Hoy es viernes tres de abril; hace treinta y un día que vivimos confinados en las cuatro paredes de casa.
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¡Quién lo hubiera dicho! ¡ Ya llevamos un mes de aislamiento!
¿Cómo lo llevo? Me pregunto al despertarme.
-
Pues por ahora me lo paso bastante bien. Siempre he sabido que a
mí la rutina me ayuda a superar las adversidades, me contesto.
Ya
desde pequeña me encantaba la vida rutinaria: las clases en el
colegio por la mañana, volver a casa a comer, ir otra vez
al colegio y hacer los deberes antes de cenar.
Cada
verano cuando terminaba el curso añoraba a mis compañeras y a
algunos de mis profesores, a otros no les echaba para nada de
menos. Era un colegio de monjas, pero la mayor parte del
profesorado de los últimos cursos era laico. Recuerdo a pocas
monjas amables, la mayoría no me acababa de convencer, me parecían
falsas. Quizás me había influenzado mi padre con sus ideas
anticlericales.
Os
preguntaréis por qué un hombre con ideales republicanos matriculó a
su hija en una escuela católica y no en una pública.
Cuando escogieron el colegio, ganó mi madre, eligiendo el de las
carmelitas que había sido el suyo y el de todas las familias
acomodadas del pueblo o mejor dicho el de las menos humildes.
La
hermana Dolores, a quien las niñas la llamábamos Lola, era una de
las monjas más jóvenes del colegio. Nos parecía un gigante de lo
alta y robusta que era. Nos daba miedo cuando se enfadaba y nos
reñía. La veces que chillaba, nos escondíamos en un rincón,
entre una columna del patio cubierto y un trastero o en el jardín
detrás de la fuente. Cuando la hermana gigante salía al patio
durante el recreo, siempre non reprendía diciendo:
-
No corráis, jugad sentadas o en corro. No bajéis más de
una a la vez en el tobogán. Ya sabéis lo que os espera si os
magulláis las rodillas, os vais a acordar toda la vida del
castigo que os va a caer.
Le
tenía mucha manía al tobogán, con ella nadie se atrevía a
deslizarse de forma atrevida. El castigo al que se refería siempre
era el encierro en el lavadero.
El
lavadero era un cuarto muy grande, con una pila enorme para lavar la
ropa y unos hilos en la pared para tender sábanas. Entraba un poco
de luz y aire por unas ventanales altos. Sólo
una vez entré en el lavadero, debía tener unos diez u once años,
nos castigaron a todas las niñas la clase, porque alguien había
cometido una diablura. Recuerdo que nos hicieron subir al borde pica
y la hermana Dolores nos iba gritando:
-
Si no soltáis el nombre del culpable os voy a echar dentro del
agua, una por una.
Suerte
que llegó a tiempo la madre superiora y nos rescató de aquel
suplicio.
Algunas
niñas, sus preferidas, no le tenían miedo a la hermana Dolores,
al contrario seguían adulándola y le hacían la pelota para que les
pusiera buenas notas.
La
hermana Dolores siendo la jefe de estudios mandaba a todos los
profesores. Ella daba pocas clases, en los primeros cursos era
nuestra profesora de geografía, luego en quinto y sexto nos dio historia de arte. No creo que supiera mucho de Arte,
recuerdo que sus clases consistían en hacernos subrayar casi todos
los párrafos del libro. Las alumnas estudiábamos de memoria
capítulos enteros y si repetiamos la lección usando palabras distintas del libro nos corregía de mala manera. En sus
clases no volaba ni una mosca. A veces cuando estaba distraída o
medio dormida cuchicheábamos entre nosotras, pero si nos descubría nos hacía permanecer dentro del edificio sin poder salir al
patio, sin recreo.
Con
muchas alumnas la Gigante era arrogante, altiva y cruel. Nos
humillaba cada dos por tres delante de las compañeras, sobre todo a
las niñas que no éramos de familia rica.
-
La madre de Lola es una mujer muy rica y con mucha influencia. Es la
que subvenciona el colegio, me dijo un día una niña de mi clase.
