Racconti

Piccole storie intrecciate

venerdì 27 settembre 2013

Violeta












Seduta sul lettone ho cominciato a scrivere una lettera. Era sabato mattina e  non lavoravo. U. era andato in bicicletta con degli amici  e volevano pedalare fino a Panzano.
La giornata era bella, astronomicamente era il primo giorno di autunno, ma il cielo era limpido come d'estate. C'era un silenzio strano, forse perché quella mattina iniziavano le prove dei campionati mondiali di ciclismo e i fiorentini erano rimasti a casa a guardarsi intorno un po' intimoriti, senza osare prendere le automobili. Mentre cominciavo a scrivere le due prime  parole, Caro Michele, è suonato il campanello. Sia mio figlio che io ci siamo catapultati in corridoio con l'intenzione di aprire la porta.
Ho risposto io al citofono.
- Chi è? 
- Ciao Violeta, sono io, finalmente ti ho trovata, mi sei mancata tanto. Ha detto una  bella voce di donna
- Mi sembra che ci sia un errore, qui non c'è nessuna Violeta 
- Scusi ho sbagliato. Sto cercando una  amica, mi ha detto la voce sconosciuta, con un lieve accento sudamericano.
- Non si preocupi, provi a suonare il campanello di sopra, lì abitano delle  studentesse. Buona giornata.
- Grazie tante. Arrivederci.
Siamo tornati entrambi nel proprio letto, lui a dormire e io a scrivere la lettera.
La sera prima U. mi aveva fatto sentire due canzoni di Violeta Parra  e la bella voce di quella cantante mi ha accompagnato tutta la mattina. Gracias a la vida è una canzone bellissima, ma  ho anche apprezzato molto  la carta1 che per me era quasi sconosciuta.
Dopo aver scritto la prima lettera ne ho cominciata un'altra, questa volta a mia figlia che attualmente studia a Madrid; mentre scrivevo ho pensato alle lunghe lettere che mi madre mi faceva arrivare tutte le settimane, da quando ero partita per l'Italia. Le  aveva scritte per quasi trent'anni.
Ho conservate tutte le sue lettere nonostante alcune avversità: si sono salvate dall'alluvione dei primi anni novanta in Casentino, che allagò il garage dove erano sistemate in degli scaffali. Con molta pazienza U. ed io le abbiamo asciugate al sole nel giardino della casa di Poppi e per fortuna le parole di mia madre non sono andate perdute.
Anche lei aveva conservato tutte le lettere che io le avevo scritto in tutti quegli anni.  Quest'estate quando alla fine  di agosto abbiamo chiuso la casa le ho riportate in una grande valigia a Firenze. Le ho messe in uno scaffale  vicine a quelle di mia madre e mi sono ripromessa di rileggerle tutte.
Qualche mese dopo la morte improvvisa di mia madre, avvenuta sei anni prima, ho cominciato un racconto su i giorni tristi passati in ospedale accanto a lei, ma non sono riuscita a finirlo  dal   gran dolore che sentivo mentre  scrivevo.
Dopo un po' di tempo ho cominciato di nuovo il racconto, ma neanche quella volta l'ho portato a termine perché era sempre troppo doloroso per me rivivere quei momenti.
Quella mattina, dopo aver scritto entrambe le lettere, mi sono alzata, ho acceso il computer e ho finito il racconto sulla morte di mia madre, tutto questo grazie allo stato d'animo che mi avevano procurato  le canzoni di Violeta Parra che  ancora continuavano a danzare per testa  e forse anche  a quella bella voce sconosciuta che cercava una certa Violeta.
Era quasi l'una quando stavo finendo, esausta ma felice, l'ultima frase del racconto e in quel momento ho sentito la porta che si apriva: era U. che stava rientrando dal suo giro in bicicletta per le colline del Chianti.
Di corsa sono andata a comprare il pane e il giornale prima della chiusura dei negozi, ma poi ho rallentato subito i miei passi e sono andata a cercare dei francobolli e delle buste, per poter imbucare le lettere.
Mi sono seduta in un tavolino di un bar e ho scritto con la penna stilografica l'indirizzo dei destinatari.
Mentre la penna scivolava, lasciando l'inchiostro nero sulla carta bianca, ho pensato che quei semplici gesti insieme alle piccole azioni quotidiane era una  delle tante cose  per cui valeva la pena vivere, subito mi è ritornata in mente la canzone di Violeta Parra e mi sono chiesta: chi sa se la donna sconosciuta avrà ritrovato Violeta?

1. lettera

Pubblicato da Josefina Privat Defaus alle 07:42 Nessun commento:
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martedì 10 settembre 2013

