Llegó a Barcelona a las ocho de la tarde, se fue andando desde la estación de Francia hasta el Port vell. A pesar de que su equipaje fuera ligero, de vez en cuando Mariano se paraba y cambiaba la maleta de mano. Alcanzó antes de lo previsto el Paseo Isabel II y se sentó en un banco en frente del restaurante Les 7 Portes. Se entretuvo mirando la fachada y cada vez que se abría una de las puertas echaba un vistazo a la decoración del moderno restaurante. A las nueve en punto se paró delante de él un hombre de unos cincuenta años, impecablemente vestido con un traje gris, y le dijo:
- ¿Tú eres Mariano Defaus Moragas, no?
- Sí, señor, soy el hijo mayor de José Defaus Ballesté de Malgrat. ¿usted es José Sarrá Catalá?
-El mismo. Entremos, he reservado una mesa. Mira, puedes dejar la maleta al encargado para que te la guarde.
- Gracias por todo lo que está haciendo por mí. Tengo que pagarle el pasaje del navío y devolverle la cantidad de dinero que usted ha necesitado para arreglar mis papeles, le dijo Mariano al señor con barba y quevedos.
- No te preocupes, en el barco tendremos mucho tiempo para pasar cuentas.
Aquella mañana, José Sarrá fue al cuartel de la guardia civil, a pedir ayuda a un empleado que había hecho el servicio militar con él.
- Quiero que sepas que yo no he sobornado a nadie, ni falsificado ningún papel. Toma tu salvoconducto y tu billete.
- ¡Cuánto se lo agradezco!
- Mira, esta mañana en el cuartel sólo tenían la lista de los quintos de diecisiete años para arriba. Aunque hayas recibido la notificación del sorteo, aún no se sabe cuándo tendrás que alistarte... te ha salvado que aún no hayas cumplido diecisiete años.
- ¿Eso quiere decir que hoy puedo viajar y que quizás más adelante ya no podría?
- Sí, lo hemos conseguido por un pelo. Dentro de poco podrías ser un desertor, pero nosotros ya estaremos en alta mar o en Cuba.
- Ojalá salga todo bien.
- ¡No temas! No te va a pasar nada a mi lado. Tu camarote es de segunda clase, el mío es de primera. Así no sospecharán de nosotros. Recuerda que tú de ahora en adelante vas a ser el mozo de la farmacia La Reunión de La Habana.
Escogieron una mesa cerca de una de las puertas. Mariano se quedó quieto mirando los muebles y las lámparas. Le encantó el suelo ajedrezado. De noche aquel local le pareció todavía más bonito que un año atrás, cuando fue a comer allí con su padre. Estaba como borracho por aquellas emociones.
Se embarcaron antes de medianoche, pero el buque salió con más de una hora de retraso. Mariano, a pesar del frío, se pasó gran parte de la noche de pie en la cubierta, pues no quería perderse ni un minuto de la travesía. Hasta que José Sarrá fue a buscarlo.
- Ve a dormir, ahora sopla poco viento y el mar está manso, pero ya verás cuando esté revuelto. Ah, me olvidaba… antes de acostarte, tómate estas pastillas contra el mareo, una cada día, durante una semana. Verás que tu cuerpo se irá acostumbrando a las olas gigantes del Atlántico. En cambio, esas otras píldoras amarillas son para cuando lleguemos a Cuba, te salvarán de las fiebres tropicales.
- ¿Usted, cuántas veces ha emprendido ese viaje?
- ¡Uy, muchas! No las he contado. Emilia, mi mujer, la primera vez que pisó la isla se puso mala. No le prueba vivir en el Trópico, por eso ahora se ha establecido con las niñas en Barcelona. Yo de vez en cuando vuelvo a Cataluña para estar unos meses con ellas.
- ¿Y la farmacia?
- Mis dos sobrinos, Josep e Ignasi, se ocupan de ella... Como ves, no paro de dar vueltas. - ¡Qué suerte, poder viajar! Mi padre me dijo que en Malgrat, usted tiene familia.
- Sí, seguro que conoces a mi padre, el médico del pueblo, y a mi tío, el farmacéutico.
- Sí, claro que los conozco... ¿Pero a usted le gusta vivir en La Habana?
- Me encanta, es una ciudad preciosa, pero con muchas contradicciones.
