Cuando
Lucía duerme
poco se levanta triste y sin fuerzas, en
cambio cuando descansa
bien tienes
ganas de comerse el mundo.
Sin embargo,
tanto en los días
buenos como en
los malos, antes de ducharse, se lava la
cara con agua fría.
Suele
frotarse
enérgicamente la piel para que sus tejidos
se muevan.
-
Hay que cuidar las
células de nuestros músculos faciales,
al menos una vez al día,
algunas de ellas llevan
años luchando, eso es lo que le
gusta decirse
ante el espejo,
haciendo muecas y expresiones exageradas.
Luego
prepara
una tetera repleta de
té verde y dos rebanadas de pan
tostado, untadas
con mermelada de naranja. Desayuna
lentamente leyendo el periódico del día
anterior y oyendo la radio, las
noticias son casi
siempre malas. Vuelve
al cuarto de baño
para lavarse los
dientes y para ir de cuerpo, como decía antaño
su madre, pero
antes de entrar suele
coger al azar un libro de la estantería
que ocupa todo el pasillo del apartamento.
Un
sábado por la
mañana, que se
levantó más tarde, antes de entrar en el cuarto de baño
se fijó en un
libro rojo. En seguida lo reconoció, era
de una escritora francesa.
Lo
abrió
donde
había un marcador,
un billete de tren del
7 de
julio 2017.
Cerró
los ojos y
se
vio sentada en un vagón repleto de gente con su marido; estaban
dirigiéndose a
Torre
del Lago,
un pueblo,
famoso porque allí había nacido Giacomo Puccini, gran
compositor de música lírica. Se
encontraba
a
pocos kilómetros de Viareggio, ciudad
toscana famosa por sus grandes playas.
Pasaron
un
día
precioso
y entrañable,
Lucía
aún se acordaba de
lo
que le dijo
Vittorio
cuando
le
propuso
aquella
excursión:
-
¿Te
gustaría ir a
la playa en tren? Nada
de coche, una mochila, una sombrilla y un libro como en los viejos
tiempos.
Luego
sus
ojos se
fijaron
en una
frase de
la
página 222 que
decía:
“Ho
iniziato a fare di me stessa un
essere letterario, qualcuno che vive le cose come se un giorno
dovessero essere scritte”
La
leyó dos veces y en
seguida aquellas palabras
le trajeron
un
recuerdo:
Era
un domingo de finales
de verano o principios de otoño,
paseaba cerca del mar
con Ana, una compañera del colegio, tenían
diecisiete años. Lucía
desde que nació vivía en
un pueblo de la costa catalana que por
aquel entonces estaba creciendo
desmesuradamente por la explosión del
turismo de masa y
por la
consiguiente
llegada de
mano de obra para
la construcción.
Ana
llegó al
pueblo, donde
había nacido su madre y donde aún
vivía su abuela, al
empezar la escuela
secundaria. Su
padre, quien era agrimensor, decidió dejar
su trabajo y Lleida, su tierra natal, para
poner una granja en
las afueras del pueblo,
donde criaría
gallinas ponedoras. Era
una chica estudiosa y con ideas muy claras, ya en
primero de bachillerato les
dijo a sus
compañeras:
-
Yo quiero ser médico, cueste lo que cueste.
Ana
era miope, llevaba gafas de pasta, tenía una cara muy bonita y una
cabellera ondulada. A los doce años era la más alta de la clase,
pero pronto otras chicas crecieron más que ella y dejó de tener
una estatura mayor al promedio. Lucía, a quien todos llamaban Lía,
tenía el pelo lacio, no era tan guapa como Ana, pero tenía una
sonrisa agasajadora. Nunca había sido alta pero fue creciendo
despacio y a los catorce años alcanzó a Ana.
Lucía
estaba muy a gusto con
Ana, quizás porque se parecían
un poco, las dos eran
tímidas por lo que se refería a amores
o noviazgos. No les
gustaba engalanarse como
solían hacer las chicas de su
edad. Casi nunca iban
a bailar y no les
gustaba lucir trajes ceñidos. En cambio
eran curiosas y les interesaba lo que pasaba más allá de
pueblo.
A
los dieciséis
años casi todas las chicas del pueblo
tenían novio formal, las madres de las
muchachas estaban orgullosas de ello y radiantes de alegría.
Si los muchachos
eran buenos
partidos, les
invitaban a comer algún que otro
domingo soñando
con una boda de
película.
Cuando
la moda hippy llegó al pueblo,
Ana fue una de las primeras en comprarse un capazo de paja, una falda
ancha floreada y botas camperas. A Lía
no le gustaba
pertenecer exclusivamente a una pandilla de amigos,
por eso tenía siempre los pies en
varios bandos,
pero poco a poco fue decantándose hacia
los grupos más progres
y por consiguiente poniéndose prendas más
informales, a pesar de las quejas de su
madre.