Via Borgo Allegri - Calle Borgo Allegri

















A menudo me levanto temprano, casi siempre de buen humor y aunque esté libre salgo de casa para comprar una barra pan y el periódico.
Aquel día salí un poco más tarde pues me había demorado en alguna tarea doméstica.
La mañana era soleada y a la vez fresca, por lo tanto caminaba lentamente para saborear con gusto aquellos momentos. De pronto vi a una viejecita que andaba muy despacio por la acera, llevaba unas sandalias cómodas con un poco de tacón pero torcidas hacia afuera. Sus pies debían de estar sufriendo, sin embargo ella se las arreglaba para caminar apoyándose en un bastón. Cuando llegó al paso cebra me di cuenta de que no conseguía cruzar la calle, pues en aquel momento pasaban algunos coches por Via del Agnolo. Me acerqué y le pregunté: 
- Vuole che li dia una mano ad attraversare la strada? 
- Molto volentieri, grazie, ogni tanto i miei piedi mi fanno brutti scherzi, me dijo1.
Las dos íbamos a la misma panadería por consiguiente la acompañé hasta la tienda.
Era una mujer muy especial, me recordaba a una de las protagonistas de la película, tomates verdes fritos, que años atrás me había entusiasmado y que siempre que la ponían en la televisión me volvía a gustar.
Sus facciones eran delicadas, rostro sutil, ojos pequeños pero vivarachos y cabellos blancos recogidos en un moño. Era delgada y de estatura media. En seguida me dijo muy orgullosa que acababa de cumplir noventa años.
Mientras esperábamos que nos atendiera la dependienta, que estaba sola y por lo tanto muy atareada con la tienda llena de gente, se sentó en el banco de madera que había en la pared del fondo y me contó un poco su vida.
Oyendo sus palabras pensé en el libro, pedra de tartera, que hacía pocos días había empezado a leer; era una novela de una escritora catalana en él que se narraba la vida rural de una mujer que había nacido en los años veinte, como la señora del bastón.
Las imágenes que la noche anterior habían salido de mi libro se mezclaban con las frases rápidas que ella pronunciaba.
Me senté a su lado y me dejé llevar por aquel flujo de palabras y sensaciones.
A los trece años sus padres la obligaron a ir a trabajar a Firenze como sirvienta de un matrimonio que vivía con dos hijos pequeños en un piso de la calle Borgo Allegri.
La subieron al carro de un ganadero que iba a la ciudad a vender gallinas y le dieron una maleta de cartón que contenía sus humildes enseres, la misma que había traído su tío al volver herido de la Gran Guerra.
Nunca había visto tantas mansiones históricas, calles elegantes, plazas abarrotadas de gente y cruces de calles donde transitaban los primeros coches y tranvías, pues ella había vivido siempre en el campo. Se quedó sin respiración cuando pasaron junto al Battistero y al Duomo. La calle donde el carro la dejó era bulliciosa y eso le agradó. A entrar en su nueva casa en seguida se dio cuenta de que era muy luminosa y desde la ventana del desván, donde iba a dormir, podía ver el campanario de la iglesia de Santa Croce.
Al día siguiente escribió una tarjeta postal a su querida maestra.
Siendo la menor de cinco hermanos, su padres contaban con varios brazos para las faenas del campo por consiguiente fue la única que pudo ir a la escuela, que estaba a una hora de camino de la casa rural donde vivía.
A ella le gustaba mucho aprender, primero a leer y escribir las primeras letras, luego a hacer cuentas. En los últimos años de primaria consiguió ampliar su visión del mundo y su manera de pensar, todo ello gracias a la actitud carismática y bénevola de la maestra. A pesar de que en invierno cada amanecer cuando iba a la escuela se moría de miedo cruzando las viñas y los bosques, nadie consiguió que abandonara las clases. Cuando cumplió diez años la maestra mandó llamar a su madre diciéndole que la niña tenía buena cabeza y podía seguir estudiando en Siena, que era la ciudad más cercana donde podía cursar sus estudios. Su madre no se dejó convencer por la maestra, su padre tampoco la apoyó, pues ya estaba muy enfermo y no tenía fuerzas para luchar contra su mujer.   
-  Se fosse andata a studiare non si mangiava la polenta2, me dijo la viejecita   
Los primeros tiempos en Firenze fueron muy duros, pues añoraba su tierra.
Un dìa se asustó mucho y se puso a llorar viendo riachuelos de sangre que fluían por sus muslos.
La señora de la casa donde servía le dijo que mirara bien en la maleta, porque seguramente su madre le habría puesto alguna toalla para que le absorbiera la sangre del menstruo. Se acordó de la paja comprimida que había visto en su modesto equipaje. Ahora sabía el por qué estaba allí, era lo que por costumbre las mujeres del campo se ponían entre las piernas cada mes.
La señora le dijo que de ninguna manera diera la culpa a su madre por no haberla avisado de que salía un flujo de sangre del cuerpo de todas las niñas, pues en el campo las mujeres no tenían tiempo para pensar en los hijos, ya que estaban todo el día ocupadas en las labores del campo, en la crianza del ganado  y en  otros quehaceres domésticos.
La dependienta nos dijo que ya nos tocaba y fuimos hacia el mostrador.
Quedé pasmada cuando vi que compraba medio kilo de pan y doscientos gramos de mortadella. Tenía mucha hambre, me dijo.
Al salir de la tienda me pidió que la acompañara a un jardín público que estaba allí cerca. Nos sentamos en un banco y me dijo: 
- Mi chiamo Tosca e mi piacerebbe parlare ancora con lei mentre aspetto la ragazza che porta a passeggiare il mio cane.  
