giovedì 21 marzo 2013

La gripe












 

Era un domingo de mitades de febrero y al despertar quién sabe por qué pensé en que hacía mucho tiempo que no cogía una gripe.
No me levanté en seguida como hago casi siempre, me quedé un ratito echada pensando en mi infancia y saboreando la cama calentita al lado de U., quien seguía durmiendo.
Recordé con añoranza que de pequeña cada dos por tres cogía anginas con un gran dolor de garganta y fiebre alta, sin embargo no me desagradaba quedarme todo el día en la cama. Todos me mimaban y mi madre me preparaba sopas y sobre todo “suscs de taronja1”.
- Aquesta nena té les glandules molt grosses, mes endevant es tindràn que treure2 , decía,  el senyor Torner, nuestro médico de cabecera, cuando me visitaba.
Durante aquellos largos días que pasaba acostada me entretenía leyendo cuentos y tebeos, cosa que me encantaba.
Por las tardes jugaba imaginando que mi lecho era una barca. Me levantaba sigilosamente y ponía encima de la colcha los objetos que más me gustaban: un libro de cuentos, mis zapatos del domingo, la chaqueta rosa de ángora, que adoraba acariciar, un lazo blanco para recoger el pelo, una caja de colores, un cuaderno, un lápiz, una goma y mis muñecas.
Viajaba con la fantasía por tierras lejanas, con todo lo que más quería y era feliz hasta que me quedaba dormida.
A los siete años me ingresaron en una clínica para extirparme las amígdalas; a principios de los años sesenta, cuando aún no existían las substancias anestésicas modernas, adormecían a los pacientes con cloroformo o éter, que producían una sensación horrible de asfixia.
Yo era una niña tranquila que no daba nunca guerra, pero el día de la operación saqué todas mis agallas para que no me durmieran con aquel método tan bárbaro.
Mi madre no se lo podía creer: monté un número tan grande que la monja que tenía que darme una inyección se fue corriendo. Al final me agarraron dos médicos y una enfermera y me pusieron la mascarilla con el líquido anestésico logrando que que me durmiera.
Al despertar recordaba con horror los últimos momentos antes de perder los sentidos, veía una masa negra que iba acercándose a mi cara luego  tenía una gran sed y no podía beber, pues la garganta me quemaba de lo mucho que me dolía.
Con aquella operación se acabaron mis anginas, los viajes con mi cama-barca y los sucs de taronja.
Durante más de diez años no falté ni un día a la escuela, pues no me ponía nunca enferma.
- Perque les meves amigues es posen malaltes i jo no i a mi em toca anar cada dia al col.legi?3. Le preguntaba siempre a mi madre
Tocaban las campanas de la iglesia de San Giuseppe anunciando la misa de las diez cuando mis pensamientos volaron hacia Montse, la única amiga de mi infancia que desde hacía años me escribía largas cartas y las  enviaba a través del correo postal.
Sus padres eran dueños del estanco más importante de la zona, quizás por eso nunca ha podido desprenderse ni prescindir de los sellos, a pesar de adelantos electrónicos.
Me levanté y desayuné deprisa con la idea de escribir una carta a mi amiga.
Mientras mi pluma estilográfica se movía ligera sobre el papel fino, que había hallado en el escritorio de U., algunos recuerdos escondidos fueron brotando lentamente:
Montse y yo a los diecisiete años habíamos decidido ir a estudiar, el último curso de la escuela media superior, a Mataró, una pequeña ciudad a unos treinta kilómetros de nuestro pueblo. Cada día al amanecer tomábamos el tren. Al final de aquel invierno de 1973 cogí una gripe muy fuerte.
Montse venía a verme cada tarde y me traía los apuntes de todas las asignaturas
- Qué raro, me dolía todo, pero en el fondo sentía un ligero bienestar estando enferma, pensaba bebiendo lentamente un suc de taronja mientras mi madre y mi tía Margarita charlaban con mi amiga.
