giovedì 23 novembre 2023

El secreto - Cap. 16

 


La cabeza de José Defaus Ballesté, apoyada en la almohada, se movió despacio hacia un lado y tras un jadeo entrecortado, le dijo a su esposa:

- El párroco y yo recurrimos a una estratagema para conseguir que se celebrara a corto plazo la boda de Teresita y Francisco.

- ¡No te canses! Es agua pasada.

José estaba débil, pero reunió todas sus fuerzas, para sacarse el peso del secreto que le oprimía en el pecho desde hacía largos años, sin embargo notó que mientras él hablaba su esposa estaba tranquila,

como si ya supiera lo que él le iba a revelar.

- Nadie tenía que saber que Teresita estaba embarazada- hizo una pausa antes de explicarse - pero la boda todavía no se podía celebrar, pues, por ser los novios cuñados, el obispo necesitaba tiempo para darnos el permiso.

- ¿El matrimonio es válido, no? Pues no me importa como lo conseguiste y ahora deja de hablar.

- Claro que es válido, no hicimos ninguna trampa - hizo una pausa para respirar - se podían casar, la ley eclesiástica y civil lo permitía, pero era una cosa larga, el permiso iba a tardar varios meses en llegar y nosotros no podíamos esperar.

- José, descansa, ya me lo contarás otro día.

- No, tengo que decírtelo ahora, quiero limpiarme la conciencia. El párroco, sin cometer ningún sacrilegio y salvándonos la reputación, tuvo esa ocurrencia. Te lo escondimos para que no sufrieras.

- De verdad, no me importa lo que hicisteis. Lo que quiero es que te repongas, no seas testarudo José, no hables más.

- El acto matrimonial no se pudo registrar el día de la boda, sin embargo una noche de varios meses después, Teresita y Francisco fueron a firmar los papeles en el sacristía - miró a su mujer y escogiendo las palabras con cuidado le dijo lentamente - El acto fue registrado cuando la niña Teresa tenía tres meses y ellos se convirtieron oficialmente en marido y mujer. Perdona si te lo oculté.

- No hay nada que perdonar, ya está todo arreglado. Ahora descansa e intenta dormir, le susurró su esposa, sin mostrar perplejidad.

Teresa confiaba en José y aunque en algún momento sospechara algo, nunca quiso saber los tejemanejes que tramaba su marido para solucionar los asuntos familiares.

Los nietos del moribundo, Teresa, María, Francisco y Josep, correteaban por la casa sin saber bien lo que estaba sucediendo. Francisco, a quien todos llamaban Cisco, un niño de ocho años, ordenó a sus hermanos que pararan de chillar. Teresa, la mayor, lloraba de forma histérica, María intentaba consolarla.

- El abuelo está malo, pero no llores Teresa, voy ver lo que le pasa, vosotros quedaros en el patio, les dijo Cisco serio.

Cisco entró e el cuarto donde yacía su abuelo y se acercó a la cama. El enfermo parecía relajado por eso Teresa le dijo a su nieto:

- Anda, despídete del abuelo que está a punto de dormirse.

El niño se acercó al abuelo, posó sus labios en su frente y le dijo a su abuela:

- La frente del abuelo está helada.

Teresa se dio cuenta de que la tez de su marido se había vuelto blanca, le tocó las manos y notó que estaban frías.

- Acercaros, mi José se acaba de morir, gritó sollozando Teresa.

José Defaus Moragas aquel atardecer se fue al otro mundo durmiendo y no llegó a saber que Cuba había dejado de ser española. Tampoco José Martí llegó a ver como sus arengas y sus versos llevaban a la independencia, aunque en realidad no se tratara de la independencia que él había soñado, puesto que Cuba se convirtió en una república tutelada por los Estados Unidos.

Mientras su padre estaba consumando las últimas horas de su vida, Mariano, aquel amanecer de finales de julio de 1898, se estaba dirigiendo a la Habana, donde iba para comprar algunas cosas que no lograba encontrar en el mercado de Abastos de Pinar del Río.

