Me desperté a las tres de la madrugada. Tardé un poco
en saber donde estaba.
- Estoy en Brooklyn, me dije.
En la oscuridad vi una luz tenue que provenía de la
ventana que daba al jardín. Habíamos bajado los listones de las
persianas, pero quizás no del todo, eso hizo que por las rendijas
pasara un poco de luz del exterior.
- Menos mal, que ayer me olvidé de apagar la bombilla
de afuera, dije para mis adentros.
Me levanté sigilosamente para ir al cuarto de baño. Me
miré al espejo.
- ¡Qué mala cara que tengo!
Volví a la cama. Tardé mucho en dormirme, lo hice mal
y de forma intermitente.
A las seis y media volví a abrir los ojos, noté que
estaba amaneciendo. Abandoné el lecho, pero me quedé unos
segundos observando a mi marido que poco a poco iba conquistando
la cama por todo lo ancho.
Al principio el agua del grifo salía fría, luego
demasiado caliente, por fin logré graduar la salida del agua tibia. La
ducha era pequeña, como todo el cuarto de baño, sin embargo
funcionaba bien y el chorro de agua era potente, por eso pude sacarme
el cansancio, que hora tras hora se me había pegado como una lapa en
la piel.
Las toallas blancas eran suaves y daba gusto envolverse
en ellas. Salí al jardín con el pelo mojado para leer y escribir
el diario de nuestra aventura americana. Las plantas tupidas y las
innumerables enredaderas le daban al patio un no sé que de salvaje.
En el centro, en un pequeño espacio libre de
vegetación, había un banco con dos sillas de hierro pintadas de
blanco.
Doblada entre dos páginas de la guía de la ciudad
yacía la carta de Víctor, un amigo que conocíamos desde los años
ochenta. Nos la envió a través de correo
electrónico, desde el aeropuerto de Roma. Tenía cinco horas por
delante, pues regresaba de unas vacaciones a dos pequeñas islas griegas
del Peloponeso y debía atender el vuelo de vuelta a Barcelona.
Durante la larga espera nos escribió una guía personalizada de todo
lo que, según él, era imprescindible e imperdible en Nueva York, ya
que conocía a dedillo Manhattan, porque allí había transcurrido
con su mujer unos meses. Además iba a menudo a visitar a Simón, un
compañero de la facultad y luego gran amigo suyo, quien se
había instalado en los años setenta en el barrio de Tribeca.
Acabé de leer la carta, mientras mataba a un mosquito
que me estaba picando en una pierna, luego sonreí pensando que en
que aquella tierra, donde habíamos aterrizado pocas horas antes, se
iban entrecruzando varias historias.
Hacia las ocho todo el mundo se despertó.
- Podríamos desayunar en el jardín, nos dijimos.
Cosa que no pudimos llevar a cabo por la gran cantidad
de mosquitos que había. Tomamos el desayuno en la sala principal,
siempre que podamos llamarla de esta manera, pues en ella todo era
diminuto. En unos quince metros cuadrados había: en la esquina del
fondo un mueble de cocina, que desgraciadamente disponía de pocos
cacharros para guisar, al lado una mesa redonda pequeña, cuatro sillas
desparramadas por la habitación, un escritorio cerca de la ventana, una butaca, tres
lámparas de mesa, un mueble bajo y por último al lado de la puerta
un sofá cama, recubierto con dos sábanas de color verde botella,
donde dormían nuestros hijos. Fueron ellos los que la noche
anterior, antes de acostarse, compraron en una tienda cercana,
leche, café, pan, galletas, mermelada y cereales. Fue toda una
delicia empezar el día desayunando en casa.
Salimos hacía las nueve, cada uno con una
mochila pequeña, una botella de agua y un buen calzado.
Antes de cruzar el puente de Brooklyn descubrimos los
imponentes rascacielos de Manhattan.
- Ahora sí que empiezo a apreciar la belleza de N.
York, me dije.
Tras cada paso, por calzada peatonal del puente, nos parábamos para admirar la ciudad y para tirar fotos. Luego seguimos andando desde World Trade Center
hasta Grenwich Village.