 - A les cinc de la tarde la febre comença a pujar.4 Me decía mi tía Margarita.
En efecto a media tarde empezaba a tiritar de frio.
Todas aquellas mujeres me mimaban y yo les estaba muy agradecida.
A mitad de los años ochenta, cuando hacía unos siete años que vivía con U. en Toscana, cogí otra gripe durante unas Navidades. Habíamos ido a pasar unos días en casa de mis padres. Mi madre estaba acostada en un estado febril cuando llegamos y al cabo de pocos días caímos también U. y yo.
Fue incómodo estar los dos enfermos en una cama matrimonial tan pequeña y lo peor es que tuvimos que volver a Firenze cuando aún no estábamos bien del todo.
Montse, en aquella ocasi
ón también vino a verme y me trajo un libro.
El doctor de cabecera ya no era el Senyor Torner, el de mi infancia, sino su hijo Santiago, quien como su padre llevaba bigotes y era muy amable.
Nos dijo con mucho tacto:
- Paciencia, tindreu d'estar totes les vacançes al llit5.
Recuerdo que para más inri a la vuelta el autobús que tenía que pasar por el pueblo no se paró, por un mal entendido del chófer.
Mi padre y mi hermano nos acompañaron en coche a Girona y allí subimos a otro autocar que en la frontera francesa alcanzó al conductor distraído, quien al vernos embozados en grandes bufandas y abrigados con gorros y guantes de lana no paraba de disculparse.
Acabé de escribir la carta a Montse, me duché y salí contenta, pues deseaba pasear y tomar el sol mientras buscaba un sello y un buzón para echar la carta.
Mientras recorría el centro de la ciudad antes de encontrar uno de los pocos locales abiertos los domingos, me pregunté a que venía tanta gripe y tanta nostalgia de mi infancia. No sabía él porque, sin embargo  hab
ía evocado  unos plácidos recuerdos.
U. estaba muy resfriado y puesto que después de comer se puso a llover, no salimos en toda tarde. Aquel tiempo lento y gris lo dediqué a preparar clases para el día siguiente y al atardecer llamé a mis hermanos que seguían viviendo en el pueblo de la costa catalana donde habíamos nacido. Mi hermano, no estaba en casa, mi hermana, en cambio, estuvo muy contenta de oír mi voz y se notaba que tenía muchas ganas de contarme todos los pormenores de su nieto, ya que no hacía ni un mes que mi sobrina había tenido un hijo.
Mientras hablaba con ella, sentía unos escalofríos que escalaban lentamente  mi espalda.
Aquella noche casi no logré cenar pues mis dientes castañeaban sin parar.
Me puse más ropa, me senté en el sofá con una manta encima y me quedé dormida.
U. me despertó y me preguntó un poco preocupado si estaba bien.
- Me siento muy rara, creo que tengo la gripe, le contesté yo.
Me puse el termómetro y  comprobé que tenía mucha fiebre.
Desde aquel momento U. empezó a mimarme y a prepararme sucs de taronja.
En aquellos días de gripe mi cama se parecía a la de mi infancia, ya que sobre ella había tantos objetos: libros, cuadernos, lápices, mi ordenador portatil, la radio, el teléfono y la suave manta azul. A pesar del malestar que tenía, sobre todo a partir de las cinco de la tarde cuando la fiebre subía como loca, sentía que todavía lograba saborear los aspectos positivos de la gripe, como cuando era pequeña.

1 Zumos de naranja
2 Esta niña tiene las amigdalas inflamadas, más adelante tendremos que sacárselas
3 Por qué mis amigas se enferman y yo no y me toca ir siempre al colegio?
4 A las cinco en puntode la tarde la fiebre empieza a subir
5 eneis que quedaros todas las vacaciones en la cama

2 commenti:

  1. JO tinc els mateixos records, ami no me les van arribar a treure les angines, me vaig escapar pels pels :). I .... si.... a mi també m'agradaba quedar-me a casa ben mimada, amb sucs de taronja .
    Quins records

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