Mariano no estaba cansado, siendo el viaje bastante rápido y cómodo, puesto que en 1894 fue inaugurado el último tramo de la línea ferroviaria, que enlazaba La Habana a Pinar del Rio. Bajó del tren a media mañana y al salir de la estación decidió ir callejeando por el barrio antiguo, le gustaba andar despacio observando a la muchedumbre. Las calles estaban abarrotadas de gente de toda clase, ricos, pobres, criados, libertos, soldados, vendedores ambulantes y tenderos que salían de sus colmados, pulperías, fruterías, sastrerías y tabaquerías, gritando lo bueno que era su género. Una negra exuberante se acercó a Mariano sin ningún recato, él le dijo que no le interesaban sus servicios y ella se alejó haciéndose la ofendida.

Poco a poco el olor y el ajetreo de la ciudad lo transportaron al día en que llegó a Cuba con el Señor Sarrá, llevaba consigo una maleta pequeña y una mochila. Aún recordaba el temor que sentía por aquel bullicio y por el desparpajo de las mujeres cubanas.

Sonrió pensando en que su timón había girado de golpe, su vida había doblado hacia una dirección que él nunca se hubiera imaginado. Entonces era un chiquillo de diecisiete años, ahora ya era un hombre de cuarenta y dos, con un ahijado que tenía la misma edad que él cuando llegó a Cuba y tres hijos pequeños. Pensó con cariño en Nieves, en Juan, su hijo mayor que ya tenía tres años, en José de un año y medio y en Teresa que era un bebé de tres meses. Se prometió a si mismo que en cuanto abrieran el nuevo estudio fotográfico de Pinar del Rio, se haría retratar con toda su familia y les enviaría la fotografía a sus padres.

Mientras pensaba en todo ello llegó a la tienda de sus tres amigos tenderos, Pablo, Pepe y Pedro, que lo acogieron con mucha alegría. Los dos mayores sufrían achaques de gota y tenían reumatismos, pero iban tirando, en cambio Pedro, el que nunca se enfermaba, en aquel entonces descubrió que tenía piedras en los riñones.

- Tú no te puedes imaginar lo dolorosos que son los cólicos de riñón.

- A ver si bebes más agua, seguro que tanto alcohol no es bueno para tus riñones.

- ¡Bebamos una copita para celebrar tu llegada!

- No me tomes el pelo, conmigo ni una gota de licor, le contestó Mariano.

Al atardecer tenía una cita con Felipe en la plaza de Armas. A la hora establecida le pasó cerca un coche de caballos.

- Anda Mariano, sube.

- ¡Felipe, como siempre tan puntual!

El coche de caballos hizo un largo recorrido por la ciudad mientras ellos hablaban, poniéndose al día de sus cosas.

- Felipe nunca te conté porque hui de España.

- Aunque te buscara la guardia civil, tú seguirás siendo mi amigo.

- Tienes que saber que soy un fugitivo, dijo Mariano con una expresión de timidez - mi padre me preparó el terreno para que huyera, pues una mujer me denunció; fue una chiquillada, pero me ha marcado toda la vida. Para mi padre era un deshonor que un hijo tuviera que pasar por el juzgado y temiendo habladurías, hizo saber a todo el mundo que me marchaba a Cuba, porque había sido sorteado para el servicio militar y que muy pronto iba recibir la tarjeta de reclutamiento.

- Perdona mi curiosidad. ¿Pero que jugada le hiciste a esa mujer para que te denunciara?

- Si tienes un poco de tiempo te lo yo a contar, estoy emocionado pues jamás se lo he dicho a nadie, ni siquiera el señor Sarrá estaba al corriente de mi verdadera historia.

- Tranquilo, yo soy una tumba.

Mariano empezó por el principio narrando la trastada que hicieron él y su amigo Pepito en la casa de barrets que había en el pueblo y le explicó que desde que llegó el tren, y con él las primeras industrias, en Malgrat se abrió un establecimiento de ocio nocturno.

- ¿Casa de barrets, quiere decir prostíbulo, no? Le preguntó Felipe.