Desde
entonces me fui fijando en que la madre de Lola siempre estaba sentada en la primera fila, cada vez que había una fiesta o una
misa solemne.
La superiora la presentaba como la benefactora del colegio.
A
lo largo de los años me he ido dando cuenta de que la hermana
Dolores no era tan fuerte como parecía. Era más bien una pobre
mujer, a quien seguramente su madre la obligó a entrar en el
convento. Alguien me dijo que cuando se quedó huérfana
inmediatamente se desprendió de los hábitos y se marchó a otra
comarca.
Como
iba diciendo cada año al terminar el curso echaba de menos el
colegio; al empezar las vacaciones estaba un poco nerviosa hasta que
lograba introducir nuevas rutinas : por la mañana iba a la playa con
mi tía Margarita y mis primas, después de comer, mientras todos
dormían la siesta, hacía los deberes y leía, cuando hacía menos
calor salía a la calle a jugar con los niños de la vecindad
Ahora,
como en aquel entonces, después de los primeros tiempos de
angustia, estoy empezando a a seguir una vida rutinaria.
Salgo
de casa dos días por semana:
Los
miércoles por la mañana, después de dedicarme varias horas a
preparar material didáctico y a dar clases a distancia, voy a por
el pan, el periódico y dos botellas de vino a granel. El vino lo
compro en una tienda que está a dos manzanas de nuestra casa, donde
venden productos biológicos de una finca agrícola toscana.
Los
viernes, hacia las once, voy al supermercado y de paso compro el
periódico.
Esta
mañana por suerte la cola no era muy larga. He notado que los
clientes y las cajeras sonreían más que la semana pasada, todos
parecían un poco más relajados. Quizás porque nos han dicho que
hay menos contagios y que dentro de pocas semanas pasaremos a la
fase dos:
-
¡Pronto podremos salir! Grito al aire volviendo a casa en bici,
cargada de bolsas.
Mientras
pedaleo por las calles desiertas, siento el movimiento ligero de mis
pies, como si fuera la primera vez que tocan los pedales de una bicicleta, parece un
milagro.
Aún
no sabemos cómo será la fase dos, pero nos han dado esperanzas de
que poco a poco, quizás después de Semana Santa o a principio de
mayo, se empezarán a abrir algunas tiendas.
Esta
tarde mi marido después de tres semanas de encierro ha decidido
salir para ir al garaje, que está en la misma calle. Ha ido a
buscar cosas, entre ellas las cartas que nos escribimos cuando nos
conocimos y las que yo envié a mi madre desde Italia cuando me
fui de casa. Mi madre y yo nos escribimos una carta cada semana, durante más de veinte años.
Mi
marido me trajo la enorme caja de cartón que contenía
centenares de cartas amarillentas. La abrí y recordé el día en
que vaciamos la casa del pueblo, tras la muerte de mi
padre. Me veo ordenándolas, algunas de ellas con el sello
cortado ¿Quién sabe a quien se lo daría mi madre? Un
sello italiano, tenía todo un valor en aquella época.
-
Las iré leyendo poco a poco, me dije sabiendo que habría
descubierto a una persona distinta de la que soy ahora y queexperimentaría emociones fuertes
Después
de comer, exactamente a las dos en punto, cada día abro la ventana del
patio y me siento un rato para tomar el sol, leyendo una novela.
Hoy mientras me acariciaban los rayos del sol de abril me han
llamado mis hijos, me ha dado mucha alegría. Ella está en Madrid y
él en Firenze en un barrio de las afueras.
Hoy
oyendo sus voces he vuelto a sentir la sensación de estar
realmente cerca de mis hijos, como cuando eran pequeños. Les he
contado mi día de encierro y ellos el suyo. Nos hemos reído
hablando de mis sueños absurdos y luego de las barbaridades que
ellos se dicen en las conversaciones de inglés que cada día
tienen para practicarse y no aburrirse.
Su
cariño me ha envuelto, como un pañuelo de colores. Me he sentido
halagada y querida. Otro milagro de los tiempos de espera.
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