Un día de finales de verano de 1883, llegó a la finca Esperanza la noticia del fallecimiento de Joan Defaus Moragas. Cuando Mariano leyó el telegrama que anunciaba la muerte de su hermano, cayó en un estado de tristeza y desesperación que hizo que Ángel y Nieves se asustaran.
- Joan tenía sólo 23 años ¿Por qué ha tenido que pasar eso? No logro aceptarlo. Mis padres, los pobres, estarán destrozados. Tengo que ir a consolarlos y ayudarlos… Pero, por otro lado, no puedo dejaros solos. ¡Con todo lo que queda por hacer en la finca!
- No te preocupes por nosotros. Haz lo que creas más oportuno.
- Estoy en una encrucijada. No sé cómo obrar.
- Deja que pasen unos días y verás que vas a tomar la decisión más sabia, le contestó Ángel.
- Piensa que el viaje es muy largo. Aunque te embarcaras mañana, siempre que saliera un navío para las islas Canarias, llegarías a Barcelona al cabo de ocho semanas. Dos o tres días más o menos no van a hacer la diferencia – Nieves calló un momento y una sombra de tristeza cruzó su rostro - Tiene razón, Ángel. Decídelo sin prisas, le dijo con ternura.
Mientras se estrujaba los sesos pensando en la cosa mejor que podía hacer, llegó otro telegrama de su madre en el que le decía, que su hermano Francisco había dejado los estudios y que se había puesto en frente de los negocios de la familia. Mariano sintió alivio al leer aquella noticia. A cabo de pocas semanas le llegó una carta en la que la madre le contaba qué estaban pensando en proponerle a Francisco que se casara con Teresita. Le pidió su opinión y Mariano en su carta le contestó que, si Teresita y Francisco estaban de acuerdo, a él le parecía una solución muy buena.
Teresa no le dijo a Mariano que su padre, ya había hablado con Teresita, y que siguiendo los consejos del cura, le había propuesto que se casara con Francisco, pero con la condición de que demostrara que era fértil. A Teresa no le gustaba aquel pacto, pues, poniéndose en el lugar de la viuda, se sentía apenada y avergonzada.
- ¿Cómo puede un cura proponer eso a la pobre muchacha? Le dijo a su marido.
- El párroco dice que una viuda no puede vivir bajo el mismo techo que Francisco. Tienen que casarse, replicó José.
- Eso lo entiendo. ¿Pero por qué se le ponen condiciones?
- Porque no se quedó embarazada el año que estuvo casada con Joan y ahora no podemos arriesgarnos a que pase lo mismo con Francisco. No puede desaparecer nuestra estirpe, exclamó José un poco alterado.
- ¿No tomas en cuenta a los otros hijos, a Isidro y a Mariano? ¿Y a Marieta y las pequeñas? Le preguntó Teresa.
- Nuestros dos hijos mayores están lejos, no cuentes con ellos. El único que puede darnos descendencia es Francisco. La tierra, como tú bien sabes, pasa de varón a varón, le contestó José.
- Al final los hombres deciden siempre el destino de las mujeres. Yo no quiero estar presente cuando tú y el cura le propongáis esa cosa horrorosa a Teresita, agregó secamente.
- ¿Pero qué quieres echarla de nuestra casa y devolverla a su padre?
- No, yo quisiera que se quedara con nosotros.
- Deja que me ocupe yo de ello, le dijo José, zanjando la conversación.
Mariano tras leer la carta de su madre, se apaciguó. Aquella noche habló con Ángel y Nieves y les dijo que iba a postergar el viaje a España, para el año siguiente, cuando hubieran terminado la siembra de cereales en todas los terrenos de la finca. Pero las cosas fueron de otra manera y un año después, al enfermarse Ángel, Mariano dejó de pensar en ir a ver a sus padres.
Una mañana las campanas tocaron a muerto en la iglesia de Las Ovas, primero un sonido fuerte pero grave, luego un tañido pequeño. Los repiques fueron tres, indicando que el fallecido era un hombre.
