José Defaus Ballesté movió despacio hacia un lado su cabeza apoyada en la almohada y, tras un jadeo entrecortado, le susurró a su esposa:
- El párroco y yo recurrimos a una estratagema para conseguir que se celebrara a corto plazo la boda de Francisco y Teresita.
- ¡No te canses! Es agua pasada.
José estaba débil, pero reunió todas sus fuerzas, para sacarse el peso del secreto que le oprimía en el pecho desde hacía largos años; sin embargo, notó que mientras él hablaba, su esposa estaba tranquila, como si ya supiera lo que él le iba a revelar.
- Nadie tenía que saber que Teresita estaba embarazada. - hizo una pausa antes de explicarse - Pero la boda todavía no se podía celebrar... Por ser los novios cuñados. El obispo necesitaba tiempo para darles el permiso.
- ¿El matrimonio es válido, no? Pues no me importa cómo lo conseguiste y ahora deja de hablar.
- Claro que es válido. No hicimos ninguna trampa. - hizo una larga pausa para respirar - Se podían casar, la ley eclesiástica y civil lo permitía... ¡Pero no podíamos esperar tantos meses!
- José, descansa. Ya me lo contarás otro día.
- No, tengo que decírtelo ahora. Quiero limpiarme la conciencia. El párroco tuvo esa ocurrencia para salvar nuestra reputación. Pero sin cometer ningún sacrilegio.
- De verdad, no me importa lo que hicisteis. Lo que quiero es que te repongas. Y ahora no hables más. Anda, no seas testarudo, José.
- El acto matrimonial no se pudo registrar el día de la boda. Se hizo cuando la niña Teresa ya tenía tres meses. Una noche oscura, Francisco y Teresita fueron a firmar los papeles en la sacristía. - Miró a su mujer y escogiendo las palabras con cuidado, le dijo lentamente: - Perdona si te lo oculté.
- No hay nada que perdonar. Ya está todo arreglado. Ahora descansa e intenta dormir, le susurró su esposa, sin mostrar perplejidad.
Teresa confiaba en su marido y, aunque en algún momento sospechara algo, nunca quiso saber los tejemanejes que él tramaba para solucionar los asuntos familiares.
Los nietos del moribundo, Teresa, María, Francisco y Josep, correteaban por el patio sin saber bien lo que estaba sucediendo. Teresa, la mayor, lloraba de forma histérica, María intentaba consolarla. Josep, el pequeño, jugaba cantando un estribillo. Francisco, al que todos llamaban Cisco a pesar de tener ocho años, ordenó a sus hermanos que dejaran de gritar y armar jaleo.
- Quedaos aquí. Voy a ver lo que le pasa al abuelo. Y tú Teresa no llores, les ordenó Cisco.
El muchachito entró en el cuarto donde yacía José y se acercó a la cama. El enfermo parecía relajado, por eso Teresa le dijo a su nieto:
- Anda, despídete del abuelo, que está a punto de dormirse.
Cisco se acercó al moribundo, posó sus labios en la frente y le dijo a su abuela:
- La frente del abuelo está helada.
Teresa se dio cuenta de que la tez de su marido se había vuelto blanca, le tocó las manos y notó que estaban frías.
- Ayudadme. Mi José está muerto. Gritó sollozando Teresa.
José Defaus Moragas, aquel atardecer, se fue al otro mundo durmiendo y no llegó a saber que Cuba había dejado de ser española. Tampoco José Martí llegó a ver cómo sus luchas y sus versos llevaban a la independencia, aunque en realidad no se tratara de la independencia que él había soñado, puesto que Cuba se convirtió en una República tutelada por los Estados Unidos.
Mientras José Defaus, aquel día de finales de julio de 1898, estaba agotando las últimas horas de vida, su hijo, Mariano, al amanecer, se estaba preparando para coger el primer tren para ir a la Habana a comprar productos que no lograba encontrar en el mercado de Abastos de Pinar del Río.
Desde que se había inaugurado el último tramo de la línea ferroviaria que unía La Habana con Pinar del Río, era más fácil ir a La Habana, el viaje se había vuelto rápido y cómodo. Mariano tomó el tren en el paradero de Las Ovas, donde lo acompañó Lucas en carro. La pequeña estación, inaugurada el 16 de julio de 1893, fue edificada en una zona que lindaba con el pueblo y que comenzaban a deforestar. Un puñado de albañiles y carpinteros construyeron un edificio de madera de una planta. Lo pintaron de azul, y para que los viajeros se repararan de la lluvia, hicieron un gran soportal sostenido por cuatro columnas pintadas de amarillo. Las ventanas y la puerta eran blancas y el tejado gris.
