sabato 18 aprile 2020

La cita de los jueves

I quadri di Edward Hopper diventano un film | CieloTerraDesign

Algunas veces nos sentimos culpables, incluso de cosas sin importancia. A Elisa, eso le pasaba sobre todo por la tarde cuando salía de la oficina. Al llegar a casa, se echaba la culpa de todos los contratiempos, las quejas, las adversidades, las penas y de todo lo que le había salido mal durante el día.

- ¿Quién tiene la culpa de que esté estresada y tenga dolor de cabeza? Pues yo, no hubiera tenido que aceptar ciertos informes que me apechugó el jefe y que mira por donde no eran de mi competencia. Estoy engordando demasiado. ¿Por qué? Si no tragara la comida deprisa y no comiera tanto pan, eso no pasaría. Si mi vida es sedentaria, la culpable soy sólo yo: me he vuelto perezosa y no logro ir al gimnasio. Además siento que poco a poco voy dejando de lado a mis amigos. ¡Qué desastre que soy! Se sermoneaba a sí misma, cuando estaba realmente cansada.

Pero por la mañana, tan pronto como se levantaba, después de haber dormido bien, sus sentimientos de culpa se desvanecían un poco y trataba de convencerse de que muchas veces la culpa no era de nadie u otras veces era de los demás

Acababa de cumplir los sesenta. Era viuda desde los cuarenta y cinco. Durante los primeros años de viudez, había seguido saliendo con la pandilla de amigos, eran cinco matrimonios. Prácticamente la habían adoptado y nunca la dejaban sola durante las vacaciones o los fines de semana, cada sábado por la noche la invitaban a cenar en un restaurante. Elisa salía por inercia, apreciaba a sus amigos, pero cada vez le resultaba más difícil conversar con ellos. Cuando la velada se le hacía aburrida, se sentía más sola que nunca, dejaba de escucharlos y pensaba en lo bien que se lo pasaba cuando estaba vivo su marido.

Echaba de menos a su marido en cada cosa que hacía. También añoraba los largos viajes que hacían juntos una vez al año. Había tratado de viajar con un grupo de colegas de trabajo, pero no era lo mismo, había dejado de entusiasmarse. Con su esposo había sido feliz descubriendo nuevos lugares.

Cada jueves, desde que enviudó, la llamaba por teléfono Carlos, que había sido el mejor amigo de su esposo y le preguntaba:
- ¿ Te iría bien si viniera a verte hoy hacia las cinco de la tarde?
Elisa sospechaba que su marido antes de morir le había pedido a Carlos que la cuidara a ella y Carlos seguramente le había prometido que iría a verla cada semana.
El primer día que se citaron a ella le pareció muy raro estar sentada en su casa hablando con Carlos sin su marido, pero luego se acostumbró a las visitas semanales.

Tomaban un café mientras comentaban algún acontecimiento especial de su vida rutinaria. Elisa siempre comenzaba hablando de sus hijos, que a lo largo de los años se fueron casando, luego se regocijaba contando las travesuras de sus nietos. A veces se quejaba de algunos compañeros de trabajo. Al final siempre recordaba anécdotas de su esposo durante los buenos tiempos, casi nunca mencionaba la mala época de visitas médicas, tratamientos y hospitales, que tuvieron que afrontar cuando le diagnosticaron un cáncer. En cambio, Carlos hablaba poco de su familia, de buena gana lo hacía del trabajo.

Elisa estaba a gusto con él, como si fuera un hermano mayor, contándole sus pequeñeces. Carlos era un hombre práctico y siempre encontraba la solución para los problemas de Elisa.
Él estaba casado y tenía dos hijos mayores, trabajaba como gerente en un hotel de cinco estrellas y parecía feliz con su empleo. Cada jueves, Elisa volvía a preguntarse cómo era posible que un hombre tan ocupado tuviera tiempo para ir a verla.

