigos los fines de semana y cuando los hijos empezaron a crecer los dejaban con los abuelos y ellos se iban de viaje. A los dos les encantaba viajar y en pocos años dieron la vuelta por todo el mundo.

Elisa desde que se quedó viuda quería mudarse al apartamento que había heredado de su familia, pero siempre le salían pegas y postergaba el traslado.
Hacía diez años que había muerto su marido, el día en que decidió irse a vivir al piso. A todo el mundo le dijo que lo hacía porque tenía demasiados gastos, sin embargo ella sabía que en realidad era para cambiar un poco su vida y para sentirse menos sola. Carlos siguió visitándola cada jueves.
Elisa en en la nueva vivienda se sintió otra mujer y por primera vez en su vida, comenzó a apreciar la vida sin su pareja.

Un día, Carlos la invitó a cenar a su casa. Elisa no se esperaba aquella invitación y no sabía si aceptar. Al final se animó y le dijo a Carlos:

- En estos diez años nunca me has contado nada de tu esposa. Imaginé que algo andaba mal, pero no quería entrometerme. Sin embargo ahora , antes de darte una respuesta, te voy a preguntar, ¿Cómo lo llevas con Laura?

- Pasamos una mala época, no te lo dije a su debido tiempo porque no quería entristecerte, pero ahora todo se está arreglando. Después de la muerte de sus padres, Laura se volvió extraña, a veces insoportable, me reprochaba mis continuas demoras y ausencias. Al principio realmente se trataba de asuntos de trabajo, pero luego seguí llegando tarde a casa con cualquier excusa, en realidad empecé a ir a locales nocturnos. Nuestra casa me estaba abrumando y yo no me atrevía a reconocerlo. Laura tenía una depresión, pero yo no sabía como ayudarla. Solía volver a casa de madrugada cuando ella dormía, para no tener que darle explicaciones, pero cada día nos alejábamos más. Cuando Laura se enteró de mi doble vida, se fue de casa. En aquel momento comprendí lo mucho que la amaba. Estaba desesperado, fui a buscarla y le prometí que haría todo lo posible para que nuestra vida cambiara. Nuestros hijos no han sabido nada, viven lejos y los vemos poco. Ahora mi prioridad es salvar nuestro matrimonio, lo demás son tonterías. Por eso estoy organizando una cena con algunos amigos y parientes, para empezar de nuevo, dijo Carlos.

- Me alegra saber que estéis intentando daros una segunda oportunidad, pero me siento un poco culpable por el tiempo que tú me has dedicado cada jueves a mí; quizás hubieras podido estar más con Laura. Dijo Elisa.
- ¡Pero qué estás diciendo! Las citas de los jueves me daban fuerza para seguir adelante. Contigo llegaba a olvidarme de mis problemas. Nos hemos ayudado los dos ¿No te parece?
- ¡Si tú lo dices! ¡Qué listo que eres, me has convencido! Iré a cenar a vuestra casa, ¿Qué puedo llevaros?
- No traigas nada. Luís, el hermano de Laura, te pasará a recoger, no quiero que conduzcas de noche.
Hicieron la cena en el jardín, la comida era excelente y la gente simpática. Elisa se sentó al lado de Miguel, una amigo de la hermana de Laura, que desde hacía poco tiempo se había separado de su esposa, con él habló toda la noche. A Miguel también le gustaba coger las maletas y dar la vuelta al mundo, por eso Elisa disfrutó con él hablando de viajes.
Al cabo de unos días, Miguel la llamó y comenzaron a salir juntos. Elisa poco a poco dejó de ir a cenar con el grupo de matrimonios.

