sabato 30 settembre 2023

La finca Esperanza - Cap. 12 (en español)

 


Un día de finales de verano de 1883, llegó a la finca Esperanza la noticia del fallecimiento de Joan Defaus Moragas. Cuando Mariano leyó el telegrama que anunciaba la muerte de su hermano, cayó en un estado de tristeza y desesperación que hizo que Ángel y Nieves se asustaran.

- Joan tenía sólo 23 años ¿Por qué ha tenido que pasar eso? No logro aceptarlo. Mis padres, los pobres, estarán destrozados. Tengo que ir a consolarlos y ayudarlos… Pero, por otro lado, no puedo dejaros solos. ¡Con todo lo que queda por hacer en la finca!

- No te preocupes por nosotros. Haz lo que creas más oportuno.

- Estoy en una encrucijada. No sé cómo obrar.

- Deja que pasen unos días y verás que vas a tomar la decisión más sabia, le contestó Ángel.

- Piensa que el viaje es muy largo. Aunque te embarcaras mañana, siempre que saliera un navío para las islas Canarias, llegarías a Barcelona al cabo de ocho semanas. Dos o tres días más o menos no van a hacer la diferencia – Nieves calló un momento y una sombra de tristeza cruzó su rostro - Tiene razón, Ángel. Decídelo sin prisas, le dijo con ternura.

Mientras se estrujaba los sesos pensando en la cosa mejor que podía hacer, llegó otro telegrama de su madre en el que le decía, que su hermano Francisco había dejado los estudios y que se había puesto en frente de los negocios de la familia. Mariano sintió alivio al leer aquella noticia. A cabo de pocas semanas le llegó una carta en la que la madre le contaba qué estaban pensando en proponerle a Francisco que se casara con Teresita. Le pidió su opinión y Mariano en su carta le contestó que, si Teresita y Francisco estaban de acuerdo, a él le parecía una solución muy buena.

Teresa no le dijo a Mariano que su padre, ya había hablado con Teresita, y que siguiendo los consejos del cura, le había propuesto que se casara con Francisco, pero con la condición de que demostrara que era fértil. A Teresa no le gustaba aquel pacto, pues, poniéndose en el lugar de la viuda, se sentía apenada y avergonzada.

- ¿Cómo puede un cura proponer eso a la pobre muchacha? Le dijo a su marido.

- El párroco dice que una viuda no puede vivir bajo el mismo techo que Francisco. Tienen que casarse, replicó José.

- Eso lo entiendo. ¿Pero por qué se le ponen condiciones?

- Porque no se quedó embarazada el año que estuvo casada con Joan y ahora no podemos arriesgarnos a que pase lo mismo con Francisco. No puede desaparecer nuestra estirpe, exclamó José un poco alterado.

- ¿No tomas en cuenta a los otros hijos, a Isidro y a Mariano? ¿Y a Marieta y las pequeñas? Le preguntó Teresa.

- Nuestros dos hijos mayores están lejos, no cuentes con ellos. El único que puede darnos descendencia es Francisco. La tierra, como tú bien sabes, pasa de varón a varón, le contestó José.

- Al final los hombres deciden siempre el destino de las mujeres. Yo no quiero estar presente cuando tú y el cura le propongáis esa cosa horrorosa a Teresita, agregó secamente.

- ¿Pero qué quieres echarla de nuestra casa y devolverla a su padre?

- No, yo quisiera que se quedara con nosotros.

- Deja que me ocupe yo de ello, le dijo José, zanjando la conversación.

Mariano tras leer la carta de su madre, se apaciguó. Aquella noche habló con Ángel y Nieves y les dijo que iba a postergar el viaje a España, para el año siguiente, cuando hubieran terminado la siembra de cereales en todas los terrenos de la finca. Pero las cosas fueron de otra manera y un año después, al enfermarse Ángel, Mariano dejó de pensar en ir a ver a sus padres.

Una mañana las campanas tocaron a muerto en la iglesia de Las Ovas, primero un sonido fuerte pero grave, luego un tañido pequeño. Los repiques fueron tres, indicando que el fallecido era un hombre.

Ángel fue enterrado, siguiendo sus voluntades, a la vera de la explanada que lindaba con la mansión; era el lugar en donde él solía domar a los potros. Él se negó rotundamente a que lo sepultaran junto a sus padres y su hermano en el Cementerio Llopí de Pinar del Río. Cercaron un pedazo de terreno con una valla de madera y allí enterraron a los que fallecieron durante la epidemia de viruela. La tumba de Ángel Hernández era simple como las otras: una loza de piedra blanca con el nombre grabado y las fechas de nacimiento y de defunción.

El luto en la finca Esperanza duró dos semanas, al cabo de las cuales empezaron de nuevo las actividades ordinarias, sin embargo, la finca perdió esplendor, era como si, además de las personas, las plantas y los animales estuvieran decaídos por la muerte del amo: las flores se habían vuelto pálidas, las hojas de los árboles eran de un verde descolorido, las plumas de los pavos reales desteñidas, el pelo de los animales y las crines de los caballos deslucidos y el cielo ya no era tan azul como antes.

La congoja que Nieves sentía se la guardaba en sus entrañas y sólo cuando nadie la veía lloraba. Sin embargo, intentaba estar ocupada en mil tareas, para aliviar la pesadumbre y el dolor intenso en el pecho que sentía cada mañana al levantarse de la cama, sin haber dormido casi nada. La cosa que le daba más alivio era encender el horno y trabajar. Cuando Mariano desde el patio percibía el perfume a pan recién hecho y el olor a masa madre, dejaba de lado sus labores, entraba en el porche del horno, que todos llamaban panadería, y se quedaba embobado observando a Nieves mientras colocaba con habilidad las hogazas en los anaqueles y con un trapo quitaba de la mesa las migas y el polvo de harina.

Un día le dijo:

- Me encanta mirarte mientras sacas las hogazas del horno. Tus gestos me recuerdan a la panadera de mi pueblo que siempre me regalaba un panecillo, cuando de niño iba a comprar el pan.

- Tenía razón, Ángel, cuando decía que el trigo nos salvaría la vida. Pero desgraciadamente no ha salvado la suya, le contestó Nieves, con tristeza.

En aquel momento Mariano hubiera querido decirle algo más, pero se quedó sin habla, acobardado. Angelito tenía casi tres años cuando perdió a su padre y los primeros meses no paraba de llamarlo y buscarlo.

- Papá, papá, ¿dónde estás? Gritaba correteando por el patio.

