Hace
un par de días que me desperté muy contenta, porque había dormido
muy bien y hacía tanto que no me pasaba. Mientras me levantaba pensé
en Miguel, el viejecito a quien Dulia, la cuidadora de mi padre, le
hace compañía todas las noches.
Dos
mujeres cuidan a mi padre: Blanca de noche y Dulia de día.
Blanca
tiene unos sesenta años, su cuerpo es menudo y  sutil, del cual
asoma una  cara  muy delicada. Su voz melosa, con el  deje de Buenos
Aires, hace que descubramos en seguida su buen carácter.  De muy
pequeña emigró con sus padres de  Zamora,  su ciudad natal, a
Argentina, donde se casó muy joven y trabajó en la empresa de
cartones que regía  su marido con otros socios. Después de la
muerte precoz de su cónyuge, los
socios la estafaron y decidió  volver a España con sus hijos
adolescentes. Tuvo que arreglárselas como pudo. Al principio fue muy
duro para ella, pues debió adaptarse a  trabajos humildes. 
Después  de algunos años, consiguieron comprarse un piso gracias a
su tenacidad, a un poco de suerte y sobre todo a un buen  préstamo
bancario.  Al
cabo de poco tiempo quisieron vender el apartamento para comprar otro
más pequeño, pues los hijos se casaron y  tuvieron que ir a
trabajar  lejos de casa. Todo
les fue muy bien hasta que la crisis los alcanzó de lleno, y no
pudieron vender el alojamiento grande después de haber comprado el
pequeño. Con dos hipotecas, Blanca tenía que trabajar de noche con
mi padre y de día depilando a  las chicas del pueblo.
Miguel,
me contaba Dulia, era un hombre a quien le gustaba dormir como  un
bebé. Se acostaba al anochecer y  se despertaba a  la mañana
siguiente. A veces después de desayunar volvía a la cama,  aún
caliente, para leer el periódico que su nuera le traía cada mañana.
Durante  el día hacía lentamente muchas cosas solo: se aseaba,
calentaba  la comida  que le traían, y en los días soleados iba a
pasear con su bastón a lo largo de la playa.
Su
hijo tenía en el pueblo una pequeña librería, por lo tanto cuando
cerraba, al mediodía y por la noche,  iba a verlo.
No
conozco personalmente a Don Miguel, pero las historias que me han
contado mi padre y Dulia, contribuyen a que  me caiga muy bien.
Hace
algunos años mi padre me dijo:
- Tots
 els meus amics es moren. De la meva quinta ja no queda ningù1.
Efectivamente, los quintos del  1919,  los jóvenes que fueron a la mili
antes de haber cumplido los veinte años y que combatieron en la
guerra civil, estaban muertos.
Pero
un día, volvió a casa contento diciendo que había conocido a
Miguel, un viejecito de Zaragoza, quien desde hacia poco tiempo se
había trasladado a nuestro pueblo.
Reía
cuando nos contaba que  los dos habían nacido el mismo día, es
decir el día de los Reyes de 1919. Era un pequeño milagro.
El
señor Miguel, se había quedado solo, porque  su mujer  había
perdido poco a poco la cabeza y hacía pocos meses había muerto en
una clínica geriátrica, donde había tenido que ingresarla. Había
luchado contra la enfermedad de su esposa, que lentamente le devoraba
trocitos de cerebro.
Habían
sido tiempos muy duros y ahora, a noventa y pico de años, tenía que
empezar de nuevo o mejor terminar su vida en un pueblo casi
desconocido para él.
Una
tarde, paseando por el barrio antiguo, descubrió un café donde
algunos jubilados jugaban a cartas.
El
no era capaz con las cartas, pero le gustaba mucho mirar a los
jugadores, algunos viejos como él, otros más jóvenes.  Se sentaba 
cerca de las mesas de juego, para observar mejor  los movimientos de
sus   caras: ojeadas simbólicas, signos y otras formas de
comunicación secreta.
Llamaban
al juego, típico de Catalunya,  la
butifarra, que se jugaba en parejas.
