Aquel
domingo de agosto me desperté muy temprano. Mientras mi anciano
padre aún dormía salí sigilosamente a la calle. La plaza de la
iglesia, a pocos pasos de nuestra casa, aún estaba desierta, sólo
pasaba alguna devota madrugadora, que iba a misa. Me senté en un
banco y observé la fachada de la iglesia, quizás demasiado
majestuosa para lo pequeño que era mi pueblo, pensé. Cuantos
recuerdos míos salían del templo y se difuminaban en el aire. Las
campanadas, que anunciaban las nueve, me llevaron de nuevo a la
realidad, enviándome a comprar el periódico y unos dulces en la
pastelería más antigua del pueblo, pues quería que aquel domingo
de agosto fuese un verdadero día de fiesta.
A la vuelta, el
pueblo aún estaba silencioso, a pesar de la hora. Llevaba conmigo el
ordenador portátil y me senté en el banco de la plaza, que estaba
más cerca de la biblioteca, intentando conectarme a Internet, como
hice las pasadas vacaciones, sin embrago aquella mañana no
funcionó.
Desde pequeña siempre me ha gustado levantarme antes
que los demás y salir a la calle, para luego poder volver corriendo
y contenta, pues sabía que tarde o temprano me iban a echar de
menos, pero gozaba por haber conquistado algunos momentos de
libertad.
A la vuelta mi padre seguía durmiendo. Pensé que tenia
tiempo para ir donde él no podía y le hubiera gustado. Recordé
que se lo había pedido el día anterior, a mi hermano: pots anar, diumenge a les deu del matì, al enterro d' en Marcel Aubanell Garriga?1
El le dijo que lo sentía muchísimo, pero que no conseguiría ir al
funeral, ya que tenia que a tirar unas fotos paisajistas a la
desembocadura del río Tordera, aquella misma mañana. Mi hermano es
un fotógrafo aficionado y su gran pasión lo lleva a madrugar durante los días
de fiesta.
Marcel Aubanell Garriga era uno de los amigos de mi padre. Era un poco más joven que él, pero se conocían muy bien, pues habían pasado muchos ratos jugando a las cartas en el Café Liceo, sobre todo en los últimos tres años, desde que mi padre se había quedado viudo.
La iglesia estaba cerca de casa, por lo tanto no me costaba nada ir y volver. Así mi padre estaría contento, pensé.
Dentro del templo, abarrotado de gente vi los rubios cabellos de Montse, una amiga de mi infancia. Desde que, a los veinte años, me trasladé a vivir a la Toscana, ella sigue escribiéndome largas cartas, que las envía siempre por correo y no por email como todo el mundo. Nos quedamos las dos de pié, en el fondo, mirando a los habitantes del pueblo.
Al cabo de un rato llegó otra amiga que hacía muchos años que no veía, pues se había ido a vivir cerca de Girona y solo volvía al pueblo de vez en cuando a ver a su familia. Las tres nos cobijamos en la entrada del templo. Antes de la ceremonia hablamos bajito de nuestra vida y de la de nuestros ancianos padres. Parecíamos tres niñas pequeñas que cuchicheaban a escondidas de los mayores. Cada dos por tres nos decíamos que nos iban a reñir, oyendo nuestra espesa charla. La sensación de culpa que sentía al tener que esconderme mientras hablaba con mis amigas, me traía muchos recuerdos.
Me reconocía en la plaza, con un vestido veraniego de varios colores, quizás cosido con alguna ropa de mi hermana mayor, jugando alegremente con las amigas del barrio. Me veía luego entrando en la iglesia, oía mis sandalias nuevas que pisaban la nave lateral y recordaba aún la sensación de tristeza y de desamparo que me afligía.
El viejo rector de la parroquia me daba miedo, era sobre todo su voz ronca y baja, la que temía. La primera vez que me confesé con él, antes de la primera comunión, lo pasé muy mal, pues no entendía lo que me decía. El se enfadó y me agarró por el cuello poniéndome dentro del confesionario. Yo temblaba, mientras su baja voz penetraba por mis oídos, paralizando mi boca, de la que no salía ni uno de mis humildes pecados.
Miraba a mi alrededor y veía algunas caras conocidas entre la multitud. Otras eran como sombras envejecidas y tristes. Sus rostros me traían el recuerdo de algunos habitantes de mi pueblo que ya estaban muertos. Como, Bartolo, el viejo andaluz, con una pierna de palo, que vendía chucherías en la plaza o Anita, la comadrona del pueblo, que había ayudado a nacer a muchos de los fieless de aquella iglesia.