Ana
y Lía
eran
un
poco raras para
los chicos de la zona,
se
les notaba que
les
sofocaba
el pueblo.
El
último año de Instituto, el
COU, se matricularon
en
el Instituto público
de
Mataró, la capital de la comarca; eso
ya les pareció una conquista, a pesar de lo
agotador que era coger
el tren tan
temprano por las mañanas.
El
viaje hacia
Mataró duraba
una media hora, todos los viajeros subían
soñolientos y nada más sentarse
se dormían,
ni
siquiera
los estudiantes reparaban
en ellas. Fue una pequeña
decepción para ambas, pues se habían imaginado que su vida fuera
del pueblo, iba
a ser
más
emocionante y
con encuentros interesantes; en cambio muchos de los compañeros y
compañeras de curso eran sosos y algunos incluso las miraban de
soslayo, como
diciendo, sois
unas pueblerinas. Pero
ellas se divertían lo
mismo charlando
y riendo, pues
sabían
que
sólo les faltaba un año para ir a
Barcelona,
Ana
para
estudiar ella Medicina y Lía
Químicas.
Lucía
recordaba
como si fuera ayer las palabras de Ana mientras
paseaban a
orillas del mar:
-
Algunas veces me veo como en una película, me observo desde lo alto
y me asombro de lo que hago y pienso. Entonces soy más sabia y menos
impulsiva cuando he de decidir alguna cosa importante.
-
A
mí también me pasa algo
parecido. Me gusta alejarme de mí misma para espiarme. Tal
vez
estoy de acuerdo con
como actúo, pero la mayor parte de las veces, estoy convencida de
que hubiera debido hacer lo contrario. Soy demasiado indecisa, sobre
todo cuando
pienso
en que
mi madre no estará de acuerdo conmigo,
tú ya sabes que ella
es
muy
sufridora.
-
Es
normal tener dudas, a todos nos pasa lo
mismo, tonta.
Yo también tengo miedo de equivocarme, por eso el próximo año haré
todo lo que quieran mis padres, pero una vez instalada en Barcelona
quiero independizarme, le
dijo Ana cogiéndola
del
brazo.
Aquella
tarde de
1973,
quietas
tomando
el sol, aún
no
sabían que sus
caminos iban a separarse completamente.
Las
dos, parcas
y
sobrias,
llegaron
a Barcelona
a los dieciocho años, cada una con
su maleta
se
instaló
en una residencia universitaria.
El
padre de Ana
buscó
para
su hija una
plaza en
un colegio mayor, sin
embargo,
como
había previsto Ana,
duró
muy poco su
vida monacal,
en
primavera
se
trasladó
a un
piso
de estudiantes.
Carmen,
otra
amiga del pueblo, con
ideas menos progresistas que
Ana,
convenció
a Lucía
de que fueran
a
una residencia que
hospedaba
tanto
a estudiantes
como
a
enfermeras jubiladas. Estaba
muy bien de precio y
era
céntrica, pero el
ambiente era
un poco lúgubre.
Las
muchachas
coincidían en
el comedor con las señoras
ancianas,
quienes
sorbían
silenciosas
un plato de caldo
para cenar, ya
que a muchas de ellas les faltaban varios
dientes y
muelas.
Compartían
también con las mujeres
jubiladas el cuarto de baño,
puesto
que en
las habitaciones había sólo un lavabo.
Ana
y Lucía
aquel año estudiaron de
verdad,
madrugaban
para
ir a clases
y salían poco,
mucho menos de lo que se habían imaginado cuando juntas hablaban de
su vida futura en Barcelona. Tenían horario
fijo
para desayunos y cenas y sus residencias cerraban a las
once de la noche.
Sin embargo,
cada una en su Facultad,
empezó
a conocer a gente nueva, dejando
de lado
a
los amigos del pueblo, y
poco
a poco
las
dos
se
distanciaron.
A
veces coincidían algún
que
otro
fin de semana en el pueblo pero nunca más fueron a pasear juntas a
orillas
del mar.
Carmen
al
final del primer curso dejó
la facultad de periodismo para trasladarse al extranjero, fue
entonces
cuando
Lucía
se fue a
vivir a
un apartamento
ubicado en
la
parte alta de Barcelona, en
la calle República
Argentina. Montse,
una
compañera
suya
de
facultad,
su
hermana mayor
y
a
otra
chica, todas
oriundas
de
Tarragona
eran
las inquilinas del piso.
El
departamento era diminuto, pero moderno y cómodo, estaba
un poco lejos del centro y
de la zona universitaria, pero
andando o en autobús se
llegaba
a plaza Lesseps y desde
allí
se
podía
coger el metro para ir a cualquier
parte.
