lunedì 15 maggio 2023

La travesía atlántica - Cap. 3 ( en español)

 


Cruzaron el estrecho de Gibraltar con mar gruesa. El viento soplaba a ráfagas, las olas eran grandes con crestas de espuma blanca. La mayor parte de los pasajeros fue dejando la cubierta para protegerse de la lluvia.

La travesía para muchos viajeros se iba volviendo insoportable, el camarote era el sitio ideal para que nadie los viera vomitar. Los pasajeros de primera clase durante los días de tormenta, a pesar de que supieran que estar enjaulados dentro del barco era una manera segura de intensificar los efectos del mareo, salían poco de sus aposentos. En cambio, los de segunda y sobre todo los de tercera, que dormían amontonados en literas, subían de vez en cuando a la cubierta para tomar un poco de aire fresco, mareándose mucho menos. Todos compartían una categoría, los de primera nunca se mezclaban con las clases inferiores. Sin lugar a dudas, el comedor del barco era el lugar donde confraternizar con los otros viajeros y con el capitán. En aquellas jornadas de lluvia, el farmacéutico Sarrá y el Capitán entablaron largas conversaciones con Mariano, sentados alrededor de una mesa.

Mariano era un muchacho bien plantado, no muy alto, de pelo rojizo y de profundos ojos azules. A pesar del viento y del grande oleaje, transcurría mucho tiempo mirando el mar, resguardado por su abrigo negro.

Tardaron algunos días en llegar a las islas Canarias. En el puerto de Santa Cruz de La Palma, Mariano vio a un grupo de niños que pescaba. De vez en cuando daban patadas o tiraban piedras a unos peces muy grandes, y le preguntó al farmacéutico:

- ¿Qué tipo de peces son? ¿Son tiburones?

- No sé, los tiburones se mantienen alejados de la costa, en aguas abiertas y profundas. Pero de vez en cuando se acercan a los embarcaderos.

- ¿Y son peligrosos?

- No temas, es difícil ser atacado por un tiburón. Esos me parecen inofensivos, quizás sean peces martillo.

Cuando amarraron en el puerto de Santa Cruz, el Capitán volvió a su casa para pasar dos días con su esposa e hijos y dejó el mando del navío en manos de Miguel Gutiérrez Marín, el joven primer oficial. Miguel, antes de partir, obtuvo un permiso de algunas horas para ir a visitar a su madre, que vivía en una casucha cerca del muelle.

Mariano no se bajó del barco, se quedó largas horas en la cubierta observando embobado las idas y venidas de los navíos del puerto. Pasó aquellos días hablando con Miguel, pues la mayor parte de los pasajeros, después de tanto ajetreo y mareos, había dejado el barco para disfrutar la tierra firme.

- ¿Cómo es que cargan tantas cajas de cebollas?

- Hace ya varios años que en la isla se cultivan cebollas y la mayor parte son para las Antillas españolas, le contestó Miguel.

- Nunca me habría imaginado tanto tráfico comercial entre La Palma y Cuba.

- Este comercio no solamente se produce de manera legal, sino que también deja abierta la puerta a cierto contrabando. Generalmente, la mercancía se embarca o desembarca en los puertos pequeños del norte de la isla, pero no se lo digas al capitán que te he contado todo eso.

- No se preocupe, tendré la boca cerrada. Supongo que hay muchos canarios en Cuba, ¿no?

- Sí, Cuba está abarrotado de canarios y te voy a decir más, los cubanos hablan como nosotros.

Miguel se alejó un poco del parapeto y dijo gesticulando:

Si la Palma es nuestro suelo natal, Cuba es para muchas familias de estas islas elhogar querido. Allí tenemos padres, hermanos y amigos que participan de nuestras alegrías lo mismo que de nuestros sinsabores y un sentimiento análogo se despierta en nuestros pechos, alegrándonos con las prosperidades de aquel suelo lejano y entristeciéndonos con sus desgracias.

- Miguel, usted habla muy bien. Es todo un orador.

- Por favor, tutéame. Cuando era chiquillo estuve trabajando en un periódico palmero, El grito del pueblo. Al principio era el muchacho de los recados, pero poco a poco me dejaron escribir algún que otro artículo, que todavía me los sé de memoria.

Mientras cenaban, Miguel le contó que su padre era un miembro de la tripulación de aquel buque. Murió en una emboscada pirata. El capitán, los oficiales, la maestranza, y algunos pasajeros lucharon con valentía y salvaron el velero, pero desgraciadamente algunos de ellos murieron. Fue el capitán quien le pidió al armador de la embarcación que lo contratara.