En aquellas semanas de luto, Mariano dejó en manos de un capataz gran parte de su labor y se dedicó en cuerpo y alma al pequeño Ángel. Fue entonces que tuvo la idea de organizar una escuela rural para enseñar a leer y a escribir a todos los niños de la finca. Nieves ayudó a Mariano a encalar y arreglar una amplia sala de la planta baja, para convertirla en aula. Construyeron juntos pupitres y prepararon material didáctico, esa nueva tarea la sosegó. Mariano cuidaba a Angelito como si fuera su propio hijo y notó que Nieves lo apreciaba. Un día Nieves le dijo:

- Me alivia mucho saber que tú vas a estar siempre a nuestro lado.

- No os dejaré jamás, le contestó Mariano.

En otoño de 1884 se casaron dos hijos de Teresa Moragas y José Defaus: el 26 de noviembre Mariano con Nieves en Pinar del Río y el 19 de diciembre Francisco con Teresita en Malgrat. En destino había sido cruel con la familia Defaus Moragas, las dos novias eran viudas, tras la muerte prematura de su joven esposo; sin embargo, todo el mundo esperaba que las desgracias se hubieran terminado y que empezara una época de bonanza.

Mariano leyó varias veces la carta que su madre le había escrito describiendo los detalles del matrimonio de Francisco y Teresita, pues tenía la sensación de que le escondía algo.

- Quizás sean manías mías, pero me parece que hay algo en la boda de mi hermano que mi madre no quiere decirme. Quizás el obispo les ha puesto impedimentos, le dijo Mariano.

- ¡Qué te importa! La cosa principal es que se quieran. El obispo puede decir lo que le dé la gana, le contestó Nieves.

- En los pueblos hay muchas habladurías. Sobre todo si los dos viven juntos sin estar casados.

- No le des más vueltas. Tu madre te ha dicho que se han casado y que ella está embarazada, pues ya está, concluyó Nieves.

Mariano hubiera querido enviarle una fotografía de Nieves a su madre, pero el día de la boda el fotógrafo que había contratado no se presentó. Más tarde se supo que había tenido un accidente cayendo del árbol mientras recogía ciruelas y que lo habían llevado al hospital. El pobre fotógrafo se quedó paralizado en una silla de ruedas. El suyo era el único estudio de fotografía que había en Pinar del Río y por consiguiente, desde su cierre, para retratarse había que desplazarse a la Habana. Nieves se negó rotundamente a emprender un viaje tan largo para que le tiraran una fotografía. Teresa y José tuvieron que imaginar la belleza de Nieves a través de las descripciones en las cartas de su hijo.

Mariano salía poco de la finca, una vez por semana iba a Las Ovas o a Pinar de Río, según lo que necesitara, y cada dos meses, como les había prometido a los tres hermanos, iba a La Habana, para revisar las cuentas de la tienda. Hasta que un día les dijo a los tenderos:

- Ya es hora de que salga de vuestra sociedad. Ya no me necesitáis.

Los tres hermanos aceptaron su propuesta, pero le prometieron que irían a visitarlo cada año en verano, para pasar unos días con él y Nieves. Y así lo hicieron durante toda su vida.

Las cartas de Teresa Moragas seguían llegando con regularidad a la finca Esperanza y Mariano tampoco dejó nunca de escribir a su madre. Las cartas que le escribía la madre al hijo en invierno eran más largas que las que escribía en verano. En la última de aquel invierno nombró muchas veces a su hijo Isidro, confesándole a Mariano que estaba afligida porque tenía pocas noticias suyas. También le contó con alegría que el embarazo de Teresita seguía su curso natural y que todos estaban impacientes por saber si iba a ser niño o niña. Le contó también que la cosecha había sido bastante mala, pero que la venta de semillas había ido mejor y terminó quejándose del mal tiempo y de la fuerte marejada.

Releyendo la última parte, Mariano se acordó de la frase que su abuelo, Mariano Defaus Segarra, pronunciaba enfáticamente cuando en invierno el fuerte oleaje del mar lo asustaba.

- Si el agua salada llegara a nuestros terrenos, estaríamos perdidos para siempre.

El pequeño Mariano más de una noche soñó con olas gigantes que llegaban hasta el pueblo y se despertó sudado y asustado por aquella pesadilla.

En las cartas que escribió Mariano a su madre durante aquellos largos meses le iba contando anécdotas de la vida cotidiana de la finca, de lo contento que estaba de haberse casado con Nieves y de la suerte que tenía con Ángel, su ahijado, al que quería como si fuera su verdadero hijo. Sin embargo, no le habló nunca de su regreso a España, ella tampoco lo mencionó.

A finales del verano de 1885, a Mariano le llegó un telegrama de su madre con una noticia buena y dos malas:

Teresita ha dado a luz a una niña. La escarlatina se ha llevado a Luisa y a Rosa. Agustí murió en Cuba.

Pocos días antes del nacimiento de la niña, Agustí, el marido de Marieta, murió tras una emboscada en un campamento militar cerca de Santiago de Cuba, Luisa y Rosa cayeron enfermas de escarlatina, el médico les dijo que les pusieran cataplasmas y que no dejaran que la fiebre subiera, pero la fiebre subió hasta cuarenta grados y no hubo manera de que bajara. Luisa y Rosa, de diecisiete y quince años respectivamente, murieron a pocas horas de distancia.

Mariano decidió de nuevo volver a España, pero pocas horas después desistió pensando en Nieves y en su ahijado.

Al cabo de algunas semanas le llegó un sobre que contenía el recordatorio del entierro de sus dos hermanas y una fotografía de Francisco y Teresita con la recién nacida en brazos, a quien le pusieron el nombre de Teresa, como la madre y la abuela. Teresa Defaus Moragas en aquella carta le volvió a decir a Mariano que no se preocupara: que estaban todos bien, que Teresita, Francisco y Marieta se cuidaban de todo, que la niña era muy vivaracha y que les daba mucha alegría, después de aquellas desgracias.

Nieves lo consolaba como podía. Cada noche le preparaba una infusión de tila, para que descansara bien. Nieves y Mariano, dormían en cuartos separados; no querían consumar el matrimonio por respeto al difunto. En aquella época en que parecía que las desgracias no tenían fin, ambos se dieron cuenta de que entre ellos había algo más que una amistad, sin embargo, ninguno se atrevió a confesar al otro sus propios sentimientos.

Los días en la finca Esperanza volvieron a cundir, la rutina y las tareas cotidianas daban a la pareja un sentimiento de prosperidad y de bienestar.