Por aquel entonces Carlos dejó de visitarla, pero Elisa apenas se dio cuenta de ello, porque todo parecía seguir el curso natural.
Elisa siguió viviendo sola, pero salía con Miguel los fines de semana. Cada uno tenía su propio departamento, a veces ella se quedaba en la casa de Miguel o él en casa de ella. Elisa no sabía cómo llamar a Miguel cuando se lo presentaba a sus amigos:
- ¿Mi novio o mi pareja o mi compañero?
Al final les decía:
-Éste es Miguel, mi amigo.
Desde que salía con Miguel, se sentía menos culpable, tal vez porque había empezado a ir a caminar a lo largo del río. A veces iba sola, pero a menudo quedaba con dos amigas que vivían cerca de su casa. Sentía que ir un rato caminar era bueno para ella. Intentaba ir tres veces por semana.

Una tarde de octubre, mientras caminaba rápido por el sendero del río, Elisa adelantó a un hombre de unos setenta años y notó que llevaba un zapato desatado. El hombre llevaba sobre sus hombros a un niño pequeño, tal vez fuera su nieto.

- Disculpe, su zapato está desabrochado, tenga cuidado podría caerse, le dijo Elisa.
- Gracias, ya me había dado cuenta, pero con el niño a cuestas no puedo hacer nada. Por suerte me me falta poco para llegar a casa, le dijo el hombre.
- ¿Quiere que le ate el zapato? Le preguntó Elisa.
- Me encantaría, respondió el hombre.
Elisa se agachó y estaba haciéndole una doble lazo a los cordones de la zapatilla, oyó su voz que decía:
- No sabe cuanto se lo agradezco, desde que era pequeño, nadie me había vuelto a atar los zapatos. Usted me ha devuelto un recuerdo de la infancia.

Elisa se despidió del hombre del zapato, siguió caminando y observando a la gente que corría o paseaba. Aquel día era jueves. Pensó en las citas de los jueves y en  lo poco feliz que era ella entonces. Ahora   el mundo le parecía más hermoso y se sentía más segura y realmente satisfecha con su vida. 






domenica 12 aprile 2020

Tiempo de espera (5) 11 de abril


senza dedica: Le misteriose "Compagne di viaggio" di Augustus Egg


Ya hace treinta y siete días que cerraron las escuelas y treinta y dos que estamos confinados en casa.
Los viernes son días emocionantes para mí, pues salgo para ir al supermercado.
Me visto con más esmero y me pinto los ojos y los labios. Voy al garaje, cojo la bici y pedaleo como si hiciera años que no montara en ella. A veces corro para que me acaricie el viento, otras voy despacio para observar mejor la ciudad desierta.
A menudo saludo con la mano a la gente del barrio que va, como yo a comprar, pero ayer madrugué y salí de casa hacia las ocho, por eso no esperaba encontrar a nadie.
Mientras iba por el carril de bicicletas, al cruzarme con una, oí una voz que me decía:
- ¿A dónde vas tan de prisa? Me dijo un mujer con un casco de bici y una mascarilla de colores.
- Hola Ana, no te había reconocido con la mascarilla y el casco. ¿Cómo estáis todos? ¿A dónde vas tan temprano?
- Estamos todos bien. Mi mamá, que dentro de pocos días va a cumplir ochenta años, está llena de achaques, le cuesta mucho andar, suerte que le gusta leer y mirar la tele. Mi marido y yo pasamos largo rato en el jardín. Yo sigo divirtiéndome cocinando. Te voy a pasar una receta nueva de la polenta e funghi. Ahora me voy volando al mercado de S. Ambrogio antes de que se se llene.
- Yo en cambio voy al supermercado. ¡Qué bonita la mascarilla que llevas! ¿Quién la hizo?
- Me la ha regalado Cornelia, la hija de Isabel. Desde que se ha quedado sin trabajo, se dedica a decorar mascarillas, es muy mañosa y creativa. ¿Quieres una?
- Pues sí, aunque todavía nunca me haya puesto una, creo ha llegado el momento de hacerlo. Yo también me voy corriendo a la compra.
- Vale, te llamo esta noche.
- Hasta luego, Ana. Cuídate.