Ángel fue enterrado, siguiendo sus voluntades, a la vera de la explanada que lindaba con la mansión; era el lugar en donde él solía domar a los potros. Él se negó rotundamente a que lo sepultaran junto a sus padres y su hermano en el Cementerio Llopí de Pinar del Río. Cercaron un pedazo de terreno con una valla de madera y allí enterraron a los que fallecieron durante la epidemia de viruela. La tumba de Ángel Hernández era simple como las otras: una loza de piedra blanca con el nombre grabado y las fechas de nacimiento y de defunción.
El luto en la finca Esperanza duró dos semanas, al cabo de las cuales empezaron de nuevo las actividades ordinarias, sin embargo, la finca perdió esplendor, era como si, además de las personas, las plantas y los animales estuvieran decaídos por la muerte del amo: las flores se habían vuelto pálidas, las hojas de los árboles eran de un verde descolorido, las plumas de los pavos reales desteñidas, el pelo de los animales y las crines de los caballos deslucidos y el cielo ya no era tan azul como antes.
La congoja que Nieves sentía se la guardaba en sus entrañas y sólo cuando nadie la veía lloraba. Sin embargo, intentaba estar ocupada en mil tareas, para aliviar la pesadumbre y el dolor intenso en el pecho que sentía cada mañana al levantarse de la cama, sin haber dormido casi nada. La cosa que le daba más alivio era encender el horno y trabajar. Cuando Mariano desde el patio percibía el perfume a pan recién hecho y el olor a masa madre, dejaba de lado sus labores, entraba en el porche del horno, que todos llamaban panadería, y se quedaba embobado observando a Nieves mientras colocaba con habilidad las hogazas en los anaqueles y con un trapo quitaba de la mesa las migas y el polvo de harina.
Un día le dijo:
- Me encanta mirarte mientras sacas las hogazas del horno. Tus gestos me recuerdan a la panadera de mi pueblo que siempre me regalaba un panecillo, cuando de niño iba a comprar el pan.
- Tenía razón, Ángel, cuando decía que el trigo nos salvaría la vida. Pero desgraciadamente no ha salvado la suya, le contestó Nieves, con tristeza.
En aquel momento Mariano hubiera querido decirle algo más, pero se quedó sin habla, acobardado. Angelito tenía casi tres años cuando perdió a su padre y los primeros meses no paraba de llamarlo y buscarlo.
- Papá, papá, ¿dónde estás? Gritaba correteando por el patio.
En aquellas semanas de luto, Mariano dejó en manos de un capataz gran parte de su labor y se dedicó en cuerpo y alma al pequeño Ángel. Fue entonces que tuvo la idea de organizar una escuela rural para enseñar a leer y a escribir a todos los niños de la finca. Nieves ayudó a Mariano a encalar y arreglar una amplia sala de la planta baja, para convertirla en aula. Construyeron juntos pupitres y prepararon material didáctico, esa nueva tarea la sosegó. Mariano cuidaba a Angelito como si fuera su propio hijo y notó que Nieves lo apreciaba. Un día Nieves le dijo:
- Me alivia mucho saber que tú vas a estar siempre a nuestro lado.
- No os dejaré jamás, le contestó Mariano.
En otoño de 1884 se casaron dos hijos de Teresa Moragas y José Defaus: el 26 de noviembre Mariano con Nieves en Pinar del Río y el 19 de diciembre Francisco con Teresita en Malgrat. En destino había sido cruel con la familia Defaus Moragas, las dos novias eran viudas, tras la muerte prematura de su joven esposo; sin embargo, todo el mundo esperaba que las desgracias se hubieran terminado y que empezara una época de bonanza.
Mariano leyó varias veces la carta que su madre le había escrito describiendo los detalles del matrimonio de Francisco y Teresita, pues tenía la sensación de que le escondía algo.
- Quizás sean manías mías, pero me parece que hay algo en la boda de mi hermano que mi madre no quiere decirme. Quizás el obispo les ha puesto impedimentos, le dijo Mariano.
- ¡Qué te importa! La cosa principal es que se quieran. El obispo puede decir lo que le dé la gana, le contestó Nieves.
