Todo
empezó a finales de enero. Recuerdo que era domingo, habíamos invitado a comer al hermano de mi marido y a
su mujer, para hablar con nuestra hija, a quien no veíamos desde hacía
muchos meses, viviendo el extranjero; además sus vacaciones de Navidad las había
transcurrido en Perú, visitando a una amiga, quien en aquel entonces
estaba trabajando en una ONG.
Abrimos con ilusión los paquetes, que contenían regalos para cada uno de nosotros, que ella nos había enviado dentro de una gran caja de cartón.
Abrimos con ilusión los paquetes, que contenían regalos para cada uno de nosotros, que ella nos había enviado dentro de una gran caja de cartón.
Después de los postres charlamos con ella, pasándonos el ordenador; cada
uno iba escuchando las anécdotas de la trotamundos y también
contando algo propio. Cuando me tocó a mí, le comenté:
-
Ya que este verano voy a cumplir sesenta años me gustaría cruzar
el charco, pero me da igual el destino, Cuba, América del Sur o N.
York.
Ella
no dudó ni un segundo y me dijo con énfasis:
-Tenéis
que ir a N. York.
- Puede ser una buena idea ir a Estados Unidos. No estaría mal que os
apuntarais tu hermano y tú al viaje.
Luego
ella siguió contándonos su recorrido por los Andes y mis palabras
se quedaron flotando en el aire
Por
la noche mientras leía en la cama me pregunté:
-
¿Por qué cuando le propongo a él un viaje largo no le entusiasma?
-
Esa es una cosa bien extraña, pues él planeaba las
giras que hicimos por Europa con los niños, hasta que tuvieron
dieciséis años. A él le encantaban aquellas rutas itinerantes en
furgoneta.
Luego
añadía siempre hablando conmigo misma:
-
Se que a él le parece una rareza que yo le hable de un vuelo
transcontinental. Pero al fin y al cabo creo
que le va a gustar que vayamos con los chicos.
Al
cabo de unos días volvimos a conectarnos con nuestra hija, ella nos comunicó que estaba buscando ofertas para volar a
N. York.
-
Me parece una barbaridad que a principios de febrero os pongáis a
organizar mi verano, dijo mi marido rascándose nerviosamente la cabeza.
-
Es eso lo que le saca de quicio. Pensé.
Por
suerte pasaron algunas semanas y a él empezó a gustarle la idea del
viaje.
Fue
un poco agobiante la búsqueda de vuelos, que fueran baratos y
directos, también nos desesperamos con los alquileres de los
apartamentos en Manhattan.
A
mí quizás me interesan más las personas que los lugares, por eso a raiz de nuestro viaje escribí
un correo a dos amigos quienes vivían en N. York. Me contestaron enseguida, dándome
algunas indicaciones para el alojamiento. Eso nos ayudó a dar con el que iba a ser nuestro apartamento en Carlton
street de Brooklyn.
Los
meses iban pasando, pero a principios de abril los pasaportes, pasajes
aéreos, visados, seguros, etc, ya estaban listos.
Escribí
de nuevo a los amigos de N. York y quedamos en que saldríamos a cenar
alguna noche. El hecho de íbamos a vernos me entusiamó.
Llegó
el 20 de agosto, el día antes de nuestra salida, era un sábado
bochornoso. Mientras preparábamos las maletas, escuchando la radio,
caímos en la cuenta de que al día siguiente, a causa de la
operación retorno, habría colas interminables en las autopistas.
Nos preocupamos y decidimos que en lugar de salir, como habíamos
previsto, a las nueve de la mañana hacia el aeropuerto de Milán,
lo haríamos a las siete. Nuestros hijos se quejaron, pues sabían
que probablemente habría que esperar bastantes horas en el aeropuerto e
iba a ser muy aburrido. Nosotros insistimos y salimos
temprano.
En
realidad había mucho tráfico y algunas colas, sin embargo una vez dejado atrás el tramo Firenze-Bologna, dimos un suspiro de alivio, pues la
situación mejoró. Luego nos paramos para poner gasolina en una área
de servicio de la zona sur de la Pianura Padana, la cafetería estaba
abarrotada de gente que desayunaba de pie. Las personas iban dándose
codazos para poner, en unas mesas altas e incómodas, una taza de
capuccino y un
cornetto. Una pareja sin
perturbarse, comía con deleite, a mi lado, una pasta rellena de
crema, mientras su niño en el carrito lloraba. Tuvimos que esperar bastante tiempo en la caja, tomamos un café y un zumo de naranja y nos
fuimos deprisa, abandonando aquella marea de gente hambrienta.