Ayer siendo Viernes Santo en el supermercado había una cola larguísima. Antes de poner el candado en la bici, compré el periódico, luego me acerqué a la cola y pregunté:
- ¿Quién es el último?
Cuando entro en una tienda o en una oficina de correos siempre hago esta pregunta, a veces las personas me miran mal, sobre todo cuando hay poca gente, en cambio si la tienda está abarrotada, me lo agradecen.
- ¿Por qué en Toscana no suele haber esta costumbre? Me pregunto siempre.
Mi madre se ponía en las filas sin chistar y nunca se colaba. Recuerdo que de pequeña iba con ella a comprar. Íbamos al mercado a por la fruta y verdura, luego al colmado y a la panadería y por último entrábamos en la carnicería de la calle Mayor.
Era la carnicería más concurrida del pueblo. Los dueños eran dos señores gorditos. El hombre, a pesar de que respiraba con dificultad, fumaba mientras afilaba los cuchillos o trajinaba piezas de carne de un lugar a otro. El pobre era asmático, pero no parecía preocuparle eso mucho, era cordial y le gustaba echar bromas. La mujer era guapa, sus ojos negros, su piel morena y sus labios pintados de carmín resaltaban detrás del mostrador. Su pecho generoso sobresalía por su delantal. Era muy dicharachera y alegre. Cortaba las lonchas de carne despacio, con cuidado, como si fuera una pierda preciosa.
- El corte es muy importante para que la carne resulte tierna, decía a la clientela con un tono de artista más que de maestra.
- Mamá, quiero ser carnicera cuando sea mayor, le dije un día volviendo a casa con los capazos repletos de víveres.
- Mira por donde, mis abuelos maternos eran carniceros. ¡Si te contara las desgracias de mis antepasados! La carnicería Martín tuvo una larga historia en el pueblo, pero antes de que yo naciera tuvieron que traspasar la tienda.
- Cuéntame, mamá, insistía yo.
- No me agobies, otro día te lo contaré; cuando seas mayor. Ahora concentrate en ayudarme a repostar las cosas en la despensa, me dijo entrando en casa y nunca más quiso mencionar a sus abuelos carniceros.
La última de la cola era una mujer de unos cincuenta años. Noté que iba bien arreglada y un poco coja. No obstante la mascarilla que llevaba y la distancia entre nosotras, nos pusimos a hablar de la situación sanitaria, social y económica que estaba acarrando la epidemia.
Me dijo que tenía dos hijos adolescentes:
- Ya no aguantan más encerrados en casa, echan de menos el entrenamiento que hacían cada día; pobres solo salen al anochecer para correr alrededor de nuestra manzana.
- Mis hijos ya son treintañeros y viven en pareja, pero siendo profesora de secundaria, entiendo muy bien lo que dice, pues en las teleconferencias mis alumnos me dicen que ya no pueden más.
- I para más inri el otro día me rompí tontamente el dedo gordo del pie.
- A veces no hay mal que por bien no venga, como decía siempre mi padre, mejor que haya pasado ahora que cuando podamos salir.
Luego a ella e llegó una llamada y estuvo hablando por teléfono largo rato. Yo me puse a leer el periódico.
El señor taciturno de atrás de mí, que no paraba de fumar y mirar el móvil, me pidió que le guardaba la tanda, porque iba un momento al coche.
- No faltaría más, le dije.
- Se lo agradezco, me contestó él, mientras se alejaba con un paso cansino.
Entre una cosa y otra, al cabo de una hora llegamos a la entrada.
El encargado de la puerta me dijo:
- Espere, usted no lleva mascarilla. Desde hoy es obligatorio ponérsela ¿No tiene ninguna?
- No, ni una. Se han agotado en las farmacias y aún no me han llegado las que distribuye el ayuntamiento.
Mientras el vigilante me daba una mascarilla blanca muy sencilla, yo iba pensando que cada semana introducían normas nuevas: primero la entrada limitada, después la distancia, luego los guantes y ahora las mascarillas.
- Póngasela, pues de ahora en adelante nadie no se podrá salir de casa sin ella.
Me costó un poco acostumbrarme a la mascarilla, era la primera vez que me cubría la boca y la nariz con ella. Las gafas se me quedaban empañadas y no lograba mirar bien los precios y los números de la balanza, pero poco a poco aprendí a moverla para que el aire que salía de mis pulmones no se condensara en las lentes.
Volviendo a casa, mientras pedaleaba iba pensando en la mascarilla de colores de Ana. De golpe sentí una gran alegría, parecida a la que sentía cuando de pequeña volvía de una excursión en autocar. A pesar de que a la ida me había mareado como una sopa, el viaje me había encantado. Había descubierto tantas cosas: pueblos, valles, montañas, arroyos, ríos, ermitas, monasterios y sobre todo había conocido a personas nuevas.









