domenica 12 aprile 2020

Tiempo de espera (5) 11 de abril


senza dedica: Le misteriose "Compagne di viaggio" di Augustus Egg


Ya hace treinta y siete días que cerraron las escuelas y treinta y dos que estamos confinados en casa.
Los viernes son días emocionantes para mí, pues salgo para ir al supermercado.
Me visto con más esmero y me pinto los ojos y los labios. Voy al garaje, cojo la bici y pedaleo como si hiciera años que no montara en ella. A veces corro para que me acaricie el viento, otras voy despacio para observar mejor la ciudad desierta.
A menudo saludo con la mano a la gente del barrio que va, como yo a comprar, pero ayer madrugué y salí de casa hacia las ocho, por eso no esperaba encontrar a nadie.
Mientras iba por el carril de bicicletas, al cruzarme con una, oí una voz que me decía:
- ¿A dónde vas tan de prisa? Me dijo un mujer con un casco de bici y una mascarilla de colores.
- Hola Ana, no te había reconocido con la mascarilla y el casco. ¿Cómo estáis todos? ¿A dónde vas tan temprano?
- Estamos todos bien. Mi mamá, que dentro de pocos días va a cumplir ochenta años, está llena de achaques, le cuesta mucho andar, suerte que le gusta leer y mirar la tele. Mi marido y yo pasamos largo rato en el jardín. Yo sigo divirtiéndome cocinando. Te voy a pasar una receta nueva de la polenta e funghi. Ahora me voy volando al mercado de S. Ambrogio antes de que se se llene.
- Yo en cambio voy al supermercado. ¡Qué bonita la mascarilla que llevas! ¿Quién la hizo?
- Me la ha regalado Cornelia, la hija de Isabel. Desde que se ha quedado sin trabajo, se dedica a decorar mascarillas, es muy mañosa y creativa. ¿Quieres una?
- Pues sí, aunque todavía nunca me haya puesto una, creo ha llegado el momento de hacerlo. Yo también me voy corriendo a la compra.
- Vale, te llamo esta noche.
- Hasta luego, Ana. Cuídate.

Ayer siendo Viernes Santo en el supermercado había una cola larguísima. Antes de poner el candado en la bici, compré el periódico, luego me acerqué a la cola y pregunté:
- ¿Quién es el último?
Cuando entro en una tienda o en una oficina de correos siempre hago esta pregunta, a veces las personas me miran mal, sobre todo cuando hay poca gente, en cambio si la tienda está abarrotada, me lo agradecen.
- ¿Por qué en Toscana no suele haber esta costumbre? Me pregunto siempre.
Mi madre se ponía en las filas sin chistar y nunca se colaba. Recuerdo que de pequeña iba con ella a comprar. Íbamos al mercado a por la fruta y verdura, luego al colmado y a la panadería y por último entrábamos en la carnicería de la calle Mayor.
Era la carnicería más concurrida del pueblo. Los dueños eran dos señores gorditos. El hombre, a pesar de que respiraba con dificultad, fumaba mientras afilaba los cuchillos o trajinaba piezas de carne de un lugar a otro. El pobre era asmático, pero no parecía preocuparle eso mucho, era cordial y le gustaba echar bromas. La mujer era guapa, sus ojos negros, su piel morena y sus labios pintados de carmín resaltaban detrás del mostrador. Su pecho generoso sobresalía por su delantal. Era muy dicharachera y alegre. Cortaba las lonchas de carne despacio, con cuidado, como si fuera una pierda preciosa.
- El corte es muy importante para que la carne resulte tierna, decía a la clientela con un tono de artista más que de maestra.
- Mamá, quiero ser carnicera cuando sea mayor, le dije un día volviendo a casa con los capazos repletos de víveres.
- Mira por donde, mis abuelos maternos eran carniceros. ¡Si te contara las desgracias de mis antepasados! La carnicería Martín tuvo una larga historia en el pueblo, pero antes de que yo naciera tuvieron que traspasar la tienda.
- Cuéntame, mamá, insistía yo.
- No me agobies, otro día te lo contaré; cuando seas mayor. Ahora concentrate en ayudarme a repostar las cosas en la despensa, me dijo entrando en casa y nunca más quiso mencionar a sus abuelos carniceros.
La última de la cola era una mujer de unos cincuenta años. Noté que iba bien arreglada y un poco coja. No obstante la mascarilla que llevaba y la distancia entre nosotras, nos pusimos a hablar de la situación sanitaria, social y económica que estaba acarrando la epidemia.
Me dijo que tenía dos hijos adolescentes:
- Ya no aguantan más encerrados en casa, echan de menos el entrenamiento que hacían cada día; pobres solo salen al anochecer para correr alrededor de nuestra manzana.
- Mis hijos ya son treintañeros y viven en pareja, pero siendo profesora de secundaria, entiendo muy bien lo que dice, pues en las teleconferencias mis alumnos me dicen que ya no pueden más.
- I para más inri el otro día me rompí tontamente el dedo gordo del pie.
- A veces no hay mal que por bien no venga, como decía siempre mi padre, mejor que haya pasado ahora que cuando podamos salir.
Luego a ella e llegó una llamada y estuvo hablando por teléfono largo rato. Yo me puse a leer el periódico.
El señor taciturno de atrás de mí, que no paraba de fumar y mirar el móvil, me pidió que le guardaba la tanda, porque iba un momento al coche.
- No faltaría más, le dije.
- Se lo agradezco, me contestó él, mientras se alejaba con un paso cansino.
Entre una cosa y otra, al cabo de una hora llegamos a la entrada.
El encargado de la puerta me dijo:
- Espere, usted no lleva mascarilla. Desde hoy es obligatorio ponérsela ¿No tiene ninguna?
- No, ni una. Se han agotado en las farmacias y aún no me han llegado las que distribuye el ayuntamiento.
Mientras el vigilante me daba una mascarilla blanca muy sencilla, yo iba pensando que cada semana introducían normas nuevas: primero la entrada limitada, después la distancia, luego los guantes y ahora las mascarillas.
- Póngasela, pues de ahora en adelante nadie no se podrá salir de casa sin ella.
Me costó un poco acostumbrarme a la mascarilla, era la primera vez que me cubría la boca y la nariz con ella. Las gafas se me quedaban empañadas y no lograba mirar bien los precios y los números de la balanza, pero poco a poco aprendí a moverla para que el aire que salía de mis pulmones no se condensara en las lentes.
Volviendo a casa, mientras pedaleaba iba pensando en la mascarilla de colores de Ana. De golpe sentí una gran alegría, parecida a la que sentía cuando de pequeña volvía de una excursión en autocar. A pesar de que a la ida me había mareado como una sopa, el viaje me había encantado. Había descubierto tantas cosas: pueblos, valles, montañas, arroyos, ríos, ermitas, monasterios y sobre todo había conocido a personas nuevas.









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