No
tuvieron mucho tiempo para hacerse amigos, pues al cabo de pocos días
mi padre tuvo un ictus, del que por suerte se ha recuperado muy bien,
pero que desde entonces no ha podido ir al centro recreativo a jugar.
Dulia,
tiene unos cuarenta años y un cuerpo redondito.  Es una buena
cocinera, sin embargo  come poco,  porque està a régimen perenne.
Pero es muy golosa, como mi padre. Los dos, cada tarde, se delician
con meriendas muy dulces. A pesar de sus esfuerzos  la balanza de
Dulia no logra bajar mucho.  Pero ella siempre  esta contenta, canta
mientras limpia y bromea a menudo, a pesar  de todos los problemas
que la vida le ha traído.
Una tarde de invierno mientras jugábamos a domino con mi padre, para
pasar el rato, nos decía bromeando:
-Tengo
a dos hombres, los dos  nacieron el día de los Reyes, uno  lo quiero
de  día y otro de noche.
Me
levanté  despacio y mientras me estaba
preparando el desayuno seguí pensando en Don Miguel.
Imaginaba
que él aquella mañana, se habría despertado alegre, sabiendo que
Dulia, le habría preparado una buena taza de café con leche.
Mi
padre en cambio aún estaría durmiendo, se habría  levantado a
media mañana, pues se acostaba muy tarde.  Primero Blanca y luego
Dulia lo habrían atendido con cariño, pensé.
U.
 aún estaba en la cama cuando sonó el móvil. Se levantó deprisa.
Era su amigo, compañero de caminatas,  quien le  llamaba para
invitarle a dar una vuelta en bicicleta, ya que hacía un día muy
bonito.
Mientras
desayunamos  le conté que estaba pensando en los dos viejecitos que
nacieron el seis de enero  de 1919 y en  Dulia su  cuidadora común.
- ¿Han
 solucionado el problema de la casa las cuidadoras de tu padre? Mi
 preguntó  mi marido.
- Blanca
 resiste, pero Dulia ha tenido que dejar su  apartamento, porque no
 podía pagar la hipoteca y el banco se lo ha quedado. Ahora vive de
 alquiler, pero tiene que pagar al banco la diferencia entre el valor
 inicial del piso y el actual.
- ¡Qué
 injusticia! Son tiempos malos! No nos damos cuenta de lo bien que
 estamos nosotros al tener un  buen trabajo y  al poseer un casa ,
 dijo él.
Las
dos mujeres que  cuidaban a mi padre tenían que trabajar de día y
de noche para poder mantener a su familia, pero pensaba sobre todo en
Dulia, que al hacer aquella vida no veía casi  nunca a sus hijos
adolescentes y a  su marido, que estaba parado, ya que había perdido
su empleo en el almacén del aeropuerto de Girona.
Nuestra
charla fue a parar a la responsabilidad que tenían los bancos en la
crisis económica europea.
Mientras
tomaba una taza de té, le dije a mi marido, que había leído en el
periódico, que ahora era muy difícil obtener un préstamo bancario,
si no se tenía, además de un trabajo fijo, una cantidad importante
de dinero; en cambio en España antes  lo concedían con mucha
facilidad, aunque no se tuviera ni un duro.
Me
quedé inmóvil, mientras aún tenía la taza de té entre las manos,
mirando a mi marido, quien  iba  a salir en bicicleta
Él con sus frases irónicas siempre me hacia sonreír. Nuestros hijos se
burlaban de nosotros, pues no entendían, que a pesar de llevar tantos años juntos,
aún siguiera riéndome de sus palabras.
Saliendo
me dijo:
- Voy
 a hablarles yo a los del banco de Dulia.
- A
 ver si resuelves toda la cuestión, le dije yo de broma
- Yo
 no cuento nada, me dijo él sonriendo.
- Para mí y para quien te conoce bien cuentas mucho, pues eres un hombre
 feliz. Es muy positivo que puedas aprovechar
 tu tiempo libre. ¿Ves? Ahora vas en bici, mientras muchas personas,
 tienen miedo del tiempo vacío y siguen rellenando cada minuto de su
 vida con  trabajo y más trabajo, sin embargo se quejan y se sienten
 frustrados, le dije.
