A medianoche del primer sábado de luna llena, Felipe le envió a Mariano un coche de caballos para que fuera a recogerlo. Lo conducía un joven mulato, llamado Mauricio, la mano derecha de Felipe. El coche se dirigió hacia Caimito, que estaba a una hora de distancia de la finca donde se escondía Felipe.
Durante el trayecto, Mauricio le contó a Mariano que la casa donde por el momento vivían estaba deshabitada, había sido abandonada por los amos, tras la pandemia y en ella se habían instalado ellos, los revolucionarios pacíficos, como se definía Felipe.
- ¿Y no tenéis miedo de que os descubran y de que os arresten a todos?
- No nos van a denunciar, el dueño de la finca se ha unido a nosotros. Nadie sabe que estamos aquí, pero por seguridad cambiamos de campamento muy a menudo.
- Veo que confiáis en mí. Yo jamás os delataré, apuntó Mariano.
- Felipe confía ciegamente en ti... pero te podrían arrestar y con métodos violentos hacerte cantar. Por eso viajamos de noche para que no te ubiques.
- No te preocupes, yo no tengo un gran sentido de la orientación, ahora mismo no sé en qué dirección vamos.
- Tranquilo, hemos tomado todas las precauciones, le dijo Mauricio.
- Espero que tarde o temprano logréis acabar con la esclavitud.
- Pues mira, algunos terratenientes ya están dando la libertad a los esclavos, sin embargo, hay otros que todavía siguen comprándolos y explotándolos como animales.
Gracias a la inteligencia y paciencia, a la diplomacia y capacidad de actuar de Felipe, bueno, y también de los abogados que trabajan con él, obtendremos la abolición de la esclavitud.
- ¿Y qué me dices de la independencia de Cuba? Le preguntó Mariano.
- Ojalá lo logremos pronto.
- Admiro a los independentistas que no empuñan armas.
Mauricio calló, pues él temía que, tarde o temprano, protestas y pleitos acabarían implicando a los revolucionarios en batallas feroces contra los españoles. Cuando estaban a punto de llegar, pensó en Céspedes que, si al principio esperaba alcanzar una Cuba libre sin derramar sangre, después tuvo que armar a sus seguidores y formar un ejército.
Felipe recibió a Mariano con afecto y alegría, lo abrazó como lo hacía en la Habana, dándole golpecitos en la espalda. Hablaron, bromearon y se trataron como si se hubieran visto el día anterior, en realidad desde su último encuentro habían pasado seis años.
Al cabo de dos horas, Olivia, la mujer mulata que Felipe liberó de la esclavitud, entró en el salón donde a oscuras los dos hombres estaban sentados.
Felipe tardó cinco años en preparar la estrategia para obtener la libertad de Olivia. Logró que una mujer de confianza entrara a formar parte de la servidumbre de la hacienda, de donde él había salido y en donde Olivia era una de las tantas esclavas que recogían hojas de tabaco. Aquella mujer les fue allanando el terreno, pero sobre todo les ayudó la fiebre amarilla, pues en aquella finca, como en las de la vecindad, hubo muchos muertos, entre ellos falleció el dueño. La viuda, como su marido, odiaba a quienquiera que quisiera liberar a los esclavos negros y no fue fácil llegar a un acuerdo con ella.
La dueña del tabacal, más que tener aversión hacia Felipe, la tenía hacia su cuñado, él que les dio la libertad a los esclavos que había heredado de su padre. Sin embargo, la viuda, tras la muerte de su marido, a causa de los problemas económicos que se le presentaban, cedió. Felipe, a través de un intermediario, pues ella no quería verle la cara, consiguió comprar a Oliva. La chica, desde que adquirió la libertad, estaba tan agradecida con Felipe que lo seguía a donde fuera sin rechistar, aunque su vida corriera peligro.
Faltaba poco para la salida del sol cuando Olivia desapareció del salón y se fue a la cocina, dejando a solas a los dos amigos. Felipe y Mariano pasaron todo lo que quedaba de la noche hablando sin cesar. Mariano le contó sus progresos como socio de la tienda de comestibles y del próspero comercio de semillas. Felipe le hizo un resumen de todo lo que había hecho en aquellos cinco años, no paraba de estudiar y de presentar peticiones al gobierno español para que Cuba obtuviera la independencia y para que se aboliera la esclavitud.