Marcel Aubanell Garriga era uno de los amigos de mi padre. Era un poco más joven que él, pero se conocían muy bien, pues habían pasado muchos ratos jugando a las cartas en el Café Liceo, sobre todo en los últimos tres años, desde que mi padre se había quedado viudo.
La iglesia estaba cerca de casa, por lo tanto no me costaba nada ir y volver. Así mi padre estaría contento, pensé.
Dentro del templo, abarrotado de gente vi los rubios cabellos de Montse, una amiga de mi infancia. Desde que, a los veinte años, me trasladé a vivir a la Toscana, ella sigue escribiéndome largas cartas, que las envía siempre por correo y no por email como todo el mundo. Nos quedamos las dos de pié, en el fondo, mirando a los habitantes del pueblo.
Al cabo de un rato llegó otra amiga que hacía muchos años que no veía, pues se había ido a vivir cerca de Girona y solo volvía al pueblo de vez en cuando a ver a su familia. Las tres nos cobijamos en la entrada del templo. Antes de la ceremonia hablamos bajito de nuestra vida y de la de nuestros ancianos padres. Parecíamos tres niñas pequeñas que cuchicheaban a escondidas de los mayores. Cada dos por tres nos decíamos que nos iban a reñir, oyendo nuestra espesa charla. La sensación de culpa que sentía al tener que esconderme mientras hablaba con mis amigas, me traía muchos recuerdos.
Me reconocía en la plaza, con un vestido veraniego de varios colores, quizás cosido con alguna ropa de mi hermana mayor, jugando alegremente con las amigas del barrio. Me veía luego entrando en la iglesia, oía mis sandalias nuevas que pisaban la nave lateral y recordaba aún la sensación de tristeza y de desamparo que me afligía.
El viejo rector de la parroquia me daba miedo, era sobre todo su voz ronca y baja, la que temía. La primera vez que me confesé con él, antes de la primera comunión, lo pasé muy mal, pues no entendía lo que me decía. El se enfadó y me agarró por el cuello poniéndome dentro del confesionario. Yo temblaba, mientras su baja voz penetraba por mis oídos, paralizando mi boca, de la que no salía ni uno de mis humildes pecados.
Miraba a mi alrededor y veía algunas caras conocidas entre la multitud. Otras eran como sombras envejecidas y tristes. Sus rostros me traían el recuerdo de algunos habitantes de mi pueblo que ya estaban muertos. Como, Bartolo, el viejo andaluz, con una pierna de palo, que vendía chucherías en la plaza o Anita, la comadrona del pueblo, que había ayudado a nacer a muchos de los fieless de aquella iglesia.
Las tres habíamos ido al
entierro por parte de nuestros viejos padres, quienes no podían
moverse de casa. Por eso nosotras conocíamos muy poco a los
familiares de Marcel Aubanell Garriga.
Montse, que es la que ha vivido siempre en el pueblo, nos contó la historia del finado.
Marcel Aubanell Garriga era pagès2, como lo era mi padre y la mayoría de los hombres del pueblo. A partir de los años sesenta, cuando la costa catalana fue invadida por los turistas, los agricultores, uno tras otro, dejaron los campos y se fueron a trabajar a los hoteles o a otros establecimientos turísticos.
El difunto tenía unas fincas que había heredado de su padre, ya que era el mayor de tres hijos varones. Su mujer era muy devota, se sentaba muchas horas en el primer banco de la iglesia, iba siempre de luto y no le interesaba el trabajo de su marido. Tenían dos hijas solteras, que eran modistas.
A los amigos del café, donde iba a jugar a cartas, Marcel Aubanell Garriga, les decia: qui sembrarà els meus camps quan jo em mori?2
Las cosechas no le daba mucho dinero, entonces, un día decidió ir a Barcelona a buscar trabajo. En el tren, que lo llevaba a la ciudad condal, encontró a un señor muy amable, quien, oyéndole cantar una habanera3, le aconsejò que se especializara en el canto de esas melodías. El señor del tren fu su primer empresario.
Desde entonces, Marcel Aubanell Garriga, cantó en un coro, que pronto alcanzó una buena fama en toda Cataluña. Su voz era un portento, que animaba siempre las fiestas del pueblo.
