martedì 7 novembre 2023

Las tres viudas - Cap. 15


Las cuñadas, Teresita Marés Bigas y María Defaus Moragas, enviudaron dos veces. Joan, el primer marido de Teresita, falleció en la cama de su casa, a causa de la enfermedad pulmonar contraída en la guerra. Agustí, el primer esposo de María, fue llamado inesperadamente a las armas y fue enviado a Cuba, donde murió.

A finales de los años ochenta del siglo XIX , el ejercito español reclutó soldados de reserva para mantener la paz y sofocar las guerrillas de Cuba y de las últimas colonias que le quedaban al Reino de España. Entre el servicio militar activo, que variaba de cuatro a seis años y el servicio de reserva, que duraba otros seis años, los muchachos permanecían doce años en el ejercito, sin embargo el periodo de reserva no era sino un trámite burocrático, en el que el soldado, como mucho, debía acudir al cuartel de la Guardia Civil, y tras unos años recibía la licencia total, salvo en periodos de revueltas coloniales. Agustí, a los veinte años había sido sorteado, pero, al quedar su madre viuda, había hecho sólo un año de servicio activo y a los treinta años, cuando estaba cumpliendo el servicio de reserva, tuvo la mala suerte de ser alistado.

El día en que María se despidió de su esposo, le dijo:

- Ve a La Habana a ver a mi hermano, él quizás conozca a alguien para que te destinen a una tropa que no cumpla acciones bélicas. Mi padre dice que hay muchos catalanes influyentes en Cuba.

- María, no digas tonterías, no sé donde me van a destinar y un soldado no puede dejar el ejercito para ir a ver a un pariente al otro lado de la isla. Además ¿Qué va a poder hacer Mariano por mí?Nada de nada.

- ¡Tú siempre tan pesimista! Yo sólo quiero que vuelvas pronto.

- No te preocupes, la Guerra Grande ya terminó, los soldados españoles sólo tenemos que vigilar que no se formen de nuevo grupos de guerrilleros independentistas. Verás que voy a volver pronto y tendremos muchos hijos.

- Cuídate y prométeme que me vas a escribir una carta cada semana, le dijo María sollozando.

- ¡Qué si mujer! Le contestó él, besándola.

A Agustí le tocó dispersar y aplastar a los rebeldes que quedaban, y cuando en 1886, parecía que las escaramuzas estaban llegando a su fin, el soldado catalán cayó en una emboscada y fue herido gravemente. Lo llevaron al campamento y lo curaron, sin embargo al cabo de tres días murió en una camilla junto a otros heridos. Cuando a María le llegó el telegrama, se desesperó, pero poco a poco fue pensando en su futuro y empezó a recoger sus cuatro cosas para volver a Malgrat. Aquel mismo día llegó a saber por un recadero que Teresita había dado a luz a una niña.

María, para que sus padres no se asustaran, en lugar de enviarles un telegrama, decidió que la mejor cosa era tomar la diligencia e ir a Malgrat, para compartir con ellos aquella desgracia y celebrar el nacimiento de la niña. María también pensó que sin su marido no tenía sentido seguir en la masía, pues el amo, al ser reclutado Agustí, contrató a otra pareja de masoveros para que la ayudaran. Aquel mismo día fue a ver al dueño para contarle lo ocurrido y para avisarle que dejaba su empleo y se marchaba.

Sentada en la diligencia María pensó en su infancia: era una niña que pasaba desapercibida en medio de todos sus hermanos varones y se avergonzaba de ser pelirroja y pecosa. Muy pronto empezaron a llamarla Mariona, diminutivo en catalán de María, para distinguirla de María Ballesté Teixidó, su abuela. Sin embargo cuando su abuela falleció, todo el mundo se había acostumbrando al diminutivo y siguieron llamándola Mariona.

- Yo me voy a cuidar de Mariona y tú te vas a encargar de los varones, le dijo María Ballesté a su nuera, el día en que nació la niña.

Teresa Moragas, sintiéndose casi una intrusa en el viejo caserón, aquel día no osó contradecir a su suegra, tuvo que callar, pero le parecía absurdo que cuidara sólo a la niña.

Pasaron los meses y María Ballesté siguió ocupándose de su nieta, preparándole las papillas, lavándola con esmero y tejiéndole su ropa. Teresa Moragas en siete años había tenido cinco hijos y no daba abasto con tantos chiquillos, pero por suerte vivía con ellos el hermano soltero de su marido, Joan Defaus Ballesté, que siempre que podía le echaba una mano, era muy cariñoso con los niños.

José Defaus Ballesté, no paraba nunca en casa, se ocupaba del negocio de granos y semillas que había fundado, mientras que Joan labraba la tierra. Los dos hermanos eran polos opuestos: Joan era sencillo, taciturno, casero, humilde y con ideas políticas progresistas; José era presumido, mandón, hablador y le gustaba aparentar, por eso iba a las tertulias de los monárquicos y a misa cada domingo, sin faltar.

- Mi niña, mi niña, eres mi reina. Yo tuve sólo varones, por eso cuando llegaste me diste la alegría más grande del mundo, le dijo la abuela a Mariona, besándola, un día que estaban en el patio tomando el fresco.

