Algunas veces nos sentimos culpables, incluso de cosas sin importancia. A Elisa, eso le pasaba sobre todo por la tarde cuando salía de la oficina. Al llegar a casa, se echaba la culpa de todos los contratiempos, las quejas, las adversidades, las penas y de todo lo que le había salido mal durante el día.
- ¿Quién tiene
la culpa de que esté estresada y tenga dolor de cabeza? Pues yo, no
hubiera tenido que aceptar ciertos informes que me apechugó el
jefe y que mira por donde no eran de mi competencia. Estoy
engordando demasiado. ¿Por qué? Si no tragara la comida deprisa y
no comiera tanto pan, eso no pasaría. Si mi vida es sedentaria,
la culpable soy sólo yo: me he vuelto perezosa y no logro ir al
gimnasio. Además siento que poco a poco voy dejando de lado a mis
amigos. ¡Qué desastre que soy! Se sermoneaba a sí misma, cuando
estaba realmente cansada.
Pero por la mañana,
tan pronto como se levantaba, después de haber dormido bien, sus
sentimientos de culpa se desvanecían un poco y trataba de
convencerse de que muchas veces la culpa no era de nadie u otras
veces era de los demás
Acababa
de cumplir los
sesenta. Era
viuda desde los
cuarenta y cinco. Durante los primeros años
de viudez, había seguido saliendo con la
pandilla de amigos, eran cinco
matrimonios.
Prácticamente
la habían adoptado y nunca la dejaban
sola durante las vacaciones o los fines
de semana, cada
sábado por la noche la invitaban a cenar en
un restaurante. Elisa salía
por inercia, apreciaba
a sus amigos,
pero cada vez le
resultaba más difícil conversar
con ellos. Cuando
la velada se le hacía aburrida, se sentía
más sola que nunca, dejaba de escucharlos
y pensaba en lo bien que se lo pasaba
cuando estaba vivo su
marido.
Echaba de menos a su
marido en cada cosa que hacía. También añoraba los largos viajes
que hacían juntos una vez al año. Había tratado de viajar con un
grupo de colegas de trabajo, pero no era lo mismo, había dejado de
entusiasmarse. Con su esposo había sido feliz descubriendo
nuevos lugares.
Cada jueves, desde
que enviudó, la llamaba por teléfono Carlos, que había sido el
mejor amigo de su esposo y le preguntaba:
- ¿ Te iría bien
si viniera a verte hoy hacia las cinco de la tarde?
Elisa sospechaba
que su marido antes de morir le había pedido a Carlos que la
cuidara a ella y Carlos seguramente le había prometido que iría
a verla cada semana.
El primer día que
se citaron a ella le pareció muy raro estar sentada en su casa
hablando con Carlos sin su marido, pero luego se acostumbró a las
visitas semanales.
Tomaban un café
mientras comentaban algún acontecimiento especial de su vida
rutinaria. Elisa siempre comenzaba hablando de sus hijos, que a lo
largo de los años se fueron casando, luego se regocijaba contando
las travesuras de sus nietos. A veces se quejaba de algunos
compañeros de trabajo. Al final siempre recordaba anécdotas de su
esposo durante los buenos tiempos, casi nunca mencionaba la mala
época de visitas médicas, tratamientos y hospitales, que
tuvieron que afrontar cuando le diagnosticaron un cáncer. En cambio,
Carlos hablaba poco de su familia, de buena gana lo hacía del
trabajo.
Elisa estaba a
gusto con él, como si fuera un hermano mayor, contándole sus
pequeñeces. Carlos era un hombre práctico y siempre encontraba la
solución para los problemas de Elisa.
Él estaba casado y
tenía dos hijos mayores, trabajaba como gerente en un hotel de
cinco estrellas y parecía feliz con su empleo. Cada jueves, Elisa
volvía a preguntarse cómo era posible que un hombre tan ocupado
tuviera tiempo para ir a verla.
Carlos nunca dejó
de presentarse a la cita de los jueves, excepto poquísimas veces,
cuando estuvo enfermo o cuando se fue de viaje; pero siempre avisaba
a Elisa el día anterior con una llamada telefónica.