- Volentieri starò con lei fino che arriverà la ragazza.3 Le dije.
En seguida volvió a tomar el hilo de la conversación.
Poco a poco se adaptó a la vida de la ciudad; durante el día no tenía tiempo para echar de menos a su familia, pero cada noche al acostarse pensaba con añoranza en ellos. Todo el jornal que iba ganando se lo enviaba a su madre que recientemente se había quedado viuda.
Su tarea principal era la de cuidar a los hijos de los amos, pero a medida que los años pasaban se convirtió casi en un miembro más de la familia. Durante la guerra, a pesar de que ellos ya no necesitaran sus servicios, le dieron cobijo y la protegieron como a una hija.
Tosca como agradecimiento se dedicaba con esmero a la limpieza de la casa sin exigir que le pagaran y cada día al amanecer iba por los campos cercanos a buscarles algo de comer, siendo ella la única que sabía moverse por la campiña. Relacionándose con los labradores, podía sacarles con las buenas un poco de pan y cuatro patatas en cambio de una vasija, un plato de loza u otros enseres de la casa.
Al final de la guerra en una fiesta del barrio conoció a un chico muy bien plantado que la enamoró.
Se casaron sin pensarlo dos veces y alquilaron una vivienda en el segundo piso de un edificio muy destartalado en la misma calle Borgo Allegri. Vivían en dos habitaciones lúgubres, desde cuyas pequeñas ventanas se veían solo tejados mohosos, pero era feliz pues no se había alejado del barrio.
Cuando la guerra iba quedando lejana, a través de unos vecinos, consiguió un empleo como sirvienta en una rica casa de Via Ghibellina, pero siguió ayudando a la señora florentina quien le había hecho de madre.
Comprendió muy pronto que se había casado con un holgazán y un bebedor pues los empleos  le duraban pocas semanas.
Cuando supo que estaba embarazada se esmeró en buscar un buen trabajo para él. La señora de Borgo Allegri, quien la quería mucho, la ayudó proporcinándole un empleo a su marido, de portero y vigilante de noche en los talleres donde trabajaba un pariente suyo.
Marido y mujer pasaban pocos ratos juntos,  sin embargo ella estaba contenta ya que él de día podía guardar a la niña mientras ella  fregaba los suelos de varias familias del barrio.
Los años iban pasando, la niña crecía y ella siempre se mataba trabajando, porque su marido seguía bebiendo y no podía fiarse completamente de él. En aquella época la señora florentina se mudó con su familia a otro barrio lejano a causa del alluvione4 de 1966, que había inundado muchas viviendas del barrio de S. Croce. Entonces si que se sintió sola en Borgo Allegri, sin embargo siguió luchando a pesar de la punzante soledad que le iba creciendo  en su vientre. Iba soportándo todas sus penas hasta que una catástrofe la hundió:
Descubrieron que su hija adolescente tenía un cancer en la rodilla; poco a poco la enfermedad le gangrenó toda la pierna difundiéndose luego por todo el cuerpo y al cabo dos años de sufrimiento atroz falleció.
¿Qué podía esperar más de la vida, después de aquella desgracia al lado de un marido siempre borracho?
Una noche, después de haber llorado horas y horas, pensó que ya no tenía ningún aliciente  vivir y decidió ir a comprar una botella de lejía.
Sin embargo aquella mañana antes de llegar a la tienda de ultramarinos de Via dell'Agnolo, pasó algo que la distrajo de sus pensamientos suicidas.
Encontró en una esquina, dentro de una caja de cartón, a un cachorro abandonado, lo recogió y se lo llevó a su casa. A partir aquel día lo cuidó con cariño y desde entonces la vida para ella tuvo de nuevo sentido.
Cuando al cabo de pocos años murió su marido no derramó ni una lágrima, sólo suspiró diciendo que había sido lo mejor para él y sobre todo para ella.
Desde entonces hacía cuarenta años que vivía sola. Se había jubilado y con su pequeña pensión junto a la de viudedad del marido lograba salir adelante; cuando murió su perro y fiel amigo, fue a la perrería a buscar a otro perro. En invierno nunca encendía estufas para no gastar, se abrigaba y no paraba de moverse por la casa. Ahora ya muy anciana, no pudiendo con su cuerpo, se movía despacio, sin embargo conseguía hacer casi todos los quehaceres domésticos. Me dijo que lo único que no lograba era ducharse, pues tenía mucho miedo de resbalar, por consiguiente se aseaba cada día con una palangana de agua caliente.
Conocía a mucha gente y todo el mundo por la calle la saludaba, sin embargo no tenía ni parientes ni amigos.  
- Chi puo chiamare quando necessita aiuto? Le pregunté yo.      
- Non voglio nessuno, ho mandato via diversi assistenti sociali. Quando arriverà la mia ora non mi tirerò indietro.5
En aquel momento llegó al parque la chica a quien ella esperaba con el  perro, que al vernos empezó a mover la cola y a ladrar. Fue una alegría ver a Tosca jugando con el cachorrito.
Me despedì de ellas y me dirigí al mercado. Mientras andaba despacio pensaba en que Tosca quizás estaba desamparada, pero que a su manera era feliz envuelta en su tierna soledad. Por sus palabras había intuido que todavía tenía ganas de seguir adelante hasta que su cuerpo cediera; su instinto natural le decía que la muerte sería más llevadera si  estaba en casa, en lugar del hospital donde la mayor parte de las personas hoy día morían.
Seguí andando despacio un buen trecho. Y sentí realmente que aquel sol de septiembre era un regalo y que quería disfrutarlo.
Cerca del mercado había una plaza, me senté en un banco, saqué mi libro del bolso y saboree aquellos instantes.

