sabato 19 marzo 2022

Ana y Lucía

 


Un sábado por la mañana, Lucía se levantó más tarde de lo normal.  Antes de entrar en el cuarto de baño  miró hacia la estantería y se fijó en un libro rojo. En seguida lo reconoció, era de una escritora francesaLo abrió donde había un marcador, un billete de tren del 7 de julio 2017. Cerró los ojos y se vio sentada en un vagón repleto de gente con su marido; estaban dirigiéndose a Viareggio, ciudad toscana famosa por sus grandes playas. Pasaron un día precioso y entrañable, Lucía aún se acordaba de lo que le dijo Vittorio cuando le propuso aquella excursión:

- ¿Te gustaría ir a la playa en tren? Nada de coche, una mochila, una sombrilla y un libro como en los viejos tiempos.

Luego sus ojos se fijaron en una frase de la página 222 que decía:

Ho iniziato a fare di me stessa un essere letterario, qualcuno che vive le cose come se un giorno dovessero essere scritte” (he empezado a convertirme en un ser literaro, en alguien que vive las cosas como si tuvieran que escribirse)

La leyó dos veces y en seguida aquellas palabras le trajeron un recuerdo:

Era un domingo de finales de verano o principios de otoño, paseaba cerca del mar con Ana, una compañera del colegio, tenían diecisiete años. Lucía desde que nació vivía en el pueblo. Ana en cambio llegó al empezar la escuela secundaria. Su padre, quien era agrimensor, decidió dejar su trabajo y Lleida, su tierra natal, para trasladarse al pueblo de su mujer y  poner una granja en las afueras del pueblo, donde criaría gallinas ponedoras. Era una chica estudiosa y con ideas muy claras, ya en primero de bachillerato les dijo a sus compañeras:

- Yo quiero ser médico, cueste lo que cueste.

Ana era miope, llevaba gafas de pasta, tenía una cara muy bonita y una cabellera ondulada. A los doce años era la más alta de la clase, pero pronto otras chicas crecieron más que ella y dejó de tener una estatura mayor al promedio. Lucía, a quien todos llamaban Lía, tenía el pelo lacio, no era tan guapa como Ana, pero tenía una sonrisa agasajadora. Nunca había sido alta pero fue creciendo despacio y a los catorce años alcanzó a Ana.

Lucía estaba muy a gusto con Ana, quizás porque se parecían un poco, las dos eran tímidas por lo que se refería a amores o noviazgos. No les gustaba engalanarse como solían hacer las chicas de su edad. Casi nunca iban a bailar y no les gustaba lucir trajes ceñidos. En cambio eran curiosas y les interesaba lo que pasaba más allá de pueblo.

A los dieciséis años casi todas las chicas del pueblo tenían novio formal, las madres de las muchachas estaban orgullosas de ello y radiantes de alegría. Si los muchachos eran buenos partidos, les invitaban a comer algún que otro domingo soñando con una boda de película.

Cuando las ideas hippies llegaron al pueblo, Ana fue una de las primeras en comprarse un capazo de paja, una falda ancha floreada y botas camperas. A Lía no le gustaba pertenecer exclusivamente a una pandilla de amigos, por eso tenía siempre los pies en varios bandos, pero poco a poco fue decantándose hacia los grupos más progres y por consiguiente poniéndose prendas más informales, a pesar de las quejas de su madre.

Ana y Lía eran un poco raras para los chicos de la zona, se les notaba que les sofocaba el pueblo. El último año, el COU, se matricularon en el Instituto público de Mataró; eso ya les pareció una conquista, a pesar delo agotador que era coger el tren tan temprano por las mañanas.

El viaje hacia Mataró duraba una media hora, todos los viajeros subían soñolientos y nada más sentarse se dormían, ni siquiera los estudiantes reparaban en ellas. Fue una pequeña decepción para ambas, pues se habían imaginado que su vida fuera del pueblo, iba a ser más emocionante y con encuentros interesantes; en cambio muchos de los compañeros y compañeras de curso eran sosos y algunos incluso las miraban de soslayo, como diciendo, sois unas pueblerinas. Pero ellas se divertían lo mismo charlando y riendo, pues sabían que sólo les faltaba un año para ir a Barcelona, Ana para estudiar ella Medicina y Lía Químicas.

