Nieves Herrera se quedó embarazada a los veinte años, pocos meses después de su llegada a Cuba. Ángel, al saber que su mujer esperaba un hijo, corrió a La Habana en busca de un ayudante que pusiera en marcha el proyecto, que le iba rondando por la cabeza desde hacía tiempo.
Volvió contento de La Habana y al llegar a casa le dijo a su mujer:
- Un catalán, el tal Mariano Defaus Moragas, ha aceptado mi propuesta. Sabe mucho de cereales y con él me veo capaz a transformar la hacienda. Quiero que nuestro hijo, al nacer, vea campos de trigo y no tabacales.
- Sí, le voy a hacer papillas con trigo molido al bebé. Y sopas de pan para nosotros, como las que me preparaba mi madre, dijo sonriendo Nieves.
A Nieves en seguida le cayó bien Mariano y, a pesar de que fuera un hombre de pocas palabras, estaba a gusto a su lado. Le recordaba a Rafael, uno de sus hermanos, el más tímido y taciturno de ellos. Poco a poco Mariano cogió confianza en Nieves y se volvió más comunicativo, contándole anécdotas de su infancia en Malgrat, pero sobre todo ella descubrió las cualidades de Mariano al nacer Ángel, su hijo. Mariano fue desde el principio cariñoso con el recién nacido.
- Me recuerda a mis hermanos. Yo era el mayor, éramos ocho. Me fui de casa a los diecisiete años, María tenía quince, Joan trece, Isidro once, Francisco nueve, las pequeñas, Luisa y Rosa, cinco y tres años... Han pasado ocho años pero aún les echo mucho de menos.
- ¿Por qué marchaste de tu pueblo tan joven?
Mariano se quedó sin habla, pensando en la promesa que le había hecho al Señor Sarrá, pero aquella chica madrileña le infundía confianza y mientras mecía al niño le confesó que era un desertor.
Nieves, boquiabierta, escuchó sus desventuras.
-
Yo echo mucho de menos a mi madre y a mis hermanos. Y llevo poco
tiempo en Cuba. Pero tú, ocho años. ¿Cómo puedes soportarlo? Le
preguntó.
- Mi madre me escribe una carta cada quince días.
-
¿Y tú también lo haces tan a menudo?
- Cada quince días no, pero al menos una vez cada mes, nunca fallo.
- A mí también me gustaría cartearme con mi madre, pero yo apenas sé escribir y ella no sabe leer. Sin embargo, mi marido, cuando nació nuestro hijo, le escribió una carta a mi madre, mejor dicho, al cura de la iglesia donde suele ir a misa, para que él se la leyera. El sacerdote todavía le sigue leyendo a mi madre las cartas de Ángel, pero le contesta de forma muy escueta.
- Te puedo enseñar a escribir.
- Sé escribir mi nombre y poca cosa más.
- ¿Fuiste a la escuela?
- No, pero iba mucho a la iglesia. Mientras mi madre se arrodillaba en el confesionario, una señora de la parroquia que tocaba el órgano, me enseñaba a cantar el abecedario.
- Ah!
- Desde que murió Rafael, mi madre necesitaba confesarse. Las palabras del cura apaciguaban su pesadumbre... ¡Pero tenía que inventarse pecados!
- ¡Qué gracioso!
- Aunque parezca extraño, le iba muy bien. Cuando salía del confesionario, ya no me hablaba de Rafael y sonreía mientras me susurraba la lista de sus pecados veniales.
- ¿Qué pecado se inventaba? Si se puede saber.
- Pues los de siempre, mentiras y envidias. Y otros más estrafalarios.
- ¿Cuáles?
- Por ejemplo, le metía una lagartija troceada en el plato de su suegra cascarrabias. O que a una vecina que le caía mal, le echaba orinales llenos en su jardín. O que le daba una bofetada a una señora arrogante que entraba en la tienda, tocándolo todo y no comprando nada... y muchas cosas más que no me acuerdo.
- ¡Qué repertorio! ¡ Y qué imaginación! ¿Fue ella quien escogió tu nombre?
- Pues sí, me puso Nieves, porque al nacer me vio la piel tan blanquita que en seguida pensó en el cuento de Blancanieves - se paró unos segundos y luego siguió diciendo- A mí también me encantaba ese cuento, sobre todo la parte final la sé de memoria.
- ¿Te la recita?
- De acuerdo.
