La
iluminación de una habitación a veces nos puede cambiar de humor, en eso
pensó Inés aquella mañana gris de diciembre, entrando en su
cuarto.
A la derecha
había una lámpara de pared un poco mortecina, la encendió a pesar
de que la persiana de la ventana estuviera subida. En seguida tuvo
una sensación de desconsuelo y recordó el caserón frío y húmedo
de su infancia. Luego encendió la lamparita de la mesilla de noche y
el dormitorio de golpe le pareció más acogedor.
Inés de
pequeña dormía con su hermana, en el cuarto no tenían lamparita en
la mesita, sólo una lámpara central, un bombilla cubierta por globo
de vidrio verdoso, que daba muy poca luz. Las camas eras dispares y
casi se tocaban, sólo un pequeño pasillo las separaba, había una
ventana alta que daba a la escalera, donde había una gran claraboya.
Una primavera, a mitades de los años sesenta, les renovaron los
muebles. Pusieron una cómoda con varios cajones, un perchero, cambiaron las camas viejas y la mesita de la abuela por dos
camitas iguales con una mesilla de noche de conjunto, todo ello de
madera clara, con bordes más oscuros. A las dos hermanas les
compraron también una lamparita. Llamaron al colchonero del pueblo para que
rehiciera los colchones. El hombre trabajó todo un día con esmero
sacando, peinando, cepillando y cardando la lana vieja del colchón,
luego añadiendo lana nueva que había traído consigo. Todo ello en la terraza del primer piso, para evitar que toda la casa se llenara de polvo. Aprovechó la tela descolorida para reforzar las esquinas, cosiendo con una aguja grande y gruesa, pero la mayor parte la cubrió con una nueva funda de algodón de rayas blancas y azules. Los colchones quedaron como nuevos. Por supuesto las niñas también estrenaron sábanas
y cubrecamas. Las mantas eran de lana, algunas, las más viejas habían sido de los abuelos o de alguna tía soltera, otras con los bordes de un tejido más fino, las habían comprado años atrás en Barcelona. Para calentar los pies les pusieron dos pequeños edredones de plumas.
Inés por
aquel entonces tenía unos ocho años. Carla, quien ya se sentía
toda una mujercita, hacía poco que había cumplido quince. En
verano, los fines de semana, Carla solía invitar a dormir a Isabel, una
de sus amigas. Se metían las dos en la misma cama, con la cabeza
llena de rulos y cuchicheaban horas y horas. A veces la pobre Inés
se despertaba y desde la otra camita les decía:
- Hablad más
flojo o mejor apagad la luz de una vez, por favor.
- Qué
pesada que eres, ya te voy tapando la lamparita, si te molesta tanto. Déjanos en paz, le contestaba Carla.
Inés no
entendía porque tenían que charlar tanto, a pesar de que hubiera
pasado cantidad de tiempo desde aquel entonces aún recordaba que el
tema de conversación de las dos muchachas, era siempre el mismo: que
si a mí me gusta ese chico, que si él va detrás de otra, que si
aquél otro pelma me sigue a todas partes y no logro sacármelo de
encima, que si la rosca que me enseñaste no va con mi pelo, que no
me acaba de convencer la nueva depiladora, que si tengo pocas
caderas y demasiadas tetas, que me veo horrorosa con esos granitos,
etc.
Inés se
volvía a dormir, pero se despertaba de nuevo al cabo de un rato,
pues las dos cotorras seguían y seguían hablando hasta el amanecer.
Una noche le
despertó un olor de plástico quemado. Carla e Isabel estaban
dormidas y no se habían dado cuenta de que el traje de baño que
habían puesto sobre la lamparita se había calentado tanto que
empezaba a echar humo.
Inés sacó
en seguida el bañador de la lamparita y sonrió viendo que la
parte postiza de plástico del sujetador se había estropeado, un
pecho era puntiagudo y el otro chato. Ya se imaginaba a Carla
refunfuñando cuando lo hubiera visto, ella que tenía un pecho tan
bonito y que estaba tan orgullosa de él.