1- ¿Quiere que la ayude a cruzar la calle? - Con mucho gusto, gracias. Mis pies a veces me fallan. Me dijo.
2 Si iba a estudiar a Siena no hubiéramos podido comer nuestro plato a base de harina de maíz
3 -Me llamo Tosca y me gustaría charlar un ratito con Usted hasta que llegue la chica que pasea a mi perro. - De muy buena gana, estaré con Ud. hasta que llegue la chica.
4 Inundaciones causadas por e desbordamiento del Rio Arno
5- ¿A quién puede avisar si necesita ayuda?. Le pregunté. - No quiero a nadie, he echado de casa a algunos asistentes sociales. Cuando llegará mi hora no me escaparé.



Borgo Allegri

Spesso mi sveglio presto, quasi sempre di buon umore e, se sono libera da impegni lavorativi, esco di casa per comprare un filone di pane e il giornale.
Quel giorno sono uscita un po' più tardi perché avevo traccheggiato sbrigando qualche faccenda domestica.
La mattina era soleggiata, ma abbastanza fresca, quindi mi muovevo senza fretta per assaporare quei momenti. Non lontano da me ho visto una vecchietta che si avvicinava lentamente lungo il marciapiede, i suoi piedi erano piegati verso l'esterno forse perché indossava dei sandali con un po' di tacco. I suoi piedi dovevano soffrire, ma lei riusciva a camminare lo stesso grazie a un bastone. Quando ha raggiunto il passo pedonale mi sono accorta che non poteva attraversare la strada, perché in quel momento in Via dell’ Agnolo il traffico era abbastanza sostenuto, quindi mi sono avvicinata e le ho detto:
 

- Vuole che le dia una mano ad attraversare la strada?
- Molto volentieri, grazie tante. Ogni tanto i miei piedi mi fanno brutti scherzi, mi rispose.
Entrambe eravamo dirette allo stesso panificio perciò l'ho accompagnata.
Era una donna molto speciale, la sua figura mi ricordava la protagonista del film,
Pomodori verdi fritti, che alcuni anni prima mi era piaciuto tanto e sempre che lo danno in TV lo rivedo molto volentieri.
I suoi lineamenti erano delicati, viso sottile, piccoli occhi ma vivaci e capelli bianchi raccolti in una crocchia. Era piuttosto magra e non molto alta. Subito mi ha detto, molto orgogliosa, che aveva appena compiuto novant'anni.
Il negozio era affollato e la commessa era da sola, quindi ci siamo sedute sulla panca di legno che era appoggiata in fondo, durante l'attesa mi ha raccontato un po' della sua vita.
Sentendo le sue parole ho pensato al libro,
pedra de tartara, che avevo iniziato a leggere da poco; era un romanzo di una scrittrice catalana che trattava della vita rurale di una donna che era nata negli anni venti, come la signora del bastone.
Nella mia mente le immagini che la sera prima si erano sprigionate dal libro si sono mescolate alla storia da lei raccontata.
Seduta accanto alla vecchietta mi sono lasciata trasportate da quel flusso di parole, sensazioni e sentimenti.
A tredici anni, i suoi genitori l'avevano mandata a lavorare come domestica a Firenze da una giovane coppia benestante, lui era un maresciallo dei carabinieri, lei casalinga e abitavano con due bambini in un appartamento di via Borgo Allegri, già Via del ramerino.
La fecero salire sul carro di un contadino che doveva andare in città a vendere galline e le dettero una valigia di cartone che conteneva le sue umili cose, la stessa che suo zio aveva riportato quando ritornò ferito dalla Grande Guerra.
Non aveva mai visto palazzi storici, strade eleganti, piazze e incroci dove la tranvia e le prime vetture transitavano, dato che aveva sempre vissuto in campagna. Le mancò il respiro mentre passarono vicino al Battistero e al Duomo. La strada dove si era fermato il carro era piena di vita e questo la rallegrò. Appena entrata nella nuova casa si rese conto che era molto luminosa e che dalla finestra della soffitta, dove avrebbe dormito, poteva vedere il campanile della chiesa di Santa Croce.
Il giorno dopo scrisse una cartolina alla sua amata maestra.
Essendo la più giovane di cinque fratelli, i suoi genitori avevano numerose braccia per lavorare nei campi, quindi aveva potuto andare a scuola, che si trovava a un'ora di cammino dalla loro casa. Amava imparare, prima a leggere e scrivere le prime parole e poi a fare i conti. Negli ultimi anni di scuola elementare aveva allargato la sua visione del mondo e cambiato il suo modo di pensare, tutto ciò grazie all’atteggiamento carismatico e benevolo della maestra. Nonostante avesse paura, quando all'alba per andare scuola attraversava da sola le vigne e i boschi, nessuno era riuscito a farle abbandonare le lezioni. Appena compiuti dieci anni l'insegnante mandò chiamare la madre per farle sapere che la bambina aveva una buona testa e che doveva proseguire gli studi, magari a Siena, che era la città più vicina. Sua madre non si lasciò convincere dalla docente e nemmeno il padre l'appoggiò, perché, essendo molto malato, non aveva la forza di lottare contro la moglie.