Él se sentó afuera en uno de los bancos de madera. Mientras esperaba el tren, mirando las plantas que había alrededor de la estación, recordó que en Malgrat también había palmeras, las había traído regresando de Cuba el señor Prats, un indiano rico. De niño, iba a menudo con su padre a pasear cerca de la mansión del señor Prats, rodeada por un gran jardín de plantas exóticas; su padre admiraba la casa, sin embargo, él se quedaba embobado mirando las palmeras y las bellas flores violáceas de la planta de Jacarandá.
Cuando el tren llegó, dejó de pensar con nostalgia en Malgrat y se puso a leer un libro. El tren llegó a media mañana a la vieja estación de Villanueva de La Habana. A él le gustaba andar despacio observando a la muchedumbre, por eso decidió ir callejeando por el barrio antiguo. Las calles estaban abarrotadas de gente de toda clase, ricos, pobres, criados, libertos, soldados, vendedores ambulantes y tenderos que salían de sus tiendas (colmados, pulperías, fruterías, sastrerías, tabaquerías,etc.) gritando lo bueno que era su género. Una negra exuberante se acercó a Mariano sin ningún recato, él le dijo que no le interesaban sus servicios y ella se alejó haciéndose la ofendida.
Poco a poco el olor y el ajetreo de la ciudad lo transportaron al día en que llegó a Cuba con el Señor Sarrá; llevaba consigo una maleta de cartón y una mochila. Aún recordaba el malestar que sentía por aquel bullicio y por el desparpajo de las mujeres cubanas.
Sonrió pensando en que su vida dobló hacia una dirección inimaginable. Entonces era un chiquillo tímido y temeroso de diecisiete años, ahora ya era un hombre valiente de cuarenta y dos, que estaba satisfecho de su vida y de su familia. Quería a Nieves, a Ángel, su ahijado de diecisiete años, y a sus tres hijos: Juan, de casi cuatro años, José, de un año y medio, y Teresa, un bebé de dos meses. Se prometió a sí mismo que en cuanto abrieran el nuevo estudio fotográfico de Pinar del Río, se haría retratar con toda su familia y les enviaría la fotografía a sus padres. Aquel día tampoco podía saber que Nieves iba a darle otras dos niñas, a las que iban a llamar Ramona y Clotilde.
- Tengo una esposa, tres hijos y un ahijado a quienes quiero mucho. Y una familia en España que espero volver a ver pronto. Soy realmente feliz, se dijo, observando a una mujer mulata que sonreía, cargada de chiquillos.
Mientras pensaba en todo ello ,llegó a la tienda de los tres hermanos, Pau, Pepe y Pedro, que lo acogieron con mucha alegría. El grande y el mediano sufrían achaques de gota y tenían reumatismos, pero iban tirando; en cambio, Pedro, el que nunca se enfermaba, en aquel entonces descubrió que tenía piedras en los riñones.
- Tú no te puedes imaginar lo dolorosos que son los cólicos de riñón.
- A ver si bebes más agua. Seguro que tanto alcohol no es bueno para tus riñones.
- ¡Bebamos una copita para celebrar tu llegada!
- No me tomes el pelo. Conmigo, ni una gota de licor, le contestó Mariano.
Al atardecer tenía una cita con Felipe en la plaza de Armas. A la hora establecida le pasó cerca el coche de caballos de su amigo.
- Anda, Mariano, sube.
- ¡ Tú, siempre tan puntual!
Mariano subió y Felipe guió los caballos por las callejuelas de La Habana vieja. Hicieron un largo recorrido, mientras iban hablando.
- Felipe, tuve que huir de España.
- ¿Cómo es eso?
- Soy un fugitivo. Dijo Mariano con una expresión tímida y luego añadió: - Mi padre me preparó el terreno para que huyera, pues una mujer me denunció.
- ¿Fue una chiquillada, no?
- Sí, pero me marcó por toda vida. Para mi padre era una deshonra que un hijo fuera llamado a juicio. Temía habladurías. Por eso hizo saber a todo el mundo que me habían sorteado para el servicio militar. Pronto recibiría la tarjeta de reclutamiento.
- Perdona mi curiosidad. ¿Pero qué mala jugada le hiciste a esa mujer para que te denunciara?
- Si tienes un poco de tiempo, te lo voy a contar. Estoy emocionado, pues jamás se lo he dicho a nadie, ni siquiera al señor Sarrá.
- Tranquilo, yo soy una tumba.
