Cuando Isabel quiere salir del ajetreo de la ciudad y no
tiene ni tiempo ni ganas de ir la bicicleta o en coche, va andando
a largo del río, hasta el puente S. Niccolò. Tras cruzar unos
semáforos, la vereda se ensancha entre el parque y el río; es
allí donde hace pocos años que pusieron unas cuantas mesas y
sillas de exterior, color verde oscuro, todo bastante sencillo. A
pocos metros de la orilla, un poco más hacia el interior, hay un
chiringuito. Lo llevan unas chicas que no se dan prisa para servir,
al contrario si uno no va a buscarse la bebida, nadie se la trae.
Durante las mañanas soleadas del domingo, hay bastante
gente, sobre todo parejas con niños que juegan, van en triciclo o
duermen en los cochecitos. También hay mesas con dos o tres amigos
que hacen tertulia, discutiendo de política o de fútbol, sin parar
de fumar y de echar tacos; pero lo que más abunda son hombres solos.
Suelen tomar un aperitivo o una cerveza con patatas fritas,
cacahuetes o aceitunas, depende de la temporada. Algún que otro
parroquiano toma una taza de café, pero sin falta todos beben,
leyendo el periódico. Esos hombres solitarios nunca tienen prisa,
porque saben que para ellos es mejor ir a casa lo más tarde posible,
cuando sus esposas hayan terminado de guisar la comida dominical,
después de haber trajinado toda la mañana por la cocina. A veces
Isabel encuentra algún que otro conocido que le van diciendo que es
tarde y que se tienen que ir a comer, porque su mujer lo espera, sin
embargo no logra irse a casa hasta que la esposa no lo amenaza por
teléfono, diciéndole:
- Siempre igual, ni un día que vuelvas puntual para
poner la mesa, eres un desastre. Tu madre acaba de llegar con la
cuidadora y ya me está dando la lata. Como
no llegues en diez minutos vamos a empezar sin ti y no te vamos a
dejar ni las migas.
Entonces el marido, a pesar de que se sienta maltratado,
se marcha deprisa y corriendo.
En primavera, a principios de verano y en septiembre,
al atardecer las mesas suelen estar abarrotadas de grupos de
estudiantes, a veces Isabel sonríe observándolos mientras hacen
problemas de matemáticas, química o estudian verbos latinos,
literatura u otra asignatura; entonces piensa en que el ambiente
fluvial debe de ser bueno para concentrarse.
Casi nunca hay forasteros, pues el lugar está bastante
apartado de los circuitos turísticos.
Últimamente Isabel ha ido alguna vez entre semana,
después de comer, hacia las tres y media, para aprovechar los
últimos rayos de sol de las tardes de invierno. A Isabel le
interesan más las personas que los lugares, por eso enseguida nota
que en los día laborables hay gente más rara, hay pocas mujeres,
abundan los hombres más bien mayores, o bien son jubilados o gente
que trabaja poco.
Generalmente escoge una mesa en que toque el sol y
donde la sombra llegue más tarde, se sienta y abre el libro que
lleva en el bolso; de vez en cuando levanta la cabeza y se distrae
mirando el río, donde el agua remansa y los pájaros acuáticos
chapotean, buscándose algo para tragar. Eso la relaja cantidad.
A veces le llegan trozos de conversación de otras
mesas, Isabel sin querer escucha.
Hay dos cinquentañeros a su lado o quizás tienen casi
sesenta, pero a Isabel le parecen un poco más jóvenes que ella. Su
aspecto es bastante anodino, uno es más bien gordo y completamente
calvo, el otro es delgaducho, el cabello entrecano y lleva gafas
muy graduadas. El corpulento, parece un poco mandón, pues todo el
rato lleva la voz cantante. Están bastante cerca de ella, sin
embargo Isabel no entiende bien lo que dicen, sólo algunas palabras
sueltas. La voz que le llega es floja y melosa, como la de los
clérigo rezando u oficiando una misa o tal vez un rosario.
Isabel reconoce la voz que le dice:
- Niña tienes que hablar, no te quedes callada,
confiesa tus pecados.
Es la voz de un sacerdote que está sentado dentro de
un confesionario, lleva una sotana negra con muchos botones y encima
una casulla blanca.
Isabel está arrodillada con la cara pegada en la
rejilla lateral y no logra abrir la boca. El cura enojado sale del
confesionario, la coge por el pescuezo, la arrastra hasta la parte
frontal del confesionario, la obliga a arrodillarse y le apoya
bruscamente la cortina de terciopelo negro en la espalda. Luego él
vuelve a entrar en el confesionario y enciende una pequeña bombilla
que ilumina muy poco.