 - se fosse andata a studiare non si sarebbe potuto mangiare la polenta, mi disse la vecchietta.
I primi tempi sono stati molto duri , perché si sentiva smarrita in quella città.
Un giorno si era molto spaventata e vedendo fiumi di sangue che scorrevano lungo le sue cosce si mise a piangere. La padrona di casa per incoraggiarla le aveva detto di guardare bene nella valigia, perché sicuramente la madre le aveva fornito qualche asciugamano per assorbire il sangue mestruale. In quel momento le venne in mente la paglia compressa che aveva visto dentro del suo modesto bagaglio e solo allora comprese che le contadine la usavano come assorbente.
La signora con delicatezza le disse che in nessun modo avrebbe dovuto dare la colpa a sua madre per non averla avvertito del flusso di sangue che ogni mese usciva dal corpo di tutte le ragazze, perché le donne di campagna non hanno tempo di pensare ai bambini, perché tutto il giorno sono impegnate nei pesanti lavori agricoli e in quelli di casa.
La commessa ci ha detto che toccava noi essere servite e quindi ci siamo avviate verso il bancone.
Ero sbalordita vedendo che la vecchietta comprava mezzo chilo di pane e duecento grammi di mortadella. Era molto affamata, mi aveva confessato.
Dopo aver lasciato il negozio mi ha chiesto di accompagnarla a un giardino pubblico che si trovava nelle vicinanze. Ci siamo sedute su una panchina e abbiamo continuato a parlare:
  
- Mi chiamo Tosca e mi piacerebbe parlare ancora con lei mentre aspetto la ragazza     che porta a passeggiare il mio cane.
- Volentieri starò con lei fino che arriverà la ragazza.
Poi di nuovo ha ripreso il filo della conversazione.
Lentamente si adattò alla vita della città, durante il giorno non aveva tempo di pensare alla propria famiglia, ma ogni sera prima di coricarsi pensava a loro con nostalgia. Tutto il denaro che guadagnava lo spediva alla madre che da poco era rimasta vedova.
Il suo compito principale era quello di prendersi cura dei figli dei padroni, ma col passare degli anni era diventata un membro in più della famiglia. Durante la guerra, anche se non erano più necessari i suoi servizi era rimasta nella casa di Borgo Allegri e loro la proteggeva
no come se fosse una figlia.
Tosca per ripagare la bontà dei padroni sistemava e puliva accuratamente la casa senza pretendere nulla in cambio e ogni giorno all'alba andava nelle campagne vicine a cercare qualcosa da mangiare, lei era l' unica che sapeva come muoversi tra le vigne e gli ulivi. Sapeva come fare con i contadini per ottenere un po' pane raffermo e quattro patate in cambio di una brocca di coccio o altre stoviglie.
Alla fine della guerra, durante una festa popolare conobbe un bel ragazzo che la fece innamorare.
Si sposarono senza pensarci due volte e trovarono un piccolo appartamento in affitto al secondo piano di un vecchio caseggiato nel tratto di Via  Borgo Allegri che si affaccia sul mercato delle Pulci. Vivevano in due camere piuttosto buie, dalle cui piccole finestre si vedevano solo tetti pieni di muschi, ma era felice lo stesso perché non si erano allontanati troppo dalla casa che fino ad allora l'aveva ospitata.
Quando piano piano la penuria e la povertà cominciarono a diradarsi un vicino di casa le fece sapere di un lavoro come cameriera in una ricca famiglia di Via Ghibellina. Nonostante il nuovo lavoro Tosca continuò ad andare a pulire la casa della signora fiorentina che le aveva fatto da madre.
Ben presto si rese conto che suo marito era un scansafatiche perché non riusciva a mantenere i posti di lavoro e inoltre spesso alzava il gomito.
Quando seppe di essere incinta si prese la briga di cercare al marito un lavoro più stabile. La signora di Borgo Allegri, che le voleva tanto bene, l' aiutò a trovare un posto di guardiano notturno in uno stabilimento proprietà di un suo parente lontano.
Marito e moglie in quel periodo non si vedevano molto, ma almeno di giorno lui poteva tenere la bambina mentre lei si chinava a pulire i pavimenti di alcune case ricche del quartiere.
Passarono gli anni, la bambina cresceva e lei continuava ad ammazzarsi di lavoro, perché il marito non aveva smesso di bere ed diventava sempre più inaffidabile perdendo alla fine il posto di guardiano. La famiglia fiorentina per cui aveva lavorato tanti anni, si era dovuta trasferire in un quartiere periferico a causa della alluvione del 1966. In quel momento cominciò a sentirsi sola, tuttavia continuò a combattere.
Ingoiava tutte le avversità che via via incontrava fino a quando una catastrofe le piombò addosso.
Scoprirono che la figlia adolescente aveva un tumore al ginocchio che lentamente incancreniva tutta la gamba. La malattia inesorabilmente si diffuse per tutto il corpo e dopo due anni di sofferenze atroci la ragazza morì.
Cosa poteva aspettarsi più dalla vita dopo quella disgrazia accanto ad un marito sempre ubriaco?
Una notte, dopo aver pianto ore e ore, pensò che ormai non le era rimasto nessun motivo per vivere quindi decise di andare a comprare una bottiglia di varechina. Ma quella mattina, prima di arrivare al negozio di alimentari in Via dell'Agnolo , accadde qualcosa che la distrasse dai suoi pensieri suicidi. Trovò in un angolo, dentro a una scatola di cartone, un cucciolo abbandonato; lo raccolse e lo portò a casa. Da quel giorno lo allevò con una gran cura e da allora la sua vita acquistò un nuovo significato.
Quando dopo pochi anni morì il marito lei non versò nemmeno una lacrima, solo fece un lungo sospiro, dicendosi che era stato il meglio che poteva succedere a lui e soprattutto a lei.
Da allora, per più di quaranta anni, viveva da sola. Con la sua piccola pensione e quella di vedovanza dal marito poteva tirare avanti; alla morte del suo primo cane e compagno fedele  ne prese un altro dal canile. In inverno non accendeva mai il riscaldamento per non spendere, si copriva bene e non stava mai ferma sbrigando faccende domestiche. Ora ormai molto anziana non riusciva a muoversi con la lestezza di un tempo tuttavia riusciva a fare quasi tutto in casa, ma quello che le era quasi impossibile era farsi la doccia, perché aveva paura di scivolare, quindi si lavava ogni giorno con una bacinella di acqua calda.
Conosceva un sacco di gente e tutti la salutavano per strada, ma non aveva né parenti né amici.

