Una mañana fuimos a desayunar a un pequeño café en
Soho, con nuestros amigos
americanos, Edgar y Valerio, quienes habían vivido juntos algunos años en aquel barrio de Manhattan. Para ellos fue casi un almuerzo pues comieron cantidad,
platos a base de huevos y embutidos, nosotros en cambio nos
conformamos con un zumo de naranja y unos bollos. Edgar estaba muy acatarrado y después de haber charlado y
reído, largo rato con nosotros, se marchó.
Valerio en cambio se quedó con nosotros.
Él conocía muy bien La Gran Manzana, no solo porque
nació en Little Italy, sino porque era historiador y años atrás
hizo parte del grupo del Ayuntamiento de N. York que organizaba
exposiciones y eventos artísticos.
Aquel italo-americano, enjuto y con aire intelectual,
nos llevó a visitar la zona del West Village y de Chelsea, donde vimos muchas galerías de arte. Nos iba contando la historia de
edificios antiguos y de calles famosas, pero cuando llegamos en frente del local Stonewall Inn, su voz cambió, se le notaba emocionado. Seguimos andando hasta llegar al
barrio de Mildtown donde Valerio se despidió de nosotros porque
tenía que ir a su despacho.
Por la tarde fuimos a la Central
station. Recordé algunas escenas fílmicas
en que los protagonistas, de prisa, de prisa, compraban un billete de tren,
quien sabe para dónde, en las mismísimas taquillas de
ahora. No habían caído en desuso como sucede siempre modernizando
los edificios públicos del siglo pasado. Después visitamos la
Biblioteca central y subiendo por las inmensas escaleras de mármol, reconocimos también una escena de una película famosa de ciencia ficción.
Al día siguiente nos llamó Simón para invitarnos a
dar una vuelta en coche por Harlem, la parte norte de Manhattan donde
la población es casi toda afroamericana. Para llegar pasamos por el
barrio de Bronx y tomamos una serie de autovías llenas de baches
que nos hicieron brincar en el asiento de atrás.
Harlem nos pareció un barrio vivo y genuino, donde
vivían personas de verdad, al contrario de la parte sur de
Manhattan, que a menudo parecía un mundo de ficción. Era un
lugar tranquilo, no vimos escenas de violencia como temíamos.
Había calles con casas adosadas estilo inglés, bien
reformadas y arregladas.
- Últimamente se van mudando en el barrio nuevas
familias, porque las viviendas son más baratas y hay más zonas
verdes para los niños pequeños, nos dijo Simón.
Al anochecer fuimos a cenar a un restaurante típico de
Harlem, uno de los más antiguos, de comida casera y especialidades
sureñas. Es allí donde conocimos a Nuria, una
mujer dominicana con la que estuvimos muy a
gusto toda la velada. Nuria no era tan solo alegre y simpática,
era sobre todo sencilla e inmediata. Empezamos hablando de anécdotas
y curiosidades de nuestros últimos viajes. Nuria dijo:
- A mí me encanta viajar, pero prefiero los países donde pueda ir a ver a un amigo.
Luego esperando que el camarero, un negrito muy alto y
bien plantado, nos trajera los varios platos charlamos un poco de
todo. Ella nos contó que algunos meses atrás se había mudado de
Brooklyn a la zona norte de Harlem, al separase del
marido.
- A pesar de lo duro que fue divorciarme, estoy
apreciando la vuelta que ha dado mi vida, porque he conseguido
volver a ver a viejos amigos, he escrito de nuevo poesías y
recién ahora estoy saliendo con Simón, a quien conocí años
atrás.
Noté que las dos teníamos muchas cosas en común,
además ambas éramos profesoras de bachillerato ¡ Qué
coincidencia!
- Es todo un lujo sentirse bien con una persona
que acabamos de conocer. Pensé.
Nos despedimos de Nuria en la boca del metro, nos dijo que sentía mucho no
poder trasnochar con nosotros, ya que tenía que regresar a su casa pues tenía una hija adolescente.
Fuimos en el diminuto coche de Simón a un local del
East Village donde algunos grupos de músicos tocaban jazz.
Bajamos por unas escaleras empinadas a un sótano. Simón
fue el primero en descender y sacó las entradas. El local era
pequeño, sin embargo acogedor. Había pocas sillas libres. Me senté
al lado de una chica asiática, quien al oírme hablar con mi hija,
se puso a charlar conmigo en castellano y luego en catalán,
diciéndome que había vivido un año en Barcelona.
De vez en cuando miraba a Simón, a mi lado, que bebía
una cerveza, sonriendo y moviéndose al compás de la música. Lo
ví feliz.
Volviendo a Brooklyn Simón, mientras conducía, nos
contó que Nuria, veinte años atrás era paciente suya. Le pareció
enseguida una mujer excepcional, pero en aquel entonces él estaba
casado. A pesar de que su matrimonio no funcionara, temía que sus
hijos fueran demasiado pequeños para soportar una separación, por
eso se sacó de la cabeza a la chica mulata que tanto le gustaba.
Ella se mudó de barrio y poco a poco se perdieron de vista. Simón
algunos años más tarde, vendió su vivienda en Tribeca, que en
pocos años se había puesto de moda, subiendo enormemente de valor.
Con lo que sacó de la venta pudo comprar más de un apartamento en
Williamsburg; luego se separó definitivamente de su esposa. En
aquella época se dedicó a ayudar con ímpetu a sus hijos hasta que
acabaron la carrera universitaria y por supuesto también a todos sus
pacientes, además siguió viajando y viendo a sus amigos;
hasta que un día Nuria volvió a su consulta. De esta manera nació
su enamoramiento.
De madrugada la calle Carlton street de Brooklyn
tenía algo especial, brillaba como si le hubieran lustrado los ladrillos de
las fachadas. Simón aparcó su coche entre dos árboles y allí nos
despedimos. Sus abrazos fueron cálidos como aquella noche que
habíamos transcurrido juntos.
Acurrucada en la cama, no por el frío sino por la
mezcla de alegría y de cansancio que sentía, sonreí recordando el
desayuno con Edgar y Valerio y la velada con Simón y Nuria.
- ¿Por qué me gustaban tanto las pequeñas cosas de
aquellos días en N. York? Me pregunté, mientras empezaba a oír la
respiración pausada del hombre que estaba echado a mi lado.
Quizás porque, como a Nuria, a mí también me
encantaba viajar a países donde viviera algún amigo. Seguí
reflexionando despacio hasta que mis ojos se fueron
cerrando.
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