Felipe y sus colaboradores habían conseguido que el 18 de febrero de 1880 el Boletín oficial del Estado español emitiera una ley que cesaba el estado de esclavitud en Cuba. Sin embargo, esta ley llevaba una serie de condiciones que ralentizaban el fin efectivo del régimen de esclavitud. Es decir, esa ley no convertía a los esclavos inmediatamente en personas libres, los transformaba en libertos, quienes tenían que pagar una cantidad de dinero elevada a sus patrones para ser completamente libres. Se estableció para los negros recién liberados un periodo de patronato de ocho años, durante los que tenían que seguir trabajando para sus antiguos amos en condiciones muy parecidas a la esclavitud, ya que estaban permitidos los castigos físicos.
- ¿No estás satisfecho con lo que habéis conseguido?
- Hemos conseguido bien poco, le contestó Felipe.
- Algo es algo, verás que tarde o temprano España tendrá que alinearse a las leyes de los demás países.
- ¿Te parece normal que la libertad tenga un precio económico? Eso no puede ser. Estamos exigiendo que el Ministerio de Ultramar acabe con ese sistema ridículo de libertos.
- Vas a lograrlo, Felipe.
- Estoy un poco cansado, Olivia y yo todavía tenemos que escondernos, pero cuando consiga que sea abolida definitivamente la esclavitud, me podré morir tranquilo.
- No digas eso, Felipe. Tú vas a conseguir que mejore la ley de abolición de la esclavitud. Y más adelante que Cuba sea libre, sin derramar sangre.
- Eso sí que será difícil, yo confío en José Martí, como confiaba en Céspedes, pero la memoria histórica me dice que la resistencia pacífica al final conduce a las armas.
- Todos confiábamos en Céspedes.
Felipe se encendió un cigarrillo y casi susurrando le dijo que Carlos Manuel de Céspedes, además de ser un hombre rico y apuesto, que había vivido en Europa y hablaba varios idiomas, era una persona culta y sensible, un poeta, con ideales muy nobles, capaz de estar al día de los adelantos científicos y técnicos, doctrinas filosóficas y movimientos artísticos y literarios y que en la república que deseaba fundar quería una ley que organizara la educación primaria universal, blancos y negros juntos, con profesores ambulantes y escuelas con talleres.
- Sí, era una persona especial, exclamó Mariano, pensativo.
- Para mí era un amigo, pero yo no lo seguí cuando cogió las armas y se unió a otros separatistas más belicosos,
- Sin embargo, el levantamiento de Céspedes fue la mecha que encendió la batalla para obtener la abolición de la esclavitud, ¿no?
- Sí, pero a un precio muy caro. Los esclavos se alistaron en las filas del ejército rebelde voluntaria o forzadamente y fueron carne de cañón. Y aunque en las tropas pelearan blancos y negros en el mismo bando, hubo mucha discriminación racial, le contestó Felipe.
- Dicen que en los dos bandos hubo más de cien mil muertos, entre los caídos en batallas y a causa de enfermedades tropicales. Muchos jóvenes soldados del ejército español recién llegados a Cuba se enfermaban y morían sin llegar a participar en la batalla.
- Sí, fue una verdadera matanza, calló unos segundos y luego Felipe retomó el discurso. - Recuerdo que Céspedes escribió: Entre los sacrificios que me ha impuesto la Revolución, el más doloroso para mí ha sido el sacrificio de mi carácter. - Yo no voy a sacrificarme, la libertad hay que conseguirla sin derramar sangre. Si José Martí declara la guerra a España, yo me retiraré de la organización.
- Te admiro, pero llevas demasiados años escapando. Ha llegado la hora de pensar más en ti y en Olivia.
- Lo intentaré. No sé cuándo podremos volver a vernos, te prometo que en cuánto mejoren las cosas te buscaré, le dijo Felipe.
Al amanecer se despidieron y Mauricio lo acompañó de nuevo a La Habana.