- Chi potrebbe chiamare quando avrà necessità di aiuto? Le ho chiesto.
- Non voglio nessuno, ho già mandato via diversi assistenti sociali; quando arriverà la  mia ora non mi tirerò indietro.

In quel momento era entrata nel giardino pubblico la ragazza, colei che doveva riportale il cane, il quale vedendo la sua padrona ha cominciato ad abbaiare e scodinzolare. E 'stata una gioia per me vedere Tosca giocare con il cucciolo.
Ho salutato la vecchietta e mi sono diretta verso il mercato. Mentre camminavo lentamente, pensavo che nonostante che Tosca non avesse parenti e nessuno che curasse di lei, era felice avvolta nella sua solitudine. Dalle sue parole avevo intuito che voleva ancora andare avanti fino a quando il suo corpo avesse ceduto, il suo istinto naturale le diceva che la morte sarebbe stata più sopportabile se fosse arrivata nella casa di  Via Borgo Allegri, invece che all'ospedale dove la maggioranza delle persone oggi giorno moriva.
Ho continuato a camminare per un altro po' mentre sentivo che quel sole settembrino era realmente un regalo e volevo godermelo. Vicino al mercato c'era una piccolo slargo con delle panchine, mi sono seduta ho preso il mio libro dalla borsa e ho assaporato quei momenti.







Pubblicato da Josefina Privat Defaus alle 06:54 Nessun commento:
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mercoledì 28 agosto 2013

Planta número catorce - Quattordicesimo piano - Planta número catorze



En aquellos días grises de diciembre miraba muy a menudo por la ventana y veía tantas luces que serpenteaban por la calzada. Eran cadenas largas de coches que no cesaban de pasar. Vistas al atardecer desde lo alto de la planta número catorce del Hospital de Barcelona, parecían cenefas de varios colores que me distraían durante aquellas horas tan lentas. Esas lucecitas me daban un poco de alegría pues me recordaban el árbol de Navidad.
El ventanal de la habitación del hospital donde estaba ingresado mi padre se asomaba a la Avinguda Diagonal. Casi todos los edificios de aquella zona rica de Barcelona eran rascacielos muy bien construidos. A lado del hospital estaba la sede de la casa editora Planeta, con unos jardines colgantes formando terrazas preciosas.¡Cuántos libros Planeta había leído en toda mi juventud! Aún recuerdo el olor que desprendía el papel recién salido de la imprenta cuando echada en la cama doblaba la primera página de la nueva novela que empezaba a leer.
- Me gustaría entrar un día en la editorial, pensé.
El Hospital de Barcelona era un edificio acristalado de unos veinte pisos, que se divisaba muy bien desde lo lejos.
Llegué sonámbula a Barcelona con mi pequeña maleta y desde la boca del metro apareció ante mí aquel prisma de cristales majestuoso y melancólico. A finales de los años setenta se había construido para destinarlo a un hotel de lujo. Dicen que la sociedad dueña del hotel quebró y éste nunca se inauguró. Al poco tiempo una mutua privada lo compró y sus habitaciones fueron adaptadas para el gran hospital.
Entrando en el edificio me dio la sensación de estar pisando una alfombra del hotel de cinco estrellas que tenía que ser, pero en seguida llegó a mi nariz el olor intenso del polvo sutil que flotaba en el aire y que había ido penetrando año tras año en los poros de los sofás, sillones, muebles y demás objetos de la inmensa sala de espera.
Aquel aroma me distrajo de la ansiedad que había acumulado durante toda la noche anterior, en la que había dormido muy poco, sea por los nervios sea por el madrugón, y a lo largo de todo aquel día interminable en el que había viajado sin parar. Había cogido primero un autobús, luego un autocar de línea, después un avión, seguí en tren y terminé tomando el metro. Mis pasos eran lentos pero a la vez decididos. Miré mis zapatos negros cómodos pero elegantes y me di cuenta de que eran los mismos que llevaba algunos años atrás cuando entré en el hospital donde falleció mi madre.
Las caras tristes de la gente que entraba y salía me llevaron de nuevo a la realidad.
La planta catorce era un lugar especial, pues en ella estaban ingresados los enfermos terminales.
Allí era donde estaba mi padre, quien al cabo de pocos días iba a cumplir noventa  y cuatro años, en una cama de las que suben y bajan eléctricamente y su cuerpo estaba lleno de tubos y goteros.
Una ambulancia lo había salvado de un ataque al corazón, pero bien mirando quizás lo había condenado pues si aquella mañana, en que la cuidadora lo encontró sin sentido, lo hubieran dejado en su cama habría muerto sin tener luego que sufrir tanto.
Los tres hermanos estábamos muy apenados y hacíamos piña para ayudarnos mutuamente. Hacía varios días que no nos movíamos de su cabezal donde nos alternábamos todos los  miembros de la familia.
El seguía sin sentido en aquella habitación con la vista tan hermosa. La ciudad desde allá se desplegaba hacia la parte antigua terminando en el puerto que a él tanto le gustaba. Muchos años atrás cuando era pequeña con mi padre solíamos dar una vuelta por el muelle, mirando con detenimiento todos los barcos, cada vez que llegábamos a la estación de Cercanías con demasiada antelación. Para mí era un acontecimiento ir a Barcelona y siempre que me lo permitían acompañaba a mi padre, sin embargo recuerdo una vez en la que de ningún modo quería ir, por el miedo que  les tenía a los médicos del hospital en el que debían  ingresarme para que me extirparan las amígdalas. El día de la operación, de lo asustada que estaba, me mareé en el tren que nos llevaba a la ciudad y en el hospital cuando iban a ponerme una enorme inyección para hacerme dormir, saqué todas mis fuerzas y agallas para impedirlo. Creo que aquella pataleta mis padres la recordaron toda su vida.
Mientras miraba los coches que seguían serpenteando por la Avenida caí en la cuenta de que solo faltaban tres días para Navidad. 



