Una noche bochornosa de finales de verano de 1937, Mariano Defaus Moragas murió en su casa, acababa de cumplir ochenta y un años.
Pocos días antes de su muerte le dijo a Nieves: Tráeme la maleta, la que está dentro del baúl en el desván. La llave está en el primer cajón de mi escritorio.
Nieves subió las escaleras deprisa y corriendo para ir a buscar lo que le pedía Mariano, pero antes llamó a Felipe, pidiéndole que se quedara a la cabecera del enfermo.
El baúl hacía tiempo que no se abría, era el único equipaje que llevaba Mariano cuando llegó a la finca Esperanza. Nieves buscó la llave en el cajón que el moribundo le había indicado. Le costó mucho abrirlo, pues la cerradura estaba oxidada. Mientras lo intentaba, sintió un escalofrío, temía encontrar cartas comprometedoras. Ella tenía confianza en Mariano, pero sabía por experiencia que todo el mundo suele guardar secretos.
Abrió el baúl y sacó de él un viejo abrigo negro y una manta de lana raída. También había una mochila desteñida y dentro dos libros desgastados. Cogió uno, leyó el título, Marina, una zarzuela de Francisco Camprodón. Lo hojeó y atinó que era una historia de amor entre un capitán de barco y Marina, una muchacha huérfana. En una de las primeras páginas leyó: Costa de levante, playa de Lloret.
- Me suena la playa de Lloret... Mariano me habló alguna vez de ese pueblecito marinero, a pocos kilómetros al norte de donde él nació, se dijo.
Entonces se acordó del día en que Mariano le contó que, durante el viaje de ida de Barcelona a La Habana, leyó y releyó aquel libro decenas de veces. Luego pensó en el viaje de ultramar que hizo ella y murmuró:
- De haber sabido leer, no se me hubiera hecho tan pesada la travesía de Cádiz a La Habana.
El otro libro era Cor de Roure de Ramón Picó Campamar, otro dramaturgo. Le dio una ojeada rápida, pero pudo entender bien poco. Estaba escrito en catalán. También era una obra de teatro, pero ambientada en un castillo de Cataluña medieval.
Nieves tenía mucho oído musical y una gran memoria. Cuando Mariano hablaba por teléfono en catalán con su madre, hermano o alguno de sus compaisanos del Casal Català de Pinar del Río, entendía un poco lo que decían. La traducción del título podría ser Corazón de roble, pero no estaba segura.
- A Mariano de jovencito ya le encantaba el teatro, pensó.
Puso de nuevo los libros en el baúl. Sacó la maleta, la acarició y cuando estaba a punto de abrirla, sus manos se paralizaron.
- No puedo hacer eso, murmuró.
Llegó jadeante al cuarto donde yacía Mariano, lo habían trasladado a la planta baja, para no tener que seguir subiendo y bajando escaleras.
Olivia le ajustó las almohadas para que pudiera inclinarse hacia delante. Felipe le puso la maleta cerca y se la abrió.
Había cuatro legajos de cartas y cada uno llevaba un cartel con un nombre: Madre, Felipe, María e Isabel. El más abultado era el de su madre.
- Me gustaría que me leyerais una carta de cada manojo, les dijo Mariano, haciendo un gran esfuerzo.
- Tenemos tiempo, ahora descansa, empezaremos mañana, le dijo Felipe.
Nieves y Felipe empezaron a leerle una carta cada atardecer; sin embargo, a medida que pasaban los días, el enfermo dejó de hablar e iba cayendo en estado de agonía.
En los pocos momentos de lucidez que le quedaban, Mariano supo que el tiempo se le estaba agotando y con sus últimas fuerzas empezó a hilar los sucesos de su vida. No tuvo remordimientos y se sintió satisfecho por el amor que había dado y a su vez recibido. En la inesperada mejoría de los agonizantes, justo antes de morir, logró decirle casi sin aliento a Nieves:
- “Estava tot escrit” (estaba todo escrito).
- No te esfuerces en hablar y cierra los ojos, le dijo Nieves dulcemente.
- No quiero flores en mi entierro.
- Tranquilo, me encargaré yo de ello.
- He dejado en mi despacho una carta con mis voluntades.
- No te canses... Te he querido desde el primer momento que estuvimos a solas, pero jamás te lo confesé, ahora quiero que lo sepas, le dijo Nieves besándolo en los labios secos y descoloridos.
- ¿No fue Ángel tu gran amor? Le preguntó él, levantando un poco la cabeza.
- No, fuiste tú, le contestó ella.
- Yo también te he querido desde el principio, le susurró Mariano, cerrando los ojos y cayendo en un profundo sopor.
Nieves se quedó a su lado. Bajó los párpados y se adormeció sin ni siquiera darse cuenta. Al cabo de poco tiempo, se sobresaltó notando que la mano del moribundo estaba fría. Sollozando fue a llamar a Felipe y a Olivia que estaban en el cuarto de al lado descansando.
Los tres permanecieron inmóviles durante unos minutos, mirando intensamente el cuerpo muerto. Luego empezaron a tocarle las manos, a acariciarle el rostro y a abrazarlo. Felipe se encargó de avisar a los hijos del difunto, que fueron llegando uno tras otro. Nieves envió un telegrama a los familiares catalanes, quienes aquel mismo día llamaron por teléfono para darles el pésame.
La serenidad con la que Mariano falleció, les consoló a todos y se les hizo más llevadero el luto. El funeral tuvo lugar en la ermita aldeana, donde asistieron los familiares más cercanos. Tras la ceremonia, Mariano fue enterrado en el pequeño cementerio de la finca, al lado de la tumba de Ángel Herrera.
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