Lucía compartía habitación con Montse, con quien entabló
una buena amistad,
y
con la que compartía muchas
horas de estudio. Montse era
una
chica alta
y
delgada,
su
cara tenía una
belleza
exótica, pero
sus labios finos le
daban un aire melancólico;
tenía
afición a los
estudios
y
era
muy buena en matemáticas,
pero no tenía muchos amigos.
Lía
y Montse por Semana Santa hicieron su primer viaje a París en
autobús. A
pesar del poco
dinero que
llevaban,
se lo pasaron bien, visitando todos
los
monumentos
y
atracciones turísticas,
pasaron largo rato en
el Museo del Louvre y rondando por el barrio Latino. Para
ahorrar
comían bocadillos sentadas en los
parques.
Ambas
cuando pasaron por primera vez la frontera mirando
detenidamente el paisaje, los
primeros
pueblos
y ciudades
que cruzaban
se
dijeron:
-
Se
supone que Francia
es
un país
mucho
más
avanzado y moderno que
el nuestro,
pero
por ahora parece igual que
Cataluña.
Un
día en
unos
jardines
conocieron a dos
chicos franceses muy simpáticos, pero cuando descubrieron que
odiaban a los italianos y a los españoles, aunque
no lo dijeran abiertamente,
se despidieron deprisa
y no quisieron volver a verlos.
A
principios
del tercer curso
Lía
conoció
a Vittorio,
un
chico italiano,
del que se enamoró. Lo hospedó en su pequeña habitación con
un ventanuco
que daba al hueco del ascensor. Era
casi un trastero, pero para Lía era
todo
un lujo,
quizás
porque era
su primera habitación sin compartir.
Le encantaba aquel apartamento
antiguo
y céntrico, ubicado
en
el Ensanche, cerca
de la estación de Sants,
al
que se había mudado con
las chicas de Tarragona
a finales del segundo año.
Sin
embargo
tuvieron
que marcharse
del piso del
Ensanche,
ya
que sus
compañeras
de piso
se
quejaban de
que Lucía
invitara
amigos
cada
dos por tres.
Alba,
era
una chica
que estudiaba
para enfermera,
era
la inquilina
que
más guerra
le
daba
a
Lía,
le
reprochaba sin cesar, como
llevaba
haciendo siempre
su madre
y
un día le dijo:
-
Por tu culpa no
puedo
pegar
ojo
y
al
día siguiente tengo
que madrugar.
No
cómo tu que puedes dormir porque no tienes clases.
Yo
hago prácticas en el hospital y necesito descansar. No
podemos seguir de
esta manera,
tienes que buscarte otro alojamiento, ya
te
devolveremos la fianza.
Había
muerto Franco hacía pocos meses, era
época huelgas generales y
durante
todo el mes de noviembre de 1976 en
la Universidad
no hubo clases,
por
eso
los
estudiantes no
paraban de salir y
trasnochar.
Montse
hubiera querido defenderla para que se quedara en el apartamento,
pero su hermana y Alba eran las
mayores
y
las que mandaban.
Lucía
llamó
a Ana,
hacía
tiempo que no la
veía,
pero
hablaron por teléfono como si se hubieran visto el día anterior.
-
No
tenemos
ninguna
habitación libre en nuestro apartamento,
pero
una compañera
de piso se
acaba
de
ir
hoy
y
estará dos semanas fuera.
Podéis dormir
en
su cuarto tú
y
Vittorio,
si
queréis, incluso desde
mañana; luego
tú
puedes quedarte en mi habitación
que es muy grande, pondremos otro
colchón en el suelo
y
estaremos de maravilla,
le
dijo Ana a Lucía.
Al
día siguiente Lía
y
Vittorio
dejaron
el piso del Ensanche y
se
fueron
al
apartamento
de Ana que
estaba ubicado en la calle Maestro Nicolau, bastante cerca de la
zona universitaria.
Lucía
notó que Ana
era la de siempre, quizás
un poco más radical en sus ideas, más
libre e independiente. Estudiaba
muchas horas al día, sin embargo salía de copas
cuando podía. Cuando
Vittorio
volvió
a
Italia,
las
dos amigas solían
cuchichear
por las noches para no despertar a María,
la otra inquilina, hasta
que caían rendidas de sueño.
Su
amistad
se
volvió más entrañable y sólida.
Cada
una ofrecía
ayuda
a la otra sin juzgarla.
Se
querían y respetaban.
Las
dos habían tenido en aquellos dos
años lejos
de pueblo
las primeras experiencias sexuales. Se habían convertido en mujeres.
Ana
salía con Andrés,
un chico de Barcelona que estudiaba veterinaria y le regalaba toda
clase de bichos.
Ana
le decía a su amiga que no sabía
si estaba
del todo enamorada de Andrés pero
que se lo pasaba bien con él y con
sus
animales.
