Ya hace treinta y siete días
que cerraron las escuelas y treinta y dos que estamos confinados en
casa.
Los
viernes son días emocionantes para mí, pues salgo para ir al
supermercado.
Me
visto con más esmero y me pinto los ojos y los labios. Voy al
garaje, cojo la bici y pedaleo como si hiciera años que no
montara en ella. A veces corro para que me acaricie el viento, otras
voy despacio para observar mejor la ciudad desierta.
A
menudo saludo con la mano a la gente del barrio que va, como yo a
comprar, pero ayer madrugué y salí de casa hacia las ocho, por eso
no esperaba encontrar a nadie.
Mientras
iba por el carril de bicicletas, al cruzarme con una, oí una voz
que me decía:
-
¿A dónde vas tan de prisa? Me dijo un mujer con un casco de bici y
una mascarilla de colores.
-
Hola Ana, no te había reconocido con la mascarilla y el casco. ¿Cómo
estáis todos? ¿A dónde vas tan temprano?
-
Estamos todos bien. Mi mamá, que dentro de pocos días va a
cumplir ochenta años, está llena de achaques, le cuesta mucho
andar, suerte que le gusta leer y mirar la tele. Mi marido y yo
pasamos largo rato en el jardín. Yo sigo divirtiéndome cocinando.
Te voy a pasar una receta nueva de la polenta e funghi.
Ahora me voy volando al mercado de S. Ambrogio antes de que se se
llene.
-
Yo en cambio voy al supermercado. ¡Qué bonita la mascarilla que
llevas! ¿Quién la hizo?
-
Me la ha regalado Cornelia, la hija de Isabel. Desde que se ha
quedado sin trabajo, se dedica a decorar mascarillas, es muy mañosa
y creativa. ¿Quieres una?
-
Pues sí, aunque todavía nunca me haya puesto una, creo ha llegado
el momento de hacerlo. Yo también me voy corriendo a la compra.
-
Vale, te llamo esta noche.
-
Hasta luego, Ana. Cuídate.
Ayer
siendo Viernes Santo en el supermercado había una cola larguísima.
Antes de poner el candado en la bici, compré el periódico, luego me
acerqué a la cola y pregunté:
-
¿Quién es el último?
Cuando
entro en una tienda o en una oficina de correos siempre
hago esta pregunta,
a
veces las
personas
me miran mal, sobre todo cuando hay poca gente, en cambio si la
tienda está abarrotada, me lo agradecen.
-
¿Por qué en Toscana no suele haber esta costumbre? Me pregunto
siempre.
Mi
madre se ponía en las filas sin chistar y nunca se colaba. Recuerdo
que de pequeña iba con ella a comprar. Íbamos al mercado a por la
fruta y verdura, luego al colmado y a la panadería y por último
entrábamos en la carnicería de la calle Mayor.
Era
la carnicería más concurrida del pueblo. Los dueños eran dos
señores gorditos. El hombre, a pesar de que respiraba con
dificultad, fumaba mientras afilaba los cuchillos o trajinaba
piezas de carne de un lugar a otro. El pobre era asmático, pero no
parecía preocuparle eso mucho, era cordial y le gustaba echar
bromas. La mujer era guapa, sus ojos negros, su piel morena y sus
labios pintados de carmín resaltaban detrás del mostrador. Su
pecho generoso sobresalía por su delantal. Era muy dicharachera y
alegre. Cortaba las lonchas de carne despacio, con cuidado, como si
fuera una pierda preciosa.
-
El corte es muy importante para que la carne resulte tierna, decía
a la clientela con un tono de artista más que de maestra.
-
Mamá, quiero ser carnicera cuando sea mayor, le dije un día
volviendo a casa con los capazos repletos de víveres.
-
Mira por donde, mis abuelos maternos eran carniceros. ¡Si te contara
las desgracias de mis antepasados! La carnicería Martín tuvo una
larga historia en el pueblo, pero antes de que yo naciera tuvieron
que traspasar la tienda.
-
Cuéntame, mamá, insistía yo.
-
No me agobies, otro día te lo contaré; cuando seas mayor. Ahora
concentrate en ayudarme a repostar las cosas en la despensa, me dijo
entrando en casa y nunca más quiso mencionar a sus abuelos
carniceros.
La
última de la cola era una mujer de unos cincuenta años. Noté que
iba bien arreglada y un poco coja. No obstante la mascarilla que
llevaba y la distancia entre nosotras, nos pusimos a hablar de la
situación sanitaria, social y económica que estaba acarrando la
epidemia.
Me
dijo que tenía dos hijos adolescentes:
-
Ya no aguantan más encerrados en casa, echan de menos el
entrenamiento que hacían cada día; pobres solo salen al
anochecer para correr alrededor de nuestra manzana.
-
Mis hijos ya son treintañeros y viven en pareja, pero siendo
profesora de secundaria, entiendo muy bien lo que dice, pues en
las teleconferencias mis alumnos me dicen que ya no pueden más.
-
I para más inri el otro día me rompí tontamente el dedo gordo del
pie.
-
A veces no hay mal que por bien no venga, como decía siempre
mi padre, mejor que haya pasado ahora que cuando podamos salir.
Luego
a ella e llegó una llamada y estuvo hablando por teléfono largo
rato. Yo me puse a leer el periódico.
El
señor taciturno de atrás de mí, que no paraba de fumar y mirar el
móvil, me pidió que le guardaba la tanda, porque iba un momento
al coche.
-
No faltaría más, le dije.
-
Se lo agradezco, me contestó él, mientras se alejaba con un paso
cansino.
Entre
una cosa y otra, al cabo de una hora llegamos a la entrada.
El
encargado de la puerta me dijo:
-
Espere, usted no lleva mascarilla. Desde hoy es obligatorio
ponérsela ¿No tiene ninguna?
-
No, ni una. Se han agotado en las farmacias y aún no me han llegado
las que distribuye el ayuntamiento.
Mientras
el vigilante me daba una mascarilla blanca muy sencilla, yo iba
pensando que cada semana introducían normas nuevas: primero la
entrada limitada, después la distancia, luego los guantes y ahora
las mascarillas.
-
Póngasela, pues de ahora en adelante nadie no se podrá salir de
casa sin ella.
Me
costó un poco acostumbrarme a la mascarilla, era la primera vez que
me cubría la boca y la nariz con ella. Las gafas se me quedaban
empañadas y no lograba mirar bien los precios y los números de la
balanza, pero poco a poco aprendí a moverla para que el aire que
salía de mis pulmones no se condensara en las lentes.
Volviendo
a casa, mientras pedaleaba iba pensando en la mascarilla de colores
de Ana. De golpe sentí una gran alegría, parecida a la que sentía
cuando de pequeña volvía de una excursión en autocar. A pesar de
que a la ida me había mareado como una sopa, el viaje me había
encantado. Había descubierto tantas cosas: pueblos, valles,
montañas, arroyos, ríos, ermitas, monasterios y sobre todo había
conocido a personas nuevas.
Nessun commento:
Posta un commento