Todos
sabéis la importancia que tiene para mí la rutina, en cambio ayer,
después de seis semanas de encierro, hice pocas cosas rutinarias.
Me
desperté temprano, pero, cosa raraen mí, me volví a dormir. Me levanté un
poco más tarde de lo que suelo hacer, con dos o tres imágenes
instantáneas por mi cabeza:
Era
una mañana soleada y mi hijo iba conduciendo una furgoneta-caravana
con su novia al lado y dos chiquillos detrás, que se parecían a
el mismo y a su hermana de pequeños. Los niños se asomaban por las
ventanillas, reían y chillaban. Él manejaba despacio y yo no sé
porqué lo seguía en mi coche, un Renault 4 que tuvimos a
principio de los ochenta. Creo que íbamos al mismo sitio. En un
cruce en medio del campo él se paró de golpe y se bajó de la
furgoneta con una pequeña maleta de ruedas.
-
Me voy, dijo sonriendo.
Todos
nos quedamos con la boca abierta mirándolo. Se alejaba en medio de los
campos de trigo, caminando cerca de la cuneta de la carretera.
Pensé
en que tenía que compartir aquel sueños tan raro con mi hijo, le
envié un mensaje y en seguida me contestó diciéndome que le
gustaba la imagen de él andando solo por la carretera.
Desayuné
lentamente, pero en lugar de leer como siempre un artículo del
periódico del día anterior, me puse a hacer el crucigrama de la
última página. ¡Qué raro yo que nunca hago pasatiempos! Solo en
verano, de vacaciones, cuando mi hija empieza un crucigrama intento
llenarlo con ella.
Mientras
enjuagaba la taza del desayuno me di cuenta de que el fregadero y la
encimera estaban un poco sucios. Vi migas de pan y polvo por todas
partes debido a que llevaba puestas las gafas de mirar de cerca.
Quien
sabe que conexiones raras tuvieron mis neuronas para estimularme a
que en seguida me pusiera a limpiar.
Empecé
por los cristales de las ventanas de la cocina, luego los fogones, la
encimera, los armarios y el fregadero.
Todo
ello lo limpié con esmero mientras escuchaba la radio.
U.
, mi marido, se levantó a las nueve y media y tuvo que calentarse
el café en el microondas, pues la cocina estaba desmontada.
Una
cosa lleva a otra, después de la cocina pasé al salón. Viéndome
tan mañosa me mi marido me dijo:
-
Si quieres, yo puedo pasar el aspirador.
-
Perfecto, luego yo fregaré el suelo.
Mientras
él con cuidado aspiraba el polvo de todos los rincones de la casa,
yo empecé a limpiar a fondo el cuarto de baño.
Hacia
las doce la casa estaba reluciente, sólo faltaba sacar brillo a las
baldosas de barro cocido del suelo. Normalmente lo hace la chica de
la limpieza y desde que no puede venir, por el confinamiento, yo paso
solo la fregona por toda la casa, sin aplicar cera.
Para
abrillantar el pavimento primero hay que limpiarlo perfectamente,
luego con un producto apropiado se tiene que pasar cera líquida,
con un palo de fregar y una bayeta húmeda.
Mientras
fregaba el suelo del salón me vi cuarenta años atrás haciendo
la misma tarea:
U.
y yo teníamos poco más de veinte años cuando nos mudamos a una
casa rural, a unos 15 km de Florencia. Éramos seis, los inquilinos
y teníamos entre todos tres coches viejos: un Seat cinquecento
blanca, un Reanault 4 marrón y un Ford fiesta verde.
S.Polo,
el pueblo donde íbamos a comprar víveres estaba a muy cerca de
casa. Sin embargo pocas veces íbamos andando, pues, al volver,
cargados con las bolsas de la compra, la cuesta final nos mataba.
En S. Polo había solo una calle con una diminuta oficina de correos, una escuela rural, una peluquería, un colmado y la sucursal de una oficina bancaria. A la salida del pueblo había un restaurante y una gasolinera.
Fuimos a vivir allá porque las viviendas eran mucho más baratas que en la ciudad y las casas eran inmensas, la nuestra tenía, además de una cocina enorme y los antiguos establos en la planta baja, en el primer piso, cinco dormitorios y una buhardilla.
Nuestra habitación era grande y llena de luz. Asomándose la ventana a poniente, al atardecer nos recreábamos a mirar la puesta de sol.
Los compañeros de vivienda, una pareja de suizos, una chica americana y una alemana eran medio artistas, todos ellos estudiaban en Florencia restauración de pintura o de muebles.