Quattordicesimo piano
In quei giorni grigi di dicembre spesso guardavo fuori dalla finestra e vedevo tante luci che serpeggiavano attraverso la strada. Erano lunghe code di automobili che si muovevano senza fine. Al tramonto, viste dall'alto del quattordicesimo piano dell'ospedale di Barcellona, mi sembravano nastrini colorati che mi accompagnavano durante quelle ore lente; quelle luci mi davano un po' di allegria perché mi ricordavano l'albero di Natale.
Dalla finestra della stanza di mio padre, che si affacciava sulla Avinguda Diagonal, ho scoperto l'insegna luminosa della casa editrice Planeta, tra giardini pensili e belle terrazze. Quanti libri editi da Planeta avevo letto nella mia giovinezza! Ricordo ancora l'odore che emetteva la carta fresca di stampa, quando a letto aprivo la prima pagina del romanzo che stavo per iniziare.
- Mi piacerebbe un giorno entrare nella sede di quella casa editrice, ho pensato.
Ero arrivata in città, rintontita dal viaggio, con la mia piccola valigia; uscendo dalla metropolitan l'ospedale era subito apparso davanti a me  come un prisma maestoso di cristallo di venti piani.
Alla fine degli anni settanta quel edificio era stato costruito da destinare a un albergo di lusso. Dicevano che la società che gestiva l'hotel era fallita, quindi non era mai stato inaugurato. Una mutua privata lo aveva acquistato e in seguito le camere erano state riadattate ad uso ospedaliero.
All'entrata c'era un lungo tappeto rosso, che camminandoci sopra mi era sembrato di trovarmi nell'albergo a cinque stelle che avrebbe dovuto essere, ma poi vedendo i volti tristi delle persone che entravano ed uscivano e sentendo l'odore intenso di polveri sottili che proveniva dai pori dei divani, sedie, mobili e altri oggetti della vasta sala d'attesa, sono ritornata alla realtà. Quell'aroma mi fece dimenticare l'ansia che avevo accumulata durante la notte, in cui avevo dormito poco, sia a causa della mia angoscia sia dal pensiero di dover alzarmi presto, e nella lunga giornata in cui avevo tanto viaggiato senza mai fermarmi. Aveva preso prima un bus, dopo un pullman, poi un aereo, in seguito il treno e per finire la metropolitana. I miei passi erano lenti ma determinati. Ho guardato le mie scarpe nere, comode ma eleganti e mi sono accorta che erano le stesse che indossavo alcuni anni prima, quando sono entrata nella clinica dove stava morendo mia madre.
Il quattordicesimo piano era un posto speciale perché ospitava i malati terminali. Lì c'era mio padre in un letto di quelli che premendo un bottone andavano su e in giù; dal suo corpo, che aveva quasi novantaquattro anni, uscivano dei tubicini ed entravano delle flebo.
Un'ambulanza aveva salvato mio padre da un attacco di cuore, ma pensandoci bene, forse lo aveva condannato, perché se quella mattina, nella quale la badante lo aveva trovato incosciente, lo avessero lasciato nel suo letto sarebbe morto, senza dover poi soffrire così tanto.
I tre figli eravamo addolorati e quella improvvisa disgrazia ci aveva molto uniti. Per diversi giorni non ci eravamo mossi dal suo capezzale dove ci alternavamo con altri membri della famiglia.
Da qualche giorno mio padre giaceva in uno stato comatoso in quella bella stanza con vista. La città da lì scendeva fino al vecchio al porto, quello che lui tanto aveva amato. Molti anni prima, da piccola con mio padre, quando rientravamo nel paese della costa catalana dopo una giornata passata in città, andavamo, ogni volta che arrivavamo ​​alla stazione ferroviaria troppo in anticipo, a fare una passeggiata sul molo e ci soffermavamo a guardare con attenzione tutte le navi attraccate. Per me era sempre un evento straordinario andare a Barcellona e ogni volta che mi era permesso accompagnavo mio padre a sbrigare i suoi affari in città; però ricordo un periodo in cui in nessun modo volevo andarci, perché avevo paura di incontrare i medici che avevano programmato di togliermi le tonsille. Quella volta dell'operazione ero talmente spaventata che addirittura ho avuto mal di mare in treno e mentre un medico e una infermiera erano intenti farmi un enorme puntura per addormentarmi, ho lottato con tutte le mie forze e coraggio per impedirlo. Penso che i miei genitori hanno ricordato tutta la vita quella giornata per la mia insolita ostinazione.
Mentre guardavo le vetture che serpeggiavano lungo il viale mi sono reso conto che mancavano solo tre giorni a Natale.