Mientras
la puerta se cerraba y él salía, sentí que estaba muy orgullosa de
querer a un hombre que había renunciado, hacía muchos años, a una importante 
carrera laboral, para dedicarse a nuestros hijos. Ahora que ellos
tenían más de veinte años, su tiempo libre  se lo ofrecía a sí
mismo.
Todavía
llevaba el camisón, cuando tomé mi pequeño ordenador portátil y
me metí en la cama, que aún estaba calentita.
Sentada
en el lecho, con las sábanas un poco arrugadas,  pensé en que yo tenía aún muchas mañanas como aquella para gozar de la vida, en cambio  los dos viejecitos quizás
tenían poco tiempo a disposición, pero  gracias a los cuidados y
mimos de Dulia, aún podían gozar cada mañana de las pequeñas
cosas que la vida les regalaba.
1Todos
 mis amigos se mueren. De mi quinta ya no queda nadie
I due  vecchietti nati il giorno della Befana
L'altra domenica mi sono svegliata felice, perché avevo dormito placidamente, come da tanto non succedeva. Mentre mi alzavo ho pensato, chissà perché, a Don Miguel, il vecchietto, al quale Dulia, la badante di mio padre, faceva compagnia tutte le notti.
L'altra domenica mi sono svegliata felice, perché avevo dormito placidamente, come da tanto non succedeva. Mentre mi alzavo ho pensato, chissà perché, a Don Miguel, il vecchietto, al quale Dulia, la badante di mio padre, faceva compagnia tutte le notti.
Mio
padre viene accudito da due donne: Blanca di notte e  Dulia  di
giorno.
Blanca
ha circa sessanta anni,  di corpo sottile e  di viso delicato.  La
sua  dolce parlata di Buenos Aires contribuisce a farci scoprire  il
suo  buon carattere. Quando era  piccola, emigrò con la sua famiglia
da Zamora, nel cuore di Castiglia, all'Argentina, dove si sposò
molto giovane e lavorò nella ditta di imballaggi, che il consorte
dirigeva con alcuni soci. Ma dopo la morte precoce del marito, i soci
della fabbrica la truffarono, liquidandola con quattro soldi.
Decise  di  ritornare in Spagna con due  figli ormai grandi, dove,
finito il denaro, dovette  arrangiarsi. I primi tempo per loro furono
molto difficili, svolsero lavori umili  e spesso mortificanti, ma mai
 si persero d'animo. Dopo qualche anno  riuscirono a racimolare un
po' di soldi per comprarsi  un appartamento in un quartiere nuovo del
paese. I figli in seguito andarono a vivere per conto proprio e
Blanca decise di vendere la casa e di comprarne una  più piccola. 
Prima di tutto comprò una vecchia  abitazione vicino alla  stazione,
pensando di aver fatto un buon affare, ma dopo non riuscì a vendere
la sua, dato che la crisi del mattone la prese in pieno. Con due 
mutui  da dover pagare,  si trovò  a   lavorare di notte  da  mio
padre  e di giorno  depilando le  ragazze del paese.
Don
Miguel, mi raccontava Dulia,  era un uomo  mite che amava  dormire 
come un piccolo bambino. Si addormentava  all'imbrunire  e si
svegliava la mattina  verso  le nove. A volte, dopo aver fatto
colazione, tornava al letto, ancora caldo, per leggere il giornale,
che sua nuora gli portava  tutte le mattine. Durante la giornata
faceva tutto  da solo, con molta lentezza: si riscaldava il cibo che 
gli aveva  portato  sua nuora,  si lavava e andava a passeggiare
lungo il mare,  con l'aiuto del suo bastone. Suo figlio, da diversi
anni,  aveva una piccola libreria in paese, e quando chiudeva, per la
pausa di pranzo o la sera, passava a trovarlo.
Non 
conosco personalmente Don Miguel, ma  dai racconti di mio padre e da
quelli della  loro  badante mi ispira molta tenerezza e simpatia.