Nunca vendió sus campos. Alquiló la mayor parte de sus fincas, pero se guardó un pedazo de huerto, que cultivó con amor hasta su muerte.
Gracias a Montse había recordado la bella la voz del difunto. Nuestras mentes volvieron a aquellos lejanos días de la Festa major de nuestra infancia y adolescencia. Volví a casa, tarareando la melodía de la habanera que más me gustaba: el meu avi 4
Montse, que es la que ha vivido siempre en el pueblo, nos contó la historia del finado.
Marcel Aubanell Garriga era pagès2, como lo era mi padre y la mayoría de los hombres del pueblo. A partir de los años sesenta, cuando la costa catalana fue invadida por los turistas, los agricultores, uno tras otro, dejaron los campos y se fueron a trabajar a los hoteles o a otros establecimientos turísticos.
El difunto tenía unas fincas que había heredado de su padre, ya que era el mayor de tres hijos varones. Su mujer era muy devota, se sentaba muchas horas en el primer banco de la iglesia, iba siempre de luto y no le interesaba el trabajo de su marido. Tenían dos hijas solteras, que eran modistas.
A los amigos del café, donde iba a jugar a cartas, Marcel Aubanell Garriga, les decia: qui sembrarà els meus camps quan jo em mori?2
Las cosechas no le daba mucho dinero, entonces, un día decidió ir a Barcelona a buscar trabajo. En el tren, que lo llevaba a la ciudad condal, encontró a un señor muy amable, quien, oyéndole cantar una habanera3, le aconsejò que se especializara en el canto de esas melodías. El señor del tren fu su primer empresario.
Desde entonces, Marcel Aubanell Garriga, cantó en un coro, que pronto alcanzó una buena fama en toda Cataluña. Su voz era un portento, que animaba siempre las fiestas del pueblo.
Nunca vendió sus campos. Alquiló la mayor parte de sus fincas, pero se guardó un pedazo de huerto, que cultivó con amor hasta su muerte.
Gracias a Montse había recordado la bella la voz del difunto. Nuestras mentes volvieron a aquellos lejanos días de la Festa major de nuestra infancia y adolescencia. Volví a casa, tarareando la melodía de la habanera que más me gustaba: el meu avi 4
Desperté
a mi padre, que estaba mejor que el día anterior, pero que seguía
con mucha tos y desde luego con un poco de mal humor. A sus noventa y
dos años una bronquitis podía llevarle al otro barrio y eso lo
sabia él mejor que nadie. Mientras desayunaba, le conté todos los
pormenores del entierro y él me miró sonriendo, como diciendo:
menos mal que aún no me ha tocado a mí.Sus ganas de vivir le
hicieron desaparecer el mal humor. Noté que sus ojos brillaban de
alegría, mirando el periódico y la bandeja de pasteles que yo había
comprado.
No pronunció ni una palabra, pero yo leí en su cara: gracias
por haberme despertado del sueño negativo en el que durante esos
últimos días había caído, ahora pienso que vale la pena vivir a
pesar de los pesares. La vida ha sido dura y áspera, como la tierra
que he labrado, pero también ha sido bella porque he
podido recoger los frutos de mi siembra. Aún
quiero saber lo que pasa a mi alrededor, aún quiero entusiasmarme
creyendo que llegará un mundo mejor y más justo para todos, aún
quiero comer dulces y aún quiero estar sentado en mi butaca con
nosotros.
Me senté a su lado y aprecié con deleite las bellas sensaciones que me había regalado aquel domingo de agosto.
Me senté a su lado y aprecié con deleite las bellas sensaciones que me había regalado aquel domingo de agosto.
1 Puedes
ir, el domingo a las diez de la mañana, al funeral de Marcel
Aubanell Garriga?
2 Quién cultivarà mis campo cuando yo me muera?
3
Es un tipo de canción, originada en Cuba a finales del siglo XIX,
de ritmo lento
4 Mi
abuelo
Il cantante di habaneras
Quella
domenica d'estate mi sono svegliata molto presto. Mentre mio padre
ancora dormiva, sono uscita senza fare rumore. La piazza della
chiesa, che si trova vicino alla nostra casa, era ancora deserta,
solo si vedeva qualche vecchia devota che andava alla messa. Mi sono
seduta su una panchina e mentre
osservavo la facciata della chiesa, pensavo che era troppa maestosa
per quanto era piccolo il paese.