sabato 11 aprile 2020

Tempo di attesa (3) 28 di Marzo


 

Dicono che si inizi un diario quando si ha tempo, ma a me è successo il contrario. Ora vi dirò il perché.
Siamo chiusi in casa da quasi tre settimane e a me non resta un minuto libero per me stessa. Da ventiquattro giorni non ci sono lezioni nelle scuole, ma noi insegnanti continuiamo a lavorare senza sosta. Ho dovuto imparare molte cose della didattica a distanza e continuo a impararne  altre ogni giorno, ma per la mia povera testa tutto è andato troppo veloce.

A volte, seduta di fronte al computer, mi sento sciocca per non sapere come usare un programma o un'applicazione, altre volte stupida per passare tante ore nella mia scrivania. Quindi cresce in me l’ansia che si aggiunge a quella dovuta alla diffusione dell’epidemia.

Mio marito non è ancora uscito di casa.
Ieri all'una, dopo aver trascorso tutta la mattinata a preparare  materiale didattico, sono andata al supermercato per la spesa della settimana.
La fila era molto lunga, ma non mi sono scoraggiata e mi sono detta:
- Approfitterò di questo tempo di attesa per parlare con i miei fratelli e alcuni amici.
Ho registrato e poi  inviato un messaggio vocale a ciascuno di loro.
Alcuni hanno risposto subito, altri nel pomeriggio.

La prima a rispondere è stata la mia amica Luisa, la quale mi ha detto che era felice di sentire la mia voce e che lei e suo marito trascorrevano la maggior parte del tempo in giardino. Tuttavia, quando mi ha parlato di sua figlia, che è confinata a Barcellona, ho notato che era un po 'angosciata.
- La mia piccola sta bene, ma dopo che hanno chiuso le attività turistiche ha perso il lavoro e ora non sa cosa fare: se tornare a Firenze da noi o restare e resistere. Non so cosa consigliarle, ma mi piacerebbe che rientrassi in Italia con la nave che il governo italiano a messo a disposizione per i suoi cittadini intrappolati a Barcellona. Ma non vogliamo forzarla, ha ventitré anni, è meglio che decida lei da sola.

Anche mio fratello mi ha risposto e mi ha detto che lui e sua moglie erano molto preoccupati per la situazione economica, a lei la sua azienda l’ha messa in cassa integrazione e lui, che è un lavoratore autonomo,  forse dovrà chiudere  definitivamente la ditta.
- Non voglio pensare al disastro che ci aspetta, meglio vivere il presente, mi  disse un po 'pensieroso e dopo un lungo silenzio, mi annunciò la morte di Carlos, un suo amico.
- Carlos ha avuto un'embolia cerebrale prima di Natale. Ti ricordi? Piano piano era riuscito a muovere la parte paralizzata, ma a febbraio è peggiorato improvvisamente e l’hanno dovuto ricoverare in una clinica. Nessuno si aspettava che fosse contagiato dal virus.