- Nadie
tiene la culpa, lo importante es que mamá no se entere, se dijo.
La madre les
tenía prohibido leer antes de dormirse, pero a ambas les gustaba
esconder un libro bajo la almohada. Cuando ya no se oían los ruidos
y voces de la cocina, quería decir que sus padres se habían
sentado en el sofá de la salita para mirar la televisión que hacía
bien poco que habían comprado; entonces volvían a encender la
lamparita y sólo la apagaban al oír los pasos o las voces de
madre por el pasillo; pues sabían que cada noche, antes de subir las escaleras
para ir a acostarse, ella iba a echar el cerrojo de la puerta
de entrada principal de la casa. Era una vieja puerta de madera que
la madre abría de par en par cada mañana, para que entrara la luz
de la calle. Tras un pequeño zaguán cubierto con azulejos, había
otra puerta de cristales opacos que estaba siempre cerrada. Era muy
cómoda, pues si alguien tocaba el timbre en seguida se podía adivinar
quien era la persona que llamaba, por la sombra que dejaba traslucir por la vidriera
Inés no
entendía porque les habían prohibido una de las cosas que más le
gustaba; y pensar que la madre, a quien de joven le encantaba leer
novelas de amor, les había contado que su abuela hacía la misma cosa
con ella, apagando la luz le decía:
- A la cama
se va para dormir y no para leer
La madre
estaba delicada de salud y a pesar de que con su marido se llevara
bien, estaba a menudo enfadada, quizás porque criar tres hijos era
mucho trabajo para ella, pues nadie la ayudaba en las labores de
casa. Lo que más le agobiaba era hacer la comida y la cena día
tras día. A menudo, después de cenar, se pelaba con Carla, mientras
fregaban los platos. Inés no soportaba las riñas y malhumores, por
eso desaparecía de la cocina. Iba a su habitación, encendía la
lamparita, cogía un libro de cuentos y se ponía a leer, luego, cuando oía que se habían
apaciguado, volvía a la cocina.
El cuarto de
las niñas en invierno era frío, la estufa de leña estaba en la
cocina y por supuesto el calor no llegaba a la primera planta, donde
estaban ubicados los dormitorios. Para calentar las sábanas húmedas
de las camas, la madre les preparaba bolsas de agua caliente. Los primeros que subían
las escaleras para ir a la cama eran los pequeños, Inés cogía de la mano a Tomás, su
hermanito. Carla siempre se acostaba un poco más tarde, pues antes se
encerraba en el cuartito de baño y se ponía con esmero rulos en la
cabeza para dar forma a su melena.
Durante los días más fríos Inés no leía en la cama, pues era incómodo sacar las manos fuera de la montaña de mantas que la madre les ponía. Pesaba tanto la ropa de la cama que al entrar en ella Inés se quedaba quieta, hasta que no se dormía. A menudo le salían sabañones en las manos y se rascaba tanto que se le hacían llagas y costras. En cambio durante las demás estaciones las dos hermanas cada noche leían en la cama a escondidas.
Durante los días más fríos Inés no leía en la cama, pues era incómodo sacar las manos fuera de la montaña de mantas que la madre les ponía. Pesaba tanto la ropa de la cama que al entrar en ella Inés se quedaba quieta, hasta que no se dormía. A menudo le salían sabañones en las manos y se rascaba tanto que se le hacían llagas y costras. En cambio durante las demás estaciones las dos hermanas cada noche leían en la cama a escondidas.
La sensación
de bienestar tras encender la lamparita, a pesar de que
hubieran pasado más de cincuenta años y de que se encontrara a mil kilómetros de distancia del viejo caserón, a Inés le pareció la misma que la que sentía de niña cada vez
que se refugiaba en su cuarto y prendía la lucecita.
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