- Sí, en Malgrat, en una barriada obrera de la zona alta, llamada Castell por una torreta medieval que hay en la cima, había una casa de citas, regentada por Lola, una viuda, que se hacía llamar Señora Iglesias. En ella varias mujeres, se ofrecían para dar placer a los hombres de los alrededores. Generalmente eran, obreras, viudas u otras mujeres humildes que lo hacían para dar de comer a sus hijos, pero durante las fiestas, la casa de Lola estaba abarrotada de hombres y entonces ella hacía llegar meretrices de Barcelona.

- Huy, huy, huy!!! Esto se está poniendo verde, le dijo riendo Felipe.

- No te burles, en los pueblos era costumbre que los hombres ricos llevaran a escondidas a sus hijos varones a los prostíbulos, para su primera experiencia sexual. Se decía que la viuda Iglesias, era la más experta.

- ¡Qué costumbres!

- Pero no te creas, los más puritanos se quejaban y culpaban al local y a las mujeres del extravío de sus vástagos, pero ellos eran los primeros en frecuentarlo.

- ¡Qué hipócritas! - Felipe lo miró con el ceño fruncido y las cejas arqueadas - En Cuba la prostitución no se esconde y aunque no sea autorizada, se practica dondequiera, ya ves lo que pasa en La Habana, hay una prostituta apostada en cada esquina y las autoridades hacen la vista gorda, hasta que alguien no denuncia a una meretriz o una casa de citas, pero eso no pasa casi nunca.

- Por aquel entonces Pepito y yo, éramos unos mocosos de dieciséis años, emperrados en averiguar lo que hacían las mujeres de mala vida. Un atardecer nos escondimos detrás de unos matorrales y esperamos a que llegaran los hombres, cuando oscureció nos acercamos a la casa y nos ocultamos detrás de una tapia. Espiamos, por los ventanucos, con unos prismáticos a las mujeres y a los clientes. Los cuartos estaban poco iluminados, pero las sombras delataban la pasión masculina y los servicios sexuales que ofrecían las mujeres.

- ¡Madre mía, me imagino la que armasteis al ser descubiertos!

- No corras tanto Felipe, aquel día no nos descubrieron. Pasamos mucho rato observando las idas y venidas de los hombres. Era la vigilia de una fiesta y había más mujeres de lo normal y bastantes hombres. Algunos los conocíamos, pues eran personas ricas del pueblo, otros eran trabajadores que se gastaban su sueldo semanal en aquel antro. Al lado de la casa había un bodega, llamada La Cueva, porque era tan oscura que parecía una caverna, donde los hombres entraban para beber vino tinto, antes o después de ir al establecimiento de la viuda. Los ricos iban en tartanas y raramente se paraban en La Cueva.

Volvimos dos o tres veces más, pero la última vez descubrimos a dos mujeres nuevas, eran un poco más jóvenes que las que solían ejercer. Nos hubiera gustado pasar un rato con ellas, pero no teníamos ni un duro.

Pepito, que era un chico listo, tenía un plan: iríamos a chantajear a Lola, para obtener dos servicios gratis.

La viuda estaba sentada en una garita y al vernos nos dijo:

- Aquí se cobra por adelantado.

- Si no nos dejas pasar, vamos chivarnos al alcalde, le diremos que recibes a muchos hombres ilustres, incluso a un cura.

- ¡Sinvergüenzas!

La viuda empezó a gritar como una loca y llamó al alguacil que estaba en un cuartucho solazándose con una de las mujeres. Con ese inconveniente no había contado Pepito. En pocos minutos se armó la gorda, el alguacil nos detuvo a nosotros y a otros chicos que estaban esperando su turno y que se mezclaron en la pelea y la viuda nos denunció.

- ¿Y qué dijo tu padre cuándo lo supo?

- No se enfadó por la chiquillada, sino por las consecuencias que conllevaba. Por eso cuando llegó al ayuntamiento la denuncia del juzgado, el alcalde, quien era su amigo, lo llamó y le cubrió la mentira para que nadie supiera que me habían denunciado. Todo el pueblo creyó que me escapaba para no alistarme en el ejercito: era más noble ser un desertor que un rebelde o un criminal.












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