Carlos nunca dejó de presentarse a la cita de los jueves, excepto poquísimas veces, cuando estuvo enfermo o cuando se fue de viaje; pero siempre avisaba a Elisa el día anterior con una llamada telefónica.
No le gustaba hablar de sí mismo, cuando Elisa agotaba sus temas favoritos, él empezaba diciendo:
- Suceden muchas cosas extrañas en un hotel, no sólo imprevistos o accidentes, algunas son realmente divertidas.
Así que cada semana le hacía reír con las historias de los huéspedes y del personal del hotel. Uno de los últimos días Carlos le contó:

Una mañana dos jovencitos de 80 años se presentaron en mi oficina con la cola entre las piernas. No sabían cómo decirme que su cama se había quebrado y que ellos por suerte no se habían hecho daño. El hombre, que seguía siendo robusto a pesar de su edad, fue el que habló; la mujer guardó silencio y ni siquiera se atrevió a mirarme. Quién sabe lo que sucedió en aquella habitación, me dije a mí mismo, pero no le di importancia a la cosa, quizás porque ya habíamos previsto que los respaldos y los armazones de madera de las camas antiguas fueron restauradas y reforzadas, así que les di otro cuarto. Los dos viejecitos, el día que se fueron, no paraban de darme las gracias y quisieron entregarme una buena propina, pero yo no la acepté. El hombre, cuando la mujer fue a llamar un taxi, me dijo en voz baja que a pesar de su edad tenían una vida sexual muy intensa.
Elisa vivía sola en una casa muy grande con jardín y terrazas. Era una casa de lujo ubicada en la parte alta de la ciudad que su esposo se había emperrado en comprar cuando mejoró su situación económica. Recién casados se fueron a vivir a un apartamento de alquiler, era pequeño, pero muy cómodo porque estaba ubicado en el caso antiguo. Además de trabajar en la oficina de correos, su esposo por la tarde se ocupaba de la empresa familiar. Era un hombre ambicioso, en pocos años hizo prosperar la pequeña fábrica de monturas de gafas. Los conocidos y amigos en broma lo llamaban Anteojo, porque tenía mucha vista para los negocios. Al cabo de pocos años dejó su trabajo de funcionario y se dedicó cuerpo y alma a la empresa, pero sin descuidar nunca a su joven esposa. Salían con los amigos los fines de semana y cuando los hijos empezaron a crecer los dejaban con los abuelos y ellos se iban de viaje. A los dos les encantaba viajar y en pocos años dieron la vuelta por todo el mundo.

Elisa desde que se quedó viuda quería mudarse al apartamento que había heredado de su familia, pero siempre le salían pegas y postergaba el traslado.
Hacía diez años que había muerto su marido, el día en que decidió irse a vivir al piso. A todo el mundo le dijo que lo hacía porque tenía demasiados gastos, sin embargo ella sabía que en realidad era para cambiar un poco su vida y para sentirse menos sola. Carlos siguió visitándola cada jueves.
Elisa en en la nueva vivienda se sintió otra mujer y por primera vez en su vida, comenzó a apreciar la vida sin su pareja.

Un día, Carlos la invitó a cenar a su casa. Elisa no se esperaba aquella invitación y no sabía si aceptar. Al final se animó y le dijo a Carlos:

- En estos diez años nunca me has contado nada de tu esposa. Imaginé que algo andaba mal, pero no quería entrometerme. Sin embargo ahora , antes de darte una respuesta, te voy a preguntar, ¿Cómo lo llevas con Laura?

