giovedì 20 dicembre 2018

Los jugadores de cartas - I giocatori di carte











Faltaba sólo un par de días para Navidad, la mañana en que me desperté contenta, pues había dormido la mar de bien, eso hacía tanto que no me ocurría. En seguida pensé,  no sé porque, en Miguel, el viejecito a quien Dulia, la cuidadora de mi padre de aquella época, le hacía compañía todas las noches, quizás porque había soñado con él.

En aquel entonces dos mujeres cuidaban a mi padre: Blanca de noche y Dulia de día.
Blanca tenía unos sesenta años, su cuerpo era menudo y sutil, por el que asomaba una cara muy delicada. Su voz melosa, con el deje de Buenos Aires, delataba en seguida su buen carácter. De pequeña emigró con sus padres de Zamora, su ciudad natal, a Argentina, donde se casó muy joven y trabajó en la empresa de cartones que regía su marido con otros socios. Después de la muerte precoz de su cónyuge, los socios la estafaron y por eso decidió volver a España con sus hijos adolescentes. Tuvo que arreglárselas como pudo. Al principio fue muy duro para ella, pues debió adaptarse a trabajos humildes. Después de algunos años, consiguieron comprarse un piso gracias a su tenacidad, a un poco de suerte y sobre todo a un buen préstamo bancario.
Al cabo de poco tiempo pusieron en venta su apartamento para comprar otro más pequeño, pues los hijos se iban casando o se fueron  a vivir con su pareja a otra ciudad. Todo les fue bien hasta que la crisis del 2007 los alcanzó de lleno y por un pelo no lograron vender su vivienda, después de haber comprado ya  otro departamento más pequeño. Para pagar las dos hipotecas, Blanca tenía que trabajar de noche cuidando a mi padre y de día depilando a las chicas del pueblo.
Miguel, me contaba Dulia, era un hombre a quien le gustaba dormir como a un bebé. Se acostaba al anochecer y se despertaba a la mañana siguiente, hacia las nueve. A veces después de desayunar volvía a la cama, aún caliente, para leer el periódico que su nuera le traía cada mañana. Durante el día hacía muchas cosas solo: se aseaba poco a poco, calentaba la comida que le traían y en los días soleados iba a pasear con su bastón por el paseo, a lo largo de la playa. Su hijo tenía en el pueblo una pequeña librería, por lo tanto cuando cerraba, al mediodía y por la noche, iba a verlo.
Conocí poco a Miguel, pero las historias que me contaban mi padre y Dulia, contribuyeron a que me cayera bien.
Algunos años atrás mi padre me dijo triste:
- Tots els meus amics es moren. De la meva quinta ja no queda ningù.
Efectivamente, todos los quintos del 1919, los jóvenes que fueron a la mili antes de haber cumplido los veinte años y que combatieron en la guerra civil, estaban muertos.
Pero un día, volvió a casa contento diciendo que había conocido a Miguel, un viejecito de Zaragoza, quien desde hacia poco tiempo se había trasladado a nuestro pueblo.
Reía cuando nos contaba que los dos habían nacido el mismo día, el seis de enero de 1919. ¡Qué coincidencia!
El señor Miguel, se había quedado solo, porque su mujer había perdido poco a poco la cabeza y hacía pocos meses había fallecido en una clínica geriátrica, donde habían tenido que ingresarla. Había luchado contra la enfermedad de su esposa, que lentamente le devoraba trocitos de cerebro.
Habían sido tiempos muy duros, pero luego a los noventa años, tuvo que empezar de nuevo o mejor terminar su vida en un pueblo casi desconocido para él.
Una tarde, paseando por el barrio antiguo, descubrió un café donde algunos jubilados jugaban a cartas.
El no era capaz con las cartas, pero le gustaba mucho mirar a los jugadores, algunos viejos como él, otros más jóvenes. Se sentaba cerca de las mesas de juego, para observar mejor los movimientos de sus caras: ojeadas simbólicas, signos y otras formas de comunicación secreta. Llamaban al juego, la butifarra, se jugaba en parejas.
No tuvieron mucho tiempo para hacerse amigos, pues al cabo de pocas semanas mi padre tuvo un ictus, del que por suerte se recuperó, pero desde entonces no pudo volver al centro recreativo a jugar a cartas.
Dulia, por aquel entonces tenía unos cuarenta años y un cuerpo redondito. Era una buena cocinera, sin embargo comía poco, porque estaba a régimen perenne. Pero era muy golosa, como mi padre. Los dos, cada tarde, se deliciaban con meriendas muy dulces. A pesar de sus esfuerzos la balanza de Dulia no lograba bajar mucho. Pero ella siempre estaba contenta, cantaba mientras limpiaba y bromeaba a menudo, a pesar de todos los problemas que tenía.
- Tengo a dos hombres, los dos nacieron el día de los Reyes, uno lo quiero de día y otro de noche, nos dijo bromeando, una tarde mientras jugábamos a domino los tres, para pasar el rato.