Blancanieves mordió la manzana y cayó desplomada. Los enanos, alertados por los animales del bosque, llegaron a la cabaña mientras la reina malvada huía. Con gran tristeza, colocaron a Blancanieves en una urna de cristal. Todos tenían la esperanza de que la hermosa joven despertase un día. Por suerte, un apuesto príncipe que cruzaba el bosque en su caballo, vio a la hermosa joven en la urna de cristal y maravillado por su belleza, le dio un beso. La joven despertó rompiéndose el hechizo. Blancanieves y el príncipe se casaron y vivieron felices para siempre.
- ¡Ese cuento, en catalán Blancaneus, lo contaba mi madre a mis hermanitas! Calló un momento y una sonrisa cruzó su rostro: - ¡Ángel es el príncipe que te ha llevado al Nuevo Mundo!
- ¡Qué tontería, yo no creo en príncipes! Yo estaba muy bien en Lavapiés con mi familia, Ángel no rompió ningún hechizo.
- No te enfades, mujer, estaba bromeando, le dijo Mariano.
- Yo no tengo tanta fantasía como mi madre, soy más realista, me parezco más a mi padre. En cambio, a ella le gustaba inventar historias, observando y escuchando a la gente de la calle. Sus cuentos se inspiraban en los relatos de su abuela, pero la mayor parte de las veces era pura imaginación.
- Pues tu madre tiene un buen carácter, por lo que dices, encontró la manera de espabilarse después de perder a un hijo. No sé si mi madre hubiera logrado reponerse ante tal desgracia.
- Cada uno se sacude el dolor como puede. Yo tiendo a volcarme en el trabajo, para no caer deprimida, le contestó Nieves.
- ¿Y tú trabajabas cuando murió Rafael?
- Sí. Hasta los diez años cuidé a mis cuatro hermanitos. Yo también soy la mayor. Pero muy pronto tuve que ir a ayudar a mis padres en la alfarería. Aprendí a moldear y a cocer vasijas.
- ¿Te gusta?
- Sí, mucho. En la alfarería conocí a Ángel. Un día entró para comprar un cántaro. Volvió al día siguiente y el otro. Me cortejó durante varios meses. En Navidades, pidió mi mano a mi padre. Él accedió, pues Ángel le aseguraba un buen porvenir para mí. Vivimos un año en una casita que él compró, muy cerca de la de mis padres. Hasta que le llegó el telegrama con las malas noticias y tuvimos que embarcarnos para Cuba. Desde entonces no he vuelto a cocer una pieza de arcilla.
- En mi pueblo también hay bastantes alfareros, los ollers en catalán. Yo vivía en la calle Ollers, pero mis padres no eran alfareros sino campesinos.
- Cuando se haya puesto en marcha el cultivo de cereales, Ángel me ha prometido que vamos a construir un horno al lado de la mansión. Si quieres, te puedo enseñar a modelar vasijas con el torno y a cocerlas.
Ángel y Mariano trabajaron sin descanso durante dos años. Tuvieron muchos problemas e imprevistos, sin embargo, juntos encontraron soluciones para todo, descubriendo que se avenían y que el proyecto de Ángel no era tan descabellado como parecía. Durante el primer año reorganizaron la hacienda, compraron animales y utensilios para labrar la tierra, para la siembra y para la recolección de mieses, plantaron árboles y construyeron un molino para moler el trigo y un horno para hacer el pan. Buscaron compradores por los alrededores, sobre todo en la Habana, donde la venta de harina estaba asegurada, por los muchos europeos que había, ya que el pan era el primer alimento que echaban de menos españoles, franceses y portugueses al llegar a Cuba.
Nieves era una muchacha alegre y jovial. Quería a su marido y le parecía bien todo lo que él decidía, sin embargo, aceptó a regañadientes la obligación de marcharse de Madrid y dejar a su familia, pues ella soñaba una vida tranquila en el barrio de Lavapiés.
Cuando llegaron a Cuba, tuvo que adaptarse a tantas cosas nuevas que dejó de sufrir lejos de su familia.
Se convirtió en la señora Hernández, pero siguió siendo la muchacha sencilla de Lavapiés. Dos mujeres la ayudaban en la cocina y en la limpieza. Con ellas comenzó a hacer hogazas de pan para todo el personal de la hacienda.