Por la mañana Mariano enseñaba a leer y a escribir a Angelito y a los otros niños de la finca. Disfrutaba con los chiquillos. Le gustaba pasar por los pupitres de sus discípulos para ver cómo habían llevado a cabo los ejercicios. Se acordaba de la escuela primaria de Malgrat y aplicaba con esmero las buenas técnicas de enseñanza de su antiguo maestro.

El día en que fue a La Habana para cerrar los negocios con los tres tenderos, compró un libro de pedagogía que leyó en el tren con mucho fervor. Cuando llegó a la finca, le dijo a Nieves:

- Me siento satisfecho ayudando a los niños a resolver un problema. Y a escribir una redacción o una poesía.

- Es de admirar lo que estás haciendo. Seguro que tú eras un alumno modelo.

- Cuando era pequeño iba muy contento a la escuela, pero a los doce años tuve que dejar los libros para empezar a trabajar. Por suerte el maestro me daba clases particulares por las tardes. Con él aprendí mucho en aquellos años. Por la mañana ayudaba a mi padre en el campo, pero no me gustaba labrar la tierra, yo hubiera querido viajar y salir del pueblo. Al atardecer me divertía saliendo con una pandilla de muchachos que se metían siempre en líos que terminaban en escaramuzas.

- Seguro que eran líos de mujeres, a ver si me cuentas tus trastadas de los catorce o quince años. Yo no sé casi nada de ti. Sólo me contaste que huiste de España a causa de la guerra.

- Un día te lo voy a contar, le dijo Mariano con sofoco, pues hablar de aquel tema lo avergonzaba.

- !Mamá! Gritó el pequeñito correteando hacia ellos.

Mariano aquella noche sintió desazón recordando aquellos años juveniles. La llegada del niño lo había salvado, pero sabía que tarde o temprano tendría que contarle a Nieves su secreto.

Por otra parte, Nieves también seguía su rutina horneando hogazas de pan y cociendo piezas de barro. Un día empezó a pintar platos con colores vivos, naranja con el borde azul, violeta y amarillo y, por último, verde y rojo.

- ¿Por qué no vendes esas piezas, son preciosas, le dijo Mariano?

- Tienes razón, en casa tenemos vajillas y jarros de sobra.

- El tendero del bazar El siglo de Pinar del Río, podría ser tu primer comprador.

Nieves siguió el consejo de Mariano y sus vasijas empezaron a venderse bien.

La hacienda Esperanza progresaba; sin embargo, ni Mariano ni Nieves querían agrandarla. Las ganancias no eran muchas, pero suficientes para amos y trabajadores. Ellos ya lo sabían desde el principio que los cereales no daban para hacerse ricos, pero no era ese el objetivo que perseguían.

- Amasando el pan y oliendo las hogazas recién horneadas, me siento feliz. Y claro, también dando forma y color a mis lozas, le confió un día Nieves a Mariano.

- Yo soy aún más feliz a tu lado, le contestó Mariano, mirándola intensamente.

Ni el uno ni el otro volvieron a sacar el tema del viaje a España, colocaron en el desván la vieja maleta de cartón, la que había cruzado en 1873 el Atlántico y durante muchos años se olvidaron de ella.














sabato 16 settembre 2023

Teresa Moragas - Cap.11 (en español)

 


Aquel día funesto de febrero de 1873, quieta en el portal, Teresa Moragas Gibert miró con tristeza a su marido y a su hijo mayor, que salían de casa para ir a la estación, pero no se podía imaginar lo que su esposo estaba tramando. Los dos desaparecieron al doblar la calle Ollers, hacia la plaza de la iglesia. José Defaus Ballesté llevaba la maleta y Mariano la mochila. Ambos hablaron poco durante el trayecto. El padre acompañó al muchacho en el andén donde salía el tren para Barcelona. Mientras esperaban, José le entregó un sobre con un documento oficial.

- He tenido que ocultar esa vergüenza, le reprendió.

Mientras Mariano leía el documento, José siguió diciéndole:

- El alcalde me ha ayudado para que nadie sepa lo de la denuncia. A los quintos sorteados para el servicio militar, se les llama de forma escalonada. Según él, a ti te va a tocar en verano; sin embargo, para todo el pueblo, ahora tú has huido para no alistarte y no por otro motivo. ¿Entendido?

- Lo siento, padre, no me atreví a confesarle que el alguacil me denunció.

- ¡Siempre te metes en líos! Me tienes que prometer que vas a asentar la cabeza.

El tren llegó y la conversación quedó zanjada, pero durante todo el viaje Mariano pensó en las chiquilladas que había armado con Pepito, su amigo, y se prometió que de ahora en adelante iba a ser más juicioso.

Teresa no era una mujer apocada y miedosa, al contrario, hubiera sido valiente si hubiera tenido la oportunidad de salir de pueblo, pero en aquella época las mujeres tenían que estar calladas y hacer lo que su padre había establecido para ellas. Se casó con José Defaus Ballesté sin apenas conocerlo. Antes de la boda sólo lo vio un par de veces en el baile de la fiesta mayor del pueblo. Pero por suerte José siempre la respetó y, aunque en casa mandara él, a ella también le dejaba decidir algunas cosas. Mariano se parecía a ella, era amable, soñador, sensible, valeroso, fiel y cumplidor.

- ¿De dónde nos ha salido Mariano con ese carácter? Le preguntó José, su marido, una noche de principios de aquel año fatídico, hablando flojo, para que los cuatro hijos varones, que dormían en la alcoba de al lado, no le oyeran.

- Mariano es un muchacho de brío, le dijo Teresa.

- A ver si tantos bríos le llevaran por mal camino.

- No exageres. Es un buen chico, le contestó Teresa.

- Le gustan mucho los trenes y los barcos. Tengo miedo de que se nos vaya lejos de aquí.

- A mí también me sabría mal, pero será lo que Dios quiera, se atrevió a decir Teresa.

- No creo que nos abandone. lo decía por decir. pero lo que más me preocupa ahora es que su quinta sea llamada. Corren voces de que faltan voluntarios en el ejército y que van a reclutar a jóvenes de diecisiete años.

- No te preocupes, José, Mariano aún no ha cumplido diecisiete años. A él no le va a tocar, le dijo su esposa, no del todo convencida.

Teresa aquella noche durmió poco y mal, pues temía que su hijo mayor tarde o temprano sería llamado a las armas; sin embargo, se levantó temprano y como siempre preparó el desayuno para toda la familia. Mientras tomaba una taza de leche caliente donde iba mojando trocitos de pan seco, le dijo a su marido que había soñado con una cosa muy rara:

- El patio estaba inundado de agua, llovía a cántaros y todas las plantas se iban ahogando y muriendo. De golpe, unas ranas muy gordas salieron de los charcos y entraron en casa. ¿Quién sabe lo que quiere decir este sueño?