El farmacéutico se apoyó en el baluarte del barco y le contó que los ricos, generalmente europeos de segunda o tercera generación, vivían en mansiones lujosas. Los tenderos y los comerciantes, también blancos, vivían bastante bien. En cambio la mayor parte de la población, era de piel negra o mulata y era muy pobre.
- ¿Sabes que algunos blancos se dedican a la trata de negros? Y eso que muchos países han abolido la esclavitud.
- ¿No me lo puedo creer?
- Conozco a dos o tres catalanes que se han hecho ricos traficando esclavos africanos. ¡Es una vergüenza que aún se permita vender a seres humanos!
Mariano se quedó pensativo, sólo había visto personas de piel negra en unas ilustraciones de un libro que su maestro un día le mostró.
- ¡No sabía que aún hubiera esclavos! Y no me podía imaginar que en Cuba hubiera tantos negros. ¿En La Habana hay esclavos?
- Sí que los hay, los ricos en sus maravillosas mansiones aún tienen esclavos negros para los trabajos más humildes. No se sabe cuántos son, pues están mezclados con la servidumbre libre.
- ¿Y qué hacen?
- De todo sin ser pagados. Las mujeres son magníficas niñeras y cocineras. Sin embargo, la mayor parte de los esclavos trabaja en las plantaciones de tabaco y caña de azúcar. Los dueños los compran, los explotan y los venden cuando no los necesitan más.
- ¿Y no se puede hacer nada para que termine todo eso?
- Va a ser un proceso lento, pues los ricos no quieren perder sus lautas ganancias.
- Recuerdo que nuestro maestro nos dijo que se había acabado la esclavitud en Estados Unidos.
- Sí, hace relativamente poco.
El farmacéutico se sentó en una butaca de la cubierta y le contó al muchacho que en 1863, tras el fin de la guerra, Abrahan Lincoln liberó a todos los esclavos, mientras que en Inglaterra el tráfico de esclavos se prohibió mucho antes, en 1807 y la esclavitud se abolió en 1833. También le dijo que en Francia la propiedad sobre personas se suspendió en 1848 y que el gobierno español todavía no había promulgado una verdadera ley contra la esclavitud.
- Esperemos que en España salga una ley, le dijo Mariano, pensativo.
- ¡Ojalá! Lo estoy esperando desde que descubrí esos tráficos inhumanos... pero ahora pensemos en lo bonito de Cuba. Te va a encantar y enseguida te vas a acostumbrar a la gente alegre y servicial y... a la comida exótica. La fruta tropical es buenísima. Y no hablemos del ritmo de la música y de los bailes sensuales. ¡Uf! Y del calor y de la humedad.
Mariano siguió los consejos de José Sarrá y antes de acostarse se tomó una pastilla para no marearse. Cada día se distraía, leyendo y mirando el mar. También hablaba con el farmacéutico y demás pasajeros que poco a poco iba conociendo.
Una mañana el farmacéutico le pidió que le copiara algunas recetas de medicamentos y viendo que tenía muy buena letra, empezó a dictarle remedios homeopáticos y alopáticos. El señor Sarrá disfrutaba hablando con aquel muchacho curioso. Una tarde, sentados en la cubierta, le contó que la Farmacia Reunión era famosa por la preparación de remedios únicos y baratos. En los bajos del edificio, situado en la calle Teniente Rey, había un manantial de aguas puras. El agua era muy importante para preparar los medicamentos, pero al farmacéutico le gustaba pensar que la honradez y las ganas de ayudar a la gente eran lo que había hecho popular a su farmacia. A lo largo de los años compraron un edificio lindante, en la calle Compostela, y se fueron ensanchando.
Mariano empezó a mezclarse con todos los pasajeros y con la tripulación. Disfrutaba escuchando sus historias. Muchas veces ayudaba a los mozos a izar o a arriar velas. María, la criada de la señora Valls, estaba muy asustada por el largo viaje y el mal carácter de su ama, pero cuando la señora se mareaba y se quedaba en la cama, salía a cubierta a tomar el aire. Mariano una tarde vio a la doncella de la rica señora, apoyada en la barandilla de la cubierta, y se acercó, sintiendo curiosidad por conocerla. La muchacha, bastante tímida, le contó que los Valls eran comerciantes de reses e iban a Cuba para fundar una hacienda ganadera.