Lucía
le
confesó
a
Ana
que
amaba
a
Vittorio,
sin embargo lo que le preocupaba
era
su
carrera:
-
Demasiado laboratorio y fórmulas,
nadie lee libros, casi todos mis compañeros estudian y nada más, no
les interesa el mundo, hablan sólo de
substancias
químicas.
Yo quisiera regocijarme con una novela o
una
película, pero no tengo ni tiempo para respirar, eso me agobia.
Desde que conocí a Vittorio
me viene
rondando por la cabeza dejarlo todo e irme a Italia
a estudiar, pero temo
defraudar a mis padres; quizás
vaya
a finales
de mes, para ver cómo
está la cosa.
-
Me
parece una idea estupenda irse de España, no te preocupes por tus
padres, vete unos
días y yo, cuando llame tu madre, le diré que te
has
ido de excursión al Pirineo con Montse,
dijo
Ana y luego añadió de un
tirón, te confieso que
llevo
tiempo
pensando en que cuando
acabe la carrera me
voy
ir
a vivir al
campo, a
una comuna.
-
¡Qué loca que estás! ¿Una comuna en el campo? Tendrás que
compartirlo todo, incluso los novios. ¿Estás preparada? Le decía
Lía riendo.
En
aquella época las dos escuchaban canciones chilenas, Lía las de
Victor Jara y Ana las de Violeta Parra. La canción preferida de
Ana era: Quisiera tener un hijo, la de Lucía
era: Te recuerdo Amanda.
Mientras
Ana y Lucía volvían a tejer su vieja amistad todavía no sabían
que aquel mismo año ambas tomarían decisiones audaces: Ana se iría
a vivir a una comuna y se quedaría embarazada y Lucía se marcharía
a Italia.
Lucía
salió del cuarto de baño y depositó el libro rojo en la
estantería. No podía sacarse a Ana de la cabeza, por eso consiguió
su correo y le escribió:
¿Sabes
que una serie de coincidencias me han llevado hacia ti? Ya te
contaré. Me gustaría verte, han pasado bastantes años desde que
nos vimos la última vez. ¿Cómo estás? ¿Aún sigues haciendo de
médico de cabecera? ¿Y Héctor? Debe de tener más de cuarenta
años, me acuerdo de él cuando era adolescente y quería ser
bombero. Ya me contarás. ¿Sigues con la misma pareja de antaño ?
Espero que seas feliz. Un abrazo.
l
cabo de pocas horas recibió la respuesta de Ana:
Llevo
jubilada desde hace pocos meses y me lo paso muy bien. Además tengo
un nieto de dos años precioso. Sí, Héctor es bombero, se ha
especializado en servicio de socorro con helicóptero. A menudo ayudo
a Héctor y a su mujer, me quedo con el niño cuando ellos tiene un
día a tope.
Este
verano podríamos
vernos en pueblo, mis padres murieron el año pasado y he heredado
la casona de mi abuela. ¿Te acuerdas que tras su muerte quedó
vacía y dimos alguna fiesta cuando éramos jovencitas? Me la estoy
arreglando para pasar allí alguna temporada.
El
mes que viene me voy a ir de viaje a Mali, sigo sufriendo el mal de
África. Los amores nunca se me han dado bien, desde hace un par de
años vivo sola. ¿Y vosotros cómo estáis? Besitos
Lucía
le contestó:
Vittorio
y yo estamos la mar de bien, nuestros
hijos ya hace años que se fueron a vivir por su
cuenta. Yo sigo trabajando como profesora de Instituto,
me faltan dos años para cotizar la pensión. ¡Qué
suerte has tenido tú al poder jubilarte!
Por
las tardes me entretengo leyendo y escribiendo, yo no
soy tan aventurera como tú. A ti siempre te ha
gustado viajar. Acabo de encontrar una carta tuya
de cuando estuviste trabajando en África. tela voy a copiar.
¿Recuerdas un día de finales de
verano de 1973 en el que paseamos
juntas cerca del mar toda una tarde y
hablamos de nuestro futuro? También dijimos
que nos sentíamos como las
protagonista de una película que poco
a poco se iba rodando. Cuando pienso en ello me
paro, observo todos mis actos desde fuera y me apaciguo. Si,
quedemos para el verano, me encantará verte. Un abrazo.
Ana
respondió en seguida:
Claro
que me acuerdo. Y tengo que decirte que
sigo viéndome en una película que lleva ya tiempo en
la segunda parte, pero que todavía está
llena de sorpresas, eso espero. Una de ellas ha
sido tu correo, ha sido algo
inesperado, me ha hecho mucha ilusión. Un
beso
Lucía
apagó el ordenador, se arregló y salió de casa. Giró la esquina,
caminó lentamente hacia el estanco y fue a comprar sellos, porque
había decidido que iba a escribir varias cartas, la primera a su
amiga para contarle los pormenores de aquella mañana llena de
coincidencias.
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