No le gustaba hablar
de sí mismo, cuando Elisa agotaba sus temas favoritos, él empezaba
diciendo:
- Suceden muchas
cosas extrañas en un hotel, no sólo imprevistos o accidentes,
algunas son realmente divertidas.
Así que cada semana
le hacía reír con las historias de los huéspedes y del personal
del hotel. Uno de los últimos días Carlos le contó:
Una mañana dos
jovencitos de 80 años se presentaron en mi oficina con la cola
entre las piernas. No sabían cómo decirme que su cama se había
quebrado y que ellos por suerte no se habían hecho daño. El
hombre, que seguía siendo robusto a pesar de su edad, fue el que
habló; la mujer guardó silencio y ni siquiera se atrevió a
mirarme. Quién sabe lo que sucedió en aquella habitación, me dije
a mí mismo, pero no le di importancia a la cosa, quizás porque ya
habíamos previsto que los respaldos y los armazones de madera de
las camas antiguas fueron restauradas y reforzadas, así que les di
otro cuarto. Los dos viejecitos, el día que se fueron, no paraban
de darme las gracias y quisieron entregarme una buena propina,
pero yo no la acepté. El hombre, cuando la mujer fue a llamar un
taxi, me dijo en voz baja que a pesar de su edad tenían una vida
sexual muy intensa.
Elisa
vivía sola en una casa muy
grande con jardín
y terrazas. Era una
casa de lujo
ubicada en la parte alta de la ciudad que
su esposo se había emperrado en comprar
cuando mejoró su situación
económica. Recién casados
se fueron a vivir a
un apartamento de
alquiler, era pequeño, pero muy cómodo porque estaba ubicado en el
caso antiguo.
Además de trabajar en la oficina de
correos, su esposo por la tarde se ocupaba
de la empresa familiar.
Era un hombre ambicioso, en pocos años hizo
prosperar la pequeña fábrica
de monturas de gafas.
Los conocidos y amigos en broma lo llamaban
Anteojo,
porque tenía mucha vista para
los negocios. Al
cabo de pocos años dejó su trabajo de
funcionario y se dedicó cuerpo y alma a la empresa, pero sin
descuidar nunca
a su joven esposa. Salían con los amigos
los fines de semana y cuando
los hijos empezaron a crecer los dejaban con los abuelos y ellos se
iban de viaje. A los dos les encantaba viajar y en pocos años dieron
la vuelta por todo el mundo.
Elisa desde que se
quedó viuda quería mudarse al apartamento que había heredado de su
familia, pero siempre le salían pegas y postergaba el traslado.
Hacía diez años
que había muerto su marido, el día en que decidió irse a vivir al
piso. A todo el mundo le dijo que lo hacía porque tenía
demasiados gastos, sin embargo ella sabía que en realidad era para
cambiar un poco su vida y para sentirse menos sola. Carlos siguió
visitándola cada jueves.
Elisa en en la nueva
vivienda se sintió otra mujer y por primera vez en su vida,
comenzó a apreciar la vida sin su pareja.
Un día, Carlos la
invitó a cenar a su casa. Elisa no se esperaba aquella invitación y
no sabía si aceptar. Al final se animó y le dijo a Carlos:
-
En estos diez años nunca me has contado
nada de tu esposa. Imaginé
que algo andaba mal, pero
no quería entrometerme. Sin
embargo ahora ,
antes de darte una respuesta, te
voy a preguntar,
¿Cómo lo
llevas con Laura?
- Pasamos una mala
época, no te lo dije a su debido tiempo porque no quería
entristecerte, pero ahora todo se está arreglando. Después de la
muerte de sus padres, Laura se volvió extraña, a veces
insoportable, me reprochaba mis continuas demoras y ausencias. Al
principio realmente se trataba de asuntos de trabajo, pero luego
seguí llegando tarde a casa con cualquier excusa, en realidad
empecé a ir a locales nocturnos. Nuestra casa me estaba abrumando y
yo no me atrevía a reconocerlo. Laura tenía una depresión, pero
yo no sabía como ayudarla. Solía volver a casa de madrugada cuando
ella dormía, para no tener que darle explicaciones, pero cada día
nos alejábamos más. Cuando Laura se enteró de mi doble vida, se
fue de casa. En aquel momento comprendí lo mucho que la amaba.