Anche mia cugina Carla, che lavora in un ospedale psichiatrico, mi ha lasciato un messaggio:
- Sono esausta, da quando c’è l’ epidemia lavoro troppo. Quasi tutte le visite vengono fatte al telefono. Ad alcuni pazienti piace essere rinchiusi a casa, ma la maggior parte soffre di non poter uscire e quindi peggiorano le loro condizioni e aumentano i loro attacchi di panico. Quando la sera  torno a casa cerco di mandare via tutta la sofferenza che ho assorbito, ma ho bisogno di almeno un giorno intero di pausa per rilassarmi.

La donna che  nella fila era  davanti a me trascinava lentamente il suo carrello e mi guardava con disinteresse, come se non le arrivassero le mie parole. Nonostante fosse a qualche metro di distanza da me, credo che non perdesse una parola di ciò che dicevo.
Era una donna un po' insipida, né carina né brutta, né grassa né magra, né giovane né anziana. Indossava una tuta blu scuro con strisce bianche sui pantaloni. Gli elastici della maschera gli appiattirono i capelli di dietro. I suoi occhi sporgenti continuavano a guardare le persone intorno a lei. Ogni volta che qualcuno passava sul marciapiede, dove eravamo in fila, lei li guardava male, come a voler dire:
- No ti avvicinare, appestato!
Poi, prima di lasciare il supermercato, l'ho rivista che si allontanava guardinga.

Sono tornata a casa così tardi che non valeva più la pena cucinare. Abbiamo mangiato frutta e yogurt.
Vi chiederete perché mio marito non avesse preparato il pranzo?
Lui  a causa di una noiosa lombalgia doveva stare sdraiato  sul divano o a letto.
Ho messo a scongelare una porzione di lasagne per cena e subito mi sono reso conto che dovevo ancora rifare il letto e pulire il bagno, quindi mi sono dovuta sbrigare perché alle quattro avevo una videoconferenze con i miei colleghi.
Sembrava una pazza volendo fare tutte quelle faccende, tuttavia alle quattro in punto mi sono seduta davanti allo schermo.
Ho finito quasi alle sette. Ho subito spento il computer, non volevo più vederlo, ero stufa di lui e delle video conferenze.
Per calmarmi, ho fatto ginnastica e verso la fine,  ho ricevuto un messaggio vocale di mia sorella e ho ascoltato la sua voce con molto piacere.
- Stiamo tutti bene, ci divertiamo giocando con i nipoti. Con tutti i miei acciacchi, sono già abituata a uscire poco di casa. Juan, d'altra parte, fa fatica a essere rinchiuso, con qualsiasi scusa esce per andare a comprare il latte, poi il pane o il giornale e ogni sera va a fare una passeggiata intorno a casa.

Abbiamo cenato senza guardare la TV, perché sapevamo che le notizie sarebbero state brutte. Poi mi sono seduta sulla poltrona. Mio marito si è messo sulla schiena un cerotto ani-infiammatorio e si è sdraiato sul divano. Come ogni sera abbiamo guardato un film.
Siamo andati a letto  verso le dodici. A lui faceva ancora male la schiena e, come se non bastasse, gli doleva anche una gamba.
- Penso che le cose si stiano complicando, forse mi si sta infiammando il nervo sciatico, mi ha detto un po’ preoccupato.
Ho provato a tirarlo su di morale massaggiandoli la schiena.
- Grazie, se domani sto un po’ meglio, ti preparerò una bella cena e nel pomeriggio, se vuoi, posso aiutarti con la piattaforma digitale che ti fa tanto soffrire, disse sorridendo. Poi sbadigliando aggiunse:
- Tutto passerà, vedrai!
L’ho ringraziato con tutto il cuore, perché in quel lungo periodo di attesa anch'io avevo bisogno di coccole.
Prima di addormentarmi ho pensando alle parole di mio marito
- Tutto passerà.
E ho chiuso gli occhi lentamente.







venerdì 10 aprile 2020

Tiempo de espera (4) 3 de abril



Gotine rosse”, la bambina contadina di Giovanni Fattori da ...
Hoy es viernes tres de abril; hace treinta y un día que vivimos confinados en las cuatro paredes de casa.
- ¡Quién lo hubiera dicho! ¡ Ya llevamos un mes de aislamiento! ¿Cómo lo llevo? Me pregunto al despertarme.
- Pues por ahora me lo paso bastante bien. Siempre he sabido que a mí la rutina me ayuda a superar las adversidades, me contesto.