- ¡No quieren decir nada los sueños! Lo único que creo es que va a llover, le dijo José riendo.

Teresa sonrió, pero no le confesó que aquella noche apenas había pegado ojo por el temor de perder a Mariano.

Al cabo de unos días, el cartero trajo un aviso oficial para Mariano. Con aquel sobre en la mano, Teresa se derrumbó y se echó a llorar. Cuando llegó su marido, los pequeños lloraban junto a ella. Al verlo, intentó serenarse, pero no lo consiguió e hipando le entregó la carta. Mientras José la leía, tuvo que sentarse. Mariano iba rezagado detrás de José y, tras ver la cara crispada de su padre, supo que habían llegado malas noticias. Cuando José se repuso, abrazó a Mariano y le dijo que la familia Defaus era muy estimada en el pueblo y que seguro que alguien les ayudaría.

Teresa dejó que su marido fuera a ver al alcalde, pero no creía en que aquel buen hombre pudiera ayudarles.

- No es hijo de una viuda. Tampoco tiene defectos físicos. No es posible que sea reformado, se dijo.

Sollozó de alegría y de pena, cuando supo que Mariano podía escaparse a Cuba, bajo la protección del farmacéutico Sarrá.

Las primeras semanas fueron para Teresa muy duras, tenía que encerrarse en el lavadero para que nadie la viera llorar.

La casa de los Defaus era antigua, la había construido un tatarabuelo de José Defaus Ballesté a mitades del siglo dieciocho. En la planta baja había dos cuartos, el primero, con una ventana que daba a la calle que le daba mucha luz, donde las mujeres por la tarde se sentaban a coser. El otro más oscuro, con una ventanita alta que daba a la escalera, se usaba como trastero. Las alcobas estaban en el primer piso, al que se accedía por una escalera bastante empinada. En el comedor había un aparador, una mesa de madera oscura con patas torneadas y seis sillas tapizadas, en las que los pocos huéspedes que entraban en la casa se sentaban. Tras el comedor, había una sala de paso, la galería, que conducía a la gran cocina, donde la familia se reunía en invierno al calor de los fogones de leña y el gran hogar. La cocina daba al patio a través de una puertecita. En el patio había un pozo, un lavadero y un retrete, llamado comuna. La comuna, consistía en una tabla de madera con un agujero central donde uno se podía sentar para orinar y evacuar el vientre. Colgado de la pared del lavadero había un barreño grande para tomarse baños. Teresa cuidaba con esmero el patio lleno de grandes macetas con plantas y flores. Más allá del patio había el establo para el caballo, el gallinero, la pocilga y otros corrales.

Antes de que llegara el documento de reclutamiento, José le explicó a su esposa cómo se las había arreglado para que ni ella ni la gente del pueblo supiera que el juzgado de Arenys había convocado a su hijo. El alcalde lo avisó y él pudo esconder a todo el mundo la primera requisitoria del juzgado. Al principio a Teresa le supo mal que su marido no hubiera tenido confianza en ella, pero al llegar, poco después, la convocatoria para que Mariano se alistara en el ejército, aceptó el astuto plan de su esposo.

A las pocas semanas de la huida de Mariano llegó la segunda requisitoria del juzgado, en la que citaban de nuevo a Mariano. Para Teresa fue otro disgusto.

- No te preocupes por lo del juzgado, voy a presentarme yo. Ya verás que lo arreglaré todo, le dijo José.

- No paran de llegarnos malas noticias, le dijo ella sollozando.

Sin embargo, cuando Teresa recibió la primera carta de Mariano, volvió a sonreír. Se la leía a todo el mundo y dejó de ir a llorar al lavadero. Para ella, aunque no quisiera admitirlo, Mariano era su hijo favorito. Desde que se había embarcado estaba loca de alegría cuando recibía sus cartas, leyéndolas, lo sentía cerca y le contestaba en seguida, se diría que vivía sólo para eso.

- ¡Qué exagerada eres, mujer! Deja de pensar en Mariano y goza de los hijos que todavía tienes en casa. Le regañaba su marido, casi cada noche antes de dormirse.

- No lo consigo. Necesito saber de su vida y carteándome con él es como si yo también estuviera en Cuba. Además tengo la corazonada de que va a volver pronto. Mientras tanto, no quiero que se sienta solo. Por eso le cuento anécdotas de nuestra familia, para que se sienta cerca de casa.

- ¡Pobre cartero, cada mañana lo agobias esperando carta!, le dijo José y tras un bostezo zanjó la conversación, apagando la luz.

Corrió mucha agua por el puente, desde la mañana en que Teresa se despidió de Mariano. Ella cada vez tenía más miedo de no volver a ver a su hijo, pero no se lo confesó a nadie, al contrario, les decía a todos que Mariano iba a volver pronto.

En una carta del 15 de mayo de 1877, Teresa le contó a Mariano los pormenores de la boda de María, su segunda hija, a quien todos llamaban Marieta. Ella tenía diecinueve años y su novio, Agustí Riera Nualart, un muchacho de Malgrat, tenía veintiuno. Agustí era el hijo menor de una familia de labradores. Sabiendo que la tierra de su padre la iba a heredar su hermano mayor, buscó trabajo fuera de la aldea. Encontró un empleo de masovero en una gran masía de una finca agrícola y ganadera de un pueblecito cerca de Girona. Marieta fue a ver a su madre y llorando le dijo que no quería alejarse de su pueblo natal. Teresa tuvo que convencerla para que se marchara con Agustí.

- Si os quedáis en Malgrat os vais a morir de hambre, le dijo con firmeza y con dulzura a la vez.

Pero eso no se lo contó a Mariano. Teresa no estaba de acuerdo con la ley de herencias que regía en Cataluña, la cual disponía que todos los bienes eran para el heredero, generalmente el mayor de los hijos varones, y sólo les tocaba una pequeña legítima a los demás hijos. Ella sabía que no podía cambiar las reglas que habían establecido sus antepasados, sin embargo, cuando escribía a Marieta, le enviaba dinero, para remediar un poco aquellas desigualdades.

A Marieta no le gustaba escribir, prefería que su marido, la llevara dos o tres veces al año con un carro a Girona y luego ella cogía la diligencia para ir a ver a sus padres.

Isidro también tenía índole aventurera como Mariano, pero era más impulsivo y a menudo obraba sin cautela. Teresa se había enterado de que se entendía con una mujer de mala fama.