- No la mimes tanto, mujer, le dijo su marido, que en verano se pasaba todo el día sentado en un silla entre el patio y el corral.

- Déjame en paz, con Mariona me estoy vengando de mi deplorable destino: Luisa murió y luego me tocaron sólo varones, le contestó su mujer que no tenía pelos en la lengua.

Aquel día su marido calló pensando en la niñita que habían tenido y que sólo había vivido nueve días, era morena y menuda. Nació prematura y la bautizaron deprisa y corriendo con el nombre de Luisa Defaus Ballesté. Aquella muerte tocó mucho a María, se volvió más áspera y se enojaba por todo.

Desde hacía un par de años, Mariano Defaus Segarra padecía reumatismo, cosa que le impedía trabajar en el campo. A pesar de su enfermedad no se quejaba nunca, era un hombre calmado, que se entretenía haciendo cestos de mimbre para los jornaleros que recolectaban patatas. Casi nunca salía de casa y cuando lo hacía se apoyaba en un bastón. Años atrás se enfrentaba a su mujer, cuando ella exageraba, pero desde que se enfermó la dejó a cargo de la familia.

Mariona miró por la ventanilla y al divisar las sinuosas hileras de viñedos recordó el sabor del pan y vino con azúcar que le preparaba María Ballesté para merendar. Su abuela estaba muy orgullosa de la viña que había heredado de su familia y alababa el vino que ella misma hacía con racimos de uva negra. Sintió una gran añoranza por aquella mujer de carácter fuerte, a la que le gustaba mandar y que a veces era un poco cascarrabias, pero que con ella se volvía dulce y amorosa.

En verano a Mariona le gustaba que su abuela la bañara en el patio. Se sentaba en la tinaja y María Ballesté la iba enjabonando y enjuagando con agua tibia, mientras le cantaba una canción.

- Los cabellos de Mariano son de un rojizo claro, no como los míos que parecen estropajos, le decía Mariona a su abuela, cuando le lavaba el pelo y le hacía una trenza.

- ¡Tus cabellos son preciosos!

- Me gustaría tener el pelo negro y liso como Joan o de color castaño oscuro, como Isidro.

- Mariona, Mariona, no te quejes que eres muy guapa, le dijo su abuela.

Cuando nació Francisco la abuela se desesperó, pues hubiera querido que naciera otra niña. A Mariona también le hubiera gustado tener una hermanita, pero se encariñó en seguida con el bebé. La alegría en aquella casa duró bien poco, pues la abuela murió de repente y al cabo pocos meses la siguió el abuelo. Mariona pasó de ser la princesa de la casa a la cenicienta. Creció de golpe, a los nueve años la sacaron de la escuela para que echara una mano a su madre, cuidando a sus hermanos, Isidro, Joan y Francisco. Cuatro años más tarde nació Luisa, luego Rosa y Mariona también les hizo de madre.

A medida que la diligencia iba acercándose al pueblo, Mariona empezó a imaginarse que estaba entrando en la casa donde había nacido. Abría el portalón de madera, recorría el pasillo de la planta baja, el comedor bueno, la galería y llegaba a la gran cocina, allí se vio con sus hermanos sentada cerca de la chimenea, también le pareció oír el crepitar del fuego y oler el humo de los troncos de olivo que iban quemándose. Abrió la puerta del patio y se reconoció sacando agua del pozo y luego lavando la colada en el lavadero. En seguida le llegó la imagen del corral con la hortensia florida y los rosales llenos de rosas, blancas, amarillas y rojas. Observó los dos hilos con ropa tendida para secar y se vio recogiendo una sábana de lino. Sonrió pensando en el olor fuerte que emanaban las cuadras de los animales, el gallinero y el estercolero donde echaban los desperdicios.
Mariona llegó agotada, pues primero recorrió quince kilómetros en carro hasta Girona, luego cogió la diligencia hasta Malgrat. Sus padres la acogieron con mucha alegría, pero cuando les contó lo que le había pasado a Agustí, no se lo podían creer y la consolaron como pudieron y supieron. Luisa y Rosa tenían la escarlatina, pero se alegraron mucho de ver a su hermana.

- No os voy a dejar nunca más, les decía Mariona, poniéndoles trapos fríos en la frente para que les bajara la fiebre.

- Dejémoslas descansar, el médico ha dicho que se van a recuperar.

- Yo ya pasé de niña la escarlatina, dejadme coger en brazos a Teresa, mi sobrinita, no la voy a contagiar, tranquilos.

La niña era sana y mamaba vorazmente, pero como precaución Teresita la quería tener alejada de sus cuñadas enfermas.

Mariona, cogió a la recién nacida en brazos y empezó a llorar.

- No llores Mariona, tú te vas a volver a casar y vas a tener hijos, le dijo su madre.

- No lloro porque no he tenido hijos, lloro porque me emociono cuando viene al mundo de la nada una criatura. Y por favor, madre, no diga tonterías ¿Con treinta años y viuda, cómo voy a casarme de nuevo?

- Aún eres joven y con lo guapa que eres, te van a salir pretendientes.