Lucía recordaba como si fuera ayer las palabras de Ana mientras paseaban a orillas del mar:

- Algunas veces me veo como en una película, me observo desde lo alto y me asombro de lo que hago y pienso. Entonces soy más sabia y menos impulsiva cuando he de decidir alguna cosa importante.

- A mí también me pasa algo parecido. Me gusta alejarme de mí misma para espiarme. Tal vez estoy de acuerdo con como actúo, pero la mayor parte de las veces, estoy convencida de que hubiera debido hacer lo contrario. Soy demasiado indecisa, sobre todo cuando pienso en que mi madre no estará de acuerdo conmigo, tú ya sabes que ella es muy sufridora.

- Es normal tener dudas, a todos nos pasa lo mismo, tonta. Yo también tengo miedo de equivocarme, por eso el próximo año haré todo lo que quieran mis padres, pero una vez instalada en Barcelona quiero independizarme, le dijo Ana cogiéndola del brazo.

Aquella tarde de 1973, quietas tomando el sol, aún no sabían que sus caminos iban a separarse completamente.

Las dos, parcas y sobrias, llegaron a Barcelona a los dieciocho años, cada una con su maleta se instaló en una residencia universitaria.  Ana  obtuvo una plaza en un colegio mayor, sin embargo, como ella había previsto duró muy poco su vida monacal, en primavera se trasladó a un piso de estudiantes.

Lucía  se alojó en una residencia que hospedaba tanto a estudiantes como a enfermeras jubiladas. Estaba muy bien de precio y era céntrica, pero el ambiente era un poco lúgubre. Las muchachas coincidían en el comedor con las señoras ancianas, quienes sorbían silenciosas un plato de caldo para cenar, ya que algunas de ellas eran desdentadas. Compartían también con las mujeres jubiladas el cuarto de baño, puesto que en las habitaciones había sólo un lavabo.

Ana y Lucía aquel año estudiaron de verdad, madrugaban para ir a clases y salían poco, mucho menos de lo que se habían imaginado cuando juntas hablaban de su vida futura en Barcelona. Tenían horario fijo para desayunos y cenas y sus residencias cerraban a las once de la noche. Sin embargo, cada una en su Facultad, empezó a conocer a gente nueva, dejando de lado a los amigos del pueblo, y poco a poco las dos se distanciaron. A veces coincidían algún que otro fin de semana en el pueblo pero nunca más fueron a pasear juntas a orillas del mar.

Al final del primer curso Lucía se fue a vivir a un apartamento. Montse, una compañera suya de facultad, su hermana mayor y a otra chica, todas oriundas de Tarragona eran las inquilinas del piso. El departamento era diminuto, pero moderno y cómodo, estaba un poco lejos del centro y de la zona universitaria, pero andando o en autobús se llegaba a plaza Lesseps y desde allí se podía coger el metro para ir a cualquier parte. Lucía compartía habitación con Montse, con quien entabló una buena amistad, y con la que compartía muchas horas de estudio. Montse era una chica alta y delgada, su cara tenía una belleza exótica, pero sus labios finos le daban un aire melancólico; tenía afición a los estudios y era muy buena en matemáticas, pero no tenía muchos amigos.

A principios del tercer curso Lía conoció a Vittorio, un chico italiano, del que se enamoró. Lo hospedó en su pequeña habitación con un ventanuco que daba al hueco del ascensor. Era casi un trastero, pero para Lía era todo un lujo, quizás porque era su primera habitación sin compartir. Le encantaba aquel apartamento antiguo y céntrico, ubicado en el Ensanche, cerca de la estación de Sants, al que se había mudado con las chicas de Tarragona a finales del segundo año.

Sin embargo tuvieron que marcharse del piso del Ensanche, ya que sus compañeras de piso se quejaban de que Lucía invitara amigos cada dos por tres. Alba, era una chica que estudiaba para enfermera, era la inquilina que más guerra le daba a Lía, le reprochaba sin cesar, como llevaba haciendo siempre su madre y un día le dijo:

- Por tu culpa no puedo pegar ojo y al día siguiente tengo que madrugar. No cómo tu que puedes dormir porque no tienes clases. Yo hago prácticas en el hospital y necesito descansar. No podemos seguir de esta manera, tienes que buscarte otro alojamiento, ya te devolveremos la fianza.