- Isidro, recuerda que una mujer buena y leal es un tesoro real, le dijo un día Teresa.

- ¿Por qué me dice eso, madre? Yo aún no tengo mujer, le contestó Isidro.

- Te lo digo porque cuando la tengas pensarás en mis palabras.

Teresa no le contó a su marido la verdad, sólo le dijo que temía que Isidro se descarrilara. José decidió que se embarcara como marinero en uno de los navíos que anclaba en el astillero de Malgrat. Isidro, antes de cumplir dieciséis años, en un día gris de principios de invierno, fue obligado a embarcarse en un navío que mercanceaba por el sur de Francia.

Teresa pensaba en que iba a enloquecer perdiendo a otro hijo, pero no sufrió mucho, sabiendo que a Isidro iba a volverlo a ver cada dos o tres meses y que a su hijo le iría muy bien alejarse de aquella mujer de dudosa reputación.

Una noche, cuando Teresa y José se estaban acostando, ella le habló de la última carta que le había escrito a Mariano:

- Le conté que Isidro se embarcó hace pocas semanas y que lo vamos a ver de ahora en adelante. Antes de que te duermas, te voy a leer un trocito de mi carta.

- Ya me la leerás mañana, ahora tengo mucho sueño, le contestó él.

José leía de muy buena gana las cartas que les llegaban de Cuba, pero evitaba con cualquier escusa que su mujer le leyera las que ella escribía a Mariano, pues se emocionaba al oír todo lo que Teresa le contaba de él y de sus hijos y le daba vergüenza que su esposa lo viera llorar.

Joan, su segundo hijo varón, fue llamado a las armas a principios de 1878, cuando acababa de cumplir dieciocho años. Hacía cinco años que Mariano se había escapado a Cuba y todavía estaban escarmentados, por eso Teresa y José no intentaron hacer nada para evitar que lo reclutaran y dejaron que las cosas siguieran su curso natural.

Teresa en sus cartas de aquella época le contaba bien poco de Joan, pues no quería apenarlo. Estuvieron muchos meses con escasas noticias del soldado, hasta cuando Joan volvió con una herida en la pierna y con una enfermedad pulmonar. Desde que regresó del frente se había vuelto más taciturno, pasaba muchas horas sólo en el campo, se sentaba bajo un árbol y meditaba. Su hermano Francisco, que tenía cuatro años menos que él, durante bastantes meses tuvo que dejar el seminario donde estudiaba para ocuparse de los cultivos y de las cosechas. José y Teresa estaban preocupados por Joan, pues parecía que estuviera atrapado en otro mundo del que no lograba salir. Sin embargo, Teresita, su prometida, una chica de una aldea cercana, nunca dejó de darle ánimos y él poco a poco se fue recuperando, empezando de nuevo a labrar la tierra y a salir con sus amigos.

Fue entonces cuando Teresa le contó a Mariano que Joan estaba mucho mejor de su enfermedad y que pronto se iba a casar con Teresita. Corría el año 1882. Aquel mismo año Mariano le envió una foto a su madre y le anunció que había encontrado un nuevo trabajo en una hacienda de Pinar del Río.

Mientras Mariano esperaba con ansiedad la carta, en que su madre le describiera la ceremonia y la fiesta de bodas de Teresita y Joan, no se podía imaginar la conversación que sus padres tuvieron antes de acostarse.

- Ayer le escribí una carta muy larga a Mariano, contándole que nos gusta mucho nuestra nuera.

- ¡No paras de escribir! Le contestó José.

- Todavía no he ido a la oficina de correos, pero mañana temprano quiero ir para que la carta salga lo antes posible. Te voy a leer la primera hoja.

- ¡Cuánta prisa! Bueno, léeme sólo un trocito, ¡qué tengo mucho sueño!

Teresa empezó a leer:


Malgrat, 1 de diciembre de 1882.

Estimado Mariano,

espero que cuando leas esta carta goces de buena salud. Nosotros, gracias a Dios, estamos bien. Finalmente puedo darte una buena noticia: la boda de Joan con Teresita fue un éxito. Joan, que aún está delicado de salud, estaba la mar bien e iba muy elegante. Ella estaba radiante de alegría, llevaba una mantilla blanca, que le hacía resaltar sus cabellos negros y su piel morena y la hacía todavía más guapa.

Isidro fue a la boda; al final le dieron un permiso. Marieta también estaba con su marido. Yo estaba muy contenta, con todos mis hijos en casa. Sólo faltabas tú. Pero sé que cuando puedas vas a volver.

No sufras por nosotros, estamos bien. La cosecha este año ha sido buena, los negocios de tu padre también van mejorando, esperemos que ahora que ha acabado la guerra todo se arregle.

Joan ha tenido mucha suerte, casándose con Teresita, es una buena chica y rebosante de alegría, incluso quiere pintar las paredes de la cocina y variar de lugar los muebles del comedor. Yo, cuando me casé con tu padre, no pude cambiar nada de la casa; mi suegra, tu abuela, mandaba como un general y también tu abuelo era de armas tomar cuando se enfadaba con ella. Tú ya no te debes de acordar mucho de ellos, murieron cuando tenías diez años.

A tu cuñada Teresita, no le asusta trabajar y en la cocina es un portento. Se quedó huérfana de su madre de muy pequeña y aprendió pronto a llevar una casa. Tu padre y yo estamos muy contentos de nuestra nuera. Con ella ha llegado alegría y si tú vieras el jardín, no lo reconocerías, en pocos días ha plantado numerosas matas y flores que le han regalado las vecinas. Se lleva muy bien con el vecindario. ¿Te acuerdas de Marcelina, la vieja vecina cascarrabias de la casa de al lado? Pues con ella se porta de maravilla y a ella no le grita.

Teresita es muy cariñosa con las pequeñas y ellas están muy contentas. Desde que se casó Marieta hace cinco años, Rosa y Luisa han tenido que espabilarse y crecer solas, yo por la mañana me ocupo de las tareas de casa y por la tarde de las del campo, por eso no tengo tiempo de entretenerme con ellas.

Francisco ya tiene diecisiete años y le gusta estudiar. Siguiendo los consejos del cura y del maestro, como te conté en otra carta, Francisco, después de la escuela primaria, se fue a estudiar a Girona. Se aloja en el seminario, donde había estado Isidro, pero dice que no quiere ser sacerdote. Cada verano vuelve a casa para la cosecha. Es muy trabajador, pero por la noche no va al café como todos los hombres del pueblo, se queda leyendo en casa, es tímido y solitario. Todo lo contrario que Isidro, que no paraba nunca en casa. Ahora lo vemos poco a Isidro, la última vez que vino me enfadé con él, pues se había hecho un tatuaje horroroso en el brazo. Tu padre también estaba enfuriado, le gritó que nadie de nuestra familia se había tatuado jamás. Ya ves, por un lado, me preocupa Francisco porque sale poco y, por el otro, Isidro porque es demasiado impulsivo, pero he de aceptar que cada hijo tiene su carácter, ¿no?

