mercoledì 6 dicembre 2023

Los cuberos - Cap. 17 (en español)

 


Isidro, el tercero de los vástagos de José Defaus Ballesté y de Teresa Moragas Gibert, era un niño delgaducho y enfermizo; sin embargo, a los quince años se convirtió en un muchacho robusto y atractivo, de estatura media, nariz afilada y ojos vivarachos color café. Cuando en 1862 nació Isidro, Mariano tenía seis años, María casi cinco y Joan era un bebé de quince meses. Mariano y María, eran pelirrojos, de piel clara y ojos azules, en cambio, Isidro y Joan eran morenos y ojos color azabache. Los dos hermanos parecían gemelos e iban siempre juntos. Su abuelo, Mariano Defaus Segarra, los llamaba “els besons”.

José y Teresa siguieron engendrando hijos e Isidro sólo durante dos años fue el pequeño de la familia. Teresa, entre los embarazos seguidos y la lactancia, estuvo muchos años sin menstruar, se daba cuenta de que estaba embarazada al cuarto o quinto mes de gravidez. Era una mujer sana y fuerte, sus partos, según Ángela Fontrodona, la comadrona del pueblo, eran fáciles y rápidos, no sólo por sus caderas anchas, sino por lo valiente que era. En 1864 nació Francisco, en 1868 Luisa, y la última fue Rosa, nacida en 1870. Al igual que los dos primeros, los últimos también salieron pelirrojos.
Isidro sufrió la condición de hijo mediano, aplastado por la fuerte personalidad de Mariano, bastante intuitiva ,y de Francisco, muy reflexiva. En cambio, Joan e Isidro eran más bien sensibles e instintivos y muy unidos entre ellos. Cuando su padre alababa a uno de sus hermanos, Isidro lo envidiaba, pero sobre todo tenía celos de Mariano. El día en que su padre llevó por primera vez a Mariano a Barcelona en tren, los chiquillos se quedaron jugando en la calle. A Joan no pareció importarle, Francisco, el más pequeño, tampoco dijo nada, pero Isidro estuvo enfadado varios días.

Al terminar la escuela primaria, su padre, aconsejado por el párroco, lo envió a un seminario de Girona. José Defaus tenía pensado asignarle a Mariano el negocio de granos y semillas, a Joan lo pondría a labrar la tierra, a Isidro le tocaba ser sacerdote, pero el muchacho no quería saber nada del mundo eclesiástico, para Francisco todavía no tenía ningún destino.

Isidro lo pasó mal los primeros tiempos en el seminario, escribía largas cartas a su madre rogándole que fuera a por él y también a sus hermanos mayores, pidiéndoles que intercedieran con su padre para que lo sacara de aquella prisión. Sus dotes de comediante no le sirvieron para nada, pues cada dos por tres lo castigaban y al cabo de dos años lo echaron.

Un día de lluvia, José Defaus Ballesté fue al seminario de Girona para acompañar a Francisco, quien a pesar de ser un buen estudiante tampoco estaba seguro de querer ser sacerdote, y a recoger al hijo expulsado. A la vuelta, el padre lo hizo sentar a su lado en la tartana y, en lugar de regañarle, le dijo que le había encontrado un oficio:

- Isidro, vas a ser cubero.

El chico a los trece años empezó a trabajar de sol a sol, para aprender el oficio. Los cuberos y toneleros ejercían desde hacía algunos años en la calle Boters, abierta para enlazar el pueblo, ubicado a pocos centenares de metros del mar, con la estación de ferrocarriles, que se estaba construyendo en frente la playa. Los vástagos de la familia Paradeda, que poseía la mayor parte de los terrenos, fueron los primeros cuberos del pueblo. Con los años, en la calle se fueron abriendo más talleres, pues aumentó la demanda de barriles de madera, que servían no sólo para contener vino, sino también para otros géneros, como el pescado salado. La calle, durante los días de mercado, se iba llenando de compradores y los artesanos cuberos de Malgrat se iban convirtiendo en los mejores de la comarca. En 1859 el Ayuntamiento, con la llegada del tren, cambió el nombre de la calle en honor a un hijo de Malgrat, llamado Mariano Cubí, pedagogo y divulgador de frenología; sin embargo, todo el pueblo durante más de un siglo siguió usando el antiguo nombre.

Cuando Isidro empezó aquel oficio, en la calle ya se habían edificado algunas viviendas, en una de ellas vivía Francisca Moragas Gibert, una hermana de su madre, con su marido, Narciso Coll, que era pescador. La tía no tenía hijos y lo acogió en su hogar, donde se quedaba a comer y a veces a dormir.