A él el barco le probaba bien, su piel clara iba volviéndose cada vez más morena y curtida y su cuerpo adquiría robustez, sin embargo, por la noche le costaba dormir. Sus compañeros de camarote eran tres hermanos de Barcelona, Pau, el mayor, tenía cuarenta años, Pepe treinta y ocho y Pedro treinta y cinco. Le contaron que eran hijos y nietos de tenderos, pero que a raíz de las revueltas y de los desórdenes públicos les habían incendiado la tienda de ultramarinos y que en el incendio habían perdido a sus padres. Un vecino les había contado que en Cuba los tenderos se ganaban bien la vida y que había muchos catalanes en La Habana. Ellos, sin pensarlo mucho, recogieron sus cuatro trastos y se embarcaron.
Eran tres varones altos y robustos, a quienes les gustaba comer y beber. A menudo jugaban a cartas y charlaban con otros pasajeros para engañar el tiempo. A Mariano le caían bien los tres hermanos, pero lo malo es que por la noche roncaban. Parecían una orquesta desafinada. Mariano los tocaba e intentaba hacerles dormir de lado, pero ellos al poco rato se daban la vuelta y empezaban de nuevo a roncar.
Al cabo de unos días encontró el modo de que el alboroto nocturno fuera más llevadero. Se ató una bufanda en la cabeza para taparse las orejas y, mientras escuchaba los ronquidos, cerraba los ojos y se imaginaba que estaba echado en la cama de la casa donde nació. Su padre también roncaba, pero a él y a sus hermanos, Juan, Isidro y Francisco, durmiendo en otro cuarto, les llegaban los chasquidos sin vigor. La noche en que su padre no roncaba, él se sentía como si le faltara algo, pues aquellos ruidos en realidad lo acompañaban y quizás lo mismo le estaba pasando con las tres bocas que temblaban unísonas en su camarote.
Una noche, con la bufanda en las orejas y la manta en la espalda, empezó a escribir una carta a su madre.
Mar Mediterráneo, 5 de febrero de 1873.
Estimada madre,
como le prometí, le voy a escribir una carta cada quince días. Espero que todos estén en perfecta salud. Llevamos más de una semana de navegación y gracias a Dios y al farmacéutico Sarrá estoy bien, sin síntomas de mareo. Por las noches hace frío, suerte que me llevé el abrigo negro y una manta, le agradezco también las provisiones que me puso en la maleta. Hasta ahora no nos han dado pan fresco, sólo pan seco, pescado y carne salada y un poco de fruta, sin embargo no me puedo quejar, tengo un apetito excelente y me lo como todo. Cuando nos paramos en Valencia, el capitán hizo cargar varias cajas de naranjas, melones y otros productos de la huerta, desde entonces nuestra dieta mejoró. Para cenar nos dan una sopa bastante “aigualida”. Cierro los ojos y sueño con la sopa de pan y ajo que usted nos preparaba en Malgrat.
¿Cómo están mis hermanos? Ya pueden estar contentos de Juan, que es un muchacho muy serio y cumplidor, vale mucho para el campo, y también de Isidro, que dentro de poco podrá ir a estudiar a Girona, y no digamos de Francisco, que es muy espabilado. ¿Cómo están las niñas? ¡Qué suerte que a María le encante cuidar a Luisa y a Rosa, las pequeñas de la familia!
Cuando lleguemos a Cádiz voy a entregarle esta carta a un marinero para que la lleve a la oficina de correos. Yo no puedo arriesgarme bajando del barco, podrían detenerme por desertor. Será emocionante cruzar el estrecho de Gibraltar rumbo a las islas Canarias, donde nos pararemos unos días.
No se olviden de mí. Yo cada noche pienso en mis hermanos y en ustedes. Les agradezco mucho que me hayan ayudado y apoyado siempre. Añoro a toda la familia. Mis compañeros de camarote son buena gente. El señor Sarrá me trata como a un hijo y me enseña muchas cosas de la farmacia. También he conocido en el barco a María, una chica catalana que es la doncella de una señora muy rica. Espero que padre le haya dado las gracias al alcalde también de parte mía. Cuídense mucho. Su hijo que les quiere.
Mariano Defaus Moragas
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