Al cabo de algunos meses, a finales de 1880, Ángel Hernández, dueño de una hacienda de Pinar del Río, se presentó en la tienda de los tres hermanos.
- Me han dicho que trabaja para vosotros un tal Mariano Defaus.
- Sí, voy a buscarlo, está en la trastienda, le dijo Pedro.
Pedro abrió la cortina y llamó a Mariano.
- Tienes visita, le dijo.
- Buenos días, soy Ángel Hernández. He oído que usted es un gran experto en semillas de cereales.
- No hay para tanto, le contestó Mariano, satisfecho por aquellas palabras.
- Yo no sé nada de cereales. Desde que nací a mi alrededor sólo he visto tabacales. ¿Usted sabe mucho, no? Le preguntó sonriendo el terrateniente.
- Bastante. Mi familia cultivaba en España cereales,
Ángel le siguió haciendo otras preguntas y al final le dijo:
- Quiero sembrar trigo en la tierra que he heredado de mi padre e ir sacando las plantas de tabaco. Le necesito a usted para que trabaje en mi hacienda.
Ángel, a los veinte años, le dijo a su padre que quería ir a estudiar a España. Él no vio con buenos ojos que su heredero se fuera tan lejos, pero, siendo una persona inteligente, al final le dio su consentimiento y le costeó los estudios de medicina. Su hermano, en cambio, se quedó en la hacienda para ocuparse de la plantación de tabaco.
El primer día que Ángel asistió a una autopsia se desmayó, la sangre lo mareaba, él pensaba que se iba a acostumbrar, sin embargo, con el tiempo no mejoró su malestar. Aceptó que no tenía dotes para ser médico, pero terminó la carrera para no dejar las cosas a medias. En Madrid conoció a Nieves Herrera, una tarde en que fue al barrio de Lavapiés a comprar un cántaro. Nieves pertenecía a una familia de alfareros, moldeaba piezas y las vendía en la tienda. Ángel, al entrar en la alfarería, se quedó prendado mirando a la hija del alfarero, que estaba arreglando las piezas de barro de los anaqueles. Desde entonces Ángel cada tarde iba a ver a Nieves y un día le declaró su amor. Nieves tenía dieciocho años, Ángel veintidós cuando se casaron. Vivieron pocos meses en Madrid, pues al cabo de poco Ángel tuvo que volver a Cuba con su esposa tras la muerte de sus padres y de su único hermano a causa de la fiebre amarilla.
Ángel aquel día también le dijo a Mariano que tenía buenos capataces y buenos jornaleros, sólo le faltaba un especialista en cereales.
- Le ofrezco un buen trabajo. Si vemos que todo marcha bien y que nos entendemos, podríamos llegar a ser socios.
- ¿Y por qué quiere sustituir las plantaciones de tabaco por campos de trigo?
- Todos me van diciendo que estoy loco, que con el tabaco se gana mucho más, pero yo ya me he consultado con expertos agrarios. Me dijeron que mi tierra es buena para los cereales y que la rotación de los cultivos le iría bien, pues hace demasiados años que se explota sólo con plantas de tabaco... La pobre tierra está que no puede más, por eso quiero dar un cambio radical en la finca. Además aborrezco la esclavitud y no quiero ganarme la vida explotando de forma inhumana a los negros.
- Ya. Tiene toda la razón.
- El azar me ha llevado a poseer una hacienda que tenía que ser para mi hermano; yo le estoy agradecido a mi destino, pero quiero cambiarlo. Les he dado la libertad a todos los esclavos, pero muchos de ellos se han quedado a trabajar conmigo, cobrando un sueldo. Nieves, mi mujer, me apoya en ese proyecto un poco descabellado.
- Lo voy a pensar. Gracias por su oferta, le contestó Mariano, sin poder decir nada más de lo emocionado que estaba.
- Si usted acepta mi propuesta, tendrá un buen sueldo y un porcentaje de la renta de la cosecha. ¡Ah! Se me olvidaba, hay una casita para usted al lado de la nuestra.