- Siento lo de tu padre. ¡Malditos piratas!

- No te preocupes. Ya quedan pocos. También había piratas y corsarios canarios, pero eso tampoco se lo digas al Capitán.

- ¿Te llevas bien con el Capitán?

- Sí, aunque parezca hosco, es muy buena persona. Sabe mandar, sin ser malo.

- Eso está bien.

- Sí, además gano bastante bien y puedo enviarle dinero a mi madre. La pobre se las apaña vendiendo pescado. Pero no da abasto. Tiene que dar de comer a mis cuatro hermanos.

Mariano le contó a Miguel sus desventuras y desde aquel día se hicieron amigos. Una tarde en que soplaban con fuerza los vientos alisios y el barco navegaba con furor, Mariano le comentó al farmacéutico que le había revelado al joven oficial que era un fugitivo.

- Ahora ya está hecho. ¡Miguel me parece un chico de fiar! Pero no le cuentes a nadie más que huiste de España. ¡No se sabe nunca!

Mariano le prometió que no hablaría jamás de ello con nadie, ni en el barco ni en Cuba.

Pedro, el menor de los tres hermanos con los que Mariano compartía camarote, justo el día en que dejaron las islas Canarias atrás, le preguntó:

- ¿Y tú Mariano, por qué no te bajas nunca del buque?

- Me da vergüenza decírtelo... es que... hoy por hoy no tengo ni un duro. Pero cuando llegue a Cuba voy a cobrar una cierta cantidad de un acreedor de mi padre, le contestó Mariano, enrojeciendo un poco por la mentira que estaba diciendo.

- ¿Por qué no me lo dijiste? Yo te hubiera adelantado un poco de dinero para desembarcar en Santa Cruz de la Palma. Allí todo era muy barato. Dormimos en una pensión humilde, pero los hosteleros eran gente muy maja. La dueña era una excelente cocinera, nos hizo una sopa de picadillo y un cochinillo asado buenísimos. Al día siguiente comimos pescado con papas arrugadas, todo estaba riquísimo. ... y nos hartamos de plátanos cocidos. ¡Ah! Se me olvidaba el buen vino tinto palmero. ¡Lo que te perdiste, muchacho! ¿Por cierto, qué vas a hacer cuando llegues a Cuba?

- El señor Sarrá quiere que sea su ayudante de farmacia, pero yo quisiera dedicarme al comercio.

- Cuando lleguemos a La Habana, mis hermanos y yo tenemos una cita con un tendero de Mataró, un primo de un vecino nuestro de Barcelona, para que nos traspase su tienda de comestibles, pues él quiere volver a su ciudad natal, dice que no le prueba el Trópico. Es un colmado donde se vende de todo, incluso semillas para la siembra. ¡Esperemos que no haya gato encerrado!

- ¡Un primo de vuestro vecino no os va a timar! Le sentenció Mariano.

- Mis hermanos dicen que hay que andar con los pies de plomo. Ellos son más desconfiados que yo y por ahora no hablan de añadir socios. Yo, en cambio, confío en ti, hemos pasado varias semanas juntos y estoy seguro de que no te va a temblar el pulso a la hora de negociar. Jugando a las cartas he notado que eres listo y que no haces trampas. Si cerramos un buen trato con el tendero de Mataró, intentaré convencer a mis hermanos.

- Te lo agradezco mucho, Pedro. Tengo un poco de experiencia en el comercio de semillas, mi padre hace varios años fundó una pequeña empresa comercial llamada Granos y semillas José Defaus Ballesté. Bueno, ya me avisarás si sale algo.

Mientras Mariano y Pedro soñaban con un futuro próspero, llegó el segundo oficial gritando:

- ¡Al polizón, al polizón!

- ¿Pero qué ocurre, Miguel?

- Hay polizones a bordo. Han robado en el camarote de los señores Valls. Registrad vuestras talegas para ver si los rateros os han desplumado.

Mariano empezó a sudar, pues pensó en las monedas de plata que le habían entregado sus padres, cansado de llevarlas encima, pocos días antes las escondió en una grieta del armario del camarote. No podía decírselo a Miguel mientras Pedro estuviera allí.

En pocos segundos sus proyectos se desmoronaron y recordó el cuento de La lechera, el que a menudo le contaba su madre:


La joven lechera salió de la granja para ir a vender la leche recién ordeñada, tomando el camino más corto para el pueblo. Iba a paso ligero y su mente no dejaba de trabajar. No hacía más que darle vueltas a cómo invertiría las monedas que iba a conseguir con la venta de la leche.