Qualche
anno fa, mio padre mi disse: 
Effettivamente, i ragazzi del 1919,  quelli che furono chiamati alla leva a 18
anni,  per poi combattere durante la guerra civile, erano tutti
morti. 
Mio
padre un giorno, tornò a casa contento dicendo che aveva conosciuto
Miguel, un anziano di Zaragoza, che da qualche anno si era trasferito
nel nostro paese.  Rideva quando  raccontava che era nato lo stesso
giorno di lui,  il giorno della Befana del 1919: era un piccolo
miracolo.
Don
Miguel era rimasto da solo, perché, da quasi un decennio, sua moglie
aveva perso la testa ed in seguito era morta in una clinica
geriatrica, dove si era visto obbligato a  ricoverarla. Aveva lottato
con la malattia della moglie, che ogni giorno le divorava un
pezzettino di cervello. Erano stati tempi difficili e adesso si
trovava a novant'anni  a  dover ricominciare da solo , o meglio a 
finire la sua vita in un paese quasi sconosciuto.
Un
pomeriggio  Don Miguel, passeggiando per il centro del paese  scoprì
un circolo dove alcuni  anziani giocavano a carte. Lui non ne era
capace, ma gli piaceva molto guardare  i giocatori, uno di quelli era
mio padre.  Si sedeva a poca distanza dai tavoli da gioco, per
osservare meglio i movimenti buffi dei pensionati:  occhiate
incrociate, segni col viso, messaggi gestuali e ogni altra forma di
comunicazione. Giocavano a un antico gioco, nominato 
butifarra 2.
Non
ebbero molto tempo di fare amicizia, dato che pochi giorni dopo la
loro conoscenza mio padre ebbe  un ictus, dal quale lentamente si
riprese, ma da allora cammina con un girello e  non ha potuto più 
recarsi al circolo ricreativo.
Mio
padre che fino a quel momento aveva avuto  bisogno della compagnia di
Blanca solo per  la notte, dovette cercare  una badante di giorno. Il
caso volle che fosse Dulia.
Dulia 
aveva una quarantina d'anni ed era  piuttosto robusta. Essendo una
magnifica cuoca e in più  una buona forchetta,  era sempre a dieta,
ma  il suo peso  non calava di un grammo.  Spesso cantava mentre 
svolgeva le faccende domestiche, ed  era sempre allegra nonostante le
difficoltà che la vita le aveva portato.
Dopo
pochi mesi che lavorava per mio padre, si sparse la voce nel paese
che Dulia era molto brava e inoltre,  avendo la patente, poteva
portare a passeggio  con l'automobile i vecchietti che custodiva.
Don
Miguel, si sentiva solo la notte e chiese a Dulia se gli poteva fare
compagnia. La badante di mio padre accettò, anche se quel  doppio
lavoro voleva dire non vedere la sua famiglia, ma aveva proprio
bisogno di guadagnare qualche soldo, dato che il sussidio di
disoccupazione, che percepiva suo marito  ogni mese, si stava
esaurendo.
Alcuni
lunghi pomeriggi invernali, mentre a casa giocavamo al domino con mio
padre, Dulia mi diceva ridanciana:- Tengo a
dos hombres , los dos nacieron el dia de  los Reyes Magos, uno  lo
quiero de  dia y otro de noche3.
Mi sono
alzata e  mentre  preparavo la colazione continuavo a pensare a Don
Miguel, immaginavo che lui, quella mattina, si doveva essere
svegliato allegro, sapendo che Dulia gli
avrebbe preparato una bella tazza di caffellatte. Mio padre
invece, nottambulo di natura, avrebbe aperto gli occhi  a mezza
mattina, ma avrebbe sempre goduto
 delle cure, prima di Blanca e poi di Dulia.
U. era
al letto quando è suonato il suo cellulare. Si è alzato in fretta e
furia. Un suo caro amico e compagno di pedalate  lo chiamava per
coinvolgerlo a fare un bel  giro in bicicletta,  dato che la giornata
era molto bella.