Me levanté despacio y mientras estaba preparando el desayuno no paraba de pensar en los dos viejecitos.
Imaginé que aquella mañana Miguel, se habría despertado alegre, sabiendo que Dulia, le habría preparado una buena taza de café con leche. Mi padre en cambio aún estaría durmiendo, se habría levantado a media mañana, pues solía  acostarse muy tarde. Primero Blanca y luego Dulia lo habrían atendido con cariño, pensé.
Mi marido aún estaba en la cama cuando sonó el móvil. Se levantó deprisa. Era su amigo, quien le llamaba para invitarle a dar una vuelta en bicicleta, ya que hacía un día soleado.
Desayunamos juntos aquella mañana plácida y hablamos largo rato de mi padre, de Miguel y de su fiel  e incansable cuidadora.
Mi marido se levantó de la mesa y empezó a arreglarse para salir, yo me  quedé inmóvil,  con la taza de té entre las manos, mirando  sus idas y venidas. 
Al cerrarse la puerta oí el ruido que hacían los enganches de sus zapatos de ciclista bajando por las escaleras.
Todavía no me había vestido, seguía en camisón, por eso me metí  de nuevo en la cama,  aún  calentita  y tomé mi  ordenador portátil. Las sábanas estaban  arrugadas, me senté y  mientras arreglaba  la ropa de la cama  y me estremecí pensando de nuevo en los jugadores de cartas; encendí el ordenador e hice una lista de todas las cosas que tenía que hacer, faltaban sólo dos días para Navidad.



I giocatori di carte

Mancavano solo due giorni per Natale, la mattina in cui mi ero svegliata felice, avevo dormito placidamente, come da tanto non succedeva. Mentre mi alzavo ho pensato, chissà perché, a Miguel, il vecchietto, al quale Dulia, la badante di mio padre, faceva compagnia tutte le notti, forse lo avevo sognato.