Al catalán le cayó bien aquel humilde terrateniente, que no se parecía en nada a los dueños de las fincas de los alrededores. No se lo podía creer que le ofreciera tanto conociéndolo tan poco. Sin embargo, le sabía mal aceptar el empleo y dejar plantados a los tres hermanos. Se había acostumbrado tanto a ellos que le daba pena marcharse. Pau, el mayor, ya se había recuperado de la embolia que sufrió meses atrás, iba a la tienda a despachar, hacía pedidos y llevaba las cuentas. Tras reflexionar varios días, les comentó la oferta que le había brindado Ángel Hernández y les propuso lo siguiente:
- Seguiré siendo vuestro socio. Pero os pondré un ayudante que pagaré yo y cada dos o tres meses volveré a La Habana para ayudaros.
- Corres más detrás de los negocios que de las mujeres. Yo estaría más tranquilo si te escaparas tras una mulata, le dijo Pedro riendo.
- Estamos contentos de que te requieran en una hacienda tan importante. Es una gran oportunidad para ti y yo estoy muy orgulloso de cómo has salido adelante, le dijo Pepe, el hermano taciturno.
- Te echaremos de menos, gracias por todo lo que has hecho por mí, le dijo lentamente Pau, que aún le costaba hablar con la boca torcida.
- A ver si en Pinar de Río encuentras a la esposa con que tanto sueñas.
- No te burles de mi, Pedro. Tendré mucho trabajo y poco tiempo para las mujeres. Cuidaos entre vosotros y no os metáis en líos, les dijo Mariano abrazándolos.
El cuatro de febrero de 1881, Mariano subió al tren, llevaba sólo una maleta y un pequeño baúl con todas sus pertenencias, se sentó en un vagón de tercera clase y esperó que la locomotora se pusiera en marcha hacia San Cristóbal. Mariano, como su padre, José Defaus Ballesté, era puntual, solía ir a la estación una hora antes de que el tren saliera.
Mientras miraba por la ventanilla las idas y venidas de la gente en los andenes, pensó en su primer viaje en tren a Barcelona, corría el año 1872.
- ¡Cuántas vueltas ha dado mi vida desde entonces!, murmuró.
Mariano estaba ilusionado e impaciente por mudarse a la finca de Ángel Hernández. Sin embargo, sentía un leve dolor de barriga, el mismo que notó el día en que se marchó de Malgrat. Dio la culpa de aquel leve malestar al hecho de que estaba alejándose de La Habana, del puerto donde tantas veces imaginó que zarparía para volver a su tierra.
Siguió hasta Pinar del Río en una diligencia de caballos, pues todavía no se había acabado de construir aquel tramo ferroviario, que en 1894 fue inaugurado.
Mariano llegó al atardecer, allí lo esperaba un coche de caballos guiado por un cochero que lo llevó a la finca de Ángel Hernández, llamada Esperanza, situada entre Las Ovas y Puerta de Golpe, a pocos kilómetros de Pinar del Río.
- “Esperanza será mi hogar. Me gusta ese nombre”, pensó viéndolo escrito sobre la verja de la entrada.
Los dos esposos lo estaban esperando. Lo acogieron como si fuera uno más de la familia y le entregaron la llave de la casita donde él iba a vivir. La primera cosa que hizo Mariano en la nueva morada, fue escribir una carta a Isabel.
Finca Esperanza, 4 de febrero, de 1881
Querida Isabel,
te envío mi nueva dirección para que puedas escribirme. Ya no vivo en la Habana. Me ofrecieron un buen trabajo en una finca llamada Esperanza, que está a pocos kilómetros de Pinar del Río...
Las cosas me están saliendo bien. Sin embargo, estoy apenado por haberte dejado y siento el vacío de tu ausencia. Me arrepiento de mis indecisiones. María, cansada de esperarme, se casó con el viudo Valls y yo ahora, ya ves, me he quedado solo. Los dueños de la hacienda Esperanza se portan muy bien conmigo. He tenido suerte.
¿Cómo estás? ¿Y tu tía? Hace mucho que no recibo una carta tuya. ¿Quizás no haya quien te la escriba? Espero que encuentres un hombre que te quiera y te respete, te lo mereces.
Un abrazo de tu sincero amigo.
Mariano Defaus Moragas
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