Estaba desesperado, fui a buscarla y le prometí que haría todo lo
posible para que nuestra vida cambiara. Nuestros hijos no han sabido
nada, viven lejos y los vemos poco. Ahora mi prioridad es salvar
nuestro matrimonio, lo demás son tonterías. Por eso estoy
organizando una cena con algunos amigos y parientes, para empezar
de nuevo, dijo Carlos.
- Me alegra saber
que estéis intentando daros una segunda oportunidad, pero me siento
un poco culpable por el tiempo que tú me has dedicado cada jueves
a mí; quizás hubieras podido estar más con Laura. Dijo Elisa.
- ¡Pero qué estás
diciendo! Las citas de los jueves me daban fuerza para seguir
adelante. Contigo llegaba a olvidarme de mis problemas. Nos hemos
ayudado los dos ¿No te parece?
- ¡Si tú lo dices!
¡Qué listo que eres, me has convencido! Iré a cenar a vuestra
casa, ¿Qué puedo llevaros?
- No traigas nada.
Luís, el hermano de Laura, te pasará a recoger, no quiero que
conduzcas de noche.
Hicieron la cena en
el jardín, la comida era excelente y la gente simpática. Elisa se
sentó al lado de Miguel, una amigo de la hermana de Laura, que
desde hacía poco tiempo se había separado de su esposa, con él
habló toda la noche. A Miguel también le gustaba coger las
maletas y dar la vuelta al mundo, por eso Elisa disfrutó con él
hablando de viajes.
Al cabo de unos
días, Miguel la llamó y comenzaron a salir juntos. Elisa poco a
poco dejó de ir a cenar con el grupo de matrimonios.
Por aquel entonces
Carlos dejó de visitarla, pero Elisa apenas se dio cuenta de ello,
porque todo parecía seguir el curso natural.
Elisa siguió
viviendo sola, pero salía con Miguel los fines de semana. Cada uno
tenía su propio departamento, a veces ella se quedaba en la casa de
Miguel o él en casa de ella. Elisa no sabía cómo llamar a Miguel
cuando se lo presentaba a sus amigos:
- ¿Mi novio o mi
pareja o mi compañero?
Al final les decía:
-Éste es Miguel, mi
amigo.
Desde que salía con
Miguel, se sentía menos culpable, tal vez porque había empezado a
ir a caminar a lo largo del río. A veces iba sola, pero a menudo
quedaba con dos amigas que vivían cerca de su casa. Sentía que ir
un rato caminar era bueno para ella. Intentaba ir tres veces por
semana.
Una tarde de
octubre, mientras caminaba rápido por el sendero del río, Elisa
adelantó a un hombre de unos setenta años y notó que llevaba un
zapato desatado. El hombre llevaba sobre sus hombros a un niño
pequeño, tal vez fuera su nieto.
- Disculpe, su
zapato está desabrochado, tenga cuidado podría caerse, le dijo
Elisa.
- Gracias, ya me
había dado cuenta, pero con el niño a cuestas no puedo hacer nada.
Por suerte me me falta poco para llegar a casa, le dijo el hombre.
- ¿Quiere que le
ate el zapato? Le preguntó Elisa.
- Me encantaría,
respondió el hombre.
Elisa se agachó y
estaba haciéndole una doble lazo a los cordones de la zapatilla,
oyó su voz que decía:
- No sabe cuanto se
lo agradezco, desde que era pequeño, nadie me había vuelto a atar
los zapatos. Usted me ha devuelto un recuerdo de la infancia.
Elisa se despidió
del hombre del zapato, siguió caminando y observando a la gente
que corría o paseaba. Aquel día era jueves. Pensó en las citas de los jueves y en lo poco feliz que era ella entonces. Ahora el mundo le parecía más hermoso y se sentía más segura y realmente satisfecha con su vida.
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