Cada mañana me sentaba en el banco del jardín de nuestro apartamento de Brooklyn para leer y escribir, pero escarmentada del primer día, me espabilé poniéndome un repelente en la piel para alejar a los mosquitos.
Solíamos salir de casa hacia las diez, después de
haber desayunado. Día tras día fuimos visitando  las varias zonas o
barrios de Manhattan: monumentos, rascacielos, plazas, avenidas,
calles, edificios famosos, mercados, barrios étnicos, tiendas,
museos, librerías, parques, etc.
Un día por la tarde fuimos en metro a Williamsbourg, un
barrio  popular de la parte norte  de Brooklyn, donde Simón vivía y
trabajaba. Él Nació en Santo Domingo, pero   se fue a estudiar
medicina a Barcelona, allí es donde  conoció a nuestro  amigo
Víctor y donde empezó su gran amistad. Al terminar la carrera Simón
se trasladó a N. York. A lo largo de los años  los dos amigos
siguieron en contacto y de  vez en cuando  hacían  viajes juntos. 
Recuerdo que en verano de 2001, alquilamos con Víctor y
su mujer, una casa a orillas del mar en la Isla de Elba. Es allí
donde conocimos a Simón. Me acordaré toda la vida  el día  que 
llegó a la isla. La carretera  que llevaba a la casa blanca
arrocada, donde las dos familias con los niños pasábamos el mes de
julio,  no estaba asfaltada y fue emocionante ver a Simón que sacaba
la maleta del coche en medio de aquella polvareda. Era como si
desembacara  directamente de N. York, iba vestido de blanco, unos
pantalones de algodón y una camiseta, que contrastaban con su piel
mulata. Pagó al taxista y en seguida nos contagió su buen humor.
Nos mostró  la clínica,  ubicada en una calle ancha
de Williamburg, donde  hacía años que  trabajaba atendiendo a la comunidad hispánica. 
- Últimamente algunas familias jóvenes con  hijos pequeños se
están  mudando a este barrio, porque es mucho  más barato y tranquilo que
Manhattan. ¡Y pensar que años atrás, por aquí había tiroteos!
Nos dijo Simón mostrándonos una esquina en la que había un bar, con  parroquianos sentados afuera en  sillas desparramadas.
En cada sala de la clínica,  había un cuadro, la mayor parte de  ellos eran de pintores catalanes, amigos suyos;
él estaba muy orgulloso de que sus pacientes pudieran apreciar las obras.
Era como si con el arte Simón quisiera regalar, además de la
belleza, optimismo y ganas de vivir.
Fuimos a su casa y nos invitó a tomar una copa de cava,
en la gran terraza ubicada en la parte de atrás de su apartamento. En medio de
aquellos edificios de ladrillos, pensé que Simón tenía una vida
muy bonita, pues había conseguido lo que deseaba, ayudar a los
demás.
Por la noche fuimos a cenar a un restaurante de
especialidades dominicanas. Simón iba a menudo a aquel local, por
eso  todo el mundo lo conocía y saludaba. 
Tuve la sensación de cenar en un lugar de toda la vida,
los platos a base de arroz, verduras y plátanos fritos, eran sencillos y  sabrosos y el ambiente
familiar.  
Nuestro amigo siempre quería invitarnos, por
eso  tuve que apresurarme para que  él no pagara la cuenta del restaurante.
Fui a  la caja  con  mi tarjeta de crédito para que una
 señora, quizás la dueña, me cobrara. Luego les agradecí, a las 
dos mujeres con delantales blancos, la cocinera y la camarera,  que
estaban detrás de la barra, por la comida buena y el servicio
impecable. Noté que ellas me miraban de una forma rara, había algo
que no me convencía. Me fijé  en sus labios  que se movían   como
si quisieran sonreír, sin lograrlo. 
- ¿Qué es eso “un quiero y no puedo” o  “ un
puedo y no quiero”? Me pregunté.
Simón que miraba divertido toda la escena, se acercó 
a ellas y les dio unos dólares, en seguida las mujeres se pusieron a
reír, con grandes carcajadas, de aquellas que se  contagian. Allí caí en
la cuenta de que en América siempre hay que dejar  propina.
Al salir del local Simón nos acompañó a casa en
coche, pero antes nos llevó a la Promenade de Brooklyn para admirar la vista de 
Manhattan de noche. Era una maravilla.

Genial :)
RispondiElimina