Quanti
lontani ricordi uscivano dal tempio e si perdevano nell'aria. Le
campane, che suonavano le nove, mi hanno riportato alla realtà e mi
hanno spedito a comprare prima il giornale e dopo un vassoi di
dolci nella pasticceria più antica del paese, dato che volevo che
quella domenica di agosto fosse un vero giorno di festa.
Ritornando
a casa, sentivo il silenzio di un paese ancora addormentato. Portavo
nella borsa il mio piccolo computer portatile, quindi mi sono seduta
di nuovo su una panchina della piazza,
questa volta vicino alla biblioteca comunale, per poter trovare una
connessione Internet, come avevo fatto qualche mese prima, ma quella
mattina non ha funzionato.
Già
da piccola, sempre mi era piaciuto alzarmi prima degli altri e uscire
per strada, ritornando poi in fretta a casa, perché sapevo che
prima o poi si sarebbero accorti della la mia mancanza, ma ero
felice di essermi conquistato alcuni
momenti di libertà.
Al
ritorno, mio padre ancora dormiva. Ho pensato che era presto e che
avevo tempo di andare dove lui avrebbe desiderato, ma non poteva.
Ricordai
che, il giorno prima, mio padre aveva chiesto a mio fratello se
poteva recarsi al funerale di Marcel Aubanell Garriga. Mio fratello
si era scusato moltissimo, rispondendo
che non avrebbe potuto perché precisamente quella mattina aveva
fissato per scattare delle fotografie paesaggistiche alla foce del
riu Tordera1
Marcel
Aubanell Garriga, era uno degli amici di mio padre. Era un po' più
giovane di lui, ma si conoscevano da molto tempo, perché avevano
trascorso molte ore insieme giocando a carte al Café Liceu,
soprattutto negli ultimi tre anni, da quando mio padre era diventato
vedovo.
Era
talmente vicina la chiesa alla nostra casa, che avrei fatto presto e
mio padre sarebbe rimasto contento, ho pensato.
Nel
tempio, gremito di gente, ho visto subito i biondi capelli di Montse,
una mia amica dell'infanzia, la quale, da quando mi sono trasferita
in Toscana, mi scrive delle lunghe lettere che mi spedisce per posta
normale e non elettronica come fanno tutti.
Mi
sono avvicinata a lei ed entrambe siamo rimaste in fondo della navata
centrale guardando gli abitanti del paese.
Dopo poco è arrivata
un’ altra amica, che
non vedevo da molti anni, dato che era andata ad abitare
vicino a Girona e solo ogni tanto ritornava al paese natale, quando
andava a trovare la sua famiglia. Noi tre
amiche siamo rimaste in piedi all'entrata della chiesa e prima della
cerimonia abbiamo parlato sottovoce della nostra vita, ma soprattutto
delle malattie e degli acciacchi dei nostri genitori.
Sembravamo
tre piccole bambine che sussurravano tra di loro nascondendosi dai
grandi. Ogni tanto ci dicevamo che qualcuno ci avrebbe rimproverato
per le nostre lunghe chiacchiere. La sensazione di colpa che
sentivo, nascondendomi mentre parlavo, mi riportava molti ricordi.
Mi
vedevo nella piazza della chiesa, con un vestito estivo di vari
colori che mi piaceva, forse ereditato da mia sorella maggiore,
giocando allegramente con le amiche del quartiere.
Mi
guardavo poi entrare nella chiesa, subito sentivo il rumore dei mie
sandali nuovi che
calpestavano la navata laterale e ricordavo ancora la
sensazione di tristezza e smarrimento che in
quel momento provavo.
Il
vecchio sacerdote mi infondeva paura, ma era la sua voce rauca,
quella che più temevo. La prima volta che mi sono confessata con
lui, per la Prima Comunione, ho sofferto molto dato che non capivo
quel che mi diceva. Lui era arrabbiato con me e mi ha preso per il
collo spingendomi quasi dentro al confessionale. Tremavo tutta,
mentre la sua bassa voce entrava nelle mie orecchie, paralizzandomi
la bocca, dalla quale non è uscito nessuno dei miei umili peccati.
Durante
la funzione mi sono guardata intorno e ho visto alcune facce
conosciute tra la folla. Diversi volti erano come ombre tristi
e consumate di persone che avevo incontrato tanti anni prima.