Dejamos
el coche en un aparcamiento privado cerca del aeropuerto, un chófer
de la empresa, cuya la nariz era muy grande y roja, nos acompañó
al terminal con una furgoneta. Conducía como un loco, él hombre
tenía prisa, en cambio nosotros no tanto, pues llevábamos mucha
antelación.
Hacía
un frío que pelaba en la sala de espera en frente de nuestra puerta
de embarque, por eso tuvimos que ponernos pantalones largos y chaqueta, luego
poco a poco nos fuimos acostumbrando a las temperaturas polares.
Mientras comíamos unos bocadillos, noté que no éramos los únicos
que nos habíamos traído la comida de casa. Otra familia, una pareja
con dos niños, de unos seis o siete años, saboreaba unas lonchas de
jamón, que iban sacando del envoltorio y poniéndolas entre dos
rebanadas de pan. Por su hablar se diría que eran americanos, sin embargo aquel papel de charcutería me parecía una costumbre más
latina que anglosajona. Luego nosotros nos pusimos a leer y
nuestros hijos fueron a dar una vuelta por las tiendas. De
vez en cuando dejaba el libro en mi regazo y observaba a la gente de
mi alrededor, la mayor parte, sea jóvenes que viejos, miraba
hipnotizado la pantalla de un móvil o del ordenador portátil.
En
el avión, el aire acondicionado soplaba sin cesar sobre nuestras
cabezas, por lo que nos dieron una manta para abrigarnos. La mayor
parte de los pasajeros, con los auriculares puestos, estaba pegado a
las pantallas que había en cada asiento, donde pasaban películas y
más películas, otros dormían; vi que poquísimos tenían un libro
entre las manos.
Habíamos
salido a las tres de la tarde, íbamos lentamente cruzando el Océano Atlántico y a medida que pasaban las
horas la luz no disminuía, era un día sin atardecer.
En
el aeropuerto todo fue complicado: las maletas tardaron en llegar, hicimos cola en frente de las ventanillas de control de
inmigración, atendimos a que un empleado con
cara de pocos amigos nos sacara las huellas digitales de ambas
manos. Era como si fuéramos reses que van al matadero. Me fijé en una
familia de árabes, a quienes les
hicieron hacer los trámites varias veces y cuando nosotros nos
marchamos aún seguían allí.
Finalmente
cuando salimos de aquel manicomio anochecía. Llovía sin cesar. En
la parada de taxis una vigilante, negrita y muy gorda, que llevaba
un chaleco amarillo, iba dirigiendo el tránsito, nos gritaba a los
pasajeros indicándonos cuál iba a ser nuestro coche y a los
taxistas, que iban llegando, cuáles serían sus pasajeros. Aún
recuerdo su voz tan chillona.
Desde
el aeropuerto a nuestro apartamento de Brooklyn tardamos casi una
hora. Miraba por la ventana y esperaba con ilusión ver algo
especial, en cambio observaba una periferia triste y desolada. En los
semáforos noté que los conductores eran sólo hombres y casi todos negritos. Parecía una ciudad masculina, sin
mujeres.
-
Será por el cansancio que no logro ver la belleza del lugar, me
dije.
El
tráfico era verdaderamente caótico, en el taxi los asientos eran
incómodos y el ambiente claustrofóbico, debido al cristal que separaba el chófer de los pasajeros, el taxista hablaba un inglés incomprensible, la calzada estaba llena de baches y los edificios
parecían muy dejados. Sin embargo a medida que nos acercábamos al
centro de la ciudad se iba disipando aquel aire deprimente.
Dejamos
un inmensa avenida y doblamos hacia la calle Carlton Strreet, formada
por casas de ladrillo adosadas, de tres plantas. En la escalera exterior, que daba acceso a la primera planta, había un hombre y una mujer, quienes se levantaron y nos hicieron señas al
ver el taxi que se paraba.
-
Deben de ser Lorna y su marido, los dueños de nuestro apartamento.
¡Pobres! Seguro que nos están esperando desde hace mucho, pensé,
mientras movía los brazos y los sacaba por la ventanilla del
taxi.
El
hombre desapareció en seguida en el interior de la vivienda, la
mujer se acercó hacia nosotros sonriendo. Lorna nos mostró nuestro apartamento, ubicado en la planta baja. Luego nos explicó las cosas
prácticas de aquella minúscula casa, llena de muebles, cuadros,
alfombras, libros, lámparas de mesa y almohadas, moviendo con
agilidad su cuerpo esbelto y su larga melena blanca.
A
pesar de mi agotamiento tuve fuerzas para imaginármela como era en los años
sesenta: una muchacha rubia de cabellos largos y ropa de estilo
hippy.
-
Lorna nos acogió con cariño. Esa fue la primera cosa bonita de
nuestro viaje a N. York, pensé mientras me acostaba en la cama ancha y confortable que ocupaba casi todo nuestro cuarto.
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