Ya desde pequeña me encantaba la vida rutinaria: las clases en el colegio por la mañana, volver a casa a comer, ir otra vez al colegio y hacer los deberes antes de cenar.
Cada verano cuando terminaba el curso añoraba a mis compañeras y a algunos de mis profesores, a otros no les echaba para nada de menos. Era un colegio de monjas, pero la mayor parte del profesorado de los últimos cursos era laico. Recuerdo a pocas monjas amables, la mayoría no me acababa de convencer, me parecían falsas. Quizás me había influenzado mi padre con sus ideas anticlericales.
Os preguntaréis por qué un hombre con ideales republicanos matriculó a su hija en una escuela católica y no en una pública.
Cuando escogieron el colegio, ganó mi madre, eligiendo el de las carmelitas que había sido el suyo y el de todas las familias acomodadas del pueblo o mejor dicho el de las menos humildes.
La hermana Dolores, a quien las niñas la llamábamos Lola, era una de las monjas más jóvenes del colegio. Nos parecía un gigante de lo alta y robusta que era. Nos daba miedo cuando se enfadaba y nos reñía. La veces que chillaba, nos escondíamos en un rincón, entre una columna del patio cubierto y un trastero o en el jardín detrás de la fuente. Cuando la hermana gigante salía al patio durante el recreo, siempre non reprendía diciendo:
- No corráis, jugad sentadas o en corro. No bajéis más de una a la vez  en el tobogán. Ya sabéis lo que os espera si os magulláis las rodillas, os vais a acordar toda la vida del castigo que os va a caer.
Le tenía mucha manía al tobogán, con ella nadie se atrevía a deslizarse de forma atrevida. El castigo al que se refería siempre era el encierro en el lavadero.
El lavadero era un cuarto muy grande, con una pila enorme para lavar la ropa y unos hilos en la pared para tender sábanas. Entraba un poco de luz y aire por unas ventanales altos. Sólo una vez entré en el lavadero, debía tener unos diez u once años, nos castigaron a todas las niñas la clase, porque alguien había cometido una diablura. Recuerdo que nos hicieron subir al borde pica y la hermana Dolores nos iba gritando:
- Si no soltáis el nombre del culpable os voy a echar dentro del agua, una por una.
Suerte que llegó a tiempo la madre superiora y nos rescató de aquel suplicio.
Algunas niñas, sus preferidas, no le tenían miedo a la hermana Dolores, al contrario seguían adulándola y le hacían la pelota para que les pusiera buenas notas.
La hermana Dolores siendo la jefe de estudios mandaba a todos los profesores. Ella daba pocas clases, en los primeros cursos era nuestra profesora de geografía, luego en quinto y sexto nos dio  historia de arte. No creo que supiera mucho de Arte, recuerdo que sus clases consistían en hacernos subrayar casi todos los párrafos del libro. Las alumnas estudiábamos de memoria capítulos enteros y si repetiamos  la lección usando palabras distintas del libro nos corregía de mala manera. En sus clases no volaba ni una mosca. A veces cuando estaba distraída o medio dormida cuchicheábamos entre nosotras, pero si nos descubría  nos hacía permanecer dentro del edificio sin poder salir al patio, sin recreo.
Con muchas alumnas la Gigante era arrogante, altiva y cruel. Nos humillaba cada dos por tres delante de las compañeras, sobre todo a las niñas que no éramos de familia rica.
- La madre de Lola es una mujer muy rica y con mucha influencia. Es la que subvenciona el colegio, me dijo un día una niña de mi clase.
Desde entonces me fui fijando en  que  la madre de Lola siempre estaba sentada en  la primera fila, cada vez que había una fiesta o una misa solemne. La superiora la presentaba como la benefactora del colegio.
A lo largo de los años me he ido dando cuenta de que la hermana Dolores no era tan fuerte como parecía. Era más bien una pobre mujer, a quien seguramente su madre la obligó a entrar en el convento. Alguien me dijo que cuando se quedó huérfana inmediatamente se desprendió de los hábitos y se marchó a otra comarca.