Me gusta recibir tus cartas y deseo que el trabajo nuevo en la finca de Pinar del Río te vaya muy bien. El otro día hice tu plato cubano preferido, “Moros y cristianos. A todos al principio les pareció una cosa rara, pero a medida que lo iban comiendo apreciaron su bondad.

Espero que puedas regresar pronto; sin embargo, entiendo que ahora quieras sacar provecho de tu nuevo trabajo. Quizás dentro de un par de años podrás volver. Me encanta la foto que nos enviaste.

Eres un hombre elegante. ¡Qué bonito el traje que llevas! Te pareces un poco a mi padre. Tus ojos azules son de la familia Moragas y tu boca carnosa es de los Gibert… Teresa miró a su marido, que yacía a su lado con los ojos cerrados. Ella saltó la página en la que contaba recuerdos graciosos de la familia Moragas, de su tía Gertrudis y de sus primas solteronas y siguió leyendo la parte final de carta en voz alta, a pesar de que sabía de qué ya nadie la estaba escuchando… Perdona si te cuento tantas cosas, pero tú ya sabes cuánto me gusta hablar de mis antepasados y de mi parentela.

A tu padre le duele la espalda, se tiene que poner una faja para labrar la tierra, yo le digo siempre que no se esfuerce, que deje que los muchachos se ocupen de todo. Sale poco, con lo que le gustaba antes ir al café, pues desde que se murió el Veterinario, uno de sus mejores amigos, está un poco deprimido. No quiero entristecerte hablándote de enfermedades y muertes. Te esperaremos siempre con los brazos abiertos. Tu madre que te quiere mucho.

Teresa Moragas Gibert

Teresa se puso a llorar sin hacer ruido y apagó la luz, pero le costó dormirse y, mientras reprimía los sollozos, no se podía imaginar que un año más tarde le enviaría a Mariano una carta que nunca hubiera querido escribir.


















domenica 10 settembre 2023

Nieves Herrera - Cap.10 (en español)

 



Nieves Herrera se quedó embarazada a los veinte años, pocos meses después de su llegada a Cuba. Ángel, al saber que su mujer esperaba un hijo, corrió a La Habana en busca de un ayudante que pusiera en marcha el proyecto, que le iba rondando por la cabeza desde hacía tiempo.

Volvió contento de La Habana y al llegar a casa le dijo a su mujer:

- Un catalán, el tal Mariano Defaus Moragas, ha aceptado mi propuesta. Sabe mucho de cereales y con él me veo capaz a transformar la hacienda. Quiero que nuestro hijo, al nacer, vea campos de trigo y no tabacales.

- Sí, le voy a hacer papillas con trigo molido al bebé. Y sopas de pan para nosotros, como las que me preparaba mi madre, dijo sonriendo Nieves.

A Nieves en seguida le cayó bien Mariano y, a pesar de que fuera un hombre de pocas palabras, estaba a gusto a su lado. Le recordaba a Rafael, uno de sus hermanos, el más tímido y taciturno de ellos. Poco a poco Mariano cogió confianza en Nieves y se volvió más comunicativo, contándole anécdotas de su infancia en Malgrat, pero sobre todo ella descubrió las cualidades de Mariano al nacer Ángel, su hijo. Mariano fue desde el principio cariñoso con el recién nacido.

- Me recuerda a mis hermanos. Yo era el mayor, éramos ocho. Me fui de casa a los diecisiete años, María tenía quince, Joan trece, Isidro once, Francisco nueve, las pequeñas, Luisa y Rosa, cinco y tres años... Han pasado ocho años pero aún les echo mucho de menos.

- ¿Por qué marchaste de tu pueblo tan joven?

Mariano se quedó sin habla, pensando en la promesa que le había hecho al Señor Sarrá, pero aquella chica madrileña le infundía confianza y mientras mecía al niño le confesó que era un desertor.

Nieves, boquiabierta, escuchó sus desventuras.

- Yo echo mucho de menos a mi madre y a mis hermanos. Y llevo poco tiempo en Cuba. Pero tú, ocho años. ¿Cómo puedes soportarlo? Le preguntó.
- Mi madre me escribe una carta cada quince días.
- ¿Y tú también lo haces tan a menudo?

- Cada quince días no, pero al menos una vez cada mes, nunca fallo.

- A mí también me gustaría cartearme con mi madre, pero yo apenas sé escribir y ella no sabe leer. Sin embargo, mi marido, cuando nació nuestro hijo, le escribió una carta a mi madre, mejor dicho, al cura de la iglesia donde suele ir a misa, para que él se la leyera. El sacerdote todavía le sigue leyendo a mi madre las cartas de Ángel, pero le contesta de forma muy escueta.

- Te puedo enseñar a escribir.

- Sé escribir mi nombre y poca cosa más.

- ¿Fuiste a la escuela?

- No, pero iba mucho a la iglesia. Mientras mi madre se arrodillaba en el confesionario, una señora de la parroquia que tocaba el órgano, me enseñaba a cantar el abecedario.

- Ah!

- Desde que murió Rafael, mi madre necesitaba confesarse. Las palabras del cura apaciguaban su pesadumbre... ¡Pero tenía que inventarse pecados!

- ¡Qué gracioso!

- Aunque parezca extraño, le iba muy bien. Cuando salía del confesionario, ya no me hablaba de Rafael y sonreía mientras me susurraba la lista de sus pecados veniales.

- ¿Qué pecado se inventaba? Si se puede saber.

- Pues los de siempre, mentiras y envidias. Y otros más estrafalarios.

- ¿Cuáles?

- Por ejemplo, le metía una lagartija troceada en el plato de su suegra cascarrabias. O que a una vecina que le caía mal, le echaba orinales llenos en su jardín. O que le daba una bofetada a una señora arrogante que entraba en la tienda, tocándolo todo y no comprando nada... y muchas cosas más que no me acuerdo.

- ¡Qué repertorio! ¡ Y qué imaginación! ¿Fue ella quien escogió tu nombre?

- Pues sí, me puso Nieves, porque al nacer me vio la piel tan blanquita que en seguida pensó en el cuento de Blancanieves - se paró unos segundos y luego siguió diciendo- A mí también me encantaba ese cuento, sobre todo la parte final la sé de memoria.