Había muerto Franco hacía pocos meses, era época huelgas generales y durante todo el mes de noviembre de 1976 en la Universidad no hubo clases, por eso los estudiantes no paraban de salir y trasnochar.

Montse hubiera querido defenderla para que se quedara en el apartamento, pero su hermana y Alba eran las mayores y las que mandaban.

Lucía llamó a Ana, hacía tiempo que no la veía, pero hablaron por teléfono como si se hubieran visto el día anterior.

- No tenemos ninguna habitación libre en nuestro apartamento, pero una compañera de piso se acaba de ir hoy y estará dos semanas fuera. Podéis dormir en su cuarto tú y Vittorio, si queréis, incluso desde mañana; luego tú puedes quedarte en mi habitación que es muy grande, pondremos otro colchón en el suelo y estaremos de maravilla, le dijo Ana a Lucía.

Al día siguiente Lía y Vittorio dejaron el piso del Ensanche y se fueron al apartamento de Ana que estaba ubicado en la calle Maestro Nicolau, bastante cerca de la zona universitaria.

Lucía notó que Ana era la de siempre, quizás un poco más radical en sus ideas, más libre e independiente. Estudiaba muchas horas al día, sin embargo salía de copas cuando podía. Cuando Vittorio volvió a Italia, las dos amigas solían cuchichear por las noches para no despertar a Paola y Raquel, las otras inquilinas, hasta que caían rendidas de sueño. Su amistad se volvió más entrañable y sólida. Cada una ofrecía ayuda a la otra sin juzgarla. Se querían y respetaban. Las dos habían tenido en aquellos dos años lejos de pueblo las primeras experiencias sexuales. Se habían convertido en mujeres. Ana salía con Andrés, un chico de Barcelona que estudiaba veterinaria y le regalaba toda clase de bichos. Ana le decía a su amiga que estaba enamorada de Andrés, que se lo pasaba bien con él y con sus animales. Lucía le confesó a Ana que amaba a Vittorio.  Sin embargo lo que le preocupaba  a Lucía por quel entonces era su propia carrera:

- Demasiado laboratorio y fórmulas, nadie lee libros, casi todos mis compañeros estudian y nada más, no les interesa el mundo, hablan sólo de substancias químicas. Yo quisiera regocijarme con una novela o una película, pero no tengo ni tiempo para respirar, eso me agobia. Desde que conocí a Vittorio me viene rondando por la cabeza dejarlo todo e irme a Italia a estudiar, pero temo defraudar a mis padres; quizás vaya a finales de mes, para ver cómo está la cosa, le decía Lucía a su amiga.

- Me parece una idea estupenda  marcharse de España, no te preocupes por tus padres, vete unos días y yo, cuando llame tu madre, le diré que te has ido de excursión al Pirineo con ty amiga Montse, le dijo Ana y luego añadió de un tirón, te confieso que llevo tiempo pensando en que cuando acabe la carrera me voy ir a vivir al campo, a una comuna.

- ¡Qué loca que estás! ¿Una comuna en el campo? Tendrás que compartirlo todo, incluso los novios. ¿Estás preparada? Le decía Lía riendo.

En aquella época las dos escuchaban canciones chilenas, Lía las de Victor Jara y Ana las de Violeta Parra. La canción preferida de Ana era: Quisiera tener un hijo, la de Lucía era: Te recuerdo Amanda.

Mientras Ana y Lucía volvían a tejer su vieja amistad todavía no sabían que aquel mismo año ambas tomarían decisiones audaces: Ana se iría a vivir a una comuna y se quedaría embarazada de Andrés y Lucía se marcharía a Italia.

Lucía salió del cuarto de baño y depositó el libro rojo en la estantería. No podía sacarse a Ana de la cabeza. Se arregló y salió de casa. Dobló la esquina, caminó lentamente hacia el estanco y fue a comprar sellos, porque había decidido que iba a escribir varias cartas, la primera a su amiga Ana para contarle los pormenores de aquella mañana llena de coincidencias.







Nessun commento:

Posta un commento