- Pasamos una mala época, no te lo dije a su debido tiempo porque no quería entristecerte, pero ahora todo se está arreglando. Después de la muerte de sus padres, Laura se volvió extraña, a veces insoportable, me reprochaba mis continuas demoras y ausencias. Al principio realmente se trataba de asuntos de trabajo, pero luego seguí llegando tarde a casa con cualquier excusa, en realidad empecé a ir a locales nocturnos. Nuestra casa me estaba abrumando y yo no me atrevía a reconocerlo. Laura tenía una depresión, pero yo no sabía como ayudarla. Solía volver a casa de madrugada cuando ella dormía, para no tener que darle explicaciones, pero cada día nos alejábamos más. Cuando Laura se enteró de mi doble vida, se fue de casa. En aquel momento comprendí lo mucho que la amaba. Estaba desesperado, fui a buscarla y le prometí que haría todo lo posible para que nuestra vida cambiara. Nuestros hijos no han sabido nada, viven lejos y los vemos poco. Ahora mi prioridad es salvar nuestro matrimonio, lo demás son tonterías. Por eso estoy organizando una cena con algunos amigos y parientes, para empezar de nuevo, dijo Carlos.

- Me alegra saber que estéis intentando daros una segunda oportunidad, pero me siento un poco culpable por el tiempo que tú me has dedicado cada jueves a mí; quizás hubieras podido estar más con Laura. Dijo Elisa.
- ¡Pero qué estás diciendo! Las citas de los jueves me daban fuerza para seguir adelante. Contigo llegaba a olvidarme de mis problemas. Nos hemos ayudado los dos ¿No te parece?
- ¡Si tú lo dices! ¡Qué listo que eres, me has convencido! Iré a cenar a vuestra casa, ¿Qué puedo llevaros?
- No traigas nada. Luís, el hermano de Laura, te pasará a recoger, no quiero que conduzcas de noche.
Hicieron la cena en el jardín, la comida era excelente y la gente simpática. Elisa se sentó al lado de Miguel, una amigo de la hermana de Laura, que desde hacía poco tiempo se había separado de su esposa, con él habló toda la noche. A Miguel también le gustaba coger las maletas y dar la vuelta al mundo, por eso Elisa disfrutó con él hablando de viajes.
Al cabo de unos días, Miguel la llamó y comenzaron a salir juntos. Elisa poco a poco dejó de ir a cenar con el grupo de matrimonios.

Por aquel entonces Carlos dejó de visitarla, pero Elisa apenas se dio cuenta de ello, porque todo parecía seguir el curso natural.
Elisa siguió viviendo sola, pero salía con Miguel los fines de semana. Cada uno tenía su propio departamento, a veces ella se quedaba en la casa de Miguel o él en casa de ella. Elisa no sabía cómo llamar a Miguel cuando se lo presentaba a sus amigos:
- ¿Mi novio o mi pareja o mi compañero?
Al final les decía:
-Éste es Miguel, mi amigo.
Desde que salía con Miguel, se sentía menos culpable, tal vez porque había empezado a ir a caminar a lo largo del río. A veces iba sola, pero a menudo quedaba con dos amigas que vivían cerca de su casa. Sentía que ir un rato caminar era bueno para ella. Intentaba ir tres veces por semana.

Una tarde de octubre, mientras caminaba rápido por el sendero del río, Elisa adelantó a un hombre de unos setenta años y notó que llevaba un zapato desatado. El hombre llevaba sobre sus hombros a un niño pequeño, tal vez fuera su nieto.

- Disculpe, su zapato está desabrochado, tenga cuidado podría caerse, le dijo Elisa.
- Gracias, ya me había dado cuenta, pero con el niño a cuestas no puedo hacer nada. Por suerte me me falta poco para llegar a casa, le dijo el hombre.
- ¿Quiere que le ate el zapato? Le preguntó Elisa.
- Me encantaría, respondió el hombre.
Elisa se agachó y estaba haciéndole una doble lazo a los cordones de la zapatilla, oyó su voz que decía:
- No sabe cuanto se lo agradezco, desde que era pequeño, nadie me había vuelto a atar los zapatos. Usted me ha devuelto un recuerdo de la infancia.

Elisa se despidió del hombre del zapato, siguió caminando y observando a la gente que corría o paseaba. Aquel día era jueves. Pensó en las citas de los jueves y en  lo poco feliz que era ella entonces. Ahora   el mundo le parecía más hermoso y se sentía más segura y realmente satisfecha con su vida. 






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