- ¿Te la recita?

- De acuerdo.


Blancanieves mordió la manzana y cayó desplomada. Los enanos, alertados por los animales del bosque, llegaron a la cabaña mientras la reina malvada huía. Con gran tristeza, colocaron a Blancanieves en una urna de cristal. Todos tenían la esperanza de que la hermosa joven despertase un día. Por suerte, un apuesto príncipe que cruzaba el bosque en su caballo, vio a la hermosa joven en la urna de cristal y maravillado por su belleza, le dio un beso. La joven despertó rompiéndose el hechizo. Blancanieves y el príncipe se casaron y vivieron felices para siempre.


- ¡Ese cuento, en catalán Blancaneus, lo contaba mi madre a mis hermanitas! Calló un momento y una sonrisa cruzó su rostro: - ¡Ángel es el príncipe que te ha llevado al Nuevo Mundo!

- ¡Qué tontería, yo no creo en príncipes! Yo estaba muy bien en Lavapiés con mi familia, Ángel no rompió ningún hechizo.

- No te enfades, mujer, estaba bromeando, le dijo Mariano.

- Yo no tengo tanta fantasía como mi madre, soy más realista, me parezco más a mi padre. En cambio, a ella le gustaba inventar historias, observando y escuchando a la gente de la calle. Sus cuentos se inspiraban en los relatos de su abuela, pero la mayor parte de las veces era pura imaginación.

- Pues tu madre tiene un buen carácter, por lo que dices, encontró la manera de espabilarse después de perder a un hijo. No sé si mi madre hubiera logrado reponerse ante tal desgracia.

- Cada uno se sacude el dolor como puede. Yo tiendo a volcarme en el trabajo, para no caer deprimida, le contestó Nieves.

- ¿Y tú trabajabas cuando murió Rafael?

- Sí. Hasta los diez años cuidé a mis cuatro hermanitos. Yo también soy la mayor. Pero muy pronto tuve que ir a ayudar a mis padres en la alfarería. Aprendí a moldear y a cocer vasijas.

- ¿Te gusta?

- Sí, mucho. En la alfarería conocí a Ángel. Un día entró para comprar un cántaro. Volvió al día siguiente y el otro. Me cortejó durante varios meses. En Navidades, pidió mi mano a mi padre. Él accedió, pues Ángel le aseguraba un buen porvenir para mí. Vivimos un año en una casita que él compró, muy cerca de la de mis padres. Hasta que le llegó el telegrama con las malas noticias y tuvimos que embarcarnos para Cuba. Desde entonces no he vuelto a cocer una pieza de arcilla.

- En mi pueblo también hay bastantes alfareros, los ollers en catalán. Yo vivía en la calle Ollers, pero mis padres no eran alfareros sino campesinos.

- Cuando se haya puesto en marcha el cultivo de cereales, Ángel me ha prometido que vamos a construir un horno al lado de la mansión. Si quieres, te puedo enseñar a modelar vasijas con el torno y a cocerlas.

Ángel y Mariano trabajaron sin descanso durante dos años. Tuvieron muchos problemas e imprevistos, sin embargo, juntos encontraron soluciones para todo, descubriendo que se avenían y que el proyecto de Ángel no era tan descabellado como parecía. Durante el primer año reorganizaron la hacienda, compraron animales y utensilios para labrar la tierra, para la siembra y para la recolección de mieses, plantaron árboles y construyeron un molino para moler el trigo y un horno para hacer el pan. Buscaron compradores por los alrededores, sobre todo en la Habana, donde la venta de harina estaba asegurada, por los muchos europeos que había, ya que el pan era el primer alimento que echaban de menos españoles, franceses y portugueses al llegar a Cuba.

Nieves era una muchacha alegre y jovial. Quería a su marido y le parecía bien todo lo que él decidía, sin embargo, aceptó a regañadientes la obligación de marcharse de Madrid y dejar a su familia, pues ella soñaba una vida tranquila en el barrio de Lavapiés.

Cuando llegaron a Cuba, tuvo que adaptarse a tantas cosas nuevas que dejó de sufrir lejos de su familia.

Se convirtió en la señora Hernández, pero siguió siendo la muchacha sencilla de Lavapiés. Dos mujeres la ayudaban en la cocina y en la limpieza. Con ellas comenzó a hacer hogazas de pan para todo el personal de la hacienda.

Desde que Mariano llegó a la finca Esperanza, escribía menos cartas a su madre, pero cuando veía que había pasado un mes desde la última, intentaba hacerlo. A menudo le pasaba que empezara una carta, dejándola a mitad para el día siguiente. Aunque cada noche se sentara para terminar la carta, no lograba escribir casi nada, pues caía muerto de sueño. Le sabía mal escribir cartas cortas a su madre, pero se consolaba pensando en que eran mejor cortas que dejar de escribir. Una noche, no tenía sueño, le corría adrenalina por la sangre después de una jornada complicada, pues uno de los trabajadores se hirió el pie con el arado y tuvo que llevarlo al dispensario médico de Pinar del Río para que le pararan la hemorragia. Aprovechó su desvelo para escribir una larga carta a su madre, pero de vez en cuando se paraba al pensar en el pobre hombre que gritaba y se desesperaba. Al ser la herida muy profunda, le tuvieron que amputar el pie.


Finca Esperanza, 20 de octubre de 1881.

Estimada madre,

espero que cuando lea esta carta todos estén bien. Yo también, gracias a Dios, gozo de buena salud. Como le dije en la última carta, ahora, además de seguir siendo socio de los tres tenderos, estoy trabajando en una finca que está cerca de Pinar del Río. Me contrataron para que llevara la siembra de cereales. No piense que tenga que labrar la tierra, he de dirigir a una plantilla de jornaleros, no es que sea fácil mandar a tantos hombres y mujeres, la mayor parte son negritos, pero no son esclavos. Ángel, mi amo les dio la libertad hace tiempo. También me ocupo de las cuentas, pues él no sabe nada de contabilidad. Mi trabajo es más de coordinación que de cansancio físico y por ahora todo marcha bien.

Ángel y Nieves, su mujer, son muy amables conmigo. Vivo en una casita blanca al lado de la mansión. Los padres de Ángel eran muy ricos, tenían plantaciones de tabaco, pero desde que él se fue a estudiar a Madrid, en donde conoció a Nieves, no ha querido saber nada más de tabacales. Hemos dividido la propiedad en campos pequeños en los que a rotación cultivamos cereales. Eso de la rotación lo aprendió en Europa, dice que la tierra se empobrece al sembrar siempre las mismas plantas; hay que cambiar cada cuatro años. Es un trabajo que me gusta mucho, pues Ángel me ha dado carta blanca para que renueve los cultivos.