Como iba diciendo cada año al terminar el curso echaba de menos el colegio; al empezar las vacaciones estaba un poco nerviosa hasta que lograba introducir nuevas rutinas : por la mañana iba a la playa con mi tía Margarita y mis primas, después de comer, mientras todos dormían la siesta, hacía los deberes y leía, cuando hacía menos calor salía a la calle a jugar con los niños de la vecindad

Ahora, como en aquel entonces, después de los primeros tiempos de angustia, estoy empezando a a seguir una vida rutinaria.
Salgo de casa dos días por semana:
Los miércoles por la mañana, después de dedicarme varias horas a preparar material didáctico y a dar clases a distancia, voy a por el pan, el periódico y dos botellas de vino a granel. El vino lo compro en una tienda que está a dos manzanas de nuestra casa, donde venden productos biológicos de una finca agrícola toscana.
Los viernes, hacia las once, voy al supermercado y de paso compro el periódico.
Esta mañana por suerte la cola no era muy larga. He notado que los clientes y las cajeras sonreían más que la semana pasada, todos parecían un poco más relajados. Quizás porque nos han dicho que hay menos contagios y que dentro de pocas semanas pasaremos a la fase dos:
- ¡Pronto podremos salir! Grito al aire volviendo a casa en bici, cargada de bolsas.
Mientras pedaleo por las calles desiertas, siento el movimiento ligero de mis pies, como si fuera la primera vez que tocan los pedales de una bicicleta, parece un milagro.
Aún no sabemos cómo será la fase dos, pero nos han dado esperanzas de que poco a poco, quizás después de Semana Santa o a principio de mayo, se empezarán a abrir algunas tiendas.
Esta tarde mi marido después de tres semanas de encierro ha decidido salir para ir al garaje, que está en la misma calle. Ha ido a buscar cosas, entre ellas las cartas que nos escribimos cuando nos conocimos y las que yo envié a mi madre desde Italia cuando me fui de casa. Mi madre y yo nos escribimos una carta cada semana, durante más de veinte años.
Mi marido me trajo la enorme caja de cartón que contenía centenares de cartas amarillentas. La abrí y recordé el día en que  vaciamos la casa del pueblo, tras la muerte de mi padre. Me veo ordenándolas, algunas de ellas con el sello cortado ¿Quién sabe a quien se lo  daría  mi madre? Un sello italiano, tenía todo un valor en aquella época.
- Las iré leyendo poco a poco, me dije sabiendo que habría descubierto a una persona distinta de la que soy ahora y queexperimentaría emociones fuertes

Después de comer, exactamente a las dos en punto, cada día abro la ventana del patio y me siento un rato para tomar el sol, leyendo una novela. Hoy mientras me acariciaban los rayos del sol de abril me han llamado mis hijos, me ha dado mucha alegría. Ella está en Madrid y él en Firenze en un barrio de las afueras.
Hoy oyendo sus voces he vuelto a sentir la sensación de estar realmente cerca de mis hijos, como cuando eran pequeños. Les he contado mi día de encierro y ellos el suyo. Nos hemos reído hablando de mis sueños absurdos y luego de las barbaridades que ellos se dicen en las conversaciones de inglés que cada día tienen para practicarse y no aburrirse.
Su cariño me ha envuelto, como un pañuelo de colores. Me he sentido halagada y querida. Otro milagro de los tiempos de espera.