Alcuni lineamenti di altri anziani mi hanno ricordato abitanti
del paese che ormai erano morti. Come Bartolo, il vecchietto
andaluso, con la gamba di legno, che vendeva semi di girasole,
noccioline e dolciumi vari in una piccola bancarella della piazza o
come Anita la levatrice del paese, che aveva aiutato a nascere molti
fedeli di quella chiesa.
Noi
tre amiche eravamo al funerale al posto dei nostri anziani genitori,
i quali non potevano muoversi di casa. Per questo conoscevamo così
poco i parenti di Marcel Aubanell Garriga.
Montse,
che era quella che aveva vissuto sempre nel paese, ci ha raccontato
la storia del deceduto.
Marcel Aubanell Garriga era pagès2,
come lo era mio padre e la maggioranza degli uomini del mio
paese.
A
partire degli anni sessanta, quando la costa catalana fu invasa dai
turisti, i contadini, uno dopo l'altro, hanno lasciato i campi e sono
andati a lavorare negli alberghi o altri stabilimenti turistici.
Il
defunto aveva delle terre che aveva ereditato da suo padre, essendo
il primo di tre fratelli maschi. Sua moglie era molto devota, sempre
vestita di lutto, si sedeva molte ore delle giornata sulla prima
panca della chiesa e non era interessata al lavoro di suo marito.
Avevano due figlie nubili, che lavoravano come sarte.
Agli
amici del Cafè Liceu, Marcel Aubanell Garriga, diceva:qui
sembrarà els meus camps quan jo em mori? 2
I
raccolti non rendevano molto, quindi un giorno ha deciso di andare a
Barcellona a cercare lavoro. Nel treno che lo stava portando alla
città, incontrò un signore molto gentile, il quale sentendolo
cantare una habanera3,
gli consigliò di specializzarsi nel canto di queste melodie. Quel
signore diventò il suo primo agente.
Da
allora, Marcel Aubanell Garriga, cantò in un coro, che ben presto
raggiunse un grande successo in tutta la regione catalana. La sua
bellissima voce diventò il richiamo più importante delle feste
del nostro paese.
Non
volle vendere i suoi campi, ma li diede in gestione, tenendosi un
fazzoletto di terra per coltivare un orticello, con amore fino al
giorno della sua morte.
Grazie
alla mia amica, avevo ricordato la bella voce del defunto e le nostre
menti erano ritornate a quei lontani giorni della Festa major4
della nostra
infanzia e adolescenza.
Sono
tornata a casa, canticchiando l'habanera che più mi piaceva: El
meu avi5.
Appena
mio padre si è svegliato, ho percepito che stava un po' meglio, ma
che era infastidito a causa della tosse che lo aveva disturbato
tutta la notte. A novantadue anni, lui sapeva bene che una bronchite
curata male poteva causargli la morte.
Mentre
faceva colazione, gli ho raccontato tutti i particolari del funerale
e lui mi ha guardato sorridendo, come se mi volesse dire: meno
male che ancora non è toccato a me.
La sua voglia di vivere
ha fatto sparire il suo cattivo umore. Ho notato che i suoi occhi
brillavano mentre guardava verso il giornale e il vassoio di
pasticcini che avevo comprato.
E'
rimasto in silenzio, ma io ho voluto leggere nel suo viso le parole
che avrei desiderato che uscissero dalle sue labbra:
Grazie
per avermi svegliato dal brutto sogno, nel quale ero piombato in
questi ultimi giorni, adesso
penso
che vale la pena vivere nonostante le sofferenze. La vita per me è
stata dura , come la terra che ho coltivato, ma è stata anche bella,
perché ho potuto raccogliere i frutti della mia semina. Ancora
voglio sapere cosa succede intorno a me, ancora voglio
entusiasmarmi, credendo che verrà un mondo migliore e più giusto
per tutti, ancora voglio mangiare i dolci della domenica e ancora
voglio stare a sedere nella mia poltrona accanto a voi.
Mi
sono seduta accanto a lui e ho apprezzato con piacere le belle
sensazioni che mi aveva regalato quella domenica di agosto.
1 Fiume
Tordera
2 Chi
coltiverà i miei campi quando io morirò?
3
E' un tipo de canzone di ritmo lento che ebbe origine a Cuba alla
fine del secolo XIX
4 Festa
del paese
5 Mio
nonno
Nessun commento:
Posta un commento