Nieves es madrileña y se añora como yo de España. Hablamos a menudo de nuestro país. Tiene veintitrés años y un hijo pequeño, muy vivaracho, suelo juguetear con él después de cenar y me acuerdo de mis hermanos pequeños.

El clima es parecido al de La Habana, pero gracias a Dios corre más aire y no se sofoca tanto. Comemos la mar de bien, tenemos un huerto en el que hemos sembrado, berenjenas, zanahorias, pimientos, lechugas y tomates. A veces preparo una “escalibada” como las que usted hacía, mientras la saboreo, os recuerdo a todos sentados en la mesa de la cocina.

Me gustaría volver a Malgrat, lo haré en cuanto pueda, quizás dentro de un par de años me embarque, ahora que la guerra ha terminado todo va a ser más fácil. Pero como usted entenderá bien, ahora mismo no puedo dejar un trabajo tan bueno. Tengo que aprovechar el momento. Le envío una foto que me hice en la Habana. Pienso siempre en ustedes. De mis recuerdos a mi padre y a mis hermanos.

Tengo nostalgia de Malgrat, de nuestra casa y de todos vosotros. No sé qué daría para estar un rato con todos vosotros.

Un abrazo de su hijo que le quiere.

Mariano Defaus Moragas


El segundo año construyeron un horno no sólo para los cacharros de barro, sino también para fabricar tejas y ladrillos. Los hombres se ocupaban de ir a buscar el barro y la leña y de cuidar el fuego, las mujeres de moldear y cocer las piezas. Construyeron nuevos establos, derrumbaron los barracones y edificaron casitas para los jornaleros, sembraron, además de trigo, maíz y patatas, y cuando empezaron a obtener los frutos de aquella intensa labor, Ángel Hernández cayó enfermo.

- Mariano, me estoy muriendo, prométeme que vas a cuidar de mi mujer y de mi hijito, le dijo Ángel.

- El médico ha dicho que te vas a curar, que tu enfermedad no tiene por qué ser mortal. Verás que todo irá bien, ahora que en Estados Unidos están sacando una vacuna, le contestó Mariano, dándole ánimos.

- Mariano, yo estudié medicina en Europa, aunque luego no haya ejercido, sé que muchas enfermedades, sobre todo las que trajeron los españoles a Cuba, son mortales. La viruela es una de ellas.

- No seas tan pesimista.

- La vacuna de la viruela, aún no está lista en Cuba. La están experimentando. No nos engañemos, le contestó Ángel.

- La esperanza es la última en morir. Por eso tus antepasados pusieron ese nombre a la finca. ¿No te parece?

Nieves estaba muy afligida por la enfermedad de su marido, no podía imaginar una vida sin él a su lado. Estaba muy ocupada con el niño y dejaba que Mariano, el único de sus colaboradores que había pasado la viruela de pequeño, se quedara a la cabecera de su marido.

La vacuna norteamericana jamás llegó y Ángel murió a principios de 1884, seis meses antes de la producción y distribución de la vacuna de la viruela por parte del Centro General de la Vacuna de Cuba. En la finca, la viruela también causó la muerte a un capataz, cuatro jornaleros, una de las cocineras y un puñado de niños.

La muerte de Ángel fue un duro golpe para Nieves y también para Mariano. Estaban los dos muy afectados, pero al cabo de dos semanas que fueron eternas para ellos, Nieves reaccionó y le dijo a Mariano:

- No nos sirve de nada estar llorando y desesperándonos. Hay que llevar a cabo el proyecto de Ángel. Yo tengo que hacerlo por mi hijo.

- Te ayudaré, no te abandonaré. Pero los vecinos de la finca y los conocidos de Pinar del Río, empezarán a murmurar de nuestra situación. Una viuda y el socio del difunto marido no pueden vivir bajo el mismo techo.

- Nunca me ha importado lo que dice la gente. Pero si tú estás de acuerdo, dentro de diez meses nos podemos casar. Así nadie chismorreará.

Mariano se quedó mudo, no se esperaba que Nieves le propusiera un casamiento. Enrojeció y le dijo:

- Yo por ti y por el pequeño daría mi vida. Si tú crees que es la mejor cosa para vosotros y para la hacienda, estoy de acuerdo en lo que tú dispongas.

- Haremos una boda sencilla y no estás obligado a acostarte conmigo.

- Nieves, te quiero como a una hermana. Quiero protegeros a ti y a tu hijo... Y por supuesto llevar a cabo el proyecto de tu marido.

A principios del otoño de 1884 Mariano y Nieves Herrera se casaron. Nieves fue a ver a Mosén Lluís, un sacerdote catalán de la iglesia de la Consolación del Sur de Pinar del Río, que había conocido bien a la familia de su marido, para pedirle que celebrara el casamiento. Invitaron a la boda a todos los trabajadores y a algunos amigos. Los tres tenderos cerraron por primera vez su tienda, llegaron a la finca dos días antes de la boda. También aparecieron Miguel y el capitán, que habían desembarcado en La Habana pocos días antes. María Plana y Ramón Valls, su marido, llegaron con un carro lleno de carne de ternera y de toro, la mejor de su hacienda. La descargaron en la cocina para el asado del banquete. Pocas horas antes de la boda llegó también Isabel. Olivia y Felipe aparecieron cuando estaba empezando la ceremonia. Mariano y Nieves eran felices, habían reunido a todos sus amigos del Nuevo Mundo, sólo les faltaban las familias de Malgrat y de Madrid. El personal asalariado de la finca se puso la mejor ropa que tenía para asistir a la ceremonia, pero muchos tuvieron que quedarse afuera, pues en la capilla ya no cabía más gente. Pusieron mesas y sillas en el jardín de la finca para el banquete. Empezaron a asar mucha cantidad de carne, pescado, hortalizas, panojas de maíz y bananas. Hornearon decenas de hogazas de pan y cocieron numerosas ollas de judías, garbanzos y arroz. Cortaron lonchas de queso, jamón y pedazos de fruta tropical que sirvieron en bandejas de arcilla. Cuando llegaron los invitados, fueron descorchando botellas de vino y de ron para todos. Los tres tenderos no pararon de beber y de gastar bromas a los invitados, armando una gran juerga. Los jornaleros animaron la fiesta con cantes y bailes cubanos. Por primera vez en la finca Esperanza, desde que había entrado la plaga, volvió a reinar el buen humor.