En la calle de Boters vivían varias viudas; Agustina, una de ellas, era guapa y desenvuelta. A pesar de ser joven ya tenía cinco hijos. Venía de fuera, pues Sebastián, su marido, hacía de taquillero en la nueva estación de ferrocarriles. Cada dos o tres años al hombre le daban un nuevo destino y toda la familia se mudaba con él. Agustina estaba acostumbrada a cargar en un carro sus cuatro cosas y cambiar de pueblo. Sebastián estaba a gusto en Malgrat, por eso alquiló en la calle De Boters una vivienda más grande que la que le ofrecía la Compañía de Ferrocarriles en el edificio de la estación y le dijo a Agustina:

- Voy a solicitar que me dejen en este pueblo. Es tranquilo y nadie se mete con nosotros. Además, el notario me ha dicho que me va a emplear unas horas en su despacho. Con dos sueldos viviremos como reyes.

- Lo que tú digas, le contestó su esposa.

Sebastián no tuvo tiempo de acostumbrarse a las corridas que tenía que hacer, saliendo de un empleo y yendo al otro, pues murió de repente sentado en la ventanilla de la estación a los cuarenta y cinco años y la pobre Agustina enviudó a los treinta.

En la calle de Boters, llena de fermento y prosperidad, era costumbre que las viudas ganaran alguna moneda dándoles de comer a los aprendices cuberos. Agustina cobraba una pequeña cantidad de la Compañía de Ferrocarriles, pero no le bastaba, tuvo que buscarse otro trabajo para mantener a sus cinco chiquillos y empezó a preparar comidas para los cuberos.

Cuando se enfermó Francisca Moragas, Agustina se ocupó del sobrino. A los quince años, Isidro parecía un joven de dieciocho y se enamoró perdidamente de Agustina.

Teresa Moragas Gibert supo por su hermana que Isidro se entendía con Agustina, pero en lugar de provocar un escándalo, le dijo a su marido:

- Hay que alejar a Isidro de la calle Boters. Tengo miedo de que tome mal camino.

- No quiero saber en qué lío se ha metido. Me voy a ocupar yo de Isidro. Y no te opongas a lo que voy a disponer, le dijo José alterado.

Todavía no había cumplido dieciséis años cuando Isidro fue contratado por una compañía de veleros que hacía cabotaje por el sur de Francia. Isidro estaba resentido con sus padres por haberlo alejado de Malgrat y cuando volvía los iba a ver de mala gana, pero nunca se quedaba a dormir en su casa con la excusa de que le tocaba vigilancia en el embarcadero, pero ellos sospechaban que se iba a casa de Agustina. Estaba loco por la viuda, que era una buena chica; sin embargo, para el pueblo se había convertido en una mujer de mala fama.

Agustina no quería problemas y cuando José Defaus Ballesté fue a ofrecerle dinero para que dejara a su hijo, lo aceptó. Isidro se llevó un disgusto cuando fue rechazado por Agustina, pero pronto en Marsella se consoló con otra mujer. Al año siguiente tuvo otro disgusto cuando Joan fue sorteado para el servicio militar, estaba apenado por su hermano, pues tenía miedo de que lo mataran. A Joan le tocó ir a la guerra, de la que volvió lisiado y enfermizo. Cuando lo reformaron, Joan cayó en una depresión profunda. Isidro le escribió largas cartas para darle ánimos y para que no echara a perder su noviazgo con Teresita. A los diecinueve años a Isidro también le llegó la tarjeta de reclutamiento y tuvo que regresar a España. Durante los cuatro años que duró su servicio militar, afortunadamente no lo enviaron al frente, pues la primera guerra de Cuba, que duró diez años, se había terminado y en España las Guerras Carlistas estaban llegando a su fin. En diciembre de 1882 le dieron un permiso para ir a la boda de Teresita y Joan. Durante unos meses, Joan parecía curado de su depresión y de su enfermedad pulmonar, que lo había postrado varias semanas en una cama del hospital militar, tosiendo día y noche. Sin embargo, muy pronto Joan cayó de nuevo enfermo. En septiembre del año sucesivo, Isidro volvió al pueblo con un permiso especial para el funeral de su hermano. Isidro estaba afligido por la pérdida del único miembro de la familia, que, según él, lo había querido.

Cuando terminó el servicio militar, alquiló una vivienda en la calle de Boters, con la intención de reconquistar a Agustina. José Defaus supo por su cuñada que su hijo corría otra vez detrás de la viuda.

- Vete de este pueblo, le dijo José a Agustina, entregándole unas monedas de plata.

- Yo quiero a su hijo y no me gusta hacerle sufrir. Pero me vienen muy bien estas monedas. Me iré a Mataró, donde vive mi tía.