Mientras el coche de caballos se dirigía hacia el puerto, Mariano empezó a contarle la trastada que hicieron él y su amigo Pepito.
- Desde que llegó el tren y nacieron las primeras industrias, en el pueblo se abrió una “casa de barrets”. Un establecimiento de ocio nocturno.
- ¿”Casa de barrets”, quiere decir prostíbulo, no? Le preguntó Felipe.
- Sí, “barret“ quiere decir sombrero de hombre.
La casa de citas, estaba en lo alto del pueblo, El Castell, una barriada obrera, así llamada por la presencia de una torreta medieval. Cerca de allí había un tugurio, llamado La Cueva, donde los hombres iban a beber vino.
- ¡Ah!
- La viuda Lola Iglesias era la dueña del local. Las prostitutas eran, obreras, viudas u otras muchachas pobres que lo hacían para dar de comer a sus hijos. Pero durante las fiestas llegaban meretrices de Barcelona.
- ¡Huy, huy, huy! Esto se está poniendo verde, le dijo riendo Felipe.
- Entraban allí hombres de todas las edades, incluso muy jóvenes… Era costumbre que los ricos llevaran a escondidas a sus hijos varones para su iniciación sexual. Y se decía que la viuda Iglesias, era la más experta en ese campo.
- ¿Ah, sí?
- ¡Pero no te creas! Los más puritanos se quejaban y culpaban al local y a las mujeres del extravío de sus vástagos. Pero ellos eran los primeros en frecuentarlo.
- ¡Qué hipócritas! - Felipe lo miró con el ceño fruncido y las cejas arqueadas - En Cuba la prostitución no se esconde. No está autorizada, pero se practica dondequiera. Ya ves lo que pasa en La Habana, hay una prostituta apostada en cada esquina. Y las autoridades hacen la vista gorda, hasta que alguien presenta una denuncia. Pero eso no pasa.
- Pepito y yo, éramos unos mocosos de dieciséis años. Estábamos emperrados en averiguar lo que se hacía allá dentro. Un día, al atardecer, nos escondimos detrás de unos matorrales y esperamos a que llegaran los clientes. Cuando oscureció nos acercamos a la casa y detrás de una tapia nos pusimos a espiar por los ventanucos…
- ¡Madre mía, me imagino la que se armó al ser descubiertos!
- No corras tanto, Felipe, aquel día no nos descubrieron. Pasamos mucho rato observando las idas y venidas de los hombres. Era la vigilia de una fiesta y había más mujeres de lo normal y bastantes hombres. Algunos eran personas importantes del pueblo, otros simples jornaleros que se gastaban su sueldo semanal en aquel antro.
- ¡Ve al grano, Mariano!
- Volvimos dos o tres veces más. La última vez descubrimos a dos mujeres nuevas. Eran guapas y un poco más jóvenes que las que solían ejercer. Queríamos una cita con ellas, pero no teníamos ni un duro. Pepito, era un chico listo. Tenía un plan para obtener servicios gratis. Chantajear a Lola.
La viuda estaba sentada detrás de un mostrador y al vernos nos dijo:
- Aquí se cobra por adelantado.
- Si no nos dejas pasar, vamos a chivarnos al alcalde que recibes a hombres ilustres, incluso a un cura, le contestó Pepito.
- ¡Sinvergüenzas! Gritó Lola.
- ¿Y entonces qué pasó?
- La viuda empezó a gritar como una loca. Y el alguacil, que estaba solazándose con una de las mujeres, salió de un cuartucho. Con ese inconveniente no había contado Pepito. En pocos minutos se armó la gorda. El alguacil nos detuvo a nosotros y a otros tres chicos que estaban esperando su turno y que se mezclaron en la pelea. Y la viuda al día siguiente nos denunció.
- ¿Y qué dijo tu padre, cuándo lo supo?
- No se enfadó por la chiquillada, sino por las consecuencias que conllevaba. Por eso, cuando llegó al ayuntamiento la denuncia del juzgado, le pidió al alcalde que nadie supiera que yo había sido denunciado. Todo el pueblo creyó que escapaba para no alistarme en el ejército. Era más noble ser un desertor que un rebelde o un criminal.
- Sigo siendo tu amigo, tranquilo, no hiciste nada de malo. La única cosa que te puede ocurrir es que no puedas volver a España. Me informaré y ya te diré.
Aquella misma noche, Mariano le confesó a Nieves el secreto que había guardado tantos años. Ella lo miró a los ojos y le dijo bromeando:
- ¡Qué decepción! ¿Eso es todo?
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