venerdì 8 gennaio 2021

Tardes dominicales


Las tardes de los domingos para muchas personas se convierten en horas de espera. El día de fiesta se está terminando y el lunes está a punto de llegar. No logran disfrutar el tiempo libre y acaban por desaprovecharlo. Eso es lo que le pasó a Margarita, cuando cerraron el último cine del pueblo.

Todo el mundo la llamaba Marga para distinguirla de tía Margarita, la hermana de su madre. Nació a mitades de los años cincuenta, en un pueblo pequeño de la costa, que vivía de agricultura, pesca y comercio, pero que en los años sesenta creció desmesuradamente y se enriqueció con el turismo.

Marga recuerda poco las tardes dominicales de su infancia, sin embargo se le aparece una imagen desenfocada de ella cogida de la mano de su padre, caminando por las calles del pueblo. Luego se ve debajo de la mesa de la cocina de la abuela, jugando con una baraja de cartas gastadas, oye la voz de su padre que habla con su hermano soltero. Se le mezclan las voces de la anciana vestida de negro y de los dos hombres, que primero se quejan de las cosechas malas y luego discuten por algo que ella no entiende. Al final levantan un poco la voz  por la discordia que surge entre ellos. De golpe el padre le dice a la niña:

- Vámonos que se ha hecho tarde.

Magda ya de mayor, sin que nadie le dijera nada, descubrió que, antes de que ella naciera, habían surgido malentendidos con la herencia  del abuelo. Quizás por eso su madre nunca iba a visitar a la abuela y su padre poco.

De pequeña los domingos por la tarde los pasaba generalmente en casa de tía Margarita jugando con su hermano y su prima. Por suerte la señora Enriqueta, que era la suegra de tía Margarita y la dueña de la casa, se iba a la iglesia y dejaba de refunfuñar. Tenía siempre malhumor y no le gustaban los niños.

A veces, cuando tía Margarita se encontraba mal o tenía algún inconveniente, sus padres dejaban a los pequeños con la hija mayor, que tenía siete años más que Marga o con el abuelo materno que vivía con ellos.  Sin embargo ni a la hija mayor ni al abuelo les gustaba  cuidar a los peques, por eso en algunas ocasiones los padres  tenían que  llevarselos  al cine.  Estaban abonados y no querían de ninguna manera perder la sesión.

Magda se sentaba en el regazo de su madre y no sacaba la vista de la pantalla. En aquel entonces ponían dos películas, separadas por un intermedio, durante el cual la gente compraba bebidas y chucherías. Primero ponían la película mala y luego la buena, que era de estreno. Pero cuando la obra cinematográfica era lenta y aburrida, ella perdía el hilo de la historia, se dormía un rato.

A los diez años sus padres le dieron el permiso para ir al cine parroquial con su prima y otras amiguitas, pues ellos seguían abonados al cine Tropical, uno de los más grandes y bonitos del pueblo, para la sesión de las cinco de la tarde. La condición era que tenía que llevarse consigo a su hermano y vigilarlo. Magda quería mucho al niño y le perdonaba sus pequeñas diablerías.

Desde entonces, para Marga, las tardes de los domingos quiseron decir sesión de cine. Al salir del ecntro parroquial ya era de noche y volvían a casa. La cena dominical de su familia era fugaz, a base de pan, queso y fruta,  ya que nadie tenía hambre, tras la comilona de los días de fiesta.

Antes de acostarse repasaba las tareas escolares pendientes para el lunes. Se sentaba en la cocina, cerca de la estufa de leña y mientras los demás hablaban o miraban la televisión, ella abría cuadernos y libros. Después se iba a la cama tranquila.

A veces le costaba dormirse, entonces recordaba minuciosamente las historias que había visto. La primera película generalmente era del oeste y no es que a ella le gustara mucho, pero se deleitaba cuando los protagonistas se encerraban en sus casas o en los fuertes para defenderse de los indios o de otros pistoleros que estaban a punto de atacarles. Aquellos pioneros del oeste tomaban a menudo tazas de café, alrededor del fuego.

Ella se fijaba en el movimiento lento de las manos de los protagonistas, mientras agarraban la taza y en sus labios, cuando sorbían aquel líquido negro y caliente, para luego reproducirlo con su prima. Marga no había probado en su vida café, pues sus padres no lo tomaban, decían que no era bueno para la salud, sin embargo ella siempre que jugaba en su cocinita de madera, cogía los cacharros, agua del grifo y tierra de las macetas del patio y le preparaba un brebaje oscuro a su prima, que solía repetirle un poco molesta:

-  ¡Ya estoy harta de tus cafés, a ver si preparas otra cosa!

De noche le encantaba escuchar la lluvia que chocaba contra los cristales de la claraboya que lindaba con su cuarto, entonces se imaginaba que estaba dentro de una cabaña de madera en un bosque y que algunos maleantes les atacaban y ella se escondía con su hermanito en un lugar secreto, una especie de altillo de madera. Entonces se dormía sosegada.

Había cuatro cines en el pueblo, pero a partir de los años setenta los furon cerrando uno tras otro. A medida que el tiempo iba pasando, tras el cierre del último cine, para Marga, ya adolescente, los domingos por la tarde empezaron a volvérsele lánguidos y repletos de largas horas de espera.

Abrieron discotecas y bares musicales en el paseo marítimo, y las amigas de Marga se volvían locas para ir a bailar, pero a ella no le gustaba mucho, echaba de menos el cine. Se sentía cohibida y le molestaba la música tan fuerte. De vez en cuando se dejaba convencer por sus amigas e iba a bailar, pero se divertía poco.

A los dieciocho años se fue a estudiar a Barcelona. Los viernes por la noche o los sábados por la mañana volvía en tren al pueblo. Los domingos después de comer preparaba la bolsa con ropa limpia, libros y víveres e iba a tomar de nuevo el tren. Llegaba a la estación de Cercanías de Barcelona a media tarde, entraba en la boca del metro, hacía un trasbordo y en media hora llegaba al apartamento donde se alojaba. Subía en ascensor, abría la puerta, dejaba los bultos en su cuarto, la comida en la nevera y salía.

Al cabo de un par de horas entraba de nuevo en el mismo edificio, cogía las escaleras, pues si no iba cargada, prefería subir a pie los cuatro pisos que tomar el ascensor.

Casi siempre era la primera en llegar al apartamento que compartía con otras estudiantes. La cena de los domingos con sus compañeras no era tan fugaz como la de su casa, pues cada una de las chicas traía algo bueno del pueblo: pan, queso, salchichón, jamón, patatas, tomates, huevos, tartas y pasteles.

A menudo preparaban un gran tortilla de patatas y rebanadas de pan con tomate. Mientras comían hablaban y reían. Marga a veces les contaba a sus compañeras los pormenores de la película que había visto aquel domingo en el cine de abajo. En aquel entonces para Margarita las tardes de los domingos dejaron de ser lánguidas y aburridas y volvieron a llenarse de historias emocionantes.





 

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