Agustina y sus hijos cargaron sus cosas en un carro y desaparecieron para siempre de Malgrat. Isidro se desesperó, fue a buscarla por los pueblos cercanos y no la encontró. En aquella época su hermana Marieta, viéndole tan decaído, lo acogió en su casa. Allí conoció a María Teresa, una muchacha, hija de un comerciante de telas y tejidos, a la que María Antonia, una de las dos viudas que vivía con Marieta, le enseñaba cada tarde a tocar el piano y a veces la invitaba a tomar una taza de chocolate para merendar. Isidro intentó olvidar a Agustina y un año más tarde se casó con María Teresa. La boda se celebró un atardecer en la iglesia del pueblo. Asistieron a la ceremonia, los padres y hermanos de la novia y Marieta, María Engracia y María Antonia, las tres viudas. María Teresa hubiera querido que su familia conociera a sus futuros suegros, pero Isidro se negó.

La pareja tuvo dos hijos, sin embargo él no quiso que sus padres los vieran. Vivía en el pueblo, pero iba poco a su casa, sólo cuando lo llamaban para resolver alguna cosa importante y nunca iba con su mujer e hijos. Isidro le dijo a Marieta, que quería abrir un taller de barriles en Santa Susanna, un pueblecito muy cerca de Malgrat, donde había una gran producción de vino, cosa que no llegó a hacer nunca por falta de dinero. Pocos días después de la muerte de José Defaus Ballesté, Isidro le pidió a Marieta que lo acompañara a ver a su madre, él no se atrevía a ir solo. Marieta era la única que no lo había defraudado, la que le traía noticias de su familia y la que no lo juzgaba. Cuando entraron en la casa de su infancia, a Isidro le temblaron las piernas. ¡Cuántos recuerdos volvían a su mente! Marieta, antes de entrar en la cocina, miró a la virgen de madera que estaba en el nicho de la galería y por sus adentros le pidió que no le hiciera perder los estribos a Isidro.

Teresa estaba sentada en una silla de paja.

- ¡Acércate, hijo! ¡Quiero verte bien!

- Madre, le pido perdón por no haber ido al funeral de mi padre. No pude, le dijo Isidro.

- No te martirices. Ahora estás aquí y eso es lo más importante. Estoy contenta de que hayas venido a verme, te he echado de menos…

- Madre, tendría que saltar de alegría al tenernos todos cerca, le dijo Marieta.

-No me puedo quejar, ahora que os tengo a los dos en mi casa. Lo único que me apena es no poder ver a Mariano antes de morirme, les dijo Teresa.

- ¿Por qué en esa casa se habla siempre de él? ¡Ni que fuera un Dios! Dijo Isidro con una voz chirriante e irónica.

- Isidro, no exageres y usted, Madre, no diga eso. Quizás Mariano logre volver. Además, usted no está sola, nos tiene a nosotros y a Francisco, dijo Marieta suavemente, intuyendo que se estaba acercando una tormenta.

Isidro, al oír el nombre de Francisco, empezó a sentir un calor intenso en la cara y en las orejas. Intentó controlarse pero no pudo dominar su cólera. Enrojeció aún más y le dijo, casi gritando:

- Madre, Mariano no va a volver. Me tocaba a mí ser el heredero universal y no a Francisco, como dispuso nuestro padre. Durante todos estos años me he sentido usurpado.

- Isidro, tienes que perdonarnos. Quizás nos equivocamos al hacerte embarcar tan joven. lo hicimos de buena fe. Queríamos una vida mejor para ti, le contestó Teresa.

- Una vida mejor no quiere decir rechazar a un hijo.

- Nadie te rechazó. Tu padre dijo que tenías que irte lejos.

- Usted no puede imaginarse cuánto le odié.

- ¡Isidro, no digas eso! Nuestro padre lo hizo por tu bien, le contestó Marieta.

- No seas rencoroso, le dijo con suavidad Teresa.

- ¿Por qué me habéis echado de la familia?

- Nadie te ha echado... Además yo hice lo que pude para aumentaros la herencia. No tendrías que quejarte.

- Comparado con lo que le habéis dejado a Francisco, nuestra legítima es bien poca cosa. Pero no hablemos más de ello. He venido para decirle que me voy a ir a vivir a Mataró.

- ¿Por qué a Mataró? ¿No te van bien los negocios?

- No se preocupe, madre. Voy a Mataró porque quiero ampliar la empresa, allí hay más mercado.

- Tu padre estaría orgulloso de ti, le hubiera querido decir Teresa, pero intuía que lo habría irritado y le dijo sólo: - Ten cuidado, no des un paso demasiado lejos.













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