Mio padre in quell'epoca veniva accudito da due badanti: Blanca di notte e Dulia di giorno.
Blanca aveva una sessantina d'anni, di corpo sottile e di viso delicato. La sua dolce parlata di Buenos Aires contribuiva a farci scoprire il suo buon carattere. Quando era piccola, emigrò con la sua famiglia da Zamora, nel cuore di Castiglia, all'Argentina, dove si sposò molto giovane e lavorò nella ditta di imballaggi, che il consorte dirigeva con alcuni soci. Ma dopo la morte precoce del marito, i soci della fabbrica la truffarono, liquidandola con quattro soldi. Decise di ritornare in Spagna con due figli ormai grandi, dove, finito il denaro, dovette arrangiarsi. I primi tempo per loro furono molto difficili, svolsero lavori umili e spesso mortificanti, ma mai si persero d'animo. Dopo qualche anno riuscirono a racimolare un po' di soldi per comprarsi un appartamento in un quartiere nuovo del paese. I figli in seguito andarono a vivere per conto proprio e Blanca decise di vendere la casa e di comprarne una più piccola. Prima di tutto comprò una vecchia abitazione vicino alla stazione, pensando di aver fatto un buon affare, ma dopo non riuscì a vendere la sua, dato che la crisi del mattone la prese in pieno. Con due mutui da dover pagare, si trovò a lavorare di notte da mio padre e di giorno depilando le ragazze del paese.
Miguel, mi raccontava Dulia, era un uomo mite che amava dormire come un piccolo bambino. Si addormentava all'imbrunire e si svegliava la mattina verso le nove. A volte, dopo aver fatto colazione, tornava al letto, ancora caldo, per leggere il giornale, che sua nuora gli portava tutte le mattine. Durante la giornata faceva tutto da solo, con molta lentezza: si riscaldava il cibo che gli aveva portato sua nuora, si lavava e andava a passeggiare lungo il mare, con l'aiuto del suo bastone. Suo figlio, da diversi anni, aveva una piccola libreria in paese, e quando chiudeva, per la pausa di pranzo o la sera, passava a trovarlo.
Conoscevo poco Miguel, ma dai racconti di mio padre e da quelli della loro badante mi ispirava molta tenerezza e simpatia.
Qualche anno prima mio padre mi disse:
- Tots els meus amics es moren. De la meva quinta ja no queda ningù. 1
Effettivamente, i ragazzi del 1919, quelli che furono chiamati alla leva a 18 anni, per poi combattere durante la guerra civile, erano tutti morti.
Mio padre un giorno, tornò a casa contento dicendo che aveva conosciuto Miguel, un anziano di Zaragoza, che da qualche anno si era trasferito nel nostro paese. Rideva quando raccontava che era nato lo stesso giorno di lui, il giorno della Befana del 1919: era un piccolo miracolo.
Miguel era rimasto da solo, perché, da quasi un decennio, sua moglie aveva perso la testa ed in seguito era morta in una clinica geriatrica, dove si era visto obbligato a ricoverarla. Aveva lottato con la malattia della moglie, che ogni giorno le divorava un pezzettino di cervello. Erano stati tempi difficili, per poi trovarsi a novant'anni a dover ricominciare da solo, o meglio a finire la sua vita in un paese quasi sconosciuto.
Un pomeriggio Miguel, passeggiando per il centro del paese scoprì un circolino dove alcuni anziani giocavano a carte. Lui non ne era capace, ma gli piaceva molto guardare i giocatori, uno di quelli era mio padre. Si sedeva a poca distanza dai tavoli da gioco, per osservare meglio i movimenti buffi dei pensionati: occhiate incrociate, segni col viso, messaggi gestuali e ogni altra forma di comunicazione. Giocavano  a un gioco  chiamato butifarra 2
Non ebbero molto tempo di fare amicizia, dato che poche settimane dopo la loro conoscenza mio padre ebbe un ictus, dal quale lentamente si riprese, ma da quel momento dovete camminare con un girello e non potè più recarsi al circolo ricreativo.
Mio padre che fino a quel momento aveva avuto bisogno della compagnia di Blanca solo per la notte, dovette cercare una badante di giorno. Il caso volle che fosse Dulia.
Dulia aveva una quarantina d'anni ed era piuttosto robusta. Essendo una magnifica cuoca e in più una buona forchetta, era sempre a dieta, ma il suo peso non calava di un grammo. Spesso cantava mentre svolgeva le faccende domestiche, ed era sempre allegra nonostante le difficoltà che la vita le aveva portato.
Dopo pochi mesi che lavorava per mio padre, si sparse la voce nel paese che Dulia era molto brava e inoltre, avendo la patente, poteva portare a passeggio con l'automobile i vecchietti che custodiva.
Miguel, si sentiva solo la notte e chiese a Dulia se gli poteva fare compagnia. La badante di mio padre accettò, anche se quel doppio lavoro voleva dire non vedere la sua famiglia, ma aveva proprio bisogno di guadagnare qualche soldo, dato che il sussidio di disoccupazione, che percepiva suo marito ogni mese, si stava esaurendo.
Alcuni lunghi pomeriggi invernali, mentre a casa giocavamo al domino con mio padre, Dulia diceva ridanciana:
- Tengo a dos hombres , los dos nacieron el dia de los Reyes, uno lo quiero de día y otro de noche 3.

Mi sono alzata  con calma e mentre preparavo la colazione continuavo a pensare a Miguel, immaginavo che lui, quella mattina, si doveva essere svegliato allegro, sapendo che Dulia gli avrebbe preparato una bella tazza di caffellatte. Mio padre invece, nottambulo di natura, avrebbe aperto gli occhi a mezza mattina, ma avrebbe sempre goduto delle cure, prima di Blanca e poi di Dulia.
Mio marito era al letto quando è suonato il suo cellulare. Si è alzato in fretta e furia. Un suo compagno di pedalate lo chiamava per coinvolgerlo a fare un bel giro in bicicletta, dato che la giornata era molto bella.
Abbiamo fatto colazione insieme,  parlando a lungo di mio padre, di Miguel e della loro badante. 
Mentre tenevo ancora la tazza di tè tra le mani ho salutato lui che stava uscendo.
La porta si era chiusa e, mentre lui spariva per le scale, mi era arrivato il ticchettio delle sue scarpe, quelle con gli agganci che si attaccano ai pedali delle biciclette da corsa.
Ero ancora in camicia da notte, quando ho preso il computer portatile e mi sono infilata di nuovo nel letto,  ancora caldo.
Seduta sul lettone, un po' sgualcito e mentre sistemavo le lenzuola con le mani, ho sentito un brivido di nostalgia ripensando ai giocatori di carte;  dopo  ho acceso il computer e ho cominciato a  una lista  di tutte le cose che volevo fare, mancavano solamente due giorni per Natale.

 1. Tutti i miei amici stanno morendo. Dalla mia leva non rimane nessuno
 2. Gioco di carte, molto popolare nella Catalogna, nel quale quattro giocatori giocano a coppie
 3. Ho due uomini, entrambi nati il giorno delle Befana. Uno lo voglio di giorno e l'altro di notte





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