- Aún lloro por Agustí, no quiero ni pensar en otro marido, le dijo Mariona.

Dicen que las desgracias nunca llegan solas: en pocos días la escarlatina se llevó a las dos hijas menores de Teresa y José. El funeral de las dos muchachas fue uno de los más sentidos y concurridos del pueblo.

Francisco, Teresita y Mariona hicieron lo posible para que Teresa y José, tras la muerte de sus hijas, no cayeran en un hoyo negro. El bebé crecía sano y les fue dando alegría a los abuelos, eso les salvó.

Aquel mismo año Mariona conoció a un viudo sin hijos de Malgrat de nombre Narciso Ribot Masens. El viudo era muy apuesto, tenía dieciocho años más que ella y era marinero de largos viajes de Ultramar. Un domingo fue a pedir la mano de Mariona a sus padres.

Mariona aceptó con la condición de que le diera el permiso de ir cada tarde a casa de su familia.

- Pero, cada tarde, quiere decir cada tarde, sin faltar, de tres a siete, le dijo Mariona al viudo.

- Sí, cada tarde, lo acepto. Cuándo yo esté en alta mar, tú puedes quedarte en casa de tus padres todo el día, yo sólo quiero encontrarte en nuestro hogar cuando vuelva de una travesía, le dijo Narciso.

Cuando a los pocos meses de casada descubrió que estaba embarazada fue a ponerle dos cirios al Virgen del Carmen y toda la familia festejó aquel inesperado acontecimiento. A los treinta y dos años tuvo su primer hijo, al que llamó José.

Mariona al cabo de cinco años tuvo una niña preciosa, que le puso el nombre de María Engracia, en honor a la hermana de su marido que, al quedarse viuda a los cincuenta años y sin hijos, fue acogida por ella y su marido en la casa de la calle Sant Esteve. La vivienda la había comprado Narciso años atrás con el dinero que ganaba navegando. Mariona estaba encantada con su cuñada, era una mujer alegre y servicial, la ayudaba en todo y además le hacía compañía cuando su marido estaba en alta mar.

- A ver si Narciso tiene otra mujer por esos mundos de Dios, ¡nos vemos tan poco y él es tan guapo! Le confiaba Mariona a su cuñada.

- No creo, pero no sufras, mujer, no vale la pena: ojos que no ven corazón que no siente, le contestaba sonriendo su cuñada.

Pasaron los años y un día de primavera en que las dos mujeres y los niños estaban esperando con impaciencia que Narciso llegara de su travesía, les llegó un telegrama. Narciso había ahorrado una buena cantidad de dinero y pocos meses antes había decidido que aquel habría sido su último viaje, pues quería disfrutar de su mujer y de sus hijos, pero no estuvo a tiempo.

El informe de la compañía de navegación decía:

El capitán del barco, Narciso Ribot Masens fue atacado por piratas cerca de la costa venezolana. La tripulación se defendió con valentía, él murió en la pelea. Ha sido enterrado con los demás valerosos marineros en el cementerio de Maracaibo.

Mariona a los treinta y ocho años enviudó por segunda vez. Engracia la consoló y la apoyó en todo, quizás por eso Mariona en pocas semanas se recuperó de la desgracia y volvió a su rutina de siempre. Las dos viudas se llevaban muy bien. Un día golpeó a la puerta un hombre que dijo que se llamaba José Moner Sans.

- Yo era el mejor amigo de Narciso, navegué con él muchos años, dijo el marinero.

- Entra y come algo con nosotras, le dijo Mariona, haciéndolo pasar hacia a dentro.

- No quiero molestar, sólo quería daros ese cuaderno de Narciso. Le prometí que os lo entregaría.

- Un amigo de Narciso será siempre nuestro bienvenido.

José Moner Sans se quedó en casa de las viudas un año entero. El marinero recién llegado tenía sesenta y ocho años y a pesar de su edad seguía navegando, sin embargo aquel viaje a Venezuela también fue el último para él. Había prometido a su amigo Narciso que durante un año velaría por su viuda. Pasados doce meses, se fue a vivir a Barcelona donde tenía una hermana soltera, pero cada dos por tres cogía el tren e iba a visitar a las dos viudas.

Mariona era feliz con sus hijos y su cuñada y el día en que supo que María Antonia Ribot, una prima de Engracia, se había quedado sola y sin recursos, la recogió en su casa. María Antonia llegó con un piano y dos baúles. Era una mujer afable a la que le encantaba la música y cada tarde tocaba el piano para las dos mujeres.

Mariona cerraba los ojos, sentada en el jardín de su casa, desde donde podía ver el mar y se sentía en paz, pensando que aquellos últimos años, que a pesar de los pesares habían sido buenos: no le faltaba nada, tenía dos hijos y dos amigas viudas, además gracias a Narciso tenía una buena posición económica, era dueña de una casa y tenía una cuenta en el banco que le daba para vivir.

- Som les tres Maries, les tres vidues mes feliçes del poble (somos las tres Marías, las tres viudas más felices del pueblo) les decía riendo a las dos mujeres que vivían con ella.



 



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