- Ahora si que te veo bien, o me sueltas tus pecados o
te vas a ir al infierno ¿Me entiendes o estás sorda? Le dice el
clérigo.
Isabel tiene la cara del cura muy cerca de la suya, a
pesar de la tenue luz del confesionario nota el color negruzco o más
bien morado, de su enorme nariz chata, con la punta un poco
aguileña, que contrasta con la piel clara salpicada de manchas y
granos rojizos. Vislumbra enseguida sus labios finos siempre
apretados, con una mueca de disgusto; también se da cuenta de que
sus orejas son desproporcionadas, con pelos blancos que salen de
ellas, pero lo que le infunde más miedo son sus ojos azules,
saltones e impertinentes que la escrutan insistentemente. Empieza a
temblar, se apuntala con las manos en el estante de madera y
descubre que aún tiene un poco de fuerza para intentar alejarse de
aquel hombre. A pesar de que sienta las piernas débiles, logra dar
un brinco y apartar la lúgubre cortina para salir de aquel
confesionario. Corre, hacia no sabe dónde, buscando una zona
iluminada, pero sus ojos aún siguen en la penumbra del
confesionario. Sale de la iglesia, a fuera es de noche y las farolas
están apagadas. Corre un largo tramo de la calle principal, la
que lleva hacia el mar, pero en un cierto momento siente los pies
mojados y el ruido de las olas. Ya está en la orilla, a lo lejos ve
una pequeña luz, es una barca que se está acercando. Se zambulle en
el agua, antes de que el confesor logre agarrarla otra vez. Ahora se
siente aliviada y segura, poco a poco va amaneciendo y las tinieblas
y el terror del confesionario desaparecen.
Isabel abre los ojos y se da cuenta de se ha quedado
dormida un rato.
- Mira por donde, se me ha aparecido el viejo párroco
del pueblo, su rostro enojado lo conservo desenfocado, pero su voz
desagradable no la olvidaré jamás; recuerdo que por aquel entonces
tuvo que ser operado de las cuerdas vocales, por eso hablaba muy
flojo, pero a los niños nos reñía, gruñendo y refunfuñando, con
una potencia expresiva que asuntaba incluso a los mayores; fue él
quien me confesó el día antes de la primera comunión, se dice a
ella misma en voz baja, para que nadie pueda oírla.
Isabel se da la vuelta discretamente y ve que el hombre
gordo está tirando las cartas de tarot al flaco. Acerca su silla a
la mesa de los vecinos para que le toque mejor el sol, entonces oye
su conversación:
- Hoy las cartas no son muy buenas, veo a una persona
que te persigue y te hará sufrir, por suerte no logrará alcanzarte,
pero tienes que estar alerta. Es alguien de tu familia o un conocido
muy cercano. No te fíes de él o de ella. El otro día me dijiste
que acababas de echarte novio, podría ser él quien te quiere
hacer daño.
El flaco se levanta y le dice al mandón que que no
quiere oír más tonterías, que su pareja es muy buena persona, el
problema quizás sea la madre de él. Ella si que amarga al hijo y
no lo deja vivir. Luego se vuelve a sentar.
- Pues aléjate de esa mujer, seguro que es ella la que
quiere destrozar tu vida, para que no salgas con su hijo, dijo el
adivino.
- Espero que esa bruja no averigüe donde vivo ¿Seguro
que no me va a alcanzar? Dime la verdad.
- Tranquilízate, las cartas no se equivocan. No vayas
nunca a casa de tu futura suegra, aunque te invite. Si te llama por
teléfono con voz melosa, inventa cualquier escusa, que estás malo,
que tienes una enfermedad contagiosa y que no puedes salir a la calle
o algo así, para que no insista más. Hizo una pausa y luego dijo:
- No temas, pero sigue mis consejos. Bueno, se ha hecho
tarde, dijo el gordo mirando su reloj de pulsera.
- ¿Nos vamos a ver el próximo martes a la misma hora?
Espero que mi horóscopo sea mejor que el de hoy. ¿Cuánto te
debo?
Isabel se levanta pues el sol se está poniendo, sus dos
vecinos también se han abrochado los abrigos y se están
despidiendo.
Mientras Isabel vuelve a casa, paseando lentamente,
piensa en los confesores, en los brujos o adivinos que echan cartas,
en los psicólogos, en los psiquiatras o demás personas que se
dedican a escuchar a la gente para ayudarles; se para, antes de
adentrarse hacia el centro de la ciudad, observa de nuevo el agua
del río que corre, entonces cae en la cuenta de que el antiguo
párroco de su pueblo no era uno de ellos, sino un pobre infeliz,
quien no sabía o no quería ayudar a nadie, al contrario alguien
hubiera tenido que darle una mano a él para lograr hacerle sonreír.
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