 Planta número catorze
En aquells dies grisos de desembre mirava molt sovint per la finestra i veia tantes llums que serpentejaven per la calçada. Eren cadenes llargues de cotxes que no cessaven de passar. Vistes al capvespre des de dalt de la planta número catorze de l'Hospital de Barcelona, ​​semblaven sanefes de diversos colors, que per sort em distreien durant aquelles hores tan lentes. Aquestes llumetes em donaven una mica d'alegria ja que em recordaven l'arbre de Nadal.
El finestral de l'habitació de l'hospital on estava ingressat el meu pare  donava a l'Avinguda Diagonal. Gairebé tots els edificis d'aquella zona rica de Barcelona eren alts gratacels, però molt ben construïts. A costat de l'hospital hi havia la seu de la casa editora Planeta, amb uns jardins penjants formant terrasses precioses. ¡Quants llibres Planeta havia llegit en tota la meva joventut! Encara recordo l'olor, que desprenia el paper acabat de sortir de la impremta, quan estirada al llit  passava la primera pàgina de la nova novel·la que  començava a llegir.
- M'agradaria un dia entrar en aquella editorial, vaig pensar.
L'Hospital de Barcelona era un edifici envidriat d'uns vint pisos, que  es veia molt bé des de lluny.
Vaig arribar somnàmbula a Barcelona amb la meva petita maleta, ja des de la boca del metro, em  va aparèixer davant meu aquell prisma de vidres majestuosos i malenconiosos. A finals dels anys setanta s'havia construït per destinar-lo a un hotel de luxe. Diuen que la societat propietària de l'hotel va fer fallida i aquest mai es va inaugurar. Al poc temps una mútua privada el va comprar i les seves habitacions van ser adaptades per al gran hospital.
Entrant a l'edifici em va donar la sensació d'estar trepitjant una catifa de l'hotel de cinc estrelles que havia de ser, però de seguida va arribar al meu nas l'olor intens de la pols subtil, que surava en l'aire i que havia anat penetrant any rere any en els porus dels sofàs, butaques, mobles i altres objectes de la immensa sala d'espera.
Aquell aroma em va distreure de l'ansietat que havia acumulat durant tota la nit anterior, en què havia dormit molt poc, sigui pels nervis sigui per  el fet de haver-me llevat de  matinada, i  durant tot aquell dia interminable en què havia viatjat sense parar. Havia agafat primer un autobús, després un autocar de línia, després un avió, vaig seguir amb tren i vaig acabar prenent el metro. Els meus passos eren lents però alhora decidits. Vaig mirar les meves sabates negres còmodes però elegants i em vaig adonar que eren  les mateixes que portava alguns anys enrere quan vaig entrar a l'hospital on va morir la meva mare.
Les cares tristes de la gent que entrava i sortia em van portar de nou a la realitat.
La planta catorze era un lloc especial, ja que en ella estaven ingressats els malalts terminals.
Allà era on estava el meu pare, que al cap de pocs dies hauria complit noranta-quatre anys, en un llit de els que pugen i baixen elèctricament. El seu cos estava ple de tubs i goters.
Una ambulància l'havia salvat d'un atac de cor, però ben  mirat potser l'havia condemnat, doncs si aquell matí, en què la cuidadora el va trobar sense sentit, l'haguessin deixat en el seu llit hauria mort sense haver després de patir tant.
Els tres germans estàvem molt apesarats i fèiem pinya per ajudar-nos mútuament. Feia diversos dies que no ens movíem del seu capçal on ens alternàvem tots els membres de la família.
Ell seguia sense sentit en aquella habitació amb la vista tan bonica. La ciutat des d'allà es desplegava cap a la part antiga acabant al port, que a ell tant li agradava. Molts anys enrere quan era petita amb el meu pare solíem fer una volta pel moll, mirant amb deteniment tots els vaixells, cada vegada que arribàvem a l'estació de Rodalies amb massa antelació. Per a mi era un esdeveniment anar a Barcelona i sempre que m'ho permetien acompanyava al meu pare, però recordo una vegada en la qual de cap manera volia anar-hi, per la por que els tenia als metges de l'hospital, en el qual havien de ingressar per que m 'extirpessin les amígdales. També recordo el dia de l'operació, de lo espantada que estava, em vaig marejar al tren que ens portava a la ciutat i a l'hospital quan anaven a posar-me una enorme injecció per fer-me dormir, vaig treure totes les meves forces i coratge per impedir-ho. Crec que aquella rebequeria meus pares la van recordar tota la vida.
Mentre mirava els cotxes que seguien serpentejant per l'Avinguda vaig  em vaig donar   compte que només faltaven tres dies per Nadal.








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Pubblicato da Josefina Privat Defaus alle 07:25 5 commenti:
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