- Compraré una docena de huevos, cuando nazcan los pollitos los cambiaré por un lechón, criaré un cerdo enorme que cambiaré por una ternera y luego...

Tan ensimismada iba la muchacha que se despistó y no se dio cuenta de que había una piedra en medio del camino, tropezó y cayó de bruces al suelo. Su cántaro se rompió en mil pedazos, la leche se desparramó y sus sueños se volatizaron.


Mariano tragó saliva y, esforzándose para parecer tranquilo, le dijo al oficial:

- Te voy a ayudar a cazar a los ladrones.

- Vayamos a registrar la bodega donde quizás se escondan.

- Iré con vosotros, pero primero voy a pasar por nuestro camarote, para ver si nos han robado y avisar a mis hermanos, les dijo Pedro.

- Te esperamos en la quilla.

Mientras bajaban, Mariano le rogó a Miguel, que lo ayudara a recuperar sus monedas de plata.

- Es lo único que tengo para empezar mi nueva vida.

- No te preocupes, los vamos a detener. ¡Pero qué tontos que son esos ladrones! ¡Robar durante la travesía, es cómo encerrarse en una jaula y tirar la llave! Hay robos sólo cuando atracamos en el muelle.

- A mí también me parece una estupidez, pero quizás cuando uno está desesperado y muerto de hambre comete tonterías, le dijo Mariano.

- Sígueme, vamos a encontrar a esos desgraciados.

- Miguel, una vez recuperado el botín, prométeme que no mataréis a los rateros, le suplicó Mariano.

- No temas, no les haremos nada, los encerraremos en el calabozo, dijo Miguel.

Al cabo de pocos minutos llegaron corriendo el Capitán, el farmacéutico Sarrá y el señor Valls.

- Hemos encontrado el cofre, lo había escondido mi mujer, sin avisarme. Siento haber dado la alerta, dijo sofocado el señor Valls.

- ¡Ya me parecía a mí! Que yo recuerde, jamás se ha cometido un robo durante la travesía, sería una cosa descabellada, comentó el Capitán.

Pau, Pepe y Pedro, los tres tenderos, alborotados, alcanzaron al grupo, diciendo que a ellos no les faltaba nada.

El Capitán, contento de que se hubiera evitado aquel percance, invitó a Mariano y a sus compañeros de camarote a cenar en su mesa. Se lo pasaron muy bien charlando, bromeando y riendo al recordar la cara de espanto del señor Valls, cuando descubrió que había desaparecido su caja de caudales. Sin embargo, los que más disfrutaron fueron Pau, Pepe y Pedro que cantaron, comieron y bebieron como nunca.

Se acostaron todos alegres. Los tres hermanos se durmieron enseguida, en cambio, Mariano no lo conseguía, le daba vueltas y más vueltas a cómo podía ganarse la vida.

Cogió una hoja de papel, pluma y tintero y se dispuso a escribir una carta a su madre; sin embargo, antes hizo una lista:


- Tengo que tener más cuidado con mi dinero, he de llevarlo siempre encima y al llegar a La Habana ingresarlo en el banco.

- Voy a ir despacio en los asuntos de negocios. Sería mejor que dejara de soñar, no quiero que me pase como a la lechera.

- He de reconocer a la gente de fiar y evitar a los cantamañanas. Al principio es mejor que les deje hablar y que yo esté callado.

- Hay que beber poco, un borracho siempre hace tonterías. Y hay que estar alerta y con los ojos bien abiertos cuando hay barullo y peleas.

- He de procurar aprender de las personas que aprecio.


Y mientras escribía la última frase, se le iban cerrando los ojos. Se levantó, se dijo que la carta a su madre la iba a escribir al día siguiente y guardó el papel y la pluma. Se echó de nuevo en la litera, ya más sosegado. Aquella noche no necesitó taparse con la bufanda las orejas para no oír los ronquidos de los tres hermanos, pues se durmió inmediatamente.

Cuando les faltaba una semana para llegar a Cuba, Mariano se armó de valor y una noche después de cenar le pidió a María una cita para verse a solas, María aceptó y al día siguiente se encontraron en la cubierta. Pasaron toda la noche hablando y antes de despedirse, Mariano le dio la dirección de la farmacia Sarrá y ella la de la finca de sus dueños y prometieron escribirse.
Los últimos días de navegación por el Atlántico fueron más tranquilos de lo que todo el mundo se esperaba. No hubo grandes tormentas y llegaron a La Habana un día antes de lo previsto.











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