Desde que Mariano llegó a la finca Esperanza, escribía menos cartas a su madre, pero cuando veía que había pasado un mes desde la última, intentaba hacerlo. A menudo le pasaba que empezara una carta, dejándola a mitad para el día siguiente. Aunque cada noche se sentara para terminar la carta, no lograba escribir casi nada, pues caía muerto de sueño. Le sabía mal escribir cartas cortas a su madre, pero se consolaba pensando en que eran mejor cortas que dejar de escribir. Una noche, no tenía sueño, le corría adrenalina por la sangre después de una jornada complicada, pues uno de los trabajadores se hirió el pie con el arado y tuvo que llevarlo al dispensario médico de Pinar del Río para que le pararan la hemorragia. Aprovechó su desvelo para escribir una larga carta a su madre, pero de vez en cuando se paraba al pensar en el pobre hombre que gritaba y se desesperaba. Al ser la herida muy profunda, le tuvieron que amputar el pie.
Finca Esperanza, 20 de octubre de 1881.
Estimada madre,
espero que cuando lea esta carta todos estén bien. Yo también, gracias a Dios, gozo de buena salud. Como le dije en la última carta, ahora, además de seguir siendo socio de los tres tenderos, estoy trabajando en una finca que está cerca de Pinar del Río. Me contrataron para que llevara la siembra de cereales. No piense que tenga que labrar la tierra, he de dirigir a una plantilla de jornaleros, no es que sea fácil mandar a tantos hombres y mujeres, la mayor parte son negritos, pero no son esclavos. Ángel, mi amo les dio la libertad hace tiempo. También me ocupo de las cuentas, pues él no sabe nada de contabilidad. Mi trabajo es más de coordinación que de cansancio físico y por ahora todo marcha bien.
Ángel y Nieves, su mujer, son muy amables conmigo. Vivo en una casita blanca al lado de la mansión. Los padres de Ángel eran muy ricos, tenían plantaciones de tabaco, pero desde que él se fue a estudiar a Madrid, en donde conoció a Nieves, no ha querido saber nada más de tabacales. Hemos dividido la propiedad en campos pequeños en los que a rotación cultivamos cereales. Eso de la rotación lo aprendió en Europa, dice que la tierra se empobrece al sembrar siempre las mismas plantas; hay que cambiar cada cuatro años. Es un trabajo que me gusta mucho, pues Ángel me ha dado carta blanca para que renueve los cultivos.
Nieves es madrileña y se añora como yo de España. Hablamos a menudo de nuestro país. Tiene veintitrés años y un hijo pequeño, muy vivaracho, suelo juguetear con él después de cenar y me acuerdo de mis hermanos pequeños.
El clima es parecido al de La Habana, pero gracias a Dios corre más aire y no se sofoca tanto. Comemos la mar de bien, tenemos un huerto en el que hemos sembrado, berenjenas, zanahorias, pimientos, lechugas y tomates. A veces preparo una “escalibada” como las que usted hacía, mientras la saboreo, os recuerdo a todos sentados en la mesa de la cocina.
Me gustaría volver a Malgrat, lo haré en cuanto pueda, quizás dentro de un par de años me embarque, ahora que la guerra ha terminado todo va a ser más fácil. Pero como usted entenderá bien, ahora mismo no puedo dejar un trabajo tan bueno. Tengo que aprovechar el momento. Le envío una foto que me hice en la Habana. Pienso siempre en ustedes. De mis recuerdos a mi padre y a mis hermanos.
Tengo nostalgia de Malgrat, de nuestra casa y de todos vosotros. No sé qué daría para estar un rato con todos vosotros.
Un abrazo de su hijo que le quiere.
Mariano Defaus Moragas
El segundo año construyeron un horno no sólo para los cacharros de barro, sino también para fabricar tejas y ladrillos. Los hombres se ocupaban de ir a buscar el barro y la leña y de cuidar el fuego, las mujeres de moldear y cocer las piezas. Construyeron nuevos establos, derrumbaron los barracones y edificaron casitas para los jornaleros, sembraron, además de trigo, maíz y patatas, y cuando empezaron a obtener los frutos de aquella intensa labor, Ángel Hernández cayó enfermo.
- Mariano, me estoy muriendo, prométeme que vas a cuidar de mi mujer y de mi hijito, le dijo Ángel.
- El médico ha dicho que te vas a curar, que tu enfermedad no tiene por qué ser mortal. Verás que todo irá bien, ahora que en Estados Unidos están sacando una vacuna, le contestó Mariano, dándole ánimos.