En S. Polo había solo una calle con una diminuta oficina de correos, una escuela rural, una peluquería, un colmado y la sucursal de una oficina bancaria. A la salida del pueblo había un restaurante y una gasolinera.
Fuimos a vivir allá porque las viviendas eran mucho más baratas que en la ciudad y las casas eran inmensas, la nuestra tenía, además de una cocina enorme y los antiguos establos en la planta baja, en el primer piso, cinco dormitorios y una buhardilla.
Nuestra habitación era grande y llena de luz. Asomándose la ventana a poniente, al atardecer nos recreábamos a mirar la puesta de sol.
Los compañeros de vivienda, una pareja de suizos, una chica americana y una alemana eran medio artistas, todos ellos estudiaban en Florencia restauración de pintura o de muebles.
Había
pocos autobuses al día que llevaran a la ciudad, eso era un poco
incómodo, pero nos las arreglábamos con nuestros coches
destartalados o haciendo autoestop. En verano U. cogía la
motocicleta.
Yo
trabajaba por las tardes en una academia de idiomas y por las
mañanas intentaba ir a la facultad que estaba ubicada en el centro
de la ciudad, en la plaza San Marco. Dejaba el coche en el barrio de
Gavinana y luego cogía un autobús.
Llevaba
una vida bastante frenética, pero en primavera y verano, en los
días que no trabajaba, disfrutaba sentada en el jardín o
paseando por el bosque que lindaba con la casa.
Recuerdo
que en los inviernos, después de cenar nos poníamos todos dentro
de la gran chimenea que había en la cocina. A los lados había unos
bancos de madera, donde nos sentábamos cerca de fuego, que nos
calentaba sólo la parte delantera del cuerpo, nuestra espalda
seguía helada. Antes de acostarnos bebíamos vino tinto y fumábamos
algunos pitillos. Entablábamos largas conversaciones sobre la
situación política italiana, tan difícil en aquel entonces, por
los actos de terrorismo que se iban desencadenando. Pero también
reíamos, hablando de arte, cine, música y sobre todo de tonterías.
A menudo había un amigo o un amigo de un amigo que alguien había
invitado.
Yo
casi siempre llevaba dentro del hogar un libro, una novela o un
texto universitario para repasar, pero la mayor parte de las veces lo
dejaba cerrado en mi regazo y participaba en la tertulia.
Cuando
se acercaban los exámenes dejaba a la pandilla dentro de la chimenea
y subía a nuestra habitación, donde habíamos encendido una
estufa de leña y me ponía a estudiar.
El
mismo día en el que daba un examen, la primera cosa que hacía al
llegar casa era limpiar a fondo el cuarto.
Las
baldosas eran de barro cocido y muy descuidadas. Para realizar la
limpieza tenía que frotar mucho. Iba cambiando a menudo los cubos
de agua sucia y enjabonaba cada vez la bayeta para sacarle la
suciedad. Restregaba con todas mis fuerzas con el cepillo del palo, a
veces incluso arrodillada, cómo hacía mi madre cuando yo era
pequeña. Pero lo más entretenido era aplicar cera.
En
aquella ocasiones, U.
,cuando
volvía de Florencia, me ayudaba a que
recuperaran
brillo las
baldosas antiguas. Había una parte
del piso
que
quedaba bien encerada,
en cambio la
parte del
fondo,
donde
teníamos la librería, cerca
de un armario empotrado, nos
costaba mucho sacarle brillo. Allí el
piso no era del todo plano,
había
baldosas agrietadas,
de distintos grosores y
muy gastadas,
pero no se movían. Decían
que era
debido
al
calor del horno de leña que estaba exactamente debajo.
A
pesar de que la limpieza del
suelo
fuera
agotadora,
creo que eso era lo que
necesitaba
después
de tanto estudiar. Tenía
que
desahogarme con una actividad física
que contribuyera a que nuestro cuarto luciera y fuera acogedor.
-
Es
una tarea que, aunque me
lleve
algo de tiempo, merece la pena realizar. Me
da alegría, es como si cuidando
los ladrillos me hubiera sacado de encima pesadumbres
y
angustias
aprisionadas
dentro de mí,
le
decía cada
vez a
U.
Ayer
después
de la gran limpieza me duché y mientras el agua caliente se
deslizaba por
mi
cuerpo me sentí satisfecha como
antaño:
como si fregando las
baldosas
me hubiera sacado los estorbos de encima y a la vez me hubiera cuidado a
mí misma.