Abbiamo
fatto colazione insieme e gli  ho
raccontato che Don Miguel e Dulia erano nei mie pensieri.
- Hanno
  risolto il problema della casa, le badanti di tuo padre? mi ha
 chiesto U.
- Blanca,
 ha affittato a una famiglia sudamericana il piccolo appartamento e
 una stanza della sua   casa a due ragazze, quindi sbarca
 il lunario con molta fatica. Dulia ha dovuto lasciare il suo
 alloggio, perché non poteva pagare il mutuo e la banca glielo ha
 confiscato. Adesso ne ha trovato uno in affitto, ma dovrà pagare
 alla Banca la differenza tra il valore iniziale dell'immobile e il
 valore attuale.
- Che
 ingiustizia! Sono brutti  tempi! Non ci rendiamo conto di quanto
 siamo fortunati, ad avere una casa e un lavoro, disse U.
Entrambe
le badanti dovevano  lavorare giorno e notte per mantenere la 
famiglia,  ma pensavo soprattutto a Dulia, che doveva fare quella
vita, senza quasi vedere i suoi figli adolescenti, che
 suo marito tirava su, dato che non lavorava.
I
nostri discorsi sono andati a finire alle banche e al ruolo che esse
avevano nella crisi  economica europea.
Mentre
prendevo una tazza di tè,  raccontavo a U. che avevo letto sul giornale,
 quanto fosse difficile ottenere  un mutuo bancario se non si aveva,
oltre che  un lavoro fisso,  un grosso capitale iniziale,  al
contrario di quanto succedeva qualche anno prima in Spagna, quando lo
concedevano anche a chi non aveva un soldo.
Mentre 
tenevo ancora  la tazza di tè tra le mani e ascoltavo la musica
proveniente dalla radio,  guardavo lui  che si stava preparando per
uscire in bicicletta.
U. è
molto bravo a sdrammatizzare facendo ironia e molto spesso mi fa
ridere di cuore. I nostri figli ci prendono in giro e non capiscono
come mai possa ancora  sbellicarmi,  a volte tra le lacrime,  dopo
certe sue frasi scherzose.
Uscendo
di casa mi ha detto:
- Ci
 parlerò io con quelli della banca spagnola.
- Speriamo
 che tu risolva tutto, gli ho detto ridacchiando.
- Io
 sono l'ultimo bischero, che  non conta niente, mi ha detto
 sorridendo
-Guarda,
 che  secondo me sei  il bischero più furbo del mondo: è  bello che tu possa godere del tuo tempo libero.  Vedi, adesso 
 stai andando in bicicletta, mentre molte persone si trovano delle
 occupazioni folli, perché  hanno paura del tempo vuoto e quindi
 sono stressate,  stanno male e si lamentano sempre anche se hanno
 tutto, gli  ho detto.
La
porta si era chiusa e, mentre lui spariva per le scale, mi era arrivato
 il ticchettio delle sue scarpe, quelle  con gli agganci che si
attaccano ai pedali delle biciclette da corsa,  e ho sentito che ero
molto orgogliosa di amare un uomo che aveva rinunciato,  molti anni
prima,  alla  sua carriera, per  poter dedicare  più tempo ai nostri
 figli.  Adesso che loro  erano ventenni lo destinava  a se stesso.
Ero
ancora in camicia da notte, quando  ho preso il computer portatile e
mi sono infilata di nuovo nel letto, che  ancora era caldo.
Seduta 
sul  lettone, un po' sgualcito, ho pensato che  avevo ancora  molti anni davanti a me per godere placide 
mattinate come quella, invece che  i reduci del '19 nati il giorno della Befana, forse ne  avevano poco di 
tempo a disposizione, ma entrambi, grazie anche alle cure della badante, 
godevano ogni mattina delle piccole cose che ancora la vita gli
regalava. 
1 Tutti
 i miei amici stanno morendo. Dalla mia leva non rimane nessuno
2 Gioco
 di carte, molto popolare nella Catalogna,  nel quale  quattro
 giocatori giocano a coppie

 
 
Nessun commento:
Posta un commento