- En los pueblos hay muchas habladurías. Sobre todo si los dos viven juntos sin estar casados.
- No le des más vueltas. Tu madre te ha dicho que se han casado y que ella está embarazada, pues ya está, concluyó Nieves.
Mariano hubiera querido enviarle una fotografía de Nieves a su madre, pero el día de la boda el fotógrafo que había contratado no se presentó. Más tarde se supo que había tenido un accidente cayendo del árbol mientras recogía ciruelas y que lo habían llevado al hospital. El pobre fotógrafo se quedó paralizado en una silla de ruedas. El suyo era el único estudio de fotografía que había en Pinar del Río y por consiguiente, desde su cierre, para retratarse había que desplazarse a la Habana. Nieves se negó rotundamente a emprender un viaje tan largo para que le tiraran una fotografía. Teresa y José tuvieron que imaginar la belleza de Nieves a través de las descripciones en las cartas de su hijo.
Mariano salía poco de la finca, una vez por semana iba a Las Ovas o a Pinar de Río, según lo que necesitara, y cada dos meses, como les había prometido a los tres hermanos, iba a La Habana, para revisar las cuentas de la tienda. Hasta que un día les dijo a los tenderos:
- Ya es hora de que salga de vuestra sociedad. Ya no me necesitáis.
Los tres hermanos aceptaron su propuesta, pero le prometieron que irían a visitarlo cada año en verano, para pasar unos días con él y Nieves. Y así lo hicieron durante toda su vida.
Las cartas de Teresa Moragas seguían llegando con regularidad a la finca Esperanza y Mariano tampoco dejó nunca de escribir a su madre. Las cartas que le escribía la madre al hijo en invierno eran más largas que las que escribía en verano. En la última de aquel invierno nombró muchas veces a su hijo Isidro, confesándole a Mariano que estaba afligida porque tenía pocas noticias suyas. También le contó con alegría que el embarazo de Teresita seguía su curso natural y que todos estaban impacientes por saber si iba a ser niño o niña. Le contó también que la cosecha había sido bastante mala, pero que la venta de semillas había ido mejor y terminó quejándose del mal tiempo y de la fuerte marejada.
Releyendo la última parte, Mariano se acordó de la frase que su abuelo, Mariano Defaus Segarra, pronunciaba enfáticamente cuando en invierno el fuerte oleaje del mar lo asustaba.
- Si el agua salada llegara a nuestros terrenos, estaríamos perdidos para siempre.
El pequeño Mariano más de una noche soñó con olas gigantes que llegaban hasta el pueblo y se despertó sudado y asustado por aquella pesadilla.
En las cartas que escribió Mariano a su madre durante aquellos largos meses le iba contando anécdotas de la vida cotidiana de la finca, de lo contento que estaba de haberse casado con Nieves y de la suerte que tenía con Ángel, su ahijado, al que quería como si fuera su verdadero hijo. Sin embargo, no le habló nunca de su regreso a España, ella tampoco lo mencionó.
A finales del verano de 1885, a Mariano le llegó un telegrama de su madre con una noticia buena y dos malas:
Teresita ha dado a luz a una niña. La escarlatina se ha llevado a Luisa y a Rosa. Agustí murió en Cuba.
Pocos días antes del nacimiento de la niña, Agustí, el marido de Marieta, murió tras una emboscada en un campamento militar cerca de Santiago de Cuba, Luisa y Rosa cayeron enfermas de escarlatina, el médico les dijo que les pusieran cataplasmas y que no dejaran que la fiebre subiera, pero la fiebre subió hasta cuarenta grados y no hubo manera de que bajara. Luisa y Rosa, de diecisiete y quince años respectivamente, murieron a pocas horas de distancia.
Mariano decidió de nuevo volver a España, pero pocas horas después desistió pensando en Nieves y en su ahijado.