- Mariano, yo estudié medicina en Europa, aunque luego no haya ejercido, sé que muchas enfermedades, sobre todo las que trajeron los españoles a Cuba, son mortales. La viruela es una de ellas.
- No seas tan pesimista.
- La vacuna de la viruela, aún no está lista en Cuba. La están experimentando. No nos engañemos, le contestó Ángel.
- La esperanza es la última en morir. Por eso tus antepasados pusieron ese nombre a la finca. ¿No te parece?
Nieves estaba muy afligida por la enfermedad de su marido, no podía imaginar una vida sin él a su lado. Estaba muy ocupada con el niño y dejaba que Mariano, el único de sus colaboradores que había pasado la viruela de pequeño, se quedara a la cabecera de su marido.
La vacuna norteamericana jamás llegó y Ángel murió a principios de 1884, seis meses antes de la producción y distribución de la vacuna de la viruela por parte del Centro General de la Vacuna de Cuba. En la finca, la viruela también causó la muerte a un capataz, cuatro jornaleros, una de las cocineras y un puñado de niños.
La muerte de Ángel fue un duro golpe para Nieves y también para Mariano. Estaban los dos muy afectados, pero al cabo de dos semanas que fueron eternas para ellos, Nieves reaccionó y le dijo a Mariano:
- No nos sirve de nada estar llorando y desesperándonos. Hay que llevar a cabo el proyecto de Ángel. Yo tengo que hacerlo por mi hijo.
- Te ayudaré, no te abandonaré. Pero los vecinos de la finca y los conocidos de Pinar del Río, empezarán a murmurar de nuestra situación. Una viuda y el socio del difunto marido no pueden vivir bajo el mismo techo.
- Nunca me ha importado lo que dice la gente. Pero si tú estás de acuerdo, dentro de diez meses nos podemos casar. Así nadie chismorreará.
Mariano se quedó mudo, no se esperaba que Nieves le propusiera un casamiento. Enrojeció y le dijo:
- Yo por ti y por el pequeño daría mi vida. Si tú crees que es la mejor cosa para vosotros y para la hacienda, estoy de acuerdo en lo que tú dispongas.
- Haremos una boda sencilla y no estás obligado a acostarte conmigo.
- Nieves, te quiero como a una hermana. Quiero protegeros a ti y a tu hijo... Y por supuesto llevar a cabo el proyecto de tu marido.
A principios del otoño de 1884 Mariano y Nieves Herrera se casaron. Nieves fue a ver a Mosén Lluís, un sacerdote catalán de la iglesia de la Consolación del Sur de Pinar del Río, que había conocido bien a la familia de su marido, para pedirle que celebrara el casamiento. Invitaron a la boda a todos los trabajadores y a algunos amigos. Los tres tenderos cerraron por primera vez su tienda, llegaron a la finca dos días antes de la boda. También aparecieron Miguel y el capitán, que habían desembarcado en La Habana pocos días antes. María Plana y Ramón Valls, su marido, llegaron con un carro lleno de carne de ternera y de toro, la mejor de su hacienda. La descargaron en la cocina para el asado del banquete. Pocas horas antes de la boda llegó también Isabel. Olivia y Felipe aparecieron cuando estaba empezando la ceremonia. Mariano y Nieves eran felices, habían reunido a todos sus amigos del Nuevo Mundo, sólo les faltaban las familias de Malgrat y de Madrid. El personal asalariado de la finca se puso la mejor ropa que tenía para asistir a la ceremonia, pero muchos tuvieron que quedarse afuera, pues en la capilla ya no cabía más gente. Pusieron mesas y sillas en el jardín de la finca para el banquete. Empezaron a asar mucha cantidad de carne, pescado, hortalizas, panojas de maíz y bananas. Hornearon decenas de hogazas de pan y cocieron numerosas ollas de judías, garbanzos y arroz. Cortaron lonchas de queso, jamón y pedazos de fruta tropical que sirvieron en bandejas de arcilla. Cuando llegaron los invitados, fueron descorchando botellas de vino y de ron para todos. Los tres tenderos no pararon de beber y de gastar bromas a los invitados, armando una gran juerga. Los jornaleros animaron la fiesta con cantes y bailes cubanos. Por primera vez en la finca Esperanza, desde que había entrado la plaga, volvió a reinar el buen humor.
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