Fue el día que dio más de sí. Andando sin cesar, pues aún teníamos en el cuerpo la adrenalina del día
anterior. Recuerdo que nos gustó mucho pasear por la High Line, una
larga vía de trenes mercantiles.
-¡Qué idea estupenda transformar una
vieja e inutilizada vía elevada en un paseo ajardinado! Dijo mi
marido, con la cámara fotográfica cerca de su cara.
Además de turistas también había grupos de estudiantes, quienes,
charlaban o leían, sentados en bancos de madera que había a lo largo del largo recorrido. Noté que muchos de ellos reían y bromeaban.
Esto le daba a aquel lugar un aire peculiar y ameno.
Quedamos para cenar con nuestro amigo Edgardo en Chelsea,
por lo tanto no nos valía la pena volver a Brooklyn. Al atardecer fuimos
al Whasington Park. Nos tendimos un rato en el césped para
descansar. Había gente de todas las edades que gozaba del
aire libre: un grupo de negritos parecía que se peleara, pues hablaban gritando, muchas personas comían y bebían, no se si merendaban o cenaban, otros jugaban a pelota, algunos corrían, había también un malabarista y tres músicos que atraían al público en un gran corro y detrás de unos matorrales algún que otro vagabundo dormitaba. En los
lavabos públicos me fijé en una chica que intentaba lavar su
gorro. Me miraba como disculpándose, me hacía unos gestos raros
con la cara, como si tuviera un tic. Ponía y reponía jabón, enjuagando el
gorro sin cesar. Me dio pena, pues a pesar de su
dejadez se le notaba que había sido bonita.
Soplaba un poco de viento fresco, sin embargo llevadero,
el cielo estaba limpio, las tormentas del día anterior lo habían
aclarado.
- Me gusta estar al aire libre en esa ciudad abarrotada de rascacielos y de gente. Jamás había visto tantas
personas transitar a mi lado, millares y millares, de todas las razas, lenguas y culturas, le dije a mi marido, mientras esperábamos a nuestros
hijos, quienes habían entrado en una tienda de ropa de segunda mano.
Edgar nos llevó a un restaurante italiano, ya que a él
le encanta la pasta asciutta, pues le recuerda
los platos que le preparaba su abuela materna, quien a principios de
siglo llegó a América en un barco que zarpó de Nápoles.
Estuvimos muy a gusto hablando, medio en italiano y medio en
inglés, de los innumerables viajes que él había hecho por toda
Italia y sobre todo de los viejos tiempos en que nos conocimos. Él
vivió en 1985, por unos meses, en las afueras de Firenze. Cada mañana Edgar iba en coche a clases de italiano, un día subió a unos amigos nuestros, que hacían autoestop y aquella misma noche lo trajeron a cenar a nuestra casa. A a partir de aquel día nació nuestra amistad.
Edgar también nos contó anécdotas de los largos años
en que vivió en Manhattan con su compañero Valerio y de su
situación actual de soltero en Albany.
Sentada en una mesa ovalada, donde una camarera joven
nos iba llevando manjares y llenando la copa de vino, miraba a
nuestros hijos y veía que se estaban divirtiendo.
- Edgar es muy
irónico, lo celebra todo con risa. Me gusta esa tertulia tan
especial, pensé, mientras me abrigaba, pues era molesto el aire
frío que salía de los aparatos de refrigeración.
Nos despedimos de Edgar hacia las once, él se fue
andando, pues el apartamento donde se alojaba por unos días
estaba cerca, nosotros volvimos a Brooklyn en metro. Al principio
fue un poco difícil ubicarnos por los andenes, pero al final logramos dar con el tren que iba a nuestra zona. En el vagón, había pocas personas y nos pudimos sentar
los cuatro.
Cogí el libro que llevaba en el bolso, pero al cabo de
poco, mientras cruzábamos el Manhattan Bridge se me fueron cerrando los
ojos. Al abrirlos tardé un poco en saber donde estaba.
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