Al cabo de algunas semanas le llegó un sobre que contenía el recordatorio del entierro de sus dos hermanas y una fotografía de Francisco y Teresita con la recién nacida en brazos, a quien le pusieron el nombre de Teresa, como la madre y la abuela. Teresa Defaus Moragas en aquella carta le volvió a decir a Mariano que no se preocupara: que estaban todos bien, que Teresita, Francisco y Marieta se cuidaban de todo, que la niña era muy vivaracha y que les daba mucha alegría, después de aquellas desgracias.
Nieves lo consolaba como podía. Cada noche le preparaba una infusión de tila, para que descansara bien. Nieves y Mariano, dormían en cuartos separados; no querían consumar el matrimonio por respeto al difunto. En aquella época en que parecía que las desgracias no tenían fin, ambos se dieron cuenta de que entre ellos había algo más que una amistad, sin embargo, ninguno se atrevió a confesar al otro sus propios sentimientos.
Los días en la finca Esperanza volvieron a cundir, la rutina y las tareas cotidianas daban a la pareja un sentimiento de prosperidad y de bienestar.
Por la mañana Mariano enseñaba a leer y a escribir a Angelito y a los otros niños de la finca. Disfrutaba con los chiquillos. Le gustaba pasar por los pupitres de sus discípulos para ver cómo habían llevado a cabo los ejercicios. Se acordaba de la escuela primaria de Malgrat y aplicaba con esmero las buenas técnicas de enseñanza de su antiguo maestro.
El día en que fue a La Habana para cerrar los negocios con los tres tenderos, compró un libro de pedagogía que leyó en el tren con mucho fervor. Cuando llegó a la finca, le dijo a Nieves:
- Me siento satisfecho ayudando a los niños a resolver un problema. Y a escribir una redacción o una poesía.
- Es de admirar lo que estás haciendo. Seguro que tú eras un alumno modelo.
- Cuando era pequeño iba muy contento a la escuela, pero a los doce años tuve que dejar los libros para empezar a trabajar. Por suerte el maestro me daba clases particulares por las tardes. Con él aprendí mucho en aquellos años. Por la mañana ayudaba a mi padre en el campo, pero no me gustaba labrar la tierra, yo hubiera querido viajar y salir del pueblo. Al atardecer me divertía saliendo con una pandilla de muchachos que se metían siempre en líos que terminaban en escaramuzas.
- Seguro que eran líos de mujeres, a ver si me cuentas tus trastadas de los catorce o quince años. Yo no sé casi nada de ti. Sólo me contaste que huiste de España a causa de la guerra.
- Un día te lo voy a contar, le dijo Mariano con sofoco, pues hablar de aquel tema lo avergonzaba.
- !Mamá! Gritó el pequeñito correteando hacia ellos.
Mariano aquella noche sintió desazón recordando aquellos años juveniles. La llegada del niño lo había salvado, pero sabía que tarde o temprano tendría que contarle a Nieves su secreto.
Por otra parte, Nieves también seguía su rutina horneando hogazas de pan y cociendo piezas de barro. Un día empezó a pintar platos con colores vivos, naranja con el borde azul, violeta y amarillo y, por último, verde y rojo.
- ¿Por qué no vendes esas piezas, son preciosas, le dijo Mariano?
- Tienes razón, en casa tenemos vajillas y jarros de sobra.
- El tendero del bazar El siglo de Pinar del Río, podría ser tu primer comprador.
Nieves siguió el consejo de Mariano y sus vasijas empezaron a venderse bien.
La hacienda Esperanza progresaba; sin embargo, ni Mariano ni Nieves querían agrandarla. Las ganancias no eran muchas, pero suficientes para amos y trabajadores. Ellos ya lo sabían desde el principio que los cereales no daban para hacerse ricos, pero no era ese el objetivo que perseguían.
- Amasando el pan y oliendo las hogazas recién horneadas, me siento feliz. Y claro, también dando forma y color a mis lozas, le confió un día Nieves a Mariano.
- Yo soy aún más feliz a tu lado, le contestó Mariano, mirándola intensamente.
Ni el uno ni el otro volvieron a sacar el tema del viaje a España, colocaron en el desván la vieja maleta de cartón, la que había cruzado en